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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (14 page)

Dándose cuenta de que divagaba, se concentró y miró a Menzies, que la observaba con preocupación.

—Perdone —dijo—. Es que aún estoy un poco fuera de órbita.

—Pues claro —dijo él—. ¿Por eso aún te hace falta esto?

Señaló con la cabeza la bolsa de suero colgada al lado de la cama.

—El médico ha dicho que es una medida puramente preventiva. Ahora ingiero muchos líquidos.

—Muy bien, muy bien. La pérdida de sangre debió de provocar una insuficiencia grave. Qué cantidad de sangre, Margo... Por algo dicen que es un líquido vivo, ¿no crees?

Margo experimentó un extraño calambre, casi un impacto físico. De pronto desaparecieron la flojera y el sopor, y tuvo la sensación de estar totalmente despierta.

—¿Qué ha dicho?

—Que si te han dicho algo de cuándo podrás salir.

Margo se relajó.

—Los médicos están muy contentos de mi evolución. Más o menos en un par de semanas.

—Y supongo que luego a guardar cama en tu casa, ¿no?

—Sí. El doctor Winokur, que es el médico que me lleva, ha dicho que antes de volver al trabajo necesitaré otro mes de recuperación.

—Por algo lo dirá.

La voz de Menzies era grave, tranquilizadora. Margo sintió que se volvía a embotar y bostezó casi sin darse cuenta.

—¡Uy! —dijo, nuevamente avergonzada—. Perdone.

—No hay por qué. No quiero quedarme más tiempo de la cuenta. Ahora mismo me iré. ¿Estás cansada, Margo?

Ella sonrió débilmente.

—Un poco.

—¿Duermes bien?

—Sí.

—Me alegro. Me preocupaba que pudieras tener pesadillas.

Menzies miró por encima del hombro, hacia la puerta abierta y el pasillo.

—No, la verdad es que no.

—¡Así me gusta! ¡Qué agallas!

Otra vez el extraño cosquilleo eléctrico de antes. La voz de Menzies había cambiado. Ahora tenía un matiz a la vez desconocido e inquietantemente familiar.

—Doctor Menzies... —dijo Margo, mientras se volvía a incorporar.

—No te esfuerces. Tú acuéstate y descansa. —Menzies empujó muy suavemente su hombro hacia la almohada—. Me alegro mucho de que duermas bien. No todo el mundo es capaz de superar una experiencia tan traumática.

—Bueno, tampoco es que la haya superado —dijo ella—. Lo que ocurre es que no la recuerdo muy bien.

Menzies la reconfortó tocándole la mano.

—Mejor —dijo, metiendo la otra dentro de la americana.

Margo tuvo una sensación de alarma inexplicable, pero era simple cansancio. Por muy bien que le cayera Menzies, y por mucho que le agradeciera aquel respiro en la monotonía, necesitaba reposar.

—La verdad es que son recuerdos que no le gustaría tener a nadie. Los ruidos en la sala de exposición vacía, que te sigan, oír pisadas y no ver quién es, los tablones cayéndose... Quedarse a oscuras de repente...

Margo sintió en su interior un pánico brumoso. Miró a Menzies fijamente sin poder concentrarse en lo que le decía. El antropólogo seguía hablando con voz grave y tranquilizadora.

—Risas en la oscuridad. Y luego el cuchillo clavándose... No, Margo, esos recuerdos no quiere tenerlos nadie.

En ese momento fue el propio Menzies quien se rió, pero no era su voz. Era otra, totalmente distinta, una risita seca, horrible.

Un horrendo sobresalto, brusco, abrasador, se abrió paso en la letargia cada vez más densa. No. ¡Oh, no! No era posible.

Menzies la miraba con gran atención desde la silla, como si midiera el efecto de sus palabras.

Luego guiñó un ojo.

Margo intentó apartarse y abrió la boca para gritar, pero justo entonces se intensificó la sensación de lasitud, que pesaba sobre sus brazos y sus piernas y le impedía cualquier palabra o movimiento. De pronto comprendió con desesperación que no era una letargia normal, sino que le estaba pasando algo.

Menzies soltó su mano. En ese momento, dio un respingo de terror. Margo vio que la otra, escondida detrás, sujetaba una minúscula jeringa con la que estaba inyectando un líquido incoloro en el tubo de suero de la muñeca. Vio que Menzies retiraba la jeringa, la tapaba y se la guardaba en el bolsillo de la americana.

—Margo, querida —dijo él apoyándose en el respaldo, con una voz totalmente distinta—, ¿en serio creías que no volveríamos a vernos?

En el interior de Margo brotó con fuerza el pánico, junto a unas ganas locas de vivir. Por desgracia se sentía totalmente inerme ante la droga que se propagaba por sus venas, silenciando su voz y paralizando sus extremidades. Menzies se levantó ágilmente, le puso un dedo en los labios y susurró:

—Ahora, Margo, a dormir.

