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Authors: Georges Simenon

El revólver de Maigret (6 page)

—Entre un momento en mi despacho. Tenía usted razón. Es un pez gordo. André Delteil, el diputado, ha sido asesinado.

—¿Cuándo?

—Se ignora todavía. Una bala en la cabeza. El cadáver ha sido hallado en un baúl depositado en la consigna de la estación del Norte.

—¿Por qué ha sido abierto el baúl?

Éste había comprendido en seguida.

—Nada más por hoy.

—¿Tiene usted una pista?

—Nada más por hoy.

—¿Va usted a pasar la noche sobre el asunto?

—Es posible.

—¿Y si yo le siguiese a usted?

—Le mandaría enchiquerar con el primer pretexto que se me ocurriese y le tendría a la sombra hasta mañana por la mañana.

—Comprendido.

—Entonces todo marcha bien.

Pardon llamó a la puerta y entró. El reportero preguntó:

—¿Quién es?

—Un amigo.

—¿No puede saberse su nombre?

—No.

Por fin se quedaron los dos solos y Maigret empezó por quitarse la chaqueta y encender la pipa.

—Siéntese. Antes de ir allí me gustaría que tuviéramos una pequeña conversación, y es mejor que la celebremos aquí.

—¿Lagrange?

—Sí. Una pregunta primeramente. ¿Está realmente enfermo, y hasta qué punto?

—Me esperaba esto y he venido pensando en ello durante todo el camino, porque no es fácil contestar de un modo categórico. Enfermo lo está, eso es cierto. Hace unos diez años que padece de diabetes.

—Lo que no le impide llevar una vida normal, ¿verdad?

—Casi. Le trato con insulina. Le he enseñado a ponerse él mismo las inyecciones. Cuando no come en casa lleva siempre en el bolsillo un pesito plegable con el fin de pesar ciertos alimentos. Con la insulina eso es importante.

—Ya sé. ¿Qué más?

—¿Quiere usted un diagnóstico en términos técnicos?

—No.

—Siempre ha padecido insuficiencia glandular, que es el caso de la mayoría de los de su tipo físico. Es un blandengue, un impresionable, que se abate fácilmente.

—¿Su estado actual?

—Aquí es donde la cuestión se vuelve más delicada. Me ha sorprendido mucho esta mañana encontrarle en el estado en que usted le ha visto. Le he auscultado detenidamente. Aunque hipertrofiado, el corazón no funciona mal, no peor que hace una o dos semanas, cuando Lagrange hacía vida normal.

—¿Ha pensado usted en la posibilidad de una simulación?

Pardon había pensado en ello, se notaba en su violencia.

Escrupuloso, buscaba las palabras.

—Supongo que tiene usted buenos motivos para hacerme esas preguntas.

—Motivos graves.

—¿Su hijo?

—No lo sé. Vale más que le ponga a usted al corriente. Hace cuarenta y ocho horas, más o menos, un hombre ha sido asesinado muy probablemente en el piso de la calle de Popincourt.

—¿Lo han identificado?

—Se trata del diputado Delteil.

—¿Se conocían?

—La investigación nos lo dirá. El caso es que anoche, mientras cenábamos en su casa hablando de él, François Lagrange trajo un taxi delante de su casa y con la ayuda del chófer, bajó un baúl que contenía el cadáver, para ir a depositarlo en la estación del Norte. ¿Le sorprende?

—Este tipo de cosas sorprende siempre.

—Comprenderá usted ahora por qué deseo saber si esta mañana, cuando usted le ha reconocido, François Lagrange estaba tan enfermo como pretendía hacer creer o si simulaba.

Pardon se levantó.

—Antes de contestar, preferiría examinarle de nuevo. ¿Dónde está?

Esperaba que Lagrange hubiera sido traído a uno de los despachos de la Policía Judicial.

—Sigue en su casa, en la cama.

—¿No sabe nada?

—Ignora que hemos descubierto el cadáver.

—¿Qué va usted a hacer?

—Ir allí con usted, si acepta usted acompañarme. ¿Le tenía usted afecto?

—¡No!

—¿Simpatía?

—Pongamos lástima. No me causa placer el verle entrar en mi consulta. Más bien cierto embarazo, como el que siento siempre cuando estoy en presencia de los hombres sin energía. Pero no puedo olvidar que ha criado él solo a sus tres hijos ni que, cuando hablaba de su hijo menor, su voz temblaba conmovida.

—¿Sentimentalismo a flor de piel?

—Me lo he preguntado. No me gustan los hombres que lloran.

—¿Ha llorado alguna vez delante de usted?

—Sí. Sobre todo cuando su hija le abandonó sin dejarle siquiera su dirección.

—La he visto.

—¿Qué dice?

—Nada. Ésa no llora, ¡se lo aseguro! ¿Me acompaña usted?

—Supongo que será largo.

—Es posible.

—¿Me permite que telefonee a mi mujer?

