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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

El mundo perdido (47 page)

La criatura volvió a silbar, abriendo y cerrando las fauces, flexionándose para saltar, y de pronto apareció espuma en las comisuras de su boca y puso los ojos en blanco. Una serie de espasmos sacudió su cuerpo y se desplomó de costado sobre el jeep.

Detrás del jeep vio entonces a Sarah en la motocicleta y a Kelly con el rifle. Thorne aminoró la velocidad, y Sarah se arrimó al jeep. Le entregó la llave a Levine.

—¡Es de la jaula! —gritó.

Levine la tomó torpemente y casi se le cayó.

—¡Agarra el rifle! —indicó Thorne.

Levine miró a la izquierda, donde varios raptores más corrían hacia el jeep. Contó seis, pero probablemente eran más.

—¡Agarra el maldito rifle! —repitió Thorne.

Levine tomó el rifle que le tendía Kelly, notando el metal frío del cañón en las manos.

De repente el jeep se sacudió entre estertores.

—¿Qué pasa? —preguntó a Thorne.

—Problemas. Se terminó la nafta.

Thorne puso el coche en punto muerto y perdió velocidad. Delante de ellos había una ligera subida y detrás de la siguiente curva el camino volvía a bajar. Sarah los seguía en la motocicleta.

Thorne comprendió que su única esperanza era llegar a lo alto de la subida.

—Abre la jaula —ordenó a Levine—. Sácalo de ahí.

Levine, movido por el pánico, actuó rápidamente. Se arrastró a la parte trasera, metió la llave en la cerradura y abrió la jaula. La puerta se abrió con un chirrido, y Levine ayudó a salir a Arby.

Thorne vio caer la aguja del cuentakilómetros. Los raptores empezaron a acercarse.

—Ya está afuera —informó Levine.

—Tira la jaula —dijo Thorne.

Levine obedeció, y la jaula rodó por la pendiente.

El jeep avanzó lentamente hasta que, por fin, llegaron a lo alto de la subida e iniciaron el descenso, ganando velocidad.

—¡No lograremos llegar al tráiler! —gritó Levine.

—Ya lo sé.

Thorne vio el tráiler a su izquierda, separado de ellos por una suave pendiente en el camino. No podrían llegar. Pero ante ellos el camino se bifurcaba, y el ramal derecho bajaba al laboratorio. Si la memoria no lo engañaba, todo el camino era cuesta abajo.

Thorne dobló a la derecha.

Vio el vasto tejado del laboratorio. Siguió hacia el poblado. Vio una tienda y los surtidores de nafta. ¿Quedaría combustible en los tanques?

—¡Mira! —exclamó Levine—. ¡Mira! ¡Mira!

Thorne volvió la cabeza y vio que los raptores se quedaban atrás, abandonando la persecución. En las inmediaciones del laboratorio parecían vacilar.

—¡Ya no nos siguen! —dijo Levine.

—Sí. Pero, ¿dónde está Sarah?

La motocicleta se había perdido de vista.

El tráiler

Sarah Harding hizo girar el manubrio y la moto subió a toda velocidad por la breve cuesta del camino. Llegó a lo alto y descendió en dirección al tráiler. Cuatro raptores las perseguían gruñendo. Sarah volvió a acelerar, intentando ganar unos metros preciosos, porque iban a necesitarlos.

—Cuando lleguemos al tráiler, salta y entra lo más deprisa que puedas. No me esperes. ¿Entendido?

Kelly asintió visiblemente tensa.

—¡Pase lo que pase, no me esperes!

—De acuerdo.

Sarah frenó y la motocicleta se deslizó en la hierba húmeda, topando con el costado metálico del tráiler. Kelly se bajó de inmediato y entró. Sarah hubiese deseado guardar adentro la motocicleta, pero los raptores se hallaban demasiado cerca. Empujó hacia ellos la motocicleta y se lanzó al interior del tráiler. Cayó de espaldas en el suelo. Se revolcó y cerró la puerta de una patada en el preciso momento en que el primer raptor intentaba entrar.

