Read El secreto de los Medici Online

Authors: Michael White

El secreto de los Medici (32 page)

—Brillante, Jack. —Edie no pudo contener la sonrisa que se formó lentamente en su cara.

—Debajo de Cosimo de’ Medici —dijo Jeff—. Siento ser un aguafiestas, pero ¿no acabamos de dar toda una vuelta en círculo? El objeto que encontraste la noche en que mataron al profesor Mackenzie. Eso ya estaba «debajo» de Cosimo de’ Medici.

—Sólo que no se trataba de Cosimo —replicó Jack.

—¡Oh, por amor de Dios! —exclamó Edie—. ¡Esto es absurdo!

—No, no, espera. —Jeff se sentó en el borde de una de las mesas de despacho y clavó la vista en el suelo—. El otro cuerpo, la mujer. Habéis estado dando por hecho que se trataba de Contessina de’ Medici, ¿verdad? Pero el objeto estaba debajo del cuerpo que suplantaba a Cosimo. A lo mejor a lo que nos dirige la pista de La Pietà se encuentra debajo del otro cuerpo.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Bueno —respondió Jeff—, CD, M podría significar Cosimo de’ Medici, pero también podría referirse perfectamente a Contessina de’ Medici, ¿no os parece?

Tardaron media hora en sacar el cuerpo del nicho, un procedimiento exasperante que requería de paciencia y de mucha experiencia, para evitar terminar con un montón de huesos y jirones hechos polvo en el suelo del laboratorio. Edie y Jack trasladaron el cuerpo de la mujer desde su lugar de reposo hasta una camilla que Rose había ayudado a preparar junto con Sonia. Estaba harta de que siempre la dejasen al margen. Y Jeff calculó que, en última instancia, era mejor eso que quitársela de encima a la menor oportunidad. Había tenido que hacer frente a la más terrible adversidad y había demostrado ser una jovencita valerosa y con capacidad de recuperación. De pronto, se sorprendió observándola, admirando su manera de proceder. Se sentía indudablemente orgulloso.

Los dos antropólogos forenses se habían puesto una bata y guantes de látex y se disponían a iniciar sus investigaciones. Edie acercó una potente luz a la camilla, mientras Jack ajustaba una lupa ante su ojo izquierdo. Los dos actuaban en completo silencio. Jeff reparó por primera vez en el piloto rojo que parpadeaba en la cámara del circuito cerrado de televisión y pensó en las extrañas imágenes que estaba a punto de empezar a grabar.

—El cuerpo se encuentra más o menos en las mismas condiciones que el del varón —observó Edie mientras inspeccionaba el ropaje y unos cuantos mechones de pelo gris junto a las sienes del cadáver—. Lo más seguro es que fuera sepultada en torno a la misma fecha.

Cortó un poco de pelo y lo depositó en un tubo de ensayo, que colocó en un soporte y procedió a etiquetar. Cartwright prendió unas cuantas fibras del vestido de la mujer y las metió en un tubo similar. Gran parte de las ropas de la mujer se habían desintegrado, sobre todo las de la parte posterior, dejando una capa de tela semejante a una sábana tendida sobre el cuerpo. Entre todos levantaron con cuidado aquel tejido, depositando los fragmentos en una mesa cercana que había sido cubierta con plástico. A continuación, echaron otra cobertura de plástico encima de los tejidos.

La piel del cuerpo estaba marrón, del mismo color que la tea envejecida en algunas zonas debajo de los brazos y alrededor de la pelvis. En otras se había desintegrado por completo, dejando ver tramos de huesos pardo rojizos.

—Bien —dijo Edie—. Echemos un vistazo debajo del cuerpo.

Repitiendo casi con exactitud lo que el equipo del laboratorio había llevado a cabo hacía poco más de una semana, Jack levantó el cuerpo haciéndolo pivotar sobre un costado. Pudieron ver así el dibujo de la columna vertebral y el viejo hueso, en el que muchas de las vértebras habían quedado a la vista pues la carne y la piel se habían desintegrado. Entonces Edie lo vio, entre la sexta y la séptima costilla, en el espacio que antaño habían ocupado los músculos y los tejidos intercostales. Un objeto plateado.

