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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (12 page)

Saint-Just
esperó la respuesta con rabia contenida.

—Les ha ofrecido las tierras de los blancos y de los ladinos y acabar con el monopolio del aguardiente.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—¡Poca cosa, hermano! Despertar los malos instintos de los indios y desatar una guerra de castas. Y yo a esa revolución no me apunto. La libertad ha de ser para todos, indios, blancos y ladinos. O todos hijos o todos entenados.

—Mire lo que ocurre en Yucatán —intervino Arcadio, dirigiéndose a
Saint-Just
—. Los indios se alzaron hace más de dos décadas, dispuestos a exterminar a mestizos y blancos. Y el problema sigue sin resolverse.

Joaquín machacó:

—Cruz no tiene ninguna posibilidad de hacer él solo ninguna revolución. Necesita a los indios. Y si los consigue unir, nos vamos todos a escupir a la calle.

Saint-Just
intentó retomar la manija de la polémica.

—Luchamos contra el pasado, contra la teocracia colonial y la opresión de los aristócratas. Nadie nos va a regalar la libertad, si no nos la tomamos nosotros. ¡Con indios o sin ellos!

—A la fuerza, ni el pan es bueno —dijo, sentencioso,
Juliano.

Las pupilas de
Saint-Just
se volvieron dos centellas.

—¿Y cómo se liberó América de los imperios que la sujetaban? ¿Sólo con palabras hermosas? ¿O por la acción de hombres como Washington, La Fayette, Jefferson, el cura Hidalgo, Bolívar, San Martín? Al país hay que darle cara-vuelta, ¡y por las malas, porque por las buenas no hay modo! La única educación primaria que nuestro pueblo recibe es el catecismo. Nuestros niños no conocen la ciencia ni la historia. Nuestras escuelas parecen
madrashas
islámicas y los curas y los moralistas de a dos reales justifican su postura diciendo que la razón crea monstruos. Califican la libertad de teoría satánica. No aceptan la separación de la Iglesia y el Estado. Se resisten a la democracia, a la industrialización del país, a la educación laica, al ferrocarril, al telégrafo...

—¡Y a una banca moderna! —exclamó
Turgot.

La asamblea emitió un resoplido de contrariedad.
Turgot
era empleado del Consulado de Comercio, entidad oficial en manos de unos pocos empresarios que monopolizaban el intercambio con el exterior y cuya estructura criticaba. Librecambista empedernido,
Turgot
tenía propensión a filosofar sobre economía política, materia exótica donde las hubiere, pues no se estudiaba en la universidad, con el consiguiente pesar del club donde nadie entendía una jota del asunto.

—Aquí sólo da préstamos la Iglesia —dijo
Turgot
—. No existe un solo banco en el país, por imposición del clero. El dinero no se canaliza en actividades productivas y, como no hay donde gastarlo, el sobrante se usa para presumir, para hacerlo sonar en la bolsa, adquirir tierras y caballos, construir iglesias y catedrales o sepultarlo en ollas bajo tierra. Nadie puede beneficiarse del ahorro nacional. El paso del feudalismo al capitalismo moderno, señores, demanda un cambio radical de las instituciones. ¿Qué clase de economía es ésta que...?

Saint-Just
le disparó a
Turgot
una mirada homicida que tuvo la virtud de hundir al economista en el asiento.

—El camino hacia la reforma no es el metafísico paseo que usted propone —prosiguió
Saint-Just
, dirigiéndose a
Juliano
—. La lógica sirve de muy poco en un país dominado por el fanatismo. Lo único que puede barrer todas esas lacras es un alzamiento como el de Cruz. ¡Se acabó el tiempo de la revolución romántica, ésa que se hace con buenos modales y con palabras bonitas!

—Estamos aquí para crear un movimiento, no para destruirlo —dijo Néstor Espinosa.

—Ya.

El cortante, pero burlón, gesto de
Saint-Just
, provocó un silencio expectante. Había adoptado el aire de superioridad intelectual y el gesto propio de los ungidos.

—Nuestro benévolo, nuestro inocente hermano quiere erradicar el fanatismo religioso, la ignorancia y la superstición, ¿me equivoco? Quiere a los curas fuera del Gobierno, de la Cámara de Representantes, de la educación, del registro y de los cementerios. Aspira a que haya matrimonio civil. Y divorcio. Y libertad de expresión. Cree firmemente que el poder no viene de Dios, sino del pueblo, ¿no es así?

A Néstor se le salieron los colores.

—Bueno, pues el hermano
Moliére
debe saber que esas cosas no caen del cielo, sino que hay que arrebatárselas a los curas, a los chafarotes y a los aristócratas.

En el salón no se oía un roce ni un ruido. Las dos barras estaban ahora pendientes de la elocuencia de
Saint-Just.

