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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (35 page)

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque,
signor
Martin, si no me los da, la adorable Rose aquí presente acabará tan muerta como Cosimo y Contessina en un abrir y cerrar de ojos.

—IV y V —dijo Jeff.

—Muchísimas gracias. ¿Ve usted qué fácil?

Fournier subió los escalones de mármol en dirección al pedestal de la caja cerrada. El cierre consistía en un tambor formado por cuatro cilindros de metal; se quedó mirando los tubos unos instantes y los colocó en la posición correcta.

—Aparte de los monjes de Golem Korab —dijo—, Ambrogio Tommasini fue una de las pocas personas que vieron el contenido de esta caja. Jugó con cosas que no entendía, o no podía entender, y pagó el precio por ello. Después de su muerte, los Medici escondieron esta caja en un lugar secreto. Pero nuestro buen amigo Niccolò Niccoli escribió un diario sobre la aventura que vivieron en el que dejaba una serie de enigmáticas pistas. Al parecer, el secreto podría descubrirse utilizando cuatro números y las palabras «ser un dios». Colocados en el orden correcto, los números IV, V, M y D forman la palabra DIVVM, es decir, DIVUM… Dios.

El cierre se abrió con un chasquido y Fournier levantó la tapa. Metió la mano y levantó con cuidado el frasco hasta que lo tuvo a la altura de sus ojos.

—¡Asombroso! —murmuró.

—¿Quiere soltar ya a Rose, por favor? —dijo Jeff—. Ya tiene lo que ha venido a buscar.

Fournier hizo un gesto afirmativo en dirección a Candotti, quien aflojó con desgana la mordaza de Rose y propinó un empujón a la niña. Ella se tambaleó hacia delante, pero Jeff se acercó rápidamente para cogerla.

Entonces se oyó un discreto carraspeo procedente de la puerta. Candotti se dio la vuelta a toda prisa y apuntó hacia allí con el arma.

—Realmente no hay ninguna necesidad de eso, subprefecto —dijo Roberto, dando unos pasos para entrar en la sala. Cojeaba ligeramente y llevaba el brazo izquierdo escayolado desde el hombro hasta la mano, en cabestrillo. Todavía lucía un semblante terriblemente descolorido.


Visconte
Armatovani. —Fournier le saludó con una brevísima reverencia—. ¿A qué debemos el placer?

—¿Cómo iba a resistirme,
monsieur
Fournier? Estaba preocupado por mis amigos, aquí presentes. Además, he dispuesto de un intervalo de ocio obligado en el hospital que me ha permitido pensar. Y aunque esté mal decirlo, poseo una biblioteca bastante selecta. Por grandísima fortuna, varias copias de algunos fragmentos del diario de Niccoli cayeron en manos de mis antepasados. He aprendido unas cuantas cosas importantes sobre eso… —Y señaló con un gesto de la cabeza el resplandeciente tubo que sostenía Fournier en la mano.

Éste levantó una ceja.

—¿En serio?

—Ése es el magno secreto que los Medici entendieron que había que ocultar de la vista de los hombres, pues, para ellos, se trataba de una sustancia milagrosa. Ciertamente, había provocado una agonía espantosa a uno de sus amigos, aunque al mismo tiempo el contenido de ese frasco era capaz de proteger a la gente de la peste. Pero Cosimo y Contessina habían presenciado en persona hasta qué punto algo así podía corromper el alma. Los hombres estarían dispuestos a sacrificar la suya con tal de conseguir algo como eso. Estoy seguro de que estará encantado de hablarnos de ello,
monsieur
Fournier.

Los ojos de éste brillaron con el destello del triunfo.

—El frasco contiene un agente bioquímico muy poco común denominado ropractina. Todos habrán oído hablar del ricino y del sarín, dos sustancias químicas muy dañinas que en cantidades minúsculas son capaces de matar a miles de personas. La ropractina procede de un hongo llamado
Tyrinilym posterinicum
, que vive en ambientes húmedos. Refinado y purificado, produce un líquido de una tonalidad verde fluorescente. En cantidades microscópicas, la ropractina acaba con las bacterias, como si se tratase de una superpenicilina. Pero, por encima de un determinado grado de concentración, causa la aparición repentina de una serie de trastornos muy desagradables para los que no existe cura conocida.

