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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

El libro secreto de Dante (4 page)

Como médico, estaba acostumbrado a ver rostros sin vida, cuerpos abandonados por el alma, y ya casi no tenía miedo. Sin embargo ahora se le encogía el corazón, como si se hubiera apagado de golpe una parte importante de su mundo, como si se hubiera oscurecido para siempre una zona amplia del universo en el que vivía. Pues los labios negros le parecieron indicio de otra clase de venenos que no eran los del aire. Se acordó de la autopsia que había hecho en Bolonia —junto a su maestro, que era seguidor de Averroes— a uno que había muerto envenenado. Le vino a la cabeza el clima de sociedad secreta, de secta iniciática, que envolvía aquellos experimentos inspirados en los tratados árabes, en olor de herejía. Tenían el gusto de lo prohibido, la fascinación del descubrimiento y al mismo tiempo la de la profanación.

No pudo resistirse a la curiosidad, al impulso de repetir esa antigua experiencia. Miró de reojo a su alrededor para ver si alguien lo estaba observando y le pareció que no. Entonces cogió una de las manos del poeta y examinó atentamente la palma y las uñas. Después, vencida la inicial repugnancia, empezó a abrirle la boca con la intención de observarle la lengua, pero a su espalda se elevó una voz:

—Pero ¿qué hace ese? ¡Eh, guardias!

—¡Blasfemia —gritó otra voz—, blasfemia!

Uno se le lanzó inmediatamente encima, alejándolo del rostro de Dante. Otro se apresuró a agarrarlo por los pies, y un tercero le soltó un puñetazo cuando intentaba explicarse.

—¡Un mago, un hechicero! —exclamaba alguien. Ya se había formado a su alrededor un pequeño círculo de gente curiosa que deseaba pasar a mayores:

—¡A la hoguera, a la hoguera! Logró decir:

—¡Por el amor de Dios! —Y a duras penas añadió—: Dejadme hablar con Iacopo Alighieri, su hijo. Puedo explicárselo todo…

El hombre que tenía enfrente ya había cogido impulso y se disponía a lanzar un segundo puñetazo más efectivo que el primero. Afortunadamente, alertada por aquella algarabía, reapareció Antonia y preguntó a los guardias qué estaba sucediendo.

Así fue como le vio la cara, aunque en parte estaba cubierta por un velo, y, a pesar de la confusión del momento, percibió su belleza. Era aún muy joven, los ojos verdes brillantes por el llanto y la mirada profunda, vivaz, que lo escrutaba; daba muestras de haber entendido al vuelo que no había nada que temer de él.

—¿Quién sois vos, señor? ¿Qué queréis? —lo interpeló directamente, casi con descaro, mirándolo fijamente a los ojos. Sabía que la ropa que llevaba aclaraba enseguida la situación, no tenía necesidad de mostrarse púdica, bastaba el hábito para conminar a un hombre a mantener a raya sus pensamientos.

Él se apresuró a contestar, adelantándose a un escudero que había abierto la boca para narrarle lo sucedido:

—Hermana, yo… me llamo Giovanni…, soy Giovanni da Lucca…

La vio estremecerse, como si ese nombre no le fuera desconocido, pero Giovanni venció la turbación y continuó:

—Vos sois Antonia Alighieri, la hija de Dante, ¿no es así?

—Sor Beatrice, mi nombre ya no es Antonia —respondió.

Leyó su fisonomía en un instante: por esos ojos que sonreían intermitentemente amables, y que a ratos se congelaban y la escrutaban como pidiendo un consenso, entendió que estaba frente a uno de esos jóvenes que han sido idealistas mucho tiempo y que ahora parece que estén cerca de una encrucijada. Como si su próxima experiencia estuviera destinada a ser la decisiva, la que definirá si emprenderán irreversiblemente la siniestra cuesta de la indiferencia emotiva o serán capaces de preservar en la selva del mundo ese hilo de fidelidad a sí mismos que los salvará.