—Venimos de una cultura plagada de intolerancias y privilegios. Somos hijos de la Contrarreforma romana, represiva, con manías persecutorias y obsesionada con suprimir al adversario. Del absolutismo monárquico, soberbio, inapelable, monopolista y repartidor de mercedes. Y del bonapartismo militar, dictatorial, expeditivo, incuestionable. La tiranía está en la cultura y en eso no hay desacuerdo, ¿voy bien hasta aquí, hermanos?

Esta vez el apoyo fue unánime y
Saint-Just
respondió al murmullo dirigiéndose a Néstor con insultante agresividad.

—Ahora dígame una cosa, hermano
Moliére
, ¿cuánto tiempo tardaríamos en erradicar una cultura de esa índole? Nuestros valores, tradiciones y creencias no congenian con la democracia y el librecambio, ¿cómo quiere usted que lleguemos a los indios y a un pueblo que no es todavía pueblo, sino plebe? ¿Explicándoles nuestra verdad y haciéndoles caer de hinojos ante ella? ¿Una verdad que es racional, y culta, y complicada, incluso para nosotros? ¿Cómo va a convencerles de que el mundo no lo hizo un Dios que premia y castiga, sino un Arquitecto sin nombre como el que usted venera? ¡No sea ingenuo! No le darían la razón, aunque la tuviese. Lo único que le darían sería una patada en el trasero.

Los parciales de
Saint-Just
hicieron un nuevo escándalo que humilló todavía más a Néstor.

—El pueblo no pide libertad por la sencilla razón de que es caudillista y ovejuno. Sólo la gente pensante la exige. El hombre vulgar ha sido siempre un ser sumiso. Acepta la servidumbre como un estado natural y sólo le podrán librar de ella minorías insumisas, como la nuestra. La plebe sólo obedece a los militares y a los curas. A los primeros, porque tienen las armas. A los curas porque, para la gente sin letras, todo predicador es un enviado de Dios y eso les infunde un terror teológico que les lleva a hincarse ante ellos. Por eso los aristócratas, los militares y los jesuítas aborrecen este invento que llamamos libertad, pues ella les quitaría el poder sobre sus pobres, sus súbditos y sus ovejas. El alma y el cerebro de la plebe está en sus manos. ¿De qué modo se los va usted a arrebatar, en un país donde los gastos del culto son el doble que los del Gobierno? ¿Cómo va a desplazar a una organización religiosa que, además del poder, tiene la plata?

Tomó aire
Saint-Just y,
más sereno, añadió:

—No podemos esperar, hermanos. Venimos de una etapa teológica y metafísica, la que dominó la era colonial. Es preciso iniciar otra nueva, en la que la educación y la cultura sean orientadas al aprendizaje de ciencias como la Física, las Matemáticas, la Química, la Medicina, la Astronomía. Los credos y los fanatismos constituyen manifestaciones propias de la infancia del hombre, fervores que debe ser superados por el advenimiento de la razón. Es hora de que un país niño y de cultura sumisa, como el nuestro, sea llevado a su edad adulta.

Joaquín tomó la palabra sin pedirla.

—Eso es tentar a Dios con las manos sucias. Cristo habló de libertad, igualdad y fraternidad antes que lo hicieran los masones y los revolucionarios franceses. Y fue con ese mensaje que llegó a los ignorantes y a los pobres. La Jerarquía traicionó a Jesús, por desgracia, y el cristianismo se convirtió en la tiranía política y la máquina de cobrar diezmos e impuestos que es hoy... ¡no me interrumpa! —le espetó a
Saint-Just,
apuntándole con un dedo—. El clero cobra por todo: bautizos, matrimonios, entierros. Y eso es lo que hay que cambiar. Queremos un cristianismo de espiritualidad y de luz, no de coacción y de miedo... ¿puede usted entender esto? Así que no se trata de suprimirlo, como tantas veces le he oído decir aquí, sino de alejar a los curas de asuntos que no les conciernen y proclamar la libertad, la igualdad y la fraternidad que impartía Jesucristo.

—¡Qué va a decir un católico —dijo
Saint-Just c
on desprecio—, sino paparruchas como ésas!

—¡Y qué va a decir un cirujano, sino barbaridades que no entiende!

—¿Ah, sí? Dígame una cosa, hermano
Petronio,
¿dónde ve usted aquí la libertad, la igualdad y la fraternidad de Cristo, trescientos años después de que esa doctrina llegara a estas tierras? La Iglesia juega siempre con dos barajas. Dice uno y hace otro. Ahora explíqueme, ¿cómo vamos a separar lo que los jesuitas tienen por inseparable desde los días de Constantino? Vivimos en un país cuyo vínculo social es la religión, no el derecho, y donde la política nacional la hace una institución religiosa. Cuando Cerna llegó al poder, juró proteger la religión y gobernar la República. ¡En ese orden, hermano! Y ésa sigue siendo su prioridad. Los conservadores han tenido siempre al cristianismo como un medio para gobernar y aquietar a las masas cuando se ponen ariscas. ¿Debo recordarle que, todavía hoy, los curas de la capital son enviados a los pueblos para apagar las sublevaciones? ¡Qué van a querer las sotanas, y menos los jesuitas, libertad, igualdad y fraternidad! Lo que quieren es seguir imponiendo su hegemonía. Esa es la historia de nuestro país, hermano, y no hay otra.