—Ian, ¿tiene alguna cerradura esta puerta?

Oyó la voz soñolienta de Malcolm en la oscuridad:

—La vida es un cristal.

—Ian, presta atención.

Kelly apareció junto a ella y buscó a tientas en el marco. Los raptores embestían la puerta una y otra vez.

—Aquí está —dijo—. Casi en el suelo.

Sarah se acercó a Malcolm, que yacía en la cama. Los raptores arremetían contra la ventana, cerca de su cabeza.

—¡Qué ruidosos son, los hijos de puta! —protestó.

Sarah vio junto a él el botiquín abierto y una jeringa en la almohada. Probablemente había vuelto a inyectarse. Los raptores dejaron de lanzarse contra el vidrio. Se oyó un ruido metálico. Sarah miró por la ventana y vio que saltaban furiosamente sobre la motocicleta. No tardarían en pinchar las ruedas.

—Ian —dijo Sarah—. Tenemos cosas que hacer.

—Yo no tengo prisa —contestó Malcolm con calma.

—¿Hay armas aquí?

—¿Armas?… No sé… —Lanzó un suspiro—. ¿Para qué quieres armas?

—Ian, por favor —rogó Sarah.

—Hablas demasiado deprisa. De verdad, Sarah, deberías relajarte.

En la oscuridad del tráiler, Kelly estaba asustada, pero la tranquilizaba la determinación con que Sarah hablaba de las armas. Kelly empezaba a darse cuenta de que Sarah no permitía que nada la detuviera: simplemente hacía lo que tenía que hacer. Esta actitud de no permitir que los demás la detuvieran, de creer que uno es capaz de hacer lo que quiere era una conducta que ella misma comenzaba a imitar.

Al oír hablar a Malcolm, Kelly comprendió que no les sería de gran ayuda. Estaba bajo el efecto de la morfina. Y Sarah no conocía el tráiler. En cambio, Kelly sí; lo había inspeccionado antes en busca de comida. Y le parecía recordar…

Empezó abrir cajones en la oscuridad, convencida de que en alguno había visto una bolsa marcada con unos huesos cruzados y una calavera. Aquella bolsa debía de contener armas. Por fin tocó una lona áspera. Era eso. Lo sacó. Pesaba mucho.

—Sarah, mira.

Sarah acercó la bolsa a la ventana para examinarla a la luz de la luna. Abrió el cierre y observó el contenido. Estaba dividida en compartimentos acolchados. Notó tres bloque cúbicos de un material que parecía goma. Había también un pequeño cilindro plateado, como una pequeña botella de oxígeno.

—¿Qué es esto?

—Pensamos que sería buena idea —contestó Malcolm—. Pero ahora no estoy tan seguro. El caso es…

—¿Qué es? —inquirió Sarah, interrumpiéndolo. Tenía que obligarlo a concentrar la atención. No hacía más que divagar.

—Gas no letal —explicó Malcolm—. Se elaboró en Los Álamos. Queríamos…

—¿Qué es esto? —preguntó, levantando uno de los bloques.

—Un cubo de humo para maniobras de dispersión. Su función…

—¿Sólo humo? —dijo Sarah—. ¿Sólo despide humo?

—Sí, pero…

—¿Y esto? —preguntó Sarah, alzando el cilindro plateado. Llevaba un rótulo estampado.

—Una bomba de colinesterasa. Desprende un gas que produce una parálisis de corta duración. O eso sostienen.

—¿Cómo de corta?

—Unos minutos, creo, pero…

—¿Cómo funciona? —dijo Sarah. El cilindro tenía una tapa con un anillo. Se dispuso a abrirla para inspeccionar el mecanismo.

—¡No! —advirtió Malcolm—. Así se activa. Hay que tirar del anillo y lanzar la bomba. Actúa en tres segundos.

—Muy bien.

Sarah guardó la jeringa en el botiquín y lo cerró.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Malcolm.

—Nos vamos de aquí —respondió Sarah, dirigiéndose ya hacia la puerta.

