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Authors: Georges Simenon

El revólver de Maigret (9 page)

—¿La verdadera o la que pretende?

—Las dos.

—La verdadera la conozco porque he tenido en la mano su documentación cuando alquiló el piso.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Unos dos años. Antes, vivía en la calle de Notre-Dame-de-Lorette. En fin, tiene cuarenta y nueve años y pretende tener sólo cuarenta. Por la mañana, aparenta su edad. Por la noche, la verdad...

—¿Tiene un amante?

—No es lo que usted sospecha. De otro modo, no la conservaríamos en la casa. El administrador es muy severo en ese punto. No sé cómo explicárselo.

—Inténtelo usted.

—No es del mismo tipo que los demás inquilinos. Sin embargo, no es alguien de mala nota. No es una «entretenida», por ejemplo. Tiene dinero. Recibe cartas de su banco y de su agente de cambio. Podría ser una viuda o una divorciada que toma la vida por el lado agradable.

—¿Recibe visitas?

—Ningún
gigoló
, si es eso lo que está usted pensando. Su administrador viene de cuando en cuando. Algunas amigas, también. Algunas veces parejas. Pero es más bien la mujer que sale que la mujer que recibe visitas. Por la mañana, permanece en la cama hasta el mediodía. Después de comer suele ir al centro, siempre muy bien vestida, incluso bastante discretamente, y luego vuelve para ponerse el traje de noche y sólo le abro la puerta bien pasada la medianoche. Por otra parte, es curioso lo que dice Georgette, su muchacha. Gasta mucho dinero. Sólo sus pieles valen una fortuna y lleva siempre en el dedo una sortija con un brillante como un garbanzo. No por ello deja Georgette de pretender que es avara y que pasa una buena parte de su tiempo revisando las cuentas de la casa.

—¿Cuándo se marchó?

—Hacia las once y media. Es lo que sorprendió a Georgette. A esa hora, su ama hubiera debido estar todavía en la cama. Se hallaba durmiendo cuando recibió una llamada telefónica. Inmediatamente hizo que le trajesen una guía de ferrocarriles.

—¿Fue poco después cuando el muchacho intentó penetrar en la casa?

—Sí, un poco después. No esperó a desayunar y preparó el equipaje.

—¿Mucho equipaje?

—Solamente maletas. Ningún baúl. Ha viajado mucho.

—¿Por qué dice usted eso?

—Porque sus maletas están llenas de etiquetas de grandes hoteles de Deauville, Niza, Nápoles. Roma y otras ciudades extranjeras.

—¿Dijo cuándo volvería?

—A mí, no. Georgette no sabe nada tampoco.

—¿No le ha pedido que le remita su correspondencia?

—No. Telefoneó simplemente a la estación del Norte para reservar un asiento en el expreso de Calais.

A Maigret le llamó la atención la insistencia con que las palabras «estación del Norte» volvían a surgir desde el comienzo del caso. Fue en la consigna de la estación del Norte donde François Lagrange había depositado el baúl conteniendo el cuerpo del diputado. Y también fue en los alrededores de la estación del Norte donde su hijo había asaltado al industrial de Clermont Ferrand.

El mismo Alain se deslizaba por la escalera de un inmueble del bulevar Richard Wallace y, poco más tarde, una inquilina de ese inmueble partía de la estación del Norte. ¿Coincidencia?

—¿Sabe usted?, si tiene usted el menor deseo de interrogar a Georgette, a ella la encantará. Tiene tanto miedo de quedarse sola, que estará encantada de tener compañía.

Y la portera añadió:

—¡Y sobre todo una compañía como la suya!

Antes de nada, Maigret quería terminar con los inquilinos del edificio y los punteó pacientemente uno tras otro. Había, en el cuarto, un productor de cine, auténtico, cuyo nombre se veía en todas las paredes de París. Justamente encima de él, vivía un director de escena también conocido y, como por casualidad, en el séptimo vivía un guionista que hacía cada mañana gimnasia en el balcón.

—¿Quiere usted que vaya a avisar a Georgette?

—Quisiera hacer primero una llamada telefónica.

Telefoneó a la estación del Norte.

—Aquí, Maigret, de la Policía Judicial. Dígame: ¿hay algún tren para Calais que salga alrededor de medianoche?

El industrial había sido asaltado en la calle de Maubeuge alrededor de las once y media.

—A las doce y trece minutos.

—¿Expreso?

—El que enlaza, a las cinco y media, con el correo de Dover. No hace paradas en el trayecto.

—¿No recuerda usted si han vendido un billete a un muchacho solo?

—Los empleados que se encontraban en las taquillas en ese momento han ido a acostarse.

—Muchas gracias.

Llamó a la Policía del puerto, en Calais, y les dio la descripción de Alain Lagrange.

—Está armado —añadió, por si acaso.

Y, sin creérselo, anunció, después de haber vaciado su taza de café:

—Subo a ver a Georgette. Avísela.