»Los Medici descubrieron esta característica por el camino difícil. Ellos no conocían de dónde procedía originalmente este frasco, y probablemente ninguno de nosotros llegará a saberlo nunca. Tal vez lo descubriera un anónimo alquimista. ¿Quién sabe?

—Pero la cuestión es —interrumpió Roberto— que usted no ha llegado hasta tan lejos sólo por combatir las enfermedades o por contribuir a la ciencia médica…

—¿De verdad tenemos que escuchar todo esto, Luc? —soltó Candotti—. Este hombre no es de fiar…

Fournier se volvió lentamente hacia el jefe de la policía veneciana.

—Me haces gracia, Aldo.

Candotti puso cara de extrañeza.

—Un hombre como tú, hablando de fiarse de los demás. Tú, que has vendido tu carrera y la confianza depositada en ti por la buena gente de Italia. ¿Y a cambio de qué? Del puñado de monedas de plata que te he hecho llegar. —Meneó la cabeza, chascando con la lengua—. Y usted,
signor
Cartwright… —prosiguió Fournier—. ¿No tendrá también alguna que otra perla que añadir? ¿Alguna nota de aviso sobre quién es de fiar y quién no?

Cartwright no abrió la boca.

Fournier sacó del bolsillo de la chaqueta una pistola de cañón corto y disparó a Cartwright y a Candotti entre los ojos.

Jeff se agachó para proteger a Rose con su cuerpo. Fournier había dirigido el arma hacia Edie pero no había disparado. Roberto sostenía una Beretta M9 con la mano buena y apuntaba directamente a la cabeza de Fournier.

—Edie, Jeff, Rose, apartaos.

Los tres fueron a esconderse detrás de la tumba.

—Entre usted y yo no hay disputa alguna —dijo Fournier en voz baja. Empezó a retroceder hacia la puerta—. Y no se atreva a disparar. Si me veo obligado a dejar caer este frasco…

Roberto le siguió apuntando con la Beretta durante un segundo y a continuación bajó el arma. Fournier se echó a un lado, se agazapó y disparó una vez, errando el tiro por mucho; después, salió corriendo en dirección a la puerta y desapareció.

Edie, Jeff y Rose salieron de detrás de los sarcófagos del matrimonio Medici, apartando la vista de la carnicería que tenían a escasos metros de distancia.

—No podemos dejar que ese loco se escape —dijo Edie.

—¿Qué sugieres? —replicó Roberto—. Nosotros no somos la policía. De todos modos, tampoco es que la policía fuese de gran ayuda —añadió, dirigiendo la mirada brevemente al cuerpo de Candotti.

—Roberto tiene razón, Edie —dijo Jeff—. ¿Recuerdas por qué nos metimos en este embrollo en un principio? Para averiguar quién había matado a tu tío, y ahora ya tenemos la respuesta.

—Oh, genial —gruñó ella. Subió los escalones de mármol a paso marcial y clavó la vista en la caja vacía, con los brazos en jarras. Entonces, de pronto, lanzó un grito y le propinó un puntapié a la base de la columna.

Se oyó un crujido muy fuerte procedente de debajo de sus pies, seguido de un quejido muy agudo y del ruido de la piedra al rotar contra las rocas. El pedestal cayó a un lado y la caja vacía rebotó con gran estrépito escalones abajo. Desde un punto situado encima de la entrada a la cámara, un inmenso bloque de piedra se deslizó hacia abajo desde el dintel hasta el suelo, donde se detuvo con un fuerte impacto que hizo temblar toda la sala.

Todos se quedaron inmóviles. No podían oír nada más que el sonido metálico de guijarros y cascotes cayendo desde el techo hasta el suelo de mármol.

A Rose se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Estamos atrapados, ¿verdad?