—Vuelve a tumbarla —indicó Edie, y ayudó a Jack a tender aquel cuerpo liviano como una pluma

—¿Has visto algo? —preguntó Jeff, inclinándose hacia delante para poder ver mejor.

—Creo que sí. Jeff, ¿podrías…?

—Perdona. —Dio un paso hacia atrás.

Repitiendo el mismo proceso que Carlin Mackenzie había seguido, Edie seccionó lo que quedaba del pecho de la mujer. Y a duras penas distinguió, encajado en el tejido reseco, el filo de lo que parecía un diminuto estuche de metal. Varias de las costillas de la mujer se habían convertido en polvo. Edie retiró con mucho cuidado un fragmento de hueso y, con una brocha suave, cepilló la cavidad y metió sus dedos enfundados en látex.

Se hizo el silencio en la sala: los cuatro se quedaron mirando el objeto que Edie acababa de extraer. Se trataba de una cajita de metal de no más de dos pulgadas cuadradas, con un diminuto cierre en un lado. Edie se acercó a una mesita y dejó el objeto con mucho cuidado encima de una lámina de plástico.

Era liso. El metal parecía plata, o una aleación de plata. Parecía tan nuevo como el día en que lo fabricaron. Jack se inclinó hacia delante y ajustó la lupa. Luego, se la quitó y acercó una lupa de pie.

—No presenta ni una sola marca —dijo.

—¿Podemos abrirlo? —preguntó Jeff.

Edie levantó el cierre con ayuda de unas tenazas y abrió cuidadosamente la tapa. Cedía con absoluta holgura. Dentro había una llavecita de plata sobre un lecho de terciopelo morado descolorido. A lo largo de la llave estaban grabadas las palabras: Golem Korab. Edie cogió la llave del estuche y la sostuvo entre el índice y el pulgar enfundados en látex. Acababa de darle la vuelta para ver si había algo más escrito en el otro lado, cuando oyó una voz extraña.

—Bravo.

Un hombre alto con el pelo rubio cortado a cepillo estaba plantado en mitad de las escaleras de bajada al panteón. Habían estado todos tan abstraídos que nadie le había oído llegar. Aplaudía lentamente, amortiguado el sonido de las palmas por la piel de sus guantes negros. Se detuvo, metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un revólver.

—Parece ser que llego en el momento adecuado. Y ahora… —Miró directamente a Edie—. Por favor, vuelva a meter la llave y apártese de la mesa.

Edie no se inmutó.

—Muy bien. —El desconocido levantó el arma.

—¡Edie! —chilló Jeff.

El hombre sonrió, pero siguió apuntándoles con el arma.

—Muy sensato. —Llegó a la mesa en tres pasos y cogió la llave de la cajita—. Qué monada, ¿verdad? —La dejó caer en su bolsillo—. Y ahora, lo siento mucho pero voy a tener que matarles igualmente. A mi jefe no le gustaría nada que se hiciese pública mi visita y, bueno, a mí tampoco. Pónganse de rodillas.

Ninguno de ellos se movió. El hombre propinó a Jeff un golpe con la pistola en un lado de la cara que le dejó sentado en el suelo.

—¡Papá! —gritó Rose, que se acercó corriendo a su lado.

—De rodillas —repitió el hombre con la pistola.

Jack y Edie obedecieron.

—Contra la pared. Y tú.

Temblando, Sonia hizo lo que se le decía.

—Bueno, ¿quién quiere ser el primero? Creo que la más pequeña, ¿no les parece?

Jeff reaccionó instintivamente y dio un salto en dirección a la mano del hombre. Con una fuerza que no sabía que tuviese, embistió al rubio con la cabeza y oyó que se le partía la nariz. La pistola salió rodando por el suelo. El rubio retrocedió dando tumbos, logrando de casualidad agarrarse al borde de la mesa, lo que impidió que acabara en el suelo. Pero Jeff aún contaba con el impulso que le proporcionaban la rabia y la desesperación. Atizó un puñetazo al pistolero en el plexo solar y, con un gemido, su adversario se dobló por la cintura.