—Es tan agradable tener un hombre en la casa —dijo Malcolm con un suspiro.

Sarah lanzó el cilindro. Uno de los animales lo vio caer en la hierba.

Sarah observaba desde la puerta, esperando. Nada ocurrió.

No hubo explosión. Nada.

¡Ian! ¡No funcionó!

Uno de los raptores se acercó al cilindro y lo recogió con la boca.

—No funcionó —repitió Sarah con un suspiro.

—No te preocupes —dijo Malcolm con tranquilidad. El raptor sacudió la cabeza y mordió el cilindro.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Kelly.

De pronto se produjo una estruendosa explosión y una densa nube de humo se extendió por el claro.

Sarah se apresuró a cerrar la puerta.

—¿Y ahora qué? —volvió a preguntar Kelly.

Con Malcolm apoyado en su hombro empezaron a atravesar el claro. La nube de gas se había disipado hacía unos minutos. El primer raptor que encontraron yacía de costado, totalmente inmóvil y con los ojos abiertos. Pero no estaba muerto; Sarah vio su pulso regular en el cuello. Simplemente había quedado paralizado.

—¿Cuánto dura el efecto? —inquirió Sarah.

—No tengo ni idea —respondió Malcolm—. Pero hay demasiado viento.

Uno de los animales había caído sobre la motocicleta. Sarah dejó a Malcolm en la hierba, y él empezó a cantar.

Sarah tiró del manubrio de la motocicleta, pero el animal pesaba demasiado. Sin pensarlo dos veces se inclinó sobre el raptor y le rodeó el cuello con los brazos. Con una oleada de asco al notar la caliente piel escamosa, levantó la cabeza del animal e indicó a Kelly que tirase de la motocicleta.

—¡Todavía no! —dijo Kelly, tirando con todas sus fuerzas. Sarah, con las mandíbulas del velocirraptor a escasos centímetros de su cara, intentó levantarlo más.

—Ya casi está —avisó Kelly.

Sarah gimió e hizo un último esfuerzo. El ojo del raptor parpadeó.

Asustada, Sarah lo soltó. Kelly consiguió sacar la motocicleta en ese preciso instante.

—¡Ya la tengo!

Sarah rodeó al raptor, advirtiendo convulsiones en una pata y movimiento en el pecho.

—Vámonos —ordenó Sarah—. Ian, atrás. Kelly, en el manubrio.

—Vamos. —Sarah subió a la motocicleta sin perder de vista al raptor. La cabeza dio una sacudida. El ojo volvió a parpadear. Sin duda estaba despertándose—. Vamos. Vamos. ¡Vamos!

El poblado

Sarah se dirigió hacia el poblado y vio el jeep estacionado ante una tienda, no lejos de los surtidores de nafta. Se detuvo al lado, y los tres desmontaron bajo la luz de la Luna. Kelly abrió la puerta de la tienda y ayudó a Malcolm a entrar. Sarah empujó la motocicleta hasta el interior y cerró la puerta.

—¿Doc? —llamó.

—Estamos aquí —dijo Thorne—. Con Arby.

En la tenue luz que se filtraba por las ventanas Sarah vio que el establecimiento era como el de cualquier estación de servicio. Había una heladera con refrescos; las puertas de vidrio estaban enmohecidas. La estantería metálica contigua contenía chocolates y caramelos con los envoltorios cubiertos de larvas verdes; al lado, las revistas amarillentas y arrugadas tenían titulares de cinco años atrás.

En un extremo del local había hileras de suministros básicos: pasta de dientes, aspirinas, cremas solares, champús, peines y cepillos. Al lado estaban los colgadores de ropa y más allá algunos estantes con recuerdos del lugar: llaveros, ceniceros y vasos.

En el medio había una pequeña isla con una caja registradora conectada a una computadora, un horno de microondas y una cafetera agrietada y llena de telarañas.

—¡Qué sucio está todo! —comentó Malcolm.

