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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (14 page)

—Descansaremos entonces dos minutos —dijo Néstor mirando a
Saint-Just
—. Por aquí no hay salida y no podemos escapar por el sendero que baja a los Baños del Administrador. No tendríamos por donde subir y nos cazarían como conejos. Iremos bordeando el barranco hasta salir a Candelaria por El Tuerto o por Matamoros.

Arcadio y Joaquín aprobaron la iniciativa sin decir palabra. Eran pocos los que dominaban la geografía del sinuoso cinturón de abismos que rodeaba la ciudad y Néstor pertenecía al pequeño grupo de personas que, a falta de otro deporte que practicar, caminaba por aquellos precipicios cuajados de árboles y maleza.

Saint-Just
le devolvió a Néstor un gesto de incredulidad.

—¿Y cómo sabe que hay salida por Candelaria?

—No lo sé, lo intuyo.

—¿Y quiere que le sigamos a ciegas?

Néstor cortó una brizna de zacate, se la llevó a la boca y dijo en tono tranquilo:

—No soy tecolote para ver en la oscuridad. Pero no hay otra vía de escape. A no ser que usted sepa de alguna.

Saint-Just
miró hacia otro lado con rabia y Néstor pensó que aquel hombre carecía de la serenidad que, en circunstancias como aquélla, logra imponerse a la angustia y a las dudas.
Saint-Just
tenía carisma y sabía exaltar los espíritus, pero le faltaba audacia. Estaba a punto de decir «miren al gallito que se iba a comer esta noche a los gendarmes, tiene más cresta que agallas y más pico que espolones», cuando escuchó a Joaquín murmurar:

—¿Quién habrá sido el hijo de su madre?

Tenía en sus manos el
Colt Dragoon
y le daba vueltas al tambor. Al igual que los demás, recuperaba el aliento, pero evitaba mirarles. Saberse delatados por un compañero les causaba a todos más ansiedad que la posibilidad de ser encerrados en un calabozo de la Comandancia de Armas. Y mientras no apareciera un culpable, ningún miembro del club era inocente.

—¿Qué le sorprende? —dijo
Saint-Just
con acento cínico—. La traición es la rueda de la historia.

Lo dijo como al descuido, casi con desdén.

—Piense en San Pablo, en Lutero, en Napoleón, en Washington, en Cromwell, en los libertadores de América, todos insignes traidores. A su raza, a su religión, a su rey. Y piense también en San Pedro. Tres veces negó a Jesús, una falta no menor que la de Judas.

—Que usted condona, por lo visto.

—Me limito a constatar una realidad —dijo con aire distraído—. A los traidores triunfantes, la historia los convierte en héroes y santos.

Néstor continuaba absorto con los ojos puestos en el abismo. A sus pies palpitaba una profunda grieta de la que ascendía el murmullo del riachueloy una humedad perfumada. El viento soplaba a rachas, desataba los ramajes y estremecía las hojas.

Del potrero, en cambio, no venía ruido alguno. Y Néstor pensó que, acaso, habían logrado evadir a los gendarmes. No debían de ser muchos, por el número de disparos que habían hecho, y eso le tranquilizó.

Aspiraba con deleite la fragancia que subía del abismo cuando, de pronto, su olfato detectó un irritante olor que le movió a erguirse como un animal asustado. Subió a grandes zancadas el repecho donde se habían detenido y, cuando ganó el nivel del potrero, divisó un arco de llamas que avanzaba hacia él en medio de estallidos, chisporroteos y una oscura nieve de pavesas.

—¿Y ahora? —volvió a decir
Saint-Just,
uniendo al desprecio la ira.

Con rápidos movimientos, Néstor se puso a arrancar matojos.

—¿Qué va a hacer? —dijo impaciente
Saint-Just.

—Qué voy a hacer, no, hermano. Qué
vamos
a hacer —contestó sin volverse—. Hay que cortar el fuego con escobones.

—¡Qué estupidez! ¡Moriremos abrasados!

—No, si atacamos el fuego los cuatro a un tiempo. El pajón da un fuego efímero. Si lo golpeamos todos en un mismo lugar, podremos abrir una brecha y huir por ella.

—Los gendarmes nos estarán esperando para cazarnos a tiros. ¡Seremos un blanco perfecto!

—Sí, ese es el riesgo.

—Pues, hermano
Moliére,
no cuente conmigo.

—Va usted a entregarse, supongo —intervino Joaquín—. ¿O prefiere despeñarse por el barranco?

Saint-Just
no respondió. Los demás lo habían hecho por él. Arrancaban matojos con premura y procedían a unirlos en haces.

—Esperaremos a que el fuego llegue a la vereda por donde vinimos —dijo Néstor—. Es lo bastante ancha para servir de cortafuegos temporal, antes de que las llamas salten a este lado.

Armados con los escobones, esperaron la llegada de las llamas. El fuego progresaba hacia ellos, crepitando y escupiendo chispas, devorando con avidez el zacate y deteniéndose en ocasiones a saborear algún encino indefenso que se encendía de súbito para después consumirse lentamente.