—A lo que contestó la portera con sonrisa maliciosa:

—¡Tenga mucho cuidado! Es una hermosa muchacha...

Y añadió:

—¡...a quien le gustan los buenos mozos!

Capítulo V
En el que la criada está satisfecha de sí misma, pero en el que Maigret, hacia las seis de la mañana, lo está menos de sí mismo

Era sonrosada, con senos gruesos, embutida en un pijama de crespón color rosa, lavado tan frecuentemente que dejaba transparentar sombras. Se habría dicho que su cuerpo, demasiado redondo por todas partes, estaba inacabado, y su cutis, demasiado lozano para París, hacía pensar en un pajarillo que no ha perdido aún la pelusa. Cuando le abrió la puerta, Maigret percibió olor a cama y a axilas.

Había dejado que la portera la telefonease para despertarla y anunciarle que subía. No debía de haber conseguido contestación en seguida, porque, cuando llegó al tercero, seguía sonando el timbre del teléfono. Tuvo que esperar. El aparato estaba demasiado lejos del descansillo para que oyese la voz. Percibió pasos sobre la moqueta, y la muchacha le abrió sin avergonzarse de ello y sin haberse tomado la molestia de ponerse una bata. ¿Quizá no poseía ninguna? Cuando se levantaba por la mañana era para ponerse al trabajo, y cuando se desnudaba por la noche era para acostarse. Era rubia, tenía los cabellos despeinados y le quedaban restos de maquillaje sobre los labios.

—Siéntese usted ahí.

Habían atravesado el recibidor y la muchacha había encendido en el salón solamente una gran lámpara de pie. Para ella, había elegido el canapé verde pálido, donde se había medio tendido. El aire que entraba por las altas puertas-ventanas hinchaba las cortinas. Ella miraba a Maigret con la seriedad de los niños que examinan a una persona mayor de la que les han hablado mucho.

—Yo no me lo imaginaba a usted exactamente así —confesó por fin.

—¿Cómo me imaginaba usted?

—No sé. Está usted mejor.

—La portera me ha dicho que no me guardaría usted rencor si subía a hacerle algunas preguntas.

—¿Respecto a mi señora?

—Sí.

Aquello no la sorprendía. Nada debía de sorprenderla.

—¿Qué edad tiene usted?

—Veintidós años. De los cuales llevo seis en París. Puede usted empezar.

Comenzó por tenderle la fotografía de Alain Lagrange.

—¿Le conoce usted?

—No le he visto nunca.

—¿Está usted segura de que no ha venido nunca a ver a su señora?

—En todo caso, no ha venido desde que yo estoy con ella. Los jóvenes no son su tipo, a pesar de lo que pudiera creerse.

—¿Por qué podrían pensar lo contrario?

—Por su edad.

—¿Hace tiempo que está usted a su servicio?

—Desde que se mudó aquí, hace cerca de dos años.

—¿No estaba con ella cuando vivía en la calle de Notre-Dame-de-Lorette?

—No. Fui a pretender el día que se mudaba.

—¿Tenía aún a su antigua muchacha?

—Ni siquiera la vi. Como quien dice, comenzaba de nuevo. Los muebles, los cacharros, todo era nuevo.

Para ella, aquello parecía tener un sentido y Maigret creía comprender lo que pensaba
in mente
.

—¿No la quiere usted?

—No es del tipo de mujeres a quienes se puede querer. Por otra parte, a ella le da igual.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que se basta a sí misma. No se toma la molestia de ser amable. Cuando habla, no es por usted, sino porque tiene ganas de hablar.

—¿No sabe usted quién la telefoneó cuando decidió de repente marchar a Londres?

—No. Fue ella quien cogió el teléfono. No pronunció nombre alguno.

—¿Pareció sorprendida, fastidiada?

—Si la conociese, sabría usted que nunca demuestra lo que siente.

—¿Ignora usted todo su pasado?

—Salvo que vivía en la calle de Notre-Dame-de-Lorette, que se muestra muy campechana conmigo y que repasa todas las cuentas.

Oyéndola, aquello lo explicaba todo y esta vez también Maigret tenía la impresión de que la comprendía.

—En suma; según usted, no es una verdadera mujer de mundo.

—Desde luego que no. Trabajé en casa de una auténtica mujer de mundo y conozco la diferencia. He trabajado también en el barrio de la plaza Saint-Georges, en casa de una mujer a quien mantenía su amante.

—¿Ha sido «entretenida» Jeanne Debul?

—Si lo ha sido, ya no lo es ahora. Seguramente es rica.

—¿Vienen hombres a su casa?

—Su masajista todos los días. A él también le hablaba con familiaridad y le llamaba Ernest.

—¿Nada entre ellos?

—Eso no le interesa.

La chaqueta del pijama de la muchacha era de esas que se meten por la cabeza, muy corta, y como Georgette se había echado sobre los cojines, aparecía una faja de piel por encima de la cintura.

