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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (3 page)

Velerad se rascó la cabeza.

—¿Geralt? ¿Mil doscientos?

—No, corregidor. No es un trabajo fácil. El rey da tres, y debo deciros que a veces desencantar es más fácil que matar. Al fin y al cabo, cualquiera de mis antecesores hubiera matado a la estrige si hubiera sido tan fácil. ¿Pensáis que se dejaron devorar sólo porque tenían miedo del rey?

—Vale, hermano. —Velerad afirmó tristemente con la cabeza—. Trato hecho. Pero delante del rey ni pío sobre posibles accidentes de trabajo. Te lo aconsejo de corazón.

III

Foltest era delgado, tenía un rostro hermoso, demasiado hermoso. El brujo calculó que no tenía todavía cuarenta años. Estaba sentado en un sitial esculpido en madera negra, los pies dirigidos hacia la chimenea, delante de la que se calentaban dos perros. Junto a él, sentado en un arca, estaba un viejo barbado de complexión fuerte. Detrás del rey, de pie, había otra persona ricamente vestida, con un rostro de aspecto orgulloso. Un noble.

—Brujo de Rivia —dijo el rey después de unos instantes de silencio que siguieron a las palabras de Velerad.

—Sí, señor. —Geralt inclinó la cabeza.

—¿Por qué se te ha encanecido la cabeza? ¿Por los encantamientos? Veo que no eres viejo. Vale, vale, basta, es una broma, no digas nada. ¿Alguna experiencia tienes, como me atrevo a sospechar?

—Sí, señor.

—Me alegraría oírlas.

Geralt se inclinó incluso más.

—Sabéis seguro, señor, que nuestro código nos prohíbe hablar de lo que hacemos.

—Un código muy oportuno, señor brujo, muy oportuno. Pero así, en general, ¿has tenido algo que ver con trasgos?

—Sí.

—¿Con vampiros y con silvias?

—También.

Foltest vaciló.

—¿Con estriges?

Geralt levantó la cabeza, miró al rey directamente a los ojos.

—También.

Foltest desvió la mirada.

—¡Velerad!

—Escucho, su majestad.

—¿Le has informado de los detalles?

—Sí, su majestad. Afirma que se puede desencantar a la princesa.

—Eso lo sé desde hace tiempo. ¿De qué forma, señor brujo? Ah, es verdad, me olvidé. El código. De acuerdo. Sólo una advertencia. Aquí han venido ya unos cuantos brujos. ¿Se lo has contado, Velerad? Bien. Por ello sé que vuestra especialidad es más bien matar, y no quitar los hechizos. Esto no entra dentro de lo posible. Si a mi hija se le cae un sólo pelo de la cabeza, la tuya irá a parar al tablado. Eso es todo. Ostrit y vos, don Segelin, quedaos, dadle toda la información que desee. Los brujos siempre preguntan mucho. Dadle de comer y que duerma en el palacio. Que no vagabundee por las tabernas.

El rey se levantó, silbó a los perros y se dirigió hacia la salida, dispersando la paja que cubría el suelo de la habitación. Al llegar a la puerta se volvió.

—Si lo logras, brujo, la recompensa será tuya. Puede que añada algo más, si lo haces bien. Por supuesto, los cuentos del populacho que se refieren a la mano de la princesa no contienen ni una sola palabra de verdad. No pensarás que doy a mi hija al primero que llega.

—No, señor, no lo creo.

—Bien, esto demuestra que eres inteligente.

Foltest salió, cerrando la puerta tras de sí. Velerad y el noble, que hasta entonces estaban de pie, se sentaron inmediatamente a la mesa. El corregidor se terminó la jarra que el rey había dejado a medias, la contempló, lanzó una maldición. Ostrit, que había ocupado el lugar de Foltest, miró al brujo con el ceño fruncido, acariciando con sus dedos los esculpidos brazos del sillón. Segelin, el barbudo, hizo una señal a Geralt.

—Sentaos, señor brujo, sentaos. Ahora nos traerán la cena. ¿Sobre qué querríais hablar? Creo que el corregidor Velerad ya os lo habrá dicho todo. Lo conozco y sé que antes habrá contado demasiado que demasiado poco.

—Sólo unas pocas preguntas.

—Preguntad pues.

—El corregidor dijo que, cuando apareció la estrige, el rey mandó llamar a muchos Sabios.

—Así fue. Pero no digáis «estrige», decid «la princesa». Fácilmente cometeríais este error ante el rey... y os podría suceder alguna desgracia.

—¿Había alguien conocido entre los Sabios? ¿Alguien famoso?

—Los hubo tanto entonces como después. No recuerdo los nombres... ¿Y vos, Ostrit?

—No recuerdo —dijo el noble—. Pero sé que algunos gozaban de fama y reconocimiento. Se habló mucho de ello.

—¿Estaban de acuerdo en que se podía deshacer el hechizo?

—Se mostraron bien lejos de cualquier acuerdo —sonrió Segelin—. En cada detalle. Pero hubo quién afirmó esto también. Se trataba de algo sencillo, que incluso no precisaba de habilidades mágicas y, por lo que entendí, bastaba con que alguien pasara la noche desde la puesta del sol hasta el tercer gallo en el subterráneo, junto al sarcófago.

—De verdad, muy sencillo —resolló Velerad.

—Me gustaría que me describierais a la... princesa.

Velerad se levantó de la silla.