Cuando las llamas alcanzaron el sendero, Néstor gritó:

—¡Vamos, vamos!

Había elegido la zona del arco de fuego donde éste parecía más débil y, arrojándose sobre él, comenzó a golpear el pajón. Los demás,
Saint-Just
incluido, le imitaron. Se acercaban a las llamas unos segundos, descargaban los escobones contra la raíz del fuego y retrocedían. Lo hacían sin respirar, una y otra vez, con rabia, como si remataran a una fiera derribada que de vez en cuando diera muestras de revivir.

—¡Es inútil! ¡No podremos escapar! —se quejaba
Saint-Just.

Ninguno hizo comentario a su lamento. Ni siquiera Arcadio, a pesar de su problema respiratorio. Sólo se retiraban y volvían a atacar el fuego con más bríos, entrando y saliendo de las llamas y la humareda que volaba sobre el herbazal.

En uno de tantos asaltos, las descargas de los escobones abrieron un resquicio en la cortina de fuego. Néstor se metió de un salto por la brecha, seguido por los demás. Al pasar, sintió un fuerte golpe en el cuello, acaso de una caña o un arbusto, pero siguió corriendo hasta que ante él apareció el pajonal carbonizado en el que centelleaban brasas y rescoldos.

Sonaron varias descargas. Arcadio exhaló un gemido y cayó al suelo, boca arriba, con un rosetón de sangre en el pecho. Néstor corrió hacia él, le tomó en los brazos y le zarandeó el rostro.

—¡Arcadio! ¡Arcadio! —gritó, tratando de reanimarle.

Joaquín sacó el
Colt Dragoon y
comenzó a disparar a ciegas hasta vaciar el tambor.
Saint-Just
se acuclilló junto a Arcadio y le colocó en la yugular las yemas de los dedos.

—Está muerto —dijo con frialdad—. No podemos hacer nada por él. Vámonos de aquí antes de que nos maten también a nosotros.

Saint-Just
y Joaquín echaron a correr hacia Santo Domingo y Candelaria, pero Néstor permaneció arrodillado, sosteniendo la cabeza de Arcadio, aún cubierta con el gorro frigio. Nunca había visto la muerte tan cerca. Sólo en los entierros, escondida en los ataúdes. Ahora la veía cara a cara. Arcadio tenía la faz exangüe, los labios yertos, los ojos sin vida y la boca congelada en una expresión de sorpresa.

—¡Néstor, apúrate! —le oyó decir, lejos, a Joaquín.

Los gendarmes habían dejado de disparar y Néstor pensó que quizás estuviesen cargando sus armas, o tal vez agazapados, debido a que no esperaban que les devolviesen el fuego.

Con los ojos enrojecidos por el humo y las lágrimas, pasó los dedos sobre los párpados de Arcadio.

—Adiós, querido amigo —murmuró—. Nos volveremos a ver un día, en el Oriente eterno.

Luego, poniéndose de pie, corrió potrero adelante, hacia el norte, por donde habían desparecido Joaquín y
Saint-Just.

A poco de iniciar la carrera, notó que no respiraba con normalidad y que le costaba recobrar el aliento. El humo ardía en sus pulmones y una irritante tos le obligaba a disminuir el ritmo de la carrera. Sus jadeos se fueron volviendo cada vez más cavernosos hasta que empezaron a fundirse con otros que no parecían humanos y que latían

pocos pasos atrás de él.

Las pisadas de su perseguidor no eran todo lo ruidosas que podría esperar de un gendarme y eso acentuó su miedo. Volvió la cabeza y entonces pudo ver de reojo a uno de los perros de presa que los soldados utilizaban para cazar fugitivos. Cuánto tiempo podría sostener el ritmo que le imponía el animal era algo de lo que no podía estar seguro, pero sí de que el sabueso terminaría por alcanzarle.

Néstor comenzó a trazar eses sobre el chamuscado potrero. El perro perdía velocidad con los engaños y quedaba retrasado uno o dos segundos, pero volvía de nuevo a acercarse.

En uno de tantos quiebros, Néstor alcanzó a atisbar un tizón de encino, casi carbonizado, pero con algunas brasas. Hizo un nuevo recorte al animal y describió un arco en dirección a la estaca.

A pocos pasos del tizón, quebró de súbito el rumbo. El engaño hizo correr al perro unos pasos de más y ese breve lapso permitió a Néstor empuñar el leño con ambas manos y descargar un fuerte golpe en las fauces abiertas del animal, justo cuando éste daba un salto hacia su víctima.

El impacto provocó una explosión de chispas y carbonilla y un aullido lastimero. Néstor sintió un intenso ardor en las manos, pero siguió apaleando al chucho en la boca y en los ojos con la misma furia que le invadía cuando mataba hormigas y arañas. El animal gruñía y se tocaba el morro con las patas delanteras, como si con ese gesto quisiera aliviar el escozor de las quemaduras. Finalmente, los dolores debieron de ser mayores que sus ansias de atacar y, con la cola entre las patas, se volvió lloriqueando por donde había venido.