Era de noche cuando tomaron asiento en uno de los autos de la Prefectura. Fueron callados durante todo el camino, temiendo la escena que iban a afrontar.

—Pararás en la esquina de la calle —dijo Maigret al chófer.

Reconoció a Janvier frente al 37 bis.

—¿Y tu colega?

—Por precaución, le he puesto de plantón en el patio del edificio.

—¿Y la portera?

—No se ocupa de nosotros.

Maigret llamó e hizo pasar a Pardon delante de él. La portera no les preguntó quiénes eran, pero el comisario creyó ver la mancha clara de su rostro detrás del cristal.

Allá arriba, en el tercero, había luz en una de las habitaciones.

—Subamos.

Golpeó la puerta a causa de no encontrar el timbre en la oscuridad porque no funcionaba la luz. Transcurrió menos tiempo que por la mañana antes que una voz preguntase:

—¿Quién es?

—El comisario Maigret.

—Un momento, por favor.

Lagrange debía de estar de nuevo poniéndose su batín. Sus manos temblaban porque le costó trabajo dar vuelta a la llave en la cerradura.

—¿Ha encontrado usted a Alain?

En seguida vio al doctor en la semioscuridad y su rostro cambió, se tornó más pálido de lo que era habitualmente. Se quedó allí, sin moverse ni saber ya qué hacer ni qué decir.

—¿Nos permite que entremos?

Maigret olfateaba reconociendo el olor que le venía a la nariz, un olor a papel quemado. La barba de Lagrange había crecido desde la visita del comisario, las bolsas debajo de los ojos estaban más hinchadas aún.

—Dado su estado de salud —pronunció por fin el comisario—, no he querido venir sin que me acompañase su médico. Pardon ha aceptado tomarse esa molestia. ¿Supongo que no se opondrá usted a que le reconozca?

—Me ha reconocido ya esta mañana. Sabe que estoy enfermo.

—Si se vuelve usted a la cama, le reconocerá de nuevo.

Lagrange estuvo a punto de protestar, se vio en su mirada; pero también terminó por resignarse. Penetró en la alcoba, se quitó el batín y se acostó.

—Descúbrase el pecho —dijo suavemente Pardon.

Mientras le auscultaba, Lagrange miraba fijamente el techo. Maigret iba y venía por la habitación. Había una chimenea con una tapa negra; la levantó, y detrás de ella descubrió papeles calcinados que se habían cuidado de reducir a polvo a golpes de atizador.

De cuando en cuando Pardon murmuraba palabras profesionales.

—Vuélvase... Respire... Respire más profundamente... Tosa...

Existía una puerta, no lejos de la cama, y el comisario la empujó, encontrando una habitación desocupada que debía de haber sido la de alguno de los hijos, con una cama de hierro de la cual habían retirado el colchón. Dio la vuelta al conmutador. La habitación era ahora una especie de cuarto trastero. Un montón de periódicos se hallaba en un rincón, juntamente con libros rotos y sin tapas, incluso libros escolares, y una maleta cubierta de polvo. A la derecha, cerca de la ventana, una parte del suelo, que tenía la forma del baúl encontrado en la estación del Norte, estaba más clara que el resto.

Cuando Maigret volvió a la habitación contigua, Pardon estaba en pie con aire preocupado.

—¿Qué hay?

No contestó inmediatamente, evitando la mirada de Lagrange fija en él.

—En conciencia, creo que está en estado de contestar a sus preguntas.

—¿Ha oído usted, Lagrange?

Éste miraba alternativamente a ambos y sus ojos impresionaban. Eran como los de un animal herido que mira a los hombres inclinados sobre él e intenta comprender sus propósitos.

—¿Sabe usted por qué estoy aquí?

Lagrange debía de haber tomado una decisión, sin duda durante la auscultación, porque guardó silencio, sin que variase ningún rasgo de su rostro.

—Confiese usted que lo sabe muy bien, que se lo esperaba desde esta mañana y que es el miedo el que le pone enfermo.

Pardon se había sentado en un rincón., con un codo en el respaldo de la silla, la barbilla en la mano.

—Hemos descubierto el baúl.

No hubo choque. No ocurrió nada, y Maigret ni siquiera hubiera podido jurar que hubiese habido, en el tiempo de un relámpago, alguna mayor intensidad en sus pupilas.

—No pretendo que usted haya matado a André Delteil. Es posible que sea usted inocente del crimen. Ignoro lo que ha ocurrido aquí, lo confieso, pero estoy seguro de que es usted quien ha transportado a la consigna el cadáver encerrado en su baúl. En su propio interés, es mejor que hable.

Persistieron el silencio y la inmovilidad. Maigret se volvió hacia Pardon, a quien dirigió una ojeada de desánimo.

—Quiero incluso creer que está usted enfermo, que el esfuerzo que hizo anoche y las emociones le han desquiciado. Razón de más para contestarme francamente.

Lagrange cerró los ojos, los volvió a abrir, pero sus labios no se estremecieron.

