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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (35 page)

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Condiciones análogas prevalecían en la India en el siglo XIX, bajo la dominación británica. Los indígenas morían de hambre a millones, en tanto que sus amos les birlaban el fruto de su trabajo y lo gastaban en pomposas ceremonias y en cortejos fetichistas. En este nuestro siglo ilustre, no podemos menos que ruborizarnos por la conducta de nuestros antepasados; y debemos contentarnos con un consuelo filosófico, al admitir que en la evolución social la fase capitalista está más o menos al mismo nivel que la edad simiesca en la evolución animal. La humanidad tenía que cruzar esas etapas para salir del légamo de los organismos inferiores, y, como es natural, no podía desprenderse fácilmente de ese fango viscoso.
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Esta expresión es un hallazgo debido al genio de H. G. Wells, que vivía a fines del siglo XIX. Era un clarividente en sociología, un espíritu sano y normal al mismo tiempo que un corazón cálidamente humano. Hasta nosotros han llegado varios fragmentos de sus obras y dos de sus mejores libros «Anticipations y Mankind in the Making» los conservamos intactos. Antes que los oligarcas y antes que Everhard, Wells había previsto la construcción de ciudades maravillosas, acerca de las cuales trata en sus libros bajo el nombre de pleasure cities.
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Convencida de que sus Memorias serían leídas en su tiempo, Avis Everhard omitió mencionar el resultado del proceso por alta traición. En el manuscrito se encontrarán muchos otros descuidos de la misma índole. Cincuenta y dos miembros socialistas del Congreso fueron juzgados y todos reconocidos culpables. Cosa extraña: ninguno fue condenado a muerte. Everhard y once más, entre los cuales Teodoro Donnelson y Matthew Kent, fueron condenados a prisión perpetua. A los cuarenta restantes los condenaron a penas que oscilan entre treinta y cuarenta y cinco años; a Arturo Simpson, a quien el manuscrito señala como enfermo de fiebre tifoidea en el momento de producirse la explosión, no le dieron más que quince años de prisión. Según la tradición, se lo dejó morir de hambre en su celda para castigarlo por su intransigencia obstinada y su odio ardiente y sin distingos contra todos los servidores del despotismo. Murió en Cabanyas, isla de Cuba, en donde otros tres compañeros estaban detenidos. Los cincuenta y dos socialistas del Congreso fueron encerrados en fortalezas militares diseminadas en todo el territorio de los Estados Unidos: así, a Dubois y a Woods los llevaron a Puerto Rico; a Everhard y a Merriweather, los encerraron en la isla de Alcatraz, en la bahía de San Francisco, que desde hacia mucho tiempo servía de prisión militar.
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Avis Everhard habría debido esperar muchas veneraciones para lograr la elucidación del misterio. Hace cerca de cien años, y por consiguiente algo más de seiscientos años después de su muerte, que se descubrió en los archivos secretos del Vaticano la confesión de Pervaise. Quizás no esté fuera de la cuestión decir algunas palabras acerca de este obscuro documento, a pesar de que casi sólo tiene interés para los historiadores. Pervaise era un americano de origen francés, que en 1913 estaba en la cárcel de Nueva York esperando una sentencia por asesinato. Por su confesión sabemos ahora que, sin ser un criminal empedernido, poseía un carácter vivo, impresionable y apasionado. En un acceso de celos desatados, había matado a su mujer —el hecho era bastante frecuente en la época. El terror de la muerte hizo presa en él según lo cuenta por lo menudo, y para escapar a ella se sintió dispuesto a hacer cualquier cosa. Para prepararlo, los agentes secretos le aseguraron que no podía evitar ser reconocido culpable de asesinato en primer grado, crimen que se castigaba con la pena capital. El condenado era atado a un sillón especialmente construido y, bajo la vigilancia de médicos competentes, muerto por una corriente eléctrica. Este modo de ejecución, llamado electrocución, era muy popular en aquel tiempo; sólo más tarde se lo reemplazó por la anestesia. A este hombre, cuyo fondo no era malo, pero cuya naturaleza superficial estaba impregnada de una violenta animalidad, y que esperaba en su celda una muerte inevitable, lo convencieron fácilmente para que arrojase una bomba en la Cámara. En su confesión declara expresamente que los agentes del Talón de Hierro le aseguraron que el artefacto sería inofensivo y no mataría a nadie. Lo introdujeron en secreto en una galería que estaba cerrada bajo pretexto de reparaciones. El tenía que elegir su momento para arrojar la bomba, y confiesa ingenuamente que, interesado por las palabras de Ernesto, y por el tumulto que ellas suscitaban, estuvo a punto de olvidarse de su misión. No solamente fue librado Pervaise de la prisión, sino que le acordaron una pensión por el resto de sus