Saint-Just
engrosó la voz y concluyó en tono solemne:

—Los hombres han estado gobernados hasta hoy por los dioses. ¡Es hora de que los dioses sean gobernados por los hombres! ¡Frente a la tiranía clerical-aristocrática, el despotismo de la libertad!

Ovación cerrada de los radicales, quienes, con la furia de sus palmas pretendían acallar las apostillas de quienes pedían la palabra «para una aclaración».

—¡Ningún político, ningún revolucionario inteligente debe pelear con la fe cristiana! —saltó
Juliano
, el apóstata—. Lo ha dicho el conde de Cavour: Iglesia libre en Estado libre. ¡Eso es lo que hay que hacer!

—¡Babosadas como ésa sólo se les puede ocurrir a los condes! —se revolvió
Saint-Just
—. ¡El ideal ha de ser Estado libre y religión sujeta! ¿O no, hermano
Moliére
? —agregó dirigiéndose a Néstor—. Usted que ha visto mundo fuera de esta aldeíta, sabe lo que quiero decir.

—No, señor, no lo sé. Y no me llame
Moliére.

—Pensé que ése era su apodo —ironizó
Saint-Just.

—¿Por qué?

—Por lo comediante que es.

La barra de los radicales pateó otra vez el piso en medio de carcajadas y burlas.

—Pero dejemos el teatro y explíquele a este ignorante

—dijo señalando a
Juliano
— cómo resolvió Inglaterra el problema de la religión.

—¿Cómo vamos a dejar la comedia, con lo bien que lo está haciendo el primer actor? —replicó Néstor.

La anarquía volvió al debate, esta vez del lado de los conservadores, y el orden tardó en volver más de lo habitual.

Néstor observó el rostro descompuesto de
Saint-Just.
No era la primera vez que le veía con aquella expresión. El cirujano padecía una urgencia vital por que se compartieran sus ideas
in sólidum,
sin que nadie las corrigiera un ápice. Y esa urgencia le apremiaba hasta el punto de humillar y saltar por encima de las personas.

—Pero ya que ha tenido la gentileza de pedírmela con tan buena educación —dijo Néstor, poniéndose de pie y adoptando la pose de un lord—, voy a darle una opinión personal. Verá usted, hermano
Tácito...

—No me llamo
Tácito
—dijo molesto
Saint-Just.

—Entonces le llamaré
Explícito.

—¡Déjese de joder y vaya al grano!

—No tengo ninguna intención de ir a ninguna parte.

Ante la avalancha de risas, el hermano
Hiram
llamó a ambos contendientes al orden y cuando la calma volvió, Néstor se dirigió a
Saint-Just
en estos términos:

—A ver cómo se lo explico, hermano. Si usted entra en la Bolsa de Londres, verá negociar a un judío, a un cristiano y a un mahometano, como si fueran de la misma religión.

Allí el presbiteriano se fía del anabaptista, y el anglicano cree en las promesas del cuáquero. Pero al concluir la jornada, uno se va a la sinagoga, otro al templo, otro a la iglesia y el resto a beber
whisky
hasta ver a Dios. Así ha resuelto Inglaterra el problema. No ahogando la religión, como usted pretende, sino dejando que cada quién crea lo que tenga a bien creer. Le diré algo más, hermano
Explícito...

—Por favor... —suplicó el presidente del club.

—Perdón, hermano, ya termino. Si no hubiese más que una religión en Inglaterra, el despotismo sería su signo más visible, como nos ocurre aquí. Si hubiese dos religiones, se cortarían el cuello una a la otra. Pero como hay más de treinta, todo el mundo vive en paz. La razón es muy sencilla. Cuando hay muchas religiones, el fervor, o sea, el hervor, se debilita. Pero cuando hay una sola, se concentra y escalda las nalgas al personal.

Néstor hizo una profunda reverencia, floreó su jipijapa y, barriendo el piso con él, concluyó:

—He dicho.

El escénico ademán provocó una descarga de aplausos por parte de una audiencia predispuesta al jolgorio y tuvo cuando menos el mérito de desarmar a
Saint-Just.

—Estuviste brillante, hermano —le dijo
Basilio
en voz baja.

—El que estuvo brillante fue Voltaire, que dijo eso antes que yo.

Juliano
suspiró y dijo:

-—Que el Señor nos libre de actores, bufones y cómicos de la legua.

El hermano
Sebastián
, quien desde hacía rato daba muestras de impaciencia, aprovechó la ocasión para volver a la perorata que le había llevado esa tarde al club.

—¡Señores, esto es una pérdida de tiempo! Yo me marcho a unirme a los valientes que esta noche van a plantar cara al gobierno conservador.

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