La odiada oscuridad, manando en su interior, se interpuso en su visión y en sus pensamientos. El simple hecho de llenarse los pulmones se convirtió en una agonía que despojaba de todo protagonismo al pánico, la sorpresa y la incredulidad. Paralizada, Margo vio que Menzies daba media vuelta y salía con premura de la habitación. Después le oyó muy lejos, pidiendo ayuda a una enfermera, pero también su voz acabó por perderse en la sorda oleada que llenaba su cabeza; la oscuridad se acumuló en sus ojos hasta que todo sonido quedó engullido por las tinieblas y la noche eterna. Margo se había ido.

Dieciocho

Cuatro días después de la reunión con Menzies el espectáculo de luz y sonido ya estaba instalado y listo para depurar. Por la noche, cuando pusieran los últimos cables, ya estaría todo conectado. Jay Lipper estaba en cuclillas, oyendo cómo salían toda clase de ruidos por el polvoriento agujero que había cerca del suelo de la Sala de los Carros: gruñidos, jadeos, palabrotas en voz baja... Llevaban tres días seguidos trabajando hasta altas horas de la madrugada, y Lipper se caía de cansancio. Ya no podría aguantar mucho más. En resumidas cuentas, solo vivía para la exposición. Sus compañeros de
Land of Darkmord
ya jugaban sin él; lo daban por perdido. A esas alturas seguro que habían subido uno o dos niveles. Ya era imposible alcanzarlos.

—¿Lo tienes?

Era la voz de DeMeo saliendo por el agujero. Al mirar hacia abajo, Lipper vio que sobresalía la punta de un cable de fibra óptica en la oscuridad.

La cogió.

—Sí, ya está.

Pasó el cable y esperó a que DeMeo volviera del otro lado de la pared. Poco después, la corpulenta silueta del técnico se acercó por el pasillo iluminada por detrás, jadeando en la penumbra del sepulcro, con los cables enrollados en sus hombros musculosos. Lipper le dio la punta del cable de la pared. DeMeo la enchufó en la parte trasera del PowerBook que había en una mesa de trabajo. Más tarde, cuando estuviera todo en su sitio, esconderían el portátil detrás de un arcón dorado con pinturas, pero de momento estaba a la vista, para poder usarlo.

DeMeo se quitó el polvo de los muslos y levantó la mano, sonriendo.

—Chócala, colega, lo hemos conseguido.

Lipper no le hizo caso. Ya no podía disimular su irritación. DeMeo lo tenía harto. Los dos electricistas del museo habían insistido en irse a casa a medianoche, y de resultas de ello Lipper estaba a gatas en el suelo, haciendo de ayudante del maldito DeMeo.

—Aún nos falta mucho —dijo de mal humor.

DeMeo dejó caer la mano.

—Ya, pero al menos están puestos los cables, está configurado el software y vamos bien de tiempo. Más no se puede pedir, ¿no te parece, Jayce?

Lipper fue a encender el ordenador; puso en marcha la secuencia de arranque con la esperanza de que detectase la red y los dispositivos remotos; vana esperanza, porque las cosas nunca eran tan fáciles y encima la red de marras la había montado DeMeo, o sea, que podía pasar de todo.

La secuencia de arranque terminó. Con el corazón en un puño, Lipper empezó a mandar pings por la red para ver qué parte de las dos docenas de dispositivos remotos no se detectaban, con la consiguiente pérdida de tiempo que significaba solucionar el problema. Tendría suerte si el ordenador detectaba la mitad de los periféricos en el primer arranque. En fin, eran gajes del oficio.

Clicó las direcciones de red con una sensación de incredulidad. Parecía que estaba todo.

Repasó la lista. Imposible pero cierto. Toda la red estaba visible y operativa. Todos los dispositivos remotos y aparatos de luz y sonido respondían y daban muestras de una perfecta sincronización. Era como si los problemas los hubiera arreglado previamente otra persona.

Repasó otra vez la lista con el mismo resultado. La incredulidad dejó paso a una prudente alegría. No recordaba ningún otro trabajo en el que una red tan complicada hubiera estado disponible y en funcionamiento a la primera. Además no era solo la red, sino todo el proyecto el que iba sobre ruedas desde el principio. Les había costado muchos días de trabajo, de un trabajo que se hacía eterno, pero en el mundo real aún habrían tardado más. Probablemente mucho más. Respiró hondo.

—¿Qué, qué pinta tiene? —preguntó DeMeo, pegado a su espalda para ver la pantalla.

Lipper notó su aliento a cebolla.

—Buena.

Se apartó.

—¡Qué guay! —El grito de júbilo de DeMeo resonó por toda la tumba y estuvo a punto de perforar el tímpano a Lipper—. ¡Soy el número uno! ¡Un puto monstruo de las redes! —Se puso a bailar por la sala, levantando el puño y ensayando unos pasos de claque sin mucho garbo—. Venga, vamos a probarlo.

—Se me ocurre algo mejor. ¿Por qué no sales a buscar un par de pizzas?

DeMeo lo miró con cara de sorpresa.

—¿Qué? ¿Ahora? ¿No quieres hacer una prueba?