—¿Qué buscáis… en el cuerpo de mi padre? —le preguntó.

—Nada, perdonad… Soy médico —dijo Giovanni—, y un gran admirador del maestro. Ya he reunido y transcrito el
Infierno,
el
Purgatorio
y los primeros doce cantos del
Paraíso;
había venido a Rávena para hablar con el poeta, para conseguir directamente de él el resto del poema; pero al parecer he llegado tarde… Por un momento, disculpadme, he llegado a pensar que alguien hubiera querido matarlo…

—Murió de malaria —contestó la monja—, la enfermedad de los pantanos, como la llaman. La cogió en un viaje a Venecia. Quizá la contrajo en las inmediaciones de la abadía de Pomposa, donde se detuvo a pernoctar: una zona que tiene fama de ser insana. Le habían propuesto viajar por mar, pero no se fiaba de los venecianos que se habían ofrecido a escoltarlo. En realidad habría tenido que rechazar el encargo cortésmente, o por lo menos postergarlo a una estación menos cálida, pero no era de los que se echan atrás. Regresó antes de lo previsto de la embajada realizada para don Guido Polenta, atormentado por ataques de terciana maligna, dolores terribles en las vísceras, fiebres intermitentes hasta llegar al delirio… Una agonía que ha durado un mes, pero aquí llegó hará una semana y ya no había nada que hacer. —Se interrumpió, dándole vueltas a algo; murmuró un par de veces su nombre, como sopesándolo—: Giovanni…

Después ordenó a los hombres de guardia que lo dejaran, diciendo que debía hablar con él en privado. Los escuderos dudaron: se miraron los unos a los otros, pero después obedecieron, acostumbrados como estaban a decidir qué debía hacerse según la perentoriedad del tono de quien daba la orden. Se encogieron de hombros y se apartaron. Con los fieles que se hallaban al fondo de la iglesia bastó una mirada severa. Cuando se quedaron los dos solos, Antonia continuó:

—Una vez, en medio del delirio, mi padre me dijo vuestro nombre, Giovanni. Me cogió una mano y me dijo: «Beatrice…», en su delirio ahora me llamaba así, ni Antonia ni sor Beatrice… Me dijo: «¡Beatrice, corre, vete, advierte a Giovanni que no vuelva a Lucca! Es culpa mía», decía, y no se daba tregua. Así pues, ¿quién sois?

Giovanni inclinó la cabeza y murmuró para sus adentros: «No, no ha sido tu culpa».

—Lo conocí cuando vino a Lucca, poco después de ser expulsado de Florencia. Fuimos amigos, si puede decirse así, a pesar de la diferencia de edad: él poco más que cuarentón, yo aún no tenía veinticinco. Yo estaba enamorado de una muchacha, me apasionó su poesía amorosa, él me cogió simpatía… Quizá estaba informado de lo que sucedía en Lucca. Yo tuve que dejar la ciudad, como a él le había pasado con Florencia, por motivos parecidos, pero lo único cierto es que no fue culpa suya…

—¿Qué os ha hecho pensar —quiso saber entonces Antonia— que pueda haber sido asesinado? ¿Cómo se os ha ocurrido?

—Tiene señales que podrían… Un compuesto de arsénico tal vez, en dosis graduales, que provoca fiebres parecidas a las de la malaria. En Florencia, por ejemplo, sé que se produce uno poderosísimo esparciendo con arsénico las vísceras del cerdo, después secándolas y finalmente moliéndolas para reducirlas a un finísimo polvo blanco. Tiene los labios negros, la piel escamosa y ha perdido una uña y un poco de pelo. Pero el envenenamiento debe de haber sido lento, un poco cada vez, a manos de alguien que estaba muy cerca de él, para simular las intermitencias de la malaria. Sería conveniente investigar quién ha estado junto a su cama durante la agonía.

