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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

El monstruo de Florencia (4 page)

La reunión terminó y Spezi se marchó a su mesa para escribir el artículo sobre su visita a la oficina del forense. Pero antes de ponerse manos a la obra repasó el viejo artículo que narraba la historia de los asesinatos de Borgo San Lorenzo. Las coincidencias eran sorprendentes. Las dos víctimas, Stefania Pettini, de dieciocho años, y Pasquale Gentilcore, de diecinueve, habían sido asesinadas la noche del 14 de septiembre de 1974, un sábado sin luna. Y estaban prometidos. El asesino había volcado el bolso de la chica y desparramado el contenido, como el bolso de paja que Spezi había visto sobre la hierba. La pareja también había pasado la noche en una discoteca de Borgo San Lorenzo, el Teen Club.

La policía había recuperado los cartuchos y el artículo aseguraba que se trataba de balas Winchester, serie H, calibre 22, como las utilizadas en los asesinatos de Arrigo. Aunque ese detalle no resultaba excesivamente revelador, pues esas eran las balas de calibre 22 más vendidas en Italia.

El asesino de Borgo San Lorenzo no había extirpado los órganos sexuales de la chica. En lugar de eso, la sacó del coche a rastras y con el cuchillo le pinchó el cuerpo noventa y siete veces, formando un elaborado diseño alrededor de los pechos y la zona púbica. El asesinato tuvo lugar junto a un viñedo y el asesino penetró a su víctima con una vieja rama de vid. En ninguno de los dos casos había indicios de abuso sexual.

Spezi escribió el artículo principal mientras el otro reportero redactaba una reseña sobre los asesinatos de 1974.

Dos días más tarde llegó la reacción. La policía, tras leer el artículo, comparó los cartuchos recuperados de los asesinatos de 1974 con los del nuevo caso. Casi todas las pistolas, con excepción de los revólveres, expulsan el cartucho después de cada disparo; si la persona que dispara no se toma la molestia de recogerlo, este permanece en la escena del crimen. El informe del laboratorio de la policía fue contundente: en los dos crímenes se había empleado la misma pistola. Una Beretta calibre 22 de cañón largo, un modelo diseñado para tiro al blanco. Sin silenciador. Y el detalle decisivo: el percutor tenía un pequeño defecto que dejaba una marca inconfundible en el borde del cartucho, tan singular como una huella dactilar.

Cuando
La Nazione
publicó la noticia, se disparó la alarma. Eso significaba que un asesino en serie acechaba en las colinas de Florencia.

La investigación que siguió destapó un extraño submundo que pocos florentinos sabían que existía en las encantadoras colinas que rodeaban su ciudad. En Italia, la mayoría de los jóvenes vive con sus padres hasta que se casan, y la mayoría lo hace tarde. Por consiguiente, tener relaciones sexuales en el coche constituye un pasatiempo nacional. Se dice que uno de cada tres florentinos que viven en la actualidad fue concebido en un coche. Las noches de los fines de semana, las colinas que rodean Florencia se llenaban de jóvenes parejas que aparcaban su vehículo en carreteras oscuras y caminos de tierra, en olivares y prados.

Los investigadores descubrieron que docenas de mirones rondaban por los campos espiando a dichas parejas. En la zona, se conocía a esos mirones como
indiarti
, o indios, porque se movían con sigilo en la oscuridad. Algunos cargaban con complejos equipos, como micrófonos ventosa y parabólicos, grabadoras y cámaras de visión nocturna. Los indiani habían dividido las colinas en distintas zonas operativas; cada una de ellas estaba administrada por un grupo o «tribu» que controlaba las mejores posiciones para ver sexo de manera furtiva. Algunas posiciones estaban muy solicitadas, ya fuera porque permitían mirar desde muy cerca o porque en ellas estacionaban «buenos coches». (Un «buen coche» es justamente eso que usted imagina.) También podían ser una fuente de ingresos, ya que a veces se compraban y vendían buenos coches en el acto, en una especie de bolsa para depravados en la que un indiano se retiraba con un fajo de billetes en la mano tras ceder su puesto a otro para que presenciara el final. Los indiani con dinero solían pagar a un guía para que los llevara a los mejores puestos y así minimizar riesgos.

Luego estaban los intrépidos que se aprovechaban de los indiani; vamos, una subcultura dentro de otra. Estos individuos se adentraban en las colinas por la noche para espiar no a los amantes, sino a los indiani; tomaban nota de sus coches, matrículas y demás detalles y luego les hacían chantaje, amenazándolos con airear sus actividades nocturnas a esposas, familiares y jefes. A veces, un indiano veía interrumpido su gozo voyeurístico por el flash de una cámara cercana; al día siguiente recibía una llamada: «¿Te acuerdas del flash de anoche en el bosque? La foto ha salido perfecta, has quedado sencillamente genial, hasta tu primo segundo te reconocería. Por cierto, el negativo está en venta…».