Néstor arrojó el tizón al suelo. La carrera le había alejado de los gendarmes y no veía luces de faroles ni otro movimiento cerca, pero la tos era insistente y le costaba respirar.

Miró a uno y otro lado. No sabía a ciencia cierta dónde se encontraba, pero tenía a la vista las casas, los oscuros tejados de la ciudad y, sobre ellos, las cúpulas de los templos. Pensó entonces refugiarse en alguno de ellos. Santo Domingo, quizás, Capuchinas, las Beatas de Belén o acaso las Concebidas, cuyo convento permanecía abierto día y noche. Si había calculado bien, se encontraba a la altura de la Huerta de los Sánchez y no debía de hallarse muy lejos del Teatro de Carrera. Así que echó a correr hacia el interior de la ciudad con el apremio de quien llega tarde a una cita.

Cerca de las primeras casas, reparó que el convento de Santo Domingo había quedado más atrás y que se encontraba en la calle de las Beatas Indias. Caminó por ella a grandes pasos hasta alcanzar la Plaza Vieja y, a resguardo de una esquina, se detuvo a observar la fachada posterior del teatro, donde se alzaba una fuente que custodiaban las estatuas de Calíope y Talía. En una de las puertas laterales vio un tumulto de gente que abandonaba el edificio. Discurrió entonces que tal vez el mejor lugar para ocultarse no fuera la soledad de un convento, sino una multitud como aquélla.

Corrió hacia la balaustrada que rodeaba el teatro, se encaramó en ella de un brinco y saltó al césped de la alameda de naranjos. Allí recompuso la figura y se sacudió la ropa. Escondió el morral y se abotonó el chaquetón. El sombrero estaba chamuscado, así que, con un rápido movimiento, lo hizo volar por encima de la balaustrada. Se encaminó hacia la salida lateral y, para su sorpresa, fue a confundirse allí con una sofocada multitud que también boqueaba y tosía sin parar.

«Logré sentar a la tía en uno de los bancos de la alameda y, mientras le daba aire con el abanico, ella sonreía al notar que le volvía el alma al cuerpo.

»—Ya estoy bien, nena, ya estoy mejor. ¡Qué susto, Virgen, qué susto!

»La alameda parecía una gran escena de esas óperas italianas en las que el coro alza sus voces a los cielos. Lloraban compungidas las damas, soltaban exabruptos los caballeros y gimoteaban las jóvenes de mi edad, como si el mundo fuese a concluir esa noche. Miraban a su alrededor perplejos o se encaminaban a paso incierto hacia la verja que daba a la calle de las Beatas Indias.

»Como salida de ninguna parte, oí una voz atrás de mí que preguntaba:

»—¿Puedo ayudarlas en algo?

»Vi a la tía sonreír y, al volverme, descubrí a Néstor, destilando sudor, con la respiración entrecortada y los cabellos pegados a las sienes. Había perdido el sombrero en el barullo y tenía algunos arañazos en el rostro. Pero daba la impresión de estar muy tranquilo. Me sorprendió, eso sí, su repentina aparición, pues no le había visto en el teatro ni en el vestíbulo ni en la platea.

»La tía lo miraba como si, de pronto, hubiese encontrado el grial, y con la misma familiaridad que le trataba en el bufete, dijo:

»—Sí, licenciado. Puede ayudarnos. Frente a la fachada del teatro, está Eulalio con el
victoria.
¿Puede decirle que venga a recogernos, si me hace el favor?

Néstor corrió a las rejas de la entrada y poco después regresaba subido en el pescante del carruaje. Tomamos a la tía del brazo y nos dirigimos a la salida.

»Fue entonces que llegó hasta nosotros un ronco rumor de voces cantando La Marsellesa.

»—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre? —pregunté, alarmada.

»—Algún bochinche, supongo —respondió Néstor.

»En la puerta principal había dos soldados y un oficial con un farol que revisaban a quienes abandonaban el teatro. Yo noté cierta inquietud en Néstor, pues volteaba su rostro hacia nosotras, como si quisiera ocultar la cara al oficial.

»A. llegar a la verja, el militar le escudriñó de arriba abajo. La llama vacilante del farol me permitió ver que los arañazos en la mejilla y la frente eran algo más profundos de lo que había supuesto y que de su cuello manaba un hilillo de sangre.

»—¿Dónde se hizo usted eso? —le preguntó el oficial.

»Por toda respuesta, Néstor se puso a toser en forma descontrolada. Daba la impresión de que no podía respirar. Se llevaba las manos al pecho y, doblado hacia delante, más que toser, parecía estar a punto de vomitar. E intuyendo que Néstor se hallaba en una situación difícil, la tía Emilia se dejó decir:

»—Le cayeron unos vidrios en la cara.

»Además de una personalidad muy efusiva, y de cierta incontinencia al hablar que luego lamentaba, la tía Emilia padecía de un maternalismo tan agudo que, aun siendo su mayor virtud, era también uno de sus mayores defectos. Pero en este caso, debo decir, su sexto sentido llegó como llovido del cielo.

»—¿Vidrios? ¿Qué vidrios? —preguntó el oficial.

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