Sor Beatrice se sintió turbada por esa insinuación. Permaneció absorta durante algunos minutos, como si estuviera buscando en su memoria pistas que pudieran contribuir a confirmar la versión que le acababa de ofrecer, pero no encontró nada concreto.

—¿Por qué iba a querer nadie matarlo? —preguntó finalmente.

—No lo sé —contestó Giovanni—, pero creo que no le gustaba a todo el mundo la gran resonancia que en toda la península italiana está alcanzando su poema. Hay delitos impunes, asesinos aún vivos que vuestro padre ha denunciado en su libro. Hay atrocidades de papas y de reyes, políticos corruptos de los que se profetiza la condena al Infierno. Los potenciales enemigos son tantos… Todos ellos, personas que en un primer momento han cometido el error de infravalorar el peso de un libro. Por eso, quizá simplemente querían impedirle finalizarlo.

—Me cuesta creerlo —dijo Antonia—; solo son palabras, las palabras no matan a nadie. Pero si estáis seguro de lo que decís, en ese caso investigad, que yo os ayudaré en todo lo que pueda. Sin embargo, si me lo permitís, os rogaré que lo hagáis con discreción, no quiero poner al corriente a mi madre ni a mis hermanos. A Pietro y a Iacopo preferiría mantenerlos al margen, y a mi madre dejadla fuera, al menos hasta que no salga a la luz algo más concreto… o quizá un culpable: no todos somos capaces de asumir la verdad. Nos hacemos la ilusión, acaso estúpidamente, de que se restablece el equilibrio cuando hay un culpable al que castigar, alguien a quien atribuir toda la responsabilidad del mal que tenemos a nuestro alrededor…

Fueron sobre todo los ojos verdes de Antonia los que se grabaron en la mente de Giovanni. Pensó también que hacía falta mucha valentía para hacerse monja con una cara tan bonita. Se planteó si la hija de Dante habría elegido ese camino por vocación, pero se inclinaba a responder afirmativamente a esa pregunta: si había heredado el carácter del padre —sabía que estaba muy unido a ella, y ella a él aún más—, no habría aceptado nunca compromisos. Parecía una mujer muy dura, decidida, casi fuerte. Su belleza le habría supuesto un peso.

Al día siguiente, en la misa de réquiem, alguien observó que el poeta, durante la noche, había entornado ligeramente los labios, casi como queriendo dictar, antes de marcharse definitivamente, los últimos versos del
Paraíso,
que entonces nadie conocía. Se difundió el rumor de un milagro. Todavía durante algunos meses en Rávena, cuando se supo que no había tenido tiempo de acabar el poema, se vio a algunos pasar cerca de la gran arca de mármol frente a San Francesco y ponerse a escuchar. Evidentemente, de alguien que había visitado en vida el reino de los muertos se esperaba que de un momento a otro pudiera volver al de los vivos.

III

N
omina sunt
—decía él—
consequentia rerum:
«Los nombres corresponden a las cosas que designan». Y tú —le decía— te llamas Gemma porque eres una piedra preciosa; es por eso por lo que eres tan dura, áspera como un jaspe, esa es la gema que eres.

Y también la llamaba Pietra en lugar de Gemma cuando ella se encerraba en su silencio hostil, para decirle que era dura como una piedra. Momentos felices, en su matrimonio, había habido pocos. Al principio el poeta no se resignaba. Había sido Alighiero, su padre, quien había decidido con quién debía casarse cuando su madre, Bella, acababa de morir y el viudo reciente, que estaba a punto de casarse otra vez, pensó en liquidar velozmente el problema de este hijo que de pronto se había convertido casi en una carga. Dante tenía apenas doce años y Gemma era una niña cuando las dos familias firmaron los acuerdos sobre la dote.