—Siempre hay una salida, cariño —dijo Jeff, y le rodeó los hombros con sus brazos.

En el lugar en el que se erigía la columna se veía un hueco perfectamente cuadrado; dentro había varias filas de canutos de madera. Jeff metió la mano, sacó uno y lo depositó cuidadosamente en el suelo, antes de coger otro más, prácticamente idéntico al primero.

—Pergaminos, como el que encontró Sporani en la Capilla Medici —dijo Roberto.

Jeff extrajo unos cuantos más y reparó en que debajo de ellos había algo escondido.

—Ahí hay otra caja.

—¿Puedes sacarla?

—No, está empotrada. Tiene un cierre idéntico al de la otra caja.

Jeff desplazó los cilindros para situarlos en la combinación correcta. Se oyó un chasquido que confirmaba que estaban colocados satisfactoriamente y Jeff levantó la tapa.

Un frasco exactamente igual apareció encajado en el mullido lecho de terciopelo; en la cara interna de la tapa se veía una inscripción latina en letras de oro. Roberto la tradujo: Todos los hombres son traicioneros.

Jeff levantó el frasco y lo sostuvo en alto: casi no pesaba nada y emitía un fulgor verdoso que brillaba a la luz de los quemadores de aceite.

—Sé que esto os parecerá un disparate, pero parece casi vivo.

—Por lo que más quieras, Jeff, ten cuidado —murmuró Edie.

—Parece bastante recio —respondió Jeff—. Vidrio grueso o cristal. Si Tommasini se mató con esto, debió de ser porque lo abrió. Mirad, lo ha sellado un experto. —Señaló el extremo del tubo, donde una robusta tapa de latón se fusionaba con el cristal, con una sustancia cerosa introducida en la junta.

—Vale, pero aun así…

—Bueno —dijo Jeff, pasándole el frasco a Roberto—. Dos frascos. ¿Uno auténtico y otro falso?

Edie se echó a reír súbitamente con una carcajada rayana en la histeria.

—¡Esto es asquerosamente fantástico! Tenemos el frasco en nuestro poder, pero estamos aquí encerrados sin manera de salir.

—¡Maldita sea! —Jeff se dirigió a la puerta. Una fina línea alrededor del borde era la única indicación de que en algún momento había habido allí una puerta—. Esto es absurdo. ¿Cómo puede ocurrir algo así? ¿Cómo unos ingenieros del siglo XV pudieron construir algo semejante?

—No fueron los primeros —replicó Roberto—. Cuatro mil quinientos años antes la Gran Pirámide fue sellada inmediatamente después de haber sido enterrado el faraón. Se hizo todo automáticamente, utilizando un ingenioso sistema de cuerdas y poleas. No olvidéis con quién estamos tratando aquí: los Medici no eran ciudadanos corrientes, tenían recursos asombrosos a su disposición, y Cosimo y sus compañeros estaban versados en los conocimientos de la Antigüedad.

—Además del ideal humanista —ironizó Edie—, que ahora no nos sirve de gran cosa.

—¿Cómo has dicho? —preguntó de pronto Roberto.

—El ideal humanista…

—¡Pues claro!

Roberto levantó el frasco a la altura de sus ojos.

—El ideal humanista.

—¿De qué estás hablando, Roberto? —dijo Edie, mirándole fijamente.

—A Cosimo y a sus amigos les movía el poder del conocimiento, pero también fueron personas tremendamente altruistas. Ellos creían que la integridad de la persona era la virtud por excelencia. Fijaos en la inscripción. —Señaló hacia la tapa de la caja—. Eran conscientes del poder del frasco y sabían que podía destruir su mundo; por eso lo escondieron aquí.

—Entonces, ¿qué estás tratando de decirnos? —preguntó Rose con voz temblorosa.

Agachándose, Roberto depositó el frasco de nuevo en la caja y cerró la tapa.

Durante unos segundos no pasó nada; Roberto retrocedió, sin apartar ni por un instante la vista de la abertura del suelo.

