Read El mundo perdido Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

El mundo perdido (44 page)

—Sí…

—Y pensemos ahora en el ecosistema establecido en el planeta por la interacción de las distintas formas de vida. Eso resulta aún más complejo que un solo animal. Toda disposición es en extremo complicada. Como, por ejemplo, la yuca. ¿Saben qué ocurre con la yuca?

—No. Cuéntanos.

—La yuca depende de una mariposa nocturna que recoge el polen, forma una bola con él y lo transporta a otra planta, no a una flor distinta de la misma planta. Luego restriega la bola de polen en la otra planta y la fertiliza. Sólo entonces la mariposa pone sus huevos. La yuca no sobrevive sin la mariposa. La mariposa no sobrevive sin la yuca. Esa clase de interacciones es la que nos hace pensar que el comportamiento es también una especie de cristalización.

—¿Hablas metafóricamente? —preguntó Sarah.

—Hablo del orden de todo el mundo natural —afirmó Malcolm—. Y de lo deprisa que puede surgir a través de la cristalización. Porque el comportamiento de los animales complejos puede evolucionar rápidamente. Pueden producirse alteraciones a gran velocidad. Los seres humanos están transformando el planeta, y nadie sabe a ciencia cierta si ese desarrollo es peligroso o no. De modo que esos procesos del comportamiento se producen más deprisa de lo que suele creerse. En diez mil años los seres humanos han pasado de la caza al cultivo de la tierra, del cultivo a la vida en las ciudades, y de las ciudades al ciberespacio. El comportamiento evoluciona y arrasa, y nadie sabe si podremos adaptarnos. Aunque yo personalmente creo que el ciberespacio será el final de la especie.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Porque significa el fin de la innovación —dijo Malcolm—. Esa idea de mantener interconectado al mundo entero equivaldrá a la muerte en masa. Todo biólogo sabe que los pequeños grupos aislados evolucionan más rápidamente. Si dejamos mil aves en una isla, evolucionan muy deprisa. Si ponemos mil aves en un gran continente, el ritmo evolutivo disminuye. Actualmente en nuestra especie la evolución se produce en esencia a través del comportamiento. Innovamos el comportamiento para adaptarnos. Y todo el mundo sabe que la innovación sólo se da en pequeños grupos. Si tenemos un comité de tres personas, es posible que lleguen a alguna parte. Con diez personas el asunto se complica. Y si son treinta ya no hay nada que hacer. Con treinta millones resulta absolutamente imposible. Ése es el resultado de la comunicación de masas: impide que ocurran cosas. La comunicación de masas anula la diversidad. Uniforma todos los rincones del planeta. Bangkok, Tokio o Londres se convierten en lo mismo: un McDonald’s en una esquina, un negocio de Benneton en otra, y un negocio de Gap al otro lado de la calle. Las diferencias regionales se desvanecen. En un mundo dominado por los medios de comunicación, hay menos de todo salvo listas de los diez mejores libros, discos, películas o ideas. A la gente le preocupa que se pierda la diversidad de las especies en las selvas tropicales, pero, ¿y la diversidad intelectual, nuestro recurso más valioso? Eso está desapareciendo más deprisa que los árboles. Sin embargo, de eso no nos damos cuenta, y ahora planeamos conectar a cinco mil millones de personas mediante el ciberespacio. Y con eso se paralizará la especie entera. Todo se detendrá de repente. Todo el mundo pensará lo mismo al mismo tiempo. Uniformidad global. ¡Eh, me haces daño! ¿Terminaste?

—Casi —respondió Sarah—. Sigue hablando.

—Y sin duda ocurrirá muy deprisa. Si observamos la evolución de un sistema complejo en un gráfico de adaptación, vemos que el comportamiento varía a un ritmo tan rápido que la capacidad de adaptación puede quedarse atrás fácilmente. No es necesario que caiga un asteroide o aparezca una enfermedad. Un simple cambio en el comportamiento puede ser fatal para una especie. En mi opinión, los dinosaurios, unas criaturas muy complejas, podrían haber sufrido uno de estos cambios. Y eso los llevó a la extinción.