—¿No le molesta que fume?

—La ruego me perdone —dijo Maigret—, pero no tengo cigarrillos.

—Los hay en ese velador...

Ella encontró natural que el comisario Maigret se levantase y le tendiese un paquete de cigarrillos egipcios pertenecientes a Jeanne Debul. Mientras él sostenía la cerilla, la muchacha daba chupadas torpes al cigarrillo y echaba el humo como una principiante.

Estaba satisfecha de sí misma y contenta de haber sido despertada por un hombre tan importante como Maigret, que la escuchaba con atención.

—Tiene muchas amigas y amigos, pero vienen aquí muy raramente. Ella les telefonea y les llama la mayoría de las veces por su nombre de pila. Los ve por la tarde en cócteles o en restaurantes y, por la noche, en los cabarets. Me he preguntado frecuentemente si, anteriormente, no tuvo una casa de citas. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?

—¿Y la gente que viene aquí?

—Su administrador, sobre todo. Lo recibe en su despacho. Es un abogado,
monsieur
Gibon, que no es del barrio; vive en el distrito noveno. Le conocía, pues, de antes, cuando vivía en el mismo barrio. Hay también un hombre más joven que está en el Banco y con el que discute sus inversiones. Es a él a quien telefonea cuando tiene que dar órdenes de Bolsa.

—¿No ve usted nunca a un tal François Lagrange?

—¿La zapatilla?

Continuó, riéndose:

—No soy yo quien le llama así. Es la señora. Cuando le anuncio que está aquí, gruñe: «¡Otra vez esa zapatilla vieja!» Esto también es un signo, ¿no le parece? Él, para anunciarse, dice siempre: «Pregunte a
madame
Debul si puede recibir al barón Lagrange.»

—¿Le recibe?

—Casi siempre.

—¿Lo que significa frecuentemente?

—Pongamos una vez por semana. Hay semanas que no viene y otras que viene dos veces. La semana pasada vino dos veces el mismo día.

—¿Hacia qué hora?

—Siempre por la mañana, alrededor de las once. Aparte de Ernest, el masajista, es al único que recibe estando en la cama.

Y como Maigret acusara el golpe:

—No es lo que usted cree. Incluso para el abogado, se viste. Reconozco que viste bien, con sencillez. Es incluso lo que me chocó desde el primer momento: su forma de ser cuando está en la cama y su forma de ser cuando está vestida. Son dos personas distintas. No habla del mismo modo, se diría que cambia hasta la voz.

—¿Es más ordinaria en la cama?

—Sí. No es solamente ordinaria. No encuentro la palabra.

—¿François Lagrange es al único a quien recibe así?

—Sí, sí. Le dice, sin importar el atuendo en que se encuentre en aquel momento: «Entra, tú...», como si fueran viejos camaradas...

—¿...o viejos cómplices?

—Si usted quiere. Hasta que yo salgo, no hablan de nada importante. Él se sienta tímidamente en el borde de la butaca, como si temiera arrugar el raso.

—¿Lleva papeles, alguna cartera con él?

—No. Es un buen mozo. No es mi tipo, pero le encuentro fachada.

—¿No ha oído usted nunca su conversación?

—Con ella, no es posible. Adivina todo. Tiene el oído fino. Es más bien ella quien escucha en las puertas. Si alguna vez telefoneo, puedo estar segura de que está en alguna parte espiándome. Si llevo una carta al correo, me dice: «¿A quién estarás tú escribiendo?» Y sé que mira la dirección. ¿Se imagina usted el tipo?

—Ya veo.

—Hay algo que no ha visto usted todavía y que va a sorprenderle.

Se levantó y tiró la colilla al cenicero.

—Sígame. Ahora ya conoce usted el salón. Está amueblado en el estilo de todos los salones del edificio. Uno de los mejores decoradores de París se encargó del trabajo. Aquí, el comedor, en estilo moderno también. Espere que encienda.

Empujó una puerta, dio vuelta a un conmutador y se hizo a un lado para dejarle ver un dormitorio todo de raso blanco.

—Ahora, aquí, cómo se viste por la noche...

En una pieza contigua, la muchacha abrió los armarios y pasó la mano por la seda de los vestidos bien alineados.

—Bueno, venga ahora.

Precedía al comisario por un pasillo; el crespón del pantalón del pijama se había pegado por detrás. Abrió otra puerta, volvió a dar la vuelta a un conmutador.

—¡Aquí tiene usted!

Era, en la parte trasera del piso, un despachito que habría podido ser el de un hombre de negocios. No se encontraba allí la menor huella de feminidad. Un archivador metálico pintado de verde; detrás del sillón giratorio había una enorme caja de caudales de un modelo reciente.

—Aquí es donde pasa parte de las tardes y donde recibe al abogado y al hombre del Banco. Mire...

Señalaba un montón de periódicos: «El Correo de la Bolsa». Cierto es que, al lado, Maigret vio un periódico de carreras.

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