Los investigadores no tardaron en dar con un indiano que había estado merodeando por via dell'Arrigo en el momento en el que tuvo lugar el doble asesinato. Se llamaba Enzo Spalletti y de día conducía una ambulancia.

Spalletti vivía con su esposa y su familia en Turbone, un pueblo próximo a Florencia compuesto por un puñado de casas de piedra dispuestas en círculo alrededor de una piazza azotada por el viento, que recordaba un pueblo vaquero en un spaghetti western. El hombre no era del agrado de sus vecinos. Decían que se daba aires, que se creía mejor que nadie. Aseguraban que sus hijos recibían clases de danza, como si fueran hijos de un lord. Todo el pueblo sabía que era un voyeur. Seis días después del crimen, la policía fue a buscar al conductor de ambulancia. Entonces no creían estar tratando con el asesino, sino simplemente con un testigo importante.

Se lo llevaron a la jefatura de policía para interrogarlo. Spalletti era un individuo menudo con un bigote enorme, ojos pequeños, nariz grande, una barbilla que sobresalía como un pomo y una boca pequeña con forma de esfínter. Parecía un hombre con algo que esconder. Como si quisiera confirmar esa impresión, respondía a las preguntas de la policía con una mezcla de arrogancia, evasivas y desafío. Dijo que aquella noche había salido de casa con la idea de buscar una prostituta de su agrado, y que la encontró en el Lungarno de Florencia, cerca del consulado estadounidense. Era una joven de Nápoles que llevaba un vestido corto de color rojo. La chica subió a su Taurus y se dirigieron a un bosquecillo próximo al lugar donde los dos jóvenes fueron asesinados. Cuando terminaron, Spalletti devolvió a la joven prostituta al lugar donde la había encontrado.

La historia resultaba de lo más inverosímil. Para empezar, era impensable que una prostituta accediera voluntariamente a subir al coche de un desconocido y permitiera que este la llevara hasta un bosque oscuro a veinte kilómetros de la ciudad. Los interrogadores señalaron las muchas incoherencias de la historia, pero Spalletti se mantuvo firme. Hicieron falta seis horas de interrogatorio ininterrumpido para hacerlo flaquear. Finalmente, el conductor de ambulancia reconoció, sin abandonar su chulería ni un solo instante, lo que todo el mundo ya sabía: que era un mirón que el sábado 6 de junio por la noche había salido a merodear y había aparcado su Taurus rojo no lejos de la escena del crimen.

—¿Y qué? —prosiguió—.Yo no era el único que estaba esa noche espiando a las parejas en esa zona. Éramos un montón.

Explicó que conocía bien el Fiat de color cobre de Giovanni y Carmela: iba allí a menudo y era conocido como un «buen coche». Los había espiado en más de una ocasión. Y sabía a ciencia cierta que había habido otros tipos husmeando por esa zona la noche del crimen. Había estado con uno de ellos un buen rato; seguro que podía confirmarlo. Facilitó el nombre del tipo a la policía: Fabbri.

Horas después, Fabbri era trasladado a la jefatura de policía para que confirmara la coartada de Spalletti. En lugar de eso, declaró que hubo un intervalo de hora y media, justo en torno a la hora del crimen, en el que no estuvo con Spalletti.

—Es cierto que Spalletti y yo nos vimos —confesó Fabbri a los investigadores—. Nos encontramos, como siempre, en la Taverna del Diavolo.

Era un restaurante donde los indiani se reunían para hacer negocios e intercambiar información antes de dirigirse a las colinas. Fabbri añadió que había visto de nuevo a Spalletti al final de la noche, poco después de las once, cuando se detuvo a saludarlo al bajar de via dell’Arrigo. Por tanto, Spalletti debió de pasar a menos de diez metros de la escena del crimen en torno a la hora en la que los investigadores calculaban que se habían producido los asesinatos.

Pero eso no era todo. Spalletti había insistido en que se había ido derecho a casa después de saludar a Fabbri; sin embargo su esposa dijo que cuando se metió en la cama, a las dos de la madrugada, su marido todavía no había vuelto.

Los interrogadores regresaron a Spalletti: ¿dónde había estado entre la medianoche y las dos de la madrugada? El hombre no supo qué responder.

La policía encerró a Spalletti en la famosa cárcel florentina Le Múrate («Los emparedados») acusado de
reticenza,
reticencia, una forma de perjurio. Las autoridades seguían sin creer que fuera el asesino, pero no dudaban que ocultaba información importante. Puede que unos días en la cárcel le soltaran la lengua.

Los investigadores forenses registraron el coche y la casa de Spalletti con lupa. Encontraron una navaja en el coche y, en la guantera, una
scacciacani
o «espantaperros», una pistola barata cargada con cartuchos de fogueo para ahuyentar a los perros, que Spalletti había comprado a través de un anuncio en la contraportada de una revista pornográfica. No hallaron rastros de sangre.