—¿A todos?

—Bastaría con que se extinguiesen primero unos cuantos —aclaró Malcolm—. Supongamos que una clase de dinosaurios se establece en los pantanos que rodean el mar interior: altera la circulación de agua y destruye la vegetación de la que dependen otros animales. Varias clases desaparecen. Eso provoca nuevos trastornos. Se extingue un depredador, y su presa prolifera descontroladamente. El ecosistema se desequilibra. Las cosas empeoran. Mueren más especies. Y de pronto todo ha terminado.

—Sólo por el comportamiento…

—Sí —afirmó Malcolm—. Al menos ésa era la idea. Y pensaba que aquí podríamos verificarla… Pero se acabó. Tenemos que marcharnos. Mejor será que les avisen a los otros.

Thorne pulsó el botón de la radio.

—¿Eddie? Soy Doc.

No hubo respuesta.

—¿Eddie?

La radio crepitó, y a continuación oyeron un ruido que inicialmente sonó como una interferencia estática. Tardaron un momento en darse cuenta de que era un grito humano.

La plataforma de observación

El primer raptor siseó y empezó a saltar hacia la plataforma. A cada intento sacudía la estructura y arañaba el metal con las garras. Eddie observó con asombro la altura de sus saltos: sin aparente esfuerzo se elevaba a dos metros y medio del suelo. Esos saltos atrajeron a los otros animales, que rodearon lentamente la plataforma.

Al cabo de un momento la estructura comenzó a balancearse a causa de las embestidas de los animales, que se lanzaban una y otra vez intentando sujetarse al andamiaje. Pero lo más alarmante, como advirtió Levine, era que aprendían. Algunos de los raptores habían empezado a utilizar los miembros anteriores para agarrarse a la estructura y sostenerse mientras buscaban un punto de apoyo para las patas traseras. Uno de los raptores casi trepó hasta el refugio antes de caer. Las caídas no parecían afectarlos; se levantaban de inmediato y seguían saltando.

Eddie y los chicos se pusieron de pie.

—¡Atrás! —ordenó Levine, empujando a los chicos al centro del refugio—. No miren.

Eddie sacó una bengala de la mochila y la arrojó por encima de la baranda. Dos raptores cayeron al suelo. Sin embargo, el resplandor de la bengala no ahuyentó a los animales. Eddie arrancó una barra de aluminio de la estructura y se asomó por encima de la baranda blandiéndola como una estaca.

Uno de los raptores encaramados al andamiaje lanzó una dentellada al cuello de Eddie. Éste, sorprendido, se apartó pero las fauces del animal le atraparon la camisa. A continuación el raptor cayó, arrastrando a Eddie con su peso.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! —gritó, doblado sobre la baranda. Levine lo agarró entre los brazos y tiró de él. Eddie golpeó al raptor en el hocico con la barra, pero el animal siguió aferrado a él como un bulldog. Eddie se hallaba inclinado precariamente sobre la baranda; podía caer en cualquier momento. Le clavó la barra en un ojo al animal, y éste lo soltó. Eddie y Levine cayeron de espaldas en el refugio. Cuando se levantaron, vieron a varios raptores trepando por los costados de la estructura. En cuanto asomaban en lo alto, Eddie los golpeaba con la barra.

—¡Deprisa, al techo! —ordenó a los chicos—. ¡Deprisa!

Kelly trepó fácilmente por la estructura y subió al techo. Arby, en cambio, se quedó inmóvil, con la mirada perdida.

—¡Vamos, Arb! —instó Kelly.

Arby estaba paralizado por el miedo. Levine corrió a ayudarlo. Eddie blandía la barra, trazando amplios círculos alrededor, golpeando una y otra vez a los raptores.