Jack y Edie estaban ya de pie los dos y Sonia estiró el brazo para coger la pistola. Puede que le superaran en número, pero aquel tipo rubio no era ningún matón de bar. Con la nariz rota ensangrentada, agarró la camilla que contenía el cuerpo y la lanzó contra ellos con todas sus fuerzas. Salió disparada de una punta a la otra de la sala, chocó contra un equipo informático situado en un soporte con ruedas y se estampó contra un rincón del laboratorio en el que se juntaban dos mesas de trabajo. El cadáver momificado resbaló en diagonal, se salió de la camilla y fue a parar a la superficie de acero inoxidable de la mesa de trabajo, lanzando por los aires multitud de vasos de precipitado y rejillas de tubos de ensayo, y aterrizando de cráneo —pero milagrosamente intacto— encima de una maraña de cables y papeles. El hombre empujó a Rose a un lado y subió las escaleras de tres en tres.

Jeff corrió hacia Rose y la estrechó hacia sí.

—¿Estás bien, mi amor?

—Estoy bien, papá. Tú eres el que está sangrando.

La mano de Jeff subió hasta su cabeza, justo al lugar donde había recibido el golpe con el cañón de la pistola.

Sonia se acercó con un trapo frío y mojado y le dio unos suaves golpecitos en la herida. No era profunda, pero la piel de la zona estaba ya empezando a amoratarse.

—¿Deberíamos llamar a la policía? —preguntó.

—¿No deberíamos comprobar antes que el hijo de puta ese se haya marchado? —dijo Edie.

Jeff cogió el arma de sus manos y subió las escaleras. Pero no había ni rastro del desconocido por ninguna parte. A fin de cuentas, ya tenía lo que había venido a buscar.

—Bueno, esto parece el final de nuestra aventura —dijo Jack.

—Podría ser, desde luego —replicó Jeff, apesadumbrado.

—Vi lo que estaba escrito en la llave —dijo Edie—. Golem Korab.

—Suena a postre indio —bromeó Sonia.

Rose fue la única que se rió. Pero, acto seguido, su semblante adoptó un aire mucho más grave.

—Un momento, Edie —dijo de repente—. Has visto lo que había en una cara de la llave. ¿Qué había en la otra?

—Por desgracia, no me ha dado tiempo a verlo. Nuestro amigo el del pelo oxigenado me ha interrumpido justo cuando le he dado la vuelta a la llave.

Se quedaron callados unos segundos, pero de pronto Sonia rompió el hechizo.

—Las cámaras del circuito cerrado de televisión —dijo con los ojos muy abiertos de puro entusiasmo.

Los demás la miraron sin entender nada.

—Puede que no tuvieras tiempo de ver lo que había en la otra cara de la llave, pero las cámaras sí.

—Sonia, eres un genio —exclamó Edie.

Después de extraer la tarjeta de memoria de la cámara del laboratorio, Sonia la introdujo en un lector multimedia conectado a uno de los Mac.

—¿Tú entiendes de estas cosas? —preguntó Edie mientras Sonia se ponía delante del teclado y empezaba a pulsar una serie de teclas.

—He aprendido unas cuantas cosas de mi hermano, que trabaja para una empresa de seguridad de Milán. Estas cámaras son bastante estándar. Graban las imágenes en estas tarjetas y luego, cada veinticuatro horas, se borran automáticamente una vez que las imágenes originales han quedado guardadas en un disco duro. Así pues, lo único que hay que hacer es avanzar hasta que veamos lo que grabó hace unos veinte minutos —explicó Sonia.

Casi toda la filmación mostraba un laboratorio vacío. Luego, se veía entrar a Sonia y salir de nuevo. Un poco más tarde, Jack Cartwright entraba por la puerta del pasillo y se quedaba aproximadamente una hora trabajando delante de uno de los ordenadores.