—Yo lo encuentro bien —dijo Sarah. Todas las ventanas tenían rejas y las paredes parecían sólidas. Los alimentos enlatados aún debían ser comestibles. En un cartel se leía:
BAÑOS
, así que quizá hubiese incluso agua corriente. Allí estarían a salvo, al menos durante un rato.

Sarah ayudó a Malcolm a tenderse en el suelo y se acercó a Thorne y Levine, que examinaban a Arby.

—Traje el botiquín —informó Sarah—. ¿Cómo está?

—Muy golpeado —respondió Thorne—. Con algunas heridas. Pero nada roto. En la cabeza tiene un tajo considerable.

—Me duele todo —dijo Arby—. Hasta la boca.

—¿Alguien se fijó si aún hay luz? —preguntó Sarah—. Déjame ver, Arby. Sí, has perdido un par de dientes, por eso te duele. Pero eso tiene arreglo. La herida de la cabeza no es tan grave como parece. —Limpió el corte con una gasa. Volviéndose hacia Thorne, preguntó—: ¿Cuánto falta para que llegue el helicóptero?

Thorne consultó el reloj.

—Dos horas.

¿Y dónde aterriza?

La plataforma está a varios kilómetros de aquí.

—Así que disponemos de dos horas para llegar hasta la plataforma.

—¿Cómo iremos? —inquirió Kelly—. El jeep se quedó sin nafta.

—No te preocupes —dijo Sarah—. Ya pensaremos en algo.

—Siempre contestas lo mismo —observó Kelly.

—Porque siempre es la verdad —repuso Sarah—. Muy bien, Arby. Necesito tu ayuda. Voy a incorporarte y quitarte la camisa.

Thorne se llevó aparte a Levine, que tenía los ojos muy abiertos y se movía de un modo convulso. Por lo visto, el viaje en el jeep le había destrozado los nervios.

—¿De qué habla Sarah? —dijo Levine—. ¡Estamos atrapados! ¡Atrapados! —Se percibía histeria en su voz—. No podemos ir a ninguna parte. No podemos hacer nada. Nos van a…

—Tranquilízate —dijo Thorne, agarrándolo del brazo—. No asustes a los chicos.

—¿Y qué importa? Van a enterarse tarde o… ¡Eh, cuidado! Thorne le apretaba el brazo con fuerza. Acercó la cabeza a Levine.

—Ya eres mayorcito para comportarte como un tontito —advirtió en voz baja—. Ahora cálmate, Richard. ¿Me escuchas?

Levine asintió.

—Muy bien. Ahora, Richard, voy a salir a ver si los surtidores funcionan.

—Es imposible —objetó Levine—. ¿Cómo van a funcionar después de cinco años? Te lo aseguro, es una pérdida de tiempo…

—Richard, tenemos que probar los surtidores. Los dos hombres cruzaron una mirada en silencio.

—¿Quieres decir que vas a salir ahí afuera? —preguntó Levine.

—Sí.

Levine frunció el entrecejo.

—¿Qué hay de las luces? —insistió Sarah, agachada junto a Arby.

—Un momento —contestó Thorne. Inclinándose hacia Levine, dijo:

—¿De acuerdo?

—De acuerdo —accedió Levine, respirando hondo.

Thorne se dirigió a la puerta y salió a la oscuridad. Levine cerró la puerta. Thorne, afuera, oyó el chasquido del pestillo. Se volvió de inmediato y llamó a la puerta. Levine la entreabrió y se asomó.

—¡Por Dios, Richard! —dijo Thorne—. No la trabes.

—Pero pensaba…

—¡No la trabes!

—Muy bien, muy bien. Perdona.

Thorne cerró la puerta y se volvió hacia la noche.

Alrededor reinaba el silencio. La quietud era casi excesiva, pensó. Pero quizá se debía al contraste con los gruñidos de los raptores. Tras permanecer largo rato observando el claro, se encaminó hacia el jeep. Abrió la puerta y buscó la radio. La encontró bajo el asiento del pasajero. La tomó, volvió a la tienda y llamó a la puerta.

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