días. No pudo gozarla mucho tiempo. En septiembre de 1914 tuvo un ataque de reumatismo al corazón y no sobre vivió más de tres días. Fue entonces cuando mandó llamar a un sacerdote católico y se confesó con él. El padre Durban la consideró tan grave que la recogió por escrito y la firmó como testigo juramentado. No podemos formular hipótesis sobre lo que luego pasó. El documento era en verdad bastante importante romo para que encontrase su camino a Roma. Debieron ponerse en luego poderosas influencias para evitar su divulgación durante cientos de años. Hasta que en el siglo pasado, Lorbia, el célebre sabio italiano, en el curso de sus investigaciones dio con él por casualidad. Hoy, pues no queda la menor duda que el Talón de Hierro fue responsable de la explosión de 1913, en la Cámara de representantes. Pero aunque la confesión de Pervaise nunca hubiese sido sacada a la luz, no cabía una duda razonable: este acto, que mandó a la cárcel a cincuenta y dos representantes, corría parejas con los demás innumerables crímenes cometidos por los oligarcas, y, antes que éstos, por los capitalistas. Como ejemplo clásico de matanza de inocentes, cometida con ferocidad y con el corazón contento debe citarse la de los supuestos anarquistas de Haymarket, en Chicano en la penúltima década del siglo XIX. En capitulo aparte deben incluirse el incendio voluntario y la destrucción de propiedades capitalistas por los mismos capitalistas. Por crímenes de este tipo muchos inocentes fueron castigados— «puestos en el tren» (railroaded), según la expresión usada entonces, es decir, que los jueces estaban concertados de antemano para liquidar sus cuentas.

Durante las revueltas del trabajo que estallaron en la primera década del siglo XX entre los capitalistas y la Federación Occidental de Mineros, se empleó una táctica análoga pero más sangrienta. Los agentes de los capitalistas hicieron saltar la estación ferroviaria de Independence. Trece hombres resultaron muertos y muchos otros heridos. Los capitalistas, que dirigían el mecanismo legislativo y judicial del Estado de Colorado, acusaron a los mineros de ese crimen y estuvieron a punto de hacerlos condenar. Romaines, uno de los instrumentos empleados en este asunto, estaba preso en otro Estado, en Kansas, cuando los agentes de los capitalistas le propusieron el golpe. Pero la confesión de Romaines fue publicada en vida suya, a diferencia de la de Pervaise. En esa época hubo también el caso Moyer y Haywood, dos dirigentes obreristas fuertes y resueltos, presidente uno, y secretario el otro, de la Federación Occidental de Mineros. Acababa de ser asesinado de manera misteriosa el ex gobernador de Idaho. Los socialistas y los mineros atribuyeron abiertamente este crimen a los propietarios de minas. No obstante, violando las constituciones nacional y estadual, y a raíz de una conspiración entre los gobernadores de Idaho y de Colorado, Moyer y Haywood fueron raptados, arrojados a la cárcel y acusados de ese crimen. Fue eso lo que provocó la siguiente protesta de Eugen V. Debs, jefe nacional del socialismo norteamericano: «A los dirigentes obreros que no pueden sobornar ni intimidar quieren sorprenderlos y asesinarlos».

El único crimen de Moyer y de Haywood es el de su fidelidad inconmovible a la clase obrera. Los capitalistas han despojado a nuestro país, corrompido nuestra política, deshonrado nuestra justicia; nos han pisoteado con sus botas claveteadas y ahora se proponen asesinar a los que no caen en la abyección de someterse a su dominio brutal. Los gobernadores de Idaho y de Colorado no hacen más que ejecutar las órdenes de sus amos, los plutócratas. Está empeñada una lucha entre los trabajadores y los plutócratas. Podrán éstos dar su primer golpe violento, pero seremos nosotros quienes daremos el último
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Esta ridícula escena constituye un documento típico sobre la época y pinta bien la conducta de aquellos amos sin corazón: mientras la gente moría de hambre, los perros tenían sirvientas. Para Avis Everhard, esta mascarada era una cuestión de vida o muerte que interesaba a la Causa entera; hay que aceptarla, pues, como tal.
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Pullman, nombre del inventor de los más bellos vagones de lujo de los ferrocarriles de aquel tiempo.
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A pesar de los peligros continuos y casi inconcebibles, Anna Roylston alcanzó la hermosa edad de noventa y un años. Así como los Pocock eludieron a los ejecutores de los Grupos de Combate, ella desafió a los del Talón de Hierro. Afortunada en medio de los peligros, su vida parecía protegida por un sortilegio. Ella misma se había hecho ejecutora por encargo de los Grupos de Combate. Le llamaban «la Virgen Roja» y se convirtió en una de las figuras inspiradas de la Revolución. A la edad de sesenta y nueve años mató a Halcliffe, «el sanguinario», en medio de su escolta y escapó sin ningún rasguño. Murió de vejez en su cama; en un asilo secreto de los revolucionarios, en las montañas de Oxark.