Avanzando deprisa, Sonia encontró la secuencia en que se veía a Edie y Jack trabajando con el cuerpo de la camilla. Vieron a Edie extraer un objeto del cadáver, dejarlo en una mesa, abrirlo y sacar la llave.

—Eso es —dijo Edie—. Retrocede.

Sonia escribió algo al teclado y la grabación apareció marcha atrás. Ralentizó la sucesión de imágenes hasta el punto de verlas retroceder plano a plano.

—Ahí —dijo.

La pantalla les mostró el dedo índice y pulgar enguantados de Edie, sujetando la llave.

—Es imposible —dijo Jeff, abatido—. No se puede distinguir nada.

—Un momento —dijo Sonia, haciendo danzar sus dedos por todo el teclado. La imagen de la pantalla aumentó de tamaño y se desplazó a la derecha, se detuvo y volvió a aumentar. La llave ocupaba toda la pantalla pero se veía borrosa—. Sólo tengo que mejorar la calidad…

Al cabo de unos segundos, Sonia se apoyó en el respaldo de la silla y exclamó:


Voilà!

A duras penas distinguieron unas tenues marcas grabadas en la parte superior de la llave. Representaba un edificio de una sola planta, junto a la palabra Angja. En el centro de éste se adivinaban dos minúsculas letras: M y D.

A las siete de la mañana el aeropuerto de Pisa se encontraba prácticamente vacío y hacía pensar más en una gran estación de autobuses que en un aeropuerto internacional. Rose, embozada en su grueso abrigo de invierno, daba sorbos al vaso de poliestireno en el que le habían servido el té aguado que Jeff acababa de tenderle.

—De verdad que no hace falta que me mandes a casa, lo sabes, ¿no, papá? —dijo y le acarició el brazo con la mano enguantada, asiéndole por su palma abierta.

—Me temo que sí, Rose. Créeme, me sabe fatal, pero hemos tenido ya suficientes sustos. —Se sentía furioso consigo mismo por haber expuesto a su hija al peligro, por haberle estropeado el viaje a Italia, por exponerla a semejantes horrores—. Yo… —empezó a decir.

—Papá, no es necesario. No es culpa tuya. Míralo de esta manera: ¿cuántas niñas de mi edad tienen la oportunidad de presenciar tanta acción? —Se echó a reír—. Piensa en todas las historias que podré contar… Es broma —añadió rápidamente, viendo que su padre se ponía serio. Jeff consiguió emitir una risa cansada y la abrazó.

—Entonces, prométeme —dijo, sujetándola con los brazos estirados—, prométeme que no dirás ni una palabra a nadie, ni siquiera a tu madre… sobre todo a tu madre.

—Palabra de honor.

Se dieron la vuelta al notar que Edie se les acercaba.

—¿Todo listo?

—Sí. Pasaportes, billetes, dinero —dijo con una sonrisa a Jeff—. Por lo menos tenía esas tres cosas encima la última vez que me pedisteis que lo comprobase, hará, ¿cuánto?, ¿dos minutos?

Edie se rió y besó a Rose en la frente.

—Te veremos pronto.

Rose se puso de puntillas y dio un beso a su padre en la mejilla.

—¡Au!

—¡Ay, Dios! ¡Perdona, papá!

—No es nada. —Se palpó con sumo cuidado la cara magullada.

Al llegar al control de seguridad Jeff dijo:

—Llámame cuando llegues a casa, ¿vale?

—Te llamaré, y por favor, papá, ten cuidado. La verdad es que no entiendo lo que os pasa, chicos, pero ¿no creéis que ya es hora de que se lo contéis a la policía?

Other books

A Tale of Two Families by Dodie Smith
Never Too Rich by Judith Gould
Within These Walls by Ania Ahlborn
The Mountain of Gold by J. D. Davies
Dark Intent by Reeve, Brian
Admiral by Phil Geusz
The Fire of Greed by Bill Yenne
Moon in a Dead Eye by Pascal Garnier
Rounding the Mark by Andrea Camilleri
Where the Moon Isn't by Nathan Filer