—Su hijo ha huido. Si es él quien mató, no tardaremos en echarle mano, y el silencio de usted no le ayuda en nada. Si no ha sido él, es preferible por su seguridad que lo sepamos. Está armado, y toda la Policía ha sido advertida de ello.

Maigret se inclinó a la cama y quizá se inclinó un poco; los labios de aquel hombre se movieron por fin; balbuceaba algo.

—¿Qué dice usted?

Entonces, con voz angustiada, Lagrange gritó:

—¡No me pegue! No tienen derecho a pegarme.

—No tengo intención de hacerlo, ya lo sabe usted.

—No me pegue... No me...

Y de repente apartó la ropa de la cama, se agitó e hizo ademán de rechazar un ataque.

—No quiero... No quiero que me peguen...

Era desagradable de ver, penoso. Una vez más Maigret se volvió hacia Pardon, como para pedirle consejo. Mas ¿qué consejo podía darle el médico?

—Escuche, Lagrange. Está usted perfectamente lúcido. Ya no es un niño, me comprende usted bien, y hace unos momentos no estaba usted tan enfermo, puesto que tuvo energía para quemar papeles comprometedores.

Se produjo un momento de calma, como si aquel hombre tomara aliento para debatirse después con más intensidad, para gritar esta vez:

—¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Me pegan...! ¡No quiero que me peguen...! ¡Suélteme...!

Maigret le cogió una de las muñecas.

—Ya está bien, ¿no?

—¡No! ¡No! ¡No!

—¿Va usted a callarse?

Pardon se había levantado y se acercó a la cama, fijando sobre el enfermo una mirada escrutadora.

—¡No quiero...! ¡Déjeme...! Voy a despertar a toda la casa... Voy a decirles...

Pardon murmuraba en su oído:

—No sacará usted nada de él.

Apenas se alejaba de la cama, Lagrange recobraba su inmovilidad y volvía a quedar en silencio.

Los dos celebraron consejo en un rincón.

—¿Cree usted que tiene realmente el cerebro desarreglado?

—No tengo ninguna certeza.

—¿Es una posibilidad?

—Siempre es una posibilidad. Habría que ponerlo en observación.

Lagrange había movido ligeramente la cabeza para no perderlos de vista, y era evidente que escuchaba. Debía de haber comprendido las últimas palabras. Parecía apaciguado.

Maigret, sin embargo, volvió a la carga, no sin cansancio.

—Antes de tomar una decisión, Lagrange, quiero advertirle una cosa. Tengo una orden de detención a su nombre. Abajo, dos de mis hombres esperan. A menos que dé usted contestaciones satisfactorias a mis preguntas, van a llevarle a la Enfermería Especial de la Comisaría.

Ninguna reacción. Lagrange fijó su mirada en el techo, con aire tan ausente que podía preguntarse si oía.

—El doctor Pardon puede confirmarle que existen procedimientos casi infalibles para descubrir la simulación. No estaba usted loco esta mañana. No lo estaba tampoco cuando quemó sus papeles. No lo está usted ahora, estoy convencido de ello.

¿Hubo realmente una vaga sonrisa en los labios del hombre?

—No le he golpeado y no le golpearé. Le repito solamente que la actitud que adopta no le llevará a ningún sitio y no le servirá más que para ganarse antipatías y algo peor. ¿Está usted decidido a contestar?

—¡No quiero que me peguen! —repitió con voz sin expresión, como cuando se repite una oración.

Maigret, con la espalda encorvada, fue a abrir la ventana, se asomó y se dirigió al inspector que esperaba en el patio.

—¡Sube con Janvier!

Cerró la ventana y se puso a pasear por la habitación. Se oyeron pasos en la escalera.

—Si quiere usted vestirse, puede usted hacerlo. Si no, se lo llevarán tal como está, enrollado en una manta.

Lagrange se contentaba con repetir las mismas palabras, que terminaban por no tener sentido.

—No quiero que me peguen... No quiero que me...

—Entra, Janvier... Tú también... Vais a llevarme eso a la Enfermería Especial. Es inútil vestirle, porque es capaz de comenzar a debatirse... Por si acaso, ponedle las esposas. Metedle en una manta...

Se abrió una puerta en el piso superior. Una ventana del otro lado del patio se iluminó y se vio a una mujer en camisa acodada en su ventana y a un hombre que salía de la cama detrás de ella.

—No quiero que me peguen...

Maigret no miró; oyó el chasquido de las esposas, después respiraciones fuertes, pasos, tropezones.

—No quiero que me..., yo... ¡Socorro! ¡Auxilio!

Uno de los inspectores debió de ponerle la mano en la boca o una mordaza, porque la voz se debilitó, se calló y los pasos se alejaron en dirección a la escalera.

El silencio, inmediatamente después, fue penoso. El primer movimiento del comisario fue para encender su pipa. Después miró la cama deshecha, una de cuyas sábanas llegaba hasta la mitad de la habitación. Las viejas zapatillas estaban aún allí. El batín en el suelo.

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