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Chaparrales, en español en el original. (N. del T.)
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Madroños y manzanitas, nombres de dos arbustos mejicanos, en español en el texto. (N. del T.)
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A pesar de todas nuestras investigaciones entre los documentos de la época, no hemos podido encontrar ninguna alusión al personaje de que se trata. No se lo menciona en ninguna parte, salvo en el manuscrito de Avis Everhard.
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El viajero curioso que, partiendo de Glen Ellen, se dirigiera hacia el sur, se encontraría en una avenida que sigue exactamente el trazado de la antigua carretera de hace siete siglos. Un cuarto de milla más adelante, después de haber pasado el segundo puente, notaria a la derecha una hondonada que corta como una cuchilla de revés el terreno ondulado en dirección a un grupo de montículos arbolados. Esta hondonada representan el emplazamiento del antiguo derecho de peaje que existía en ese tiempo de propiedad individual a través de las tierras de un tal Chauvet, «pioneer» francés que llegó a Californiaen la época del oro. Los montículos arbolados son los mismos de que habla Avis Everhard. El gran temblor de tierra del año 2368 desprendió la ladera de uno de esos montículos que llenaba la madriguera en donde los Everhard habían establecido su refugio. Pero después del descubrimiento del manuscrito, se han practicado excavaciones y se encontró la casa y los dos cuartos interiores, lo mismo que los restos acumulados en el transcurso de la larga residencia. Entre otras reliquias curiosas, se descubrió el aparato fumívoro de que se habla en el relato. Los estudiantes interesados podrán leer el folleto de Arnold Benham sobre este tema, que pronto aparecerá. A una milla al noroeste de los montículos se encuentra el sitio de la Wake Robin Lodge, en la confluencia de la Wild Water y del río Sonoma. Es de notar, entre paréntesis, que Wild Water se llamaba antes Graham Creek, como lo señalan los viejos mapas. Pero el nuevo nombre se mantiene firme. Fue en Wake Robin Lodge donde Avis Everhard vivió más tarde a intervalos, cuando, disfrazada de agente provocador del Talón de Hierro, pudo desempeñar impunemente su papel entre los hombres y los acontecimientos. Todavía existe en los archivos el permiso oficial que se le acordó para habitar en esta casa y que está firmado nada menos que por un personaje tan importante como el señor Wickson, el oligarca secundario del Manuscrito.
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Durante este período el disfraz se trocó en un verdadero arte. Los revolucionarios sostenían escuelas de actores en todos sus refugios. Desdeñaban los recursos de los cómicos corrientes, tales como las pelucas, las barbas postizas y las cejas pintadas. El juego de la revolución era un juego de vida o de muerte, de modo que ese burdo «camouflage» se hubiera convertido en un lazo: el disfraz tenía que ser fundamental, intrínseco, debía formar parte del ser, como una segunda naturaleza. Se dice que la Virgen Roja era una adepta de este arte y que a ello hay que atribuir el éxito de su dilatada carrera.
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Esas desapariciones eran uno de los horrores de aquella época. Aparecen constantemente, con un motivo, en las canciones y en las historias. Era el resultado inevitable de una guerra que se hizo cruenta durante esos tres siglos. El fenómeno era casi tan frecuente entre los oligarcas y las castas obreras como en las filas revolucionarias. Sin aviso y sin dejar huellas, hombres, mujeres y hasta niños desaparecían; no se los volvía a ver más, y su fin quedaba envuelto en el misterio.
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Du Bois, el actual bibliotecario de Ardis, desciende en línea recta de aquella pareja revolucionaria.
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Además de las castas obreras, se había formado otra, la casta militar, un ejército regular de soldados de profesión cuyos oficiales eran miembros de la Oligarquía y a los cuales se conocía con el nombre de Mercenarios. Esta institución reemplazaba a la milicia, que se había tornado imposible bajo el nuevo régimen. Además del servicio secreto ordinario del Talón de Hierro, se había instituido un servicio secreto de los Mercenarios, que formaba una transición entre el ejército y la policía.
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Sólo después de aplastada la segunda rebelión comenzó a prosperar el grupo de los Rojos de San Francisco. Y durante dos generaciones fue floreciente. Entonces, un agente del Talón de Hierro, consiguió hacerse admitir en él, averiguó todos los secretos y acarreó su total destrucción. Ocurrió eso en el año 2002. Uno a uno fueron ejecutados los miembros del grupo, con tres semanas de intervalo, y expusieron sus cadáveres en el «ghetto» del trabajo de San Francisco.
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