Lo ineluctable de una elección que no era suya era lo que pesaba sobre él como un peñasco. Era totalmente consciente de que no era culpa de su mujer, y en el fondo la respetaba; pero ella, Gemma, a pesar de todo, aspiraba a algo más que su respeto. Por otra parte, había aportado una dote de doscientos florines pequeños. No mucho, pero su marido tenía alguna que otra fracción inutilizable de herencia, y además no hacía más que endeudarse. Descuidaba el cobro de los créditos del padre Alighiero después de su muerte, y gastaba mucho para sus costosísimos manuscritos. La mujer no podía entenderlo, y sobre ella recaía todo el trabajo de mantener a tres hijos pequeños. A Dante el dinero no le preocupaba. Solo se daba cuenta de su importancia cuando necesitaba algo para lo que el dinero era imprescindible; de otro modo no se daba cuenta de que no lo tenía. Ella, como esposa y madre, vivía en un estado de ansiedad, pues como esposa y madre sentía la presión del mañana: ¿cómo se puede, con tres hijos, vivir solo el presente? Él pedía préstamos y préstamos para pagar antiguos préstamos.

Se había metido en política, pero había sido el único que no se había llevado ni un florín pequeño; en cambio su hermanastro Francesco, nacido del segundo matrimonio de su padre, había conseguido ventajas. Sin embargo, cuando se trataba de ayudar a Dante, solo sabía animarlo a contraer deudas, en las que él mismo actuaba como fiador. De esa forma prosperaba sin exponerse personalmente. Por lo poco que sabía, Gemma le había aconsejado a su marido que no aceptara el máximo cargo municipal en un momento tan tenso en la ciudad, una coyuntura en la que nadie quería ese puesto. Sobre todo cuando los Blancos —una de las dos facciones en que se dividían los güelfos de Florencia— de las grandes familias, por prudencia, permanecían en la sombra.

—Te envían a ti —le había dicho— porque todos tienen miedo de Corso Donati y de lo que está tramando con el papa Bonifacio. Hasta los mismos Cavalcanti, que son buenos amigos, estarán en todo momento preparados para caer de pie.

Dante esa vez la había sorprendido. La había abrazado, e incluso besado.

—Lo sé, ángel mío —le había respondido—, lo que estoy haciendo es muy arriesgado, porque estoy solo en esta refriega de la que no se puede más que salir derrotado. Me pasará lo mismo que a Cicerón cuando lo hicieron cónsul, que será el comienzo del fin. Pero no puedo echarme atrás, porque soy así, soy uno de esos hombres que no saben mentirse a sí mismos. Si me negara, pasaría el resto de mi vida sintiéndome un inútil, un vil, alguien que no acepta el estado de las cosas pero que tampoco se atreve a rebelarse. Un mediocre, una nulidad…

A veces volvía a casa rebosante de buen humor, corría a abrazarla y ella lo rechazaba irritada. Entonces él se reía y le decía:

—Gemma, Gemma, corazón de piedra, he descargado sobre ti el carcaj entero de Cupido, y ¿qué haces tú? Te proteges más que los catafractos, esas tropas en las que no solo los jinetes llevan armadura, sino también los caballos: no hay flecha de amor que encuentre jamás una apertura en la coraza templada a fuego de tu alma de hierro. ¿Qué harás con mi corazón, dime, cuando lo hayas pelado corteza a corteza? Mira en cambio lo que hago: invento para ti las rimas más facilonas que sé componer, te escribo una canción tan dura, tan áspera a la hora de declamarla que en solo tres versos enronquecerá a quien se arriesgue a recitarla:

Così nel mio parlar voglio esser aspro

come negli atti questa bella petra…
[4]

Ella contestaba que había asuntos prácticos que resolver, que había que lavar a Pietrino, reparar la vieja mesa, y que hacía falta conseguir leña para la chimenea. Entonces él la agarraba de la trenza en la que había recogido sus largos cabellos y se golpeaba las mejillas y la nuca diciendo:

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