Uno agarró la barra entre los dientes y tiró con fuerza. Eddie perdió el equilibrio, retrocedió a tropezones y cayó gritando por encima de la baranda. De inmediato todos los animales saltaron al suelo. Desde lo alto de la plataforma oyeron los alaridos de Eddie. Los raptores no dejaban de gruñir.

Levine estaba aterrorizado. Aún tenía a Arby entre sus brazos para ayudarlo a subir al techo.

—Vamos —repetía—. Vamos. Vamos.

Desde arriba Kelly dijo:

—Arb, puedes lograrlo.

El chico se agarró del techo y subió. Tenía las piernas agarrotadas de terror. Sin querer golpeó a Levine en la boca. Levine lo soltó y vio cómo resbalaba y caía de la plataforma.

—¡Dios mío! —exclamó Levine—. ¡Dios mío!

Thorne se hallaba bajo el tráiler desenganchando el cable. Cuando logró soltarlo, salió a rastras y corrió hacia el jeep. Oyó el zumbido de un motor y vio que Sarah se había montado en la motocicleta y se alejaba ya con un rifle Lindstradt al hombro.

Se sentó al volante del jeep, encendió el motor y aguardó con impaciencia a que el cable del cabrestante se enrollase. Miró por encima del hombro y vio desaparecer entre el follaje la luz posterior de la moto.

Por fin se detuvo el motor del cabrestante y Thorne arrancó. Pulsó el botón de la radio y dijo:

—Ian.

—No te preocupes por mí —contestó Malcolm con voz soñolienta—. Estoy bien.

Kelly estaba tendida boca abajo en el techo inclinado del refugio, asomada al borde. Vio caer a Arby violentamente contra el suelo. Eddie había caído por el lado opuesto de la estructura. Kelly volvió la cabeza para aferrarse mejor al húmedo metal, y cuando miró de nuevo, Arby había desaparecido.

Desaparecido.

Sarah Harding avanzaba rápidamente por el camino embarrado. No sabía con seguridad dónde se hallaba, pero supuso que bajando llegaría tarde o temprano al valle. Al menos eso esperaba.

Aceleró, dobló en una curva y de pronto vio un tronco enorme que obstruía el paso. Frenó, dio la vuelta y volvió hacia atrás. Más arriba vio los faros del jeep de Thorne, que giraban a la derecha. Siguió al jeep, acelerando en la oscuridad.

Levine se hallaba de pie en el centro de la plataforma, paralizado por el miedo. Los raptores ya no intentaban trepar por la estructura. Oía sus gruñidos al pie de la plataforma. Arby no había llegado a emitir un solo sonido.

Un sudor frío le recorrió el cuerpo. De pronto oyó los gritos de Arby:

—¡Atrás! ¡Atrás!

Kelly se arrastró por el techo para asomarse por el otro lado. A la tenue luz de la bengala ya casi apagada vio que Arby se había metido en la jaula. Había conseguido cerrar la puerta y asomaba una mano entre los barrotes para cerrar con llave. Alrededor de la jaula había tres raptores, que se abalanzaron sobre él al ver la mano.

—¡Atrás! —gritó Arby.

Los raptores mordieron la jaula, torciendo la cabeza para roer los barrotes. La goma elástica que colgaba de la llave se enredó en la mandíbula inferior de uno de ellos. El raptor tiró con fuerza y de pronto la llave saltó de la cerradura, golpeándolo al animal en el cuello.

El raptor lanzó un chirrido de sorpresa y retrocedió con la goma elástica enrollada en la mandíbula y la llave destellando a la luz de la bengala. Intentó desprendérsela con los miembros delanteros pero había quedado atrapada en los curvos dientes posteriores.

Mientras tanto los otros raptores consiguieron desenganchar la jaula de la estructura y la volcaron. Trataron de morder a Arby a través de los barrotes, pero al comprender que eso no daría resultado, golpearon la jaula repetidamente con las patas. Acudieron otros raptores. En un instante siete animales rodeaban la jaula. Empujándola con los pies, la alejaron de la plataforma.