¡Vaya si quería! Pero no con el aliento de DeMeo en la nuca y sus gritos y chorradas en la oreja. Tenía ganas de admirar su obra en silencio y concentración. Necesitaba a toda costa descansar de DeMeo.

—Después de las pizzas. Invito yo.

Vio que DeMeo lo pensaba.

—Bueno, vale. ¿Tú qué quieres?

—Una napolitana y un té helado grande.

—Pues yo me pediré una hawaiana con doble de piña, jamón frito con miel, extra de ajo y dos Dr. Peppers.

Muy propio de DeMeo: suponer que a Lipper le importaban un carajo sus preferencias en materia de pizza. Lipper sacó dos billetes de veinte y se los dio.

—Gracias, colega.

Vio cómo subía pesadamente por la escalera de piedra y luego se perdía en la oscuridad. El eco de sus pasos se alejó.

En el silencio, Lipper respiró aliviado. Con un poco de suerte un autobús atropellaría a DeMeo en el camino de vuelta.

Con esa dulce idea en la cabeza volvió a fijarse en el panel de control del ordenador. Clicó en cada uno de los periféricos para ver si estaba activo y en funcionamiento y volvió a llevarse la sorpresa de que todos respondían perfectamente y al momento, como si la red ya hubiera sido depurada previamente por alguien. A pesar de sus chistes, y de sus tonterías, había que reconocer que DeMeo cumplía. Al cien por cien.

Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Un icono de software saltaba como un loco. Por alguna razón las principales rutinas del espectáculo de luz y sonido se habían cargado automáticamente, cuando él las había programado específicamente en carga manual, al menos para la prueba preliminar; de ese modo podría hacer un seguimiento paso a paso de los códigos y comprobar cada módulo.

Vaya, al final sí que había un problema... Lógicamente tendría que arreglarlo, pero todo a su tiempo. De momento el software estaba cargado; los controladores, en red y preparados; las pantallas, en su sitio, y la máquina de humo, llena.

Era el momento de ponerlo todo en marcha.

Volvió a respirar profundamente, saboreando la paz y el silencio, pero justo cuando estaba a punto de pulsar la tecla enter, para dar la orden de ejecutar el programa, algo llamó su atención. Acababa de oír ruido en lo más hondo de la tumba, en la Sala de la Verdad o en la propia cámara sepulcral. No podía ser DeMeo, que llegaría por el otro lado. Además las pizzas tardarían como mínimo media hora. Con algo de suerte hasta cuarenta minutos.

Quizá fuera un vigilante.

Otra vez el mismo ruido, seco, extraño, furtivo. No, no podía ser un vigilante.

¿Ratones?

Se levantó indeciso. Probablemente no era nada. Se estaba dejando influir por los estúpidos rumores que habían empezado a circular entre los vigilantes sobre una maldición. Lo más probable era que se tratase de un simple ratón, de los que habían infestado las antiguas galerías egipcias hasta el punto de que el departamento de mantenimiento había tenido que instalar trampas adhesivas. Por otro lado, si uno de ellos había conseguido infiltrarse en la tumba propiamente dicha, por ejemplo a través de uno de los agujeros destapados por DeMeo para pasar los cables, los dientes de un solo roedor clavados en un cable bastarían para paralizar todo el sistema, provocando un retraso de horas o días, según lo que tardasen en examinar los cables del demonio uno por uno, centímetro a centímetro.

Oyó otro susurro como de hojas secas movidas por el viento. Lipper atenuó las luces, cogió el abrigo de DeMeo —para echárselo encima al ratón, si lo encontraba—, se levantó y se adentró sigilosamente en las profundidades de la tumba.

Teddy DeMeo buscó su tarjeta y la pasó por la cerradura recién instalada de la sección egipcia, mientras vigilaba que no se le cayeran las pizzas. ¡Qué rabia! Estaban frías. Los vigilantes de la entrada de seguridad se habían tomado con calma la identificación, y eso que eran los mismos idiotas que lo habían dejado salir veinticinco minutos antes. ¿Seguridad? Mejor dicho ineptitud.

La puerta de la sección egipcia se cerró con un susurro. DeMeo llegó al fondo de la sala, entró en el anexo... y se llevó la sorpresa de encontrar cerradas las puertas de la tumba.

Nació en su mente una sospecha: ¿y si Lipper había hecho la primera prueba sin él?, pero la descartó enseguida. Lipper podía ser un maniático con ínfulas de artista, y un cascarrabias de tomo y lomo, pero en el fondo era buen tío.

Sacó la tarjeta y la pasó por el lector, con el clic correspondiente de la cerradura. Haciendo equilibrios con las pizzas y las bebidas, metió un codo por la puerta, la empujó y deslizó el resto de su cuerpo justo antes de que volviera a cerrarse con otro clic.

Las luces habían bajado al nivel I, como después de ejecutar el software. DeMeo tuvo otra punzada de sospecha.

—¡Eh, Jayce! —dijo en voz alta—. ¡Pizza a domicilio!

Bajó por la escalera y recorrió todo el pasillo sin pararse. Solo lo hizo en el puente del pozo.

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