—No se está… —empezó a decir Jeff, pero se detuvo. Desde el suelo llegó un ruido grave y la caja siguió cayendo por los escalones de piedra. Los cuatro siguieron su descenso con la mirada: uno, dos, tres metros. Se detuvo y un bloque de piedra se deslizó de un lado a otro, sellando la caja en lo más profundo de la tumba. A continuación se oyó otro ruido procedente del otro lado de la cámara, el chirrido de la piedra al rozarse con las rocas, que cada vez se oía más fuerte. Bajaron corriendo las escaleras y llegaron al suelo justo en el momento en que el bloque de piedra de la puerta empezaba a elevarse. Echaron a correr hacia la puerta a toda velocidad y se metieron por debajo de ella, casi tropezando unos con otros al salir al oscuro pasillo del otro lado.

Estaban levantándose del suelo en mitad de la oscuridad cuando, sin previo aviso, el bloque dejó de moverse y se produjo un silencio. A continuación, se oyó un ruido semejante al rugido de una monstruosa bestia que fue en aumento. Un estruendo impresionante les llegó desde el interior de la cámara y pudieron ver, a través de la abertura, que unas enormes rocas caían desde lo alto y se estrellaban contra el suelo.

—¡Deprisa! El techo se derrumba —gritó Roberto. Jeff cogió a Rose y salieron lo más aprisa que pudieron en dirección a la salida, con Roberto renqueando a escasa distancia de los demás. Las paredes temblaron y el suelo empezó a resquebrajarse y desconcharse. Hacia el final del pasillo notaron una gigantesca sacudida parecida a un temblor sísmico. Rose chilló y, a la luz grisácea, vieron que se abría una profunda zanja de un metro de ancho, que recorría el suelo de una punta a la otra y subía por el muro. Edie ayudó a Roberto a cruzar la fisura, aunque resbaló y cayó pesadamente, retorciéndose de dolor.

—Vamos… la salida está ahí mismo —gritó Edie por encima del estrépito.

Salvando la distancia que los separaba de Jeff y Rose, continuaron corriendo lo más aprisa que pudieron sin volver la vista atrás.

Empapados de sudor, salieron al exterior del templo. Sintieron el azote del frío como un mazazo, pero esta sensación era un alivio. Había caído la noche y no les resultó fácil dar con el camino de vuelta por aquel terreno lleno de guijarros. Pero, de pronto, la oscuridad se disipó cuando un intenso foco de luz bañó el mausoleo y un helicóptero apareció rugiendo en lo alto y a continuación viró hacia el norte.

Les llegaron unas voces procedentes de la zona del monasterio y, en medio de la noche, otro brillante haz de luz se abrió paso entre las tinieblas: una pequeña lancha motora se acercó ruidosamente hasta la orilla. Un agente de policía macedonio saltó de la lancha y avanzó hasta la playa. Roberto encabezaba la marcha y Jeff llevaba a Rose apretada contra su cuerpo mientras cruzaban el agreste terreno para seguir al policía.

El helicóptero regresó y descendió sobre las aguas mientras cubrían el trecho que los separaba de la orilla del lago. Al llegar a tierra firme, otro agente los vio, echó a correr y pidió ayuda por radio.

El exterior del viejo monasterio parecía padecer las secuelas posteriores a una operación militar. Cerca de las torres distinguieron unas siluetas vestidas con unos voluminosos trajes blancos a prueba de agentes biológicos que levantaban una enorme tienda hinchable para descontaminación. El helicóptero regresó para sobrevolar las torres, mientras otro más se quedaba posado en una estrecha meseta de roca a una decena de metros de la entrada a las ruinas. Un policía les pidió que lo siguieran: dentro del helicóptero había tres hombres con un traje a prueba de agentes biológicos, sentados con sendos rifles apoyados en el regazo. En el suelo, al lado del piloto, estaba Luc Fournier con las manos esposadas a la espalda. Tenía varias fuertes contusiones en la cara y llevaba el traje hecho jirones.

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