En ese momento Kelly oyó un suave zumbido y vio unos faros a lo lejos.

Se acercaba alguien.

Arby se encontraba en medio del infierno. Dentro de la jaula, estaba rodeado por rugientes formas renegridas. Los raptores no lograban introducir las fauces por los espacios entre los barrotes, pero la saliva caliente se vertía sobre Arby. Cuando pateaban, las garras penetraban en la jaula y le desgarraban los brazos y los hombros mientras se contorsionaba. Le dolía la cabeza por los golpes contra los barrotes. El mundo daba vueltas; era un aterrador pandemonio. Sólo estaba seguro de una cosa.

Los raptores estaban alejando la jaula de la plataforma.

Cuando el jeep se aproximó, Levine fue hasta la baranda y miró hacia abajo. A la luz de la bengala vio que tres raptores arrastraban los restos de Eddie hacia la selva. Vio también que otro grupo empujaba la jaula con las patas por el paso de animales hacia los árboles. Miró hacia el jeep. Thorne estaba al volante. Levine confiaba en que llevase un arma. Deseaba matar hasta el último de aquellos malditos animales. Deseaba matarlos a todos.

Desde el techo del refugio Kelly veía cómo se llevaban la jaula los raptores. Uno de ellos quedó rezagado, haciendo girar una y otra vez la cabeza como un perro frustrado. Kelly advirtió que se trataba del raptor que tenía la goma elástica enganchada entre los dientes de la mandíbula inferior. La llave colgaba aún ante su cuello.

El jeep llegó a toda velocidad, y el raptor pareció desconcertado por el repentino brillo de los faros. Thorne aceleró, intentando atropellarlo. El raptor se dio vuelta y huyó por la llanura.

Kelly abandonó el techo y empezó a bajar.

Thorne abrió la puerta del jeep, y Levine subió de un salto.

—Tienen al chico —dijo Levine, señalando hacia el paso de animales.

—¡Esperen! —gritó Kelly, colgada aún del andamiaje.

—Vuelve ahí arriba —ordenó Thorne—. Sarah viene hacia aquí. Nosotros vamos por Arby.

—Pero…

—No podemos perderles el rastro.

Thorne pisó el acelerador y siguieron a los raptores por el paso de animales.

En el tráiler Ian Malcolm oía los gritos por la radio. Percibía en las voces miedo y confusión.

«Ruido negro. El caos se impone. La interacción de cien mil objetos», pensó.

Lanzó un suspiro y cerró los ojos.

Thorne conducía rápidamente entre la densa vegetación. El paso de animales se estrechó. Las hojas de las palmeras azotaban los costados del jeep.

—¿Podremos pasar? —preguntó Thorne.

—El ancho es suficiente —dijo Levine—. Yo lo recorrí esta mañana. Los parasaurios usaron este camino.

—¿Cómo pudo ocurrir una cosa así? —se lamentó Thorne—. La jaula estaba enganchada a la estructura.

—No lo sé —contestó Levine—. Cedió.

—¿Cómo? ¿Cómo?

—No lo vi. Pasaron muchas cosas.

—¿Y Eddie? —preguntó Thorne sombríamente.

—Fue muy rápido.

Thorne siguió avanzando temerariamente. Ante ellos los raptores se movían deprisa; apenas veían al último del grupo.

—¡No me escucharon! —exclamó Kelly cuando Sarah llegó en la motocicleta.

—¿A qué te refieres?

—¡El raptor se llevó la llave! ¡Arby está encerrado en la jaula y el raptor se llevó la llave!

Other books

The Jury by Gerald Bullet
Venice Heat by Penelope Rivers
The Mane Squeeze by Shelly Laurenston
The Last Ember by Daniel Levin
Starcrossed by Elizabeth C. Bunce
Return to Skull Island by Ron Miller, Darrell Funk
The Stranger by Max Frei, Polly Gannon