Interrogaron a su esposa. Mucho más joven que Spalletti, era una muchacha de campo entrada en carnes, francota y sencilla, que reconoció que sabía que su marido era un mirón.

—Me ha prometido muchas veces que lo dejará, pero siempre vuelve —dijo sollozando—. Y es verdad que el 6 de junio por la noche salió a «echar un vistazo», así lo llamaba él.

Ignoraba a qué hora había regresado su marido, solo sabía que fue más tarde de las dos. Aseguró que su esposo tenía que ser inocente; no podría cometer un crimen tan terrible, sencillamente porque «la sangre le horroriza tanto que, en el trabajo, cuando se produce un accidente en la carretera, se niega a bajar de la ambulancia».

A mediados de julio la policía acusó finalmente a Spalletti de ser el asesino.

Ya que había sido el primero en sacar la historia a la luz, Spezi siguió cubriéndola para
La Nazione.
Sus artículos eran escépticos y señalaban las muchas lagunas existentes en el caso contra Spalletti, entre ellas que no había una prueba directa que lo relacionara con el crimen. Spalletti tampoco tenía conexión alguna con Borgo San Lorenzo, donde se produjo el primer asesinato en 1974.

El 24 de octubre de 1981, Spalletti abrió el periódico en su celda y leyó un titular que debió de causarle un gran alivio:

EL ASESINO ATACA DE NUEVO

Encuentran a una joven pareja brutalmente asesinada en el campo de un agricultor

Al volver a matar, el Monstruo en persona había demostrado la inocencia del conductor de ambulancia mirón.

3

M
uchos países tienen un asesino en serie que define su cultura mediante un proceso de negación, que ilustra su época exaltando no sus valores, sino mostrando su vertiente más oscura. Inglaterra tuvo a Jack el Destripador, nacido en la densa niebla del Londres dickensiano, que atacaba a la clase más marginada de la ciudad: las prostitutas que se ganaban miserablemente la vida en las callejuelas de Whitechapel. Boston tuvo al Estrangulador de Boston, el refinado y atractivo asesino que se paseaba por los barrios más elegantes de la ciudad violando y matando a ancianas y colocando sus cuerpos en posturas de una obscenidad indescriptible. Alemania tuvo al Monstruo de Düsseldorf, que pareció prefigurar la llegada de Hitler con sus indiscriminados y sádicos asesinatos de hombres, mujeres y niños; su sed de sangre era tal que la víspera de su ejecución describió su inminente decapitación como «el placer que culmina todos los placeres». Cada uno de esos asesinos era, a su manera, una oscura personificación de su tiempo y su lugar.

Italia tenía el Monstruo de Florencia.

Florencia siempre ha sido una ciudad de opuestos. En un agradable atardecer de primavera, con el sol crepuscular dorando los majestuosos palacios que flanquean el río, puede parecer una de las ciudades más bellas y elegantes del mundo. Pero a finales de noviembre, después de dos meses de lluvia incesante, los antiguos palacios se tornan grises y se cubren de humedad; las estrechas calles empedradas, apestando a alcantarilla y heces caninas, aparecen flanqueadas de lúgubres fachadas de piedra y tejados saledizos que bloquean la luz ya de por sí tenue. Los puentes sobre el Arno se inundan de paraguas negros sostenidos en alto contra la pertinaz lluvia. El río, tan encantador en verano, se convierte en un torrente marrón y aceitoso que arrastra árboles partidos e incluso animales muertos que se amontonan contra los pilones diseñados por Ammanati.

En Florencia, lo sublime y lo terrible se dan la mano: las Hogueras de las Vanidades de Savonarola y
El nacimiento de Venus
de Botticelli; los cuadernos de Leonardo da Vinci y
El príncipe
de Nicolás Maquiavelo; el
Infierno
de Dante y el
Decamerón
de Boccaccio. La piazza della Signoria, la plaza mayor, contiene una exposición al aire libre de escultura romana y renacentista que muestra algunas de las estatuas más famosas de Florencia. Es una galería de los horrores, una exhibición pública de asesinatos, violaciones y mutilaciones sin parangón en otra ciudad del mundo. Encabeza el espectáculo la famosa escultura de bronce de Cellini donde aparece Perseo, cual yihadista en un vídeo de la red, sosteniendo triunf al mente la cabeza cercenada de Medusa, con la sangre manando por el cuello y el cuerpo sin cabeza tendido a sus pies. Detrás de Perseo hay otras estatuas que representan escenas legendarias de asesinato, violencia y mutilación, como la escultura
El rapto de las sabinas
, de Juan de Bolonia. Dentro de las murallas que rodean Florencia, y en las horcas que se instalaban fuera, se cometieron los crímenes más refinados y los más salvajes, desde delicados envenenamientos hasta brutales desmembraciones, torturas y quemas públicas. Durante siglos, Florencia impuso su poder sobre el resto de la Toscana a fuerza de matanzas feroces y guerras cruentas.

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