—¡La princesa parece una estrige! —gritó—. ¡La más estrige de las estriges de las que jamás haya oído! ¡Su alteza la infanta, maldita bastarda, mide cuatro codos de altura, recuerda a un barril de cerveza, tiene un morro de oreja a oreja, lleno de dientes como estiletes, los ojos colorados y las greñas bermejas! ¡Las garras, afiladas como las de un lince, le cuelgan hasta la misma tierra! ¡No te extrañes de que todavía no hayamos empezado a mandar sus miniaturas a los palacios de nuestros amigos! ¡La princesa, así se la trague la tierra, tiene ya catorce años, es hora de pensar en darla en matrimonio a algún príncipe!

—Tranquilízate, corregidor. —Ostrit frunció el ceño, mirando hacia la puerta. Segelin se sonrió ligeramente.

—La descripción, aunque tan plena de imágenes, es bastante exacta y justo esto es lo que quería el brujo, ¿no es cierto? Velerad olvidó añadir que la princesa se mueve con una velocidad increíble y que es mucho más fuerte de lo que se puede suponer por su complexión y su estatura. Y que tiene catorce años es un hecho, si sirve para algo.

—Sirve —dijo el brujo—. ¿Ataca sólo durante el plenilunio?

—Sí —respondió Segelin—. Si ataca fuera del alcázar viejo. En el alcázar, independientemente de las fases de la luna, siempre moría gente. Pero sale sólo durante el plenilunio, y no todos.

—¿Ha habido siquiera un solo ataque a la luz del día?

—No, de día no.

—¿Devora siempre a sus víctimas?

Velerad escupió con energía sobre la paja.

—¡Que nos van a traer la cena, Geralt! ¡Puaj! Devora, mordisquea, lo deja, depende del humor que tenga, digo yo. A uno sólo le mordió la cabeza, a un par los destripó, y a otros los dejó limpios, hasta el hueso podría decirse. ¡Su puta madre!

—Ten cuidado, Velerad —increpó Ostrit—. ¡Di lo que quieras de la estrige, pero no insultes a Adda delante de mí, sólo porque no te atreves delante del rey!

—¿Hubo alguien que sobreviviera a uno de los ataques? —preguntó el brujo, sin prestar atención al estallido del noble.

Segelin y Ostrit se miraron el uno al otro.

—Sí —dijo el barbudo—. Al principio, hace seis años, se les echó encima a dos soldados que estaban de guardia en la cripta. Uno pudo escapar.

—Y luego —intercaló Velerad— el molinero, al que atacó cerca de la ciudad. ¿Os acordáis?

IV

Al día siguiente por la noche trajeron al molinero a la habitación del cuerpo de guardia en la que habían alojado al brujo. Lo trajo un soldado vestido con un abrigo con capucha.

La conversación no arrojó ningún resultado. El molinero estaba asustado, balbuceaba, tartamudeaba. Más información le dieron al brujo sus cicatrices: la distancia entre las mandíbulas de la estrige era impresionante y, por supuesto, tenía los dientes punzantes, incluyendo unos larguísimos colmillos superiores, cuatro, dos en cada lado. Las uñas estaban seguramente más afiladas que las de los linces, aunque menos torcidas. Sólo por ello el molinero había logrado arrancárselas.

Terminada la inspección, Geralt los despidió con un gesto. El soldado empujó al molinero al otro lado de la puerta y se quitó la capucha. Era Foltest en persona.

—Sigue sentado, no te levantes —dijo el rey—. Ésta no es una visita oficial. ¿Satisfecho de la entrevista? He oído que estuviste en el alcázar esta mañana.

—Sí, mi señor.

—¿Cuando te pondrás manos a la obra?

—Faltan cuatro días para el plenilunio. Después.

—¿Quieres verla antes?

—No hay necesidad de ello. Pero una... princesa saciada será menos activa.

—Estrige, maestro, estrige. No perdamos el tiempo con diplomacias. Después se convertirá en princesa. De hecho, sobre ello quería hablar contigo. Contéstame, extraoficialmente, claro y sencillo: ¿lo será o no lo será? Pero no te escondas detrás de yo no sé qué códigos.

Geralt se rascó la cabeza.

—Confirmo, majestad, que es posible deshacer el hechizo. Y, si no me equivoco, ciertamente pasando una noche en el alcázar. El tercer canto del gallo, si sorprende a la estrige fuera del sarcófago, acabará con el encantamiento. Por lo general, así es como se actúa con las estriges.

—¿Así de simple?

—No es tan simple. En primer lugar, hay que sobrevivir una noche. Es posible también que haya desviaciones de la norma. Por ejemplo, que sean necesarias tres noches seguidas, y no una. Hay también casos... bueno... sin esperanza.

—Sí —se estremeció Foltest—. Algunos me dicen esto a todas horas. Mata al monstruo, porque esto es un caso incurable. Maestro, estoy seguro de que ya habrán hablado contigo. ¿No es cierto? Para que mates a la devoradora de seres humanos de un hachazo, sin ceremonias, y le digas al rey que no se podía hacer otra cosa. Si el rey no paga, nosotros pagamos. Una forma muy cómoda. Y barata. Porque el rey manda decapitar o ahorcar al brujo y el dinero se queda en los bolsillos.

—¿El rey mandará decapitar en cualquier caso al brujo? —se enfadó el brujo.

Foltest miró a los ojos del rivio durante un largo momento.

—El rey no sabe —dijo al fin—. Pero el brujo debiera contar con tal posibilidad.

Ahora fue Geralt el que calló un instante.

—Pienso hacer lo que esté en mi mano —dijo al cabo—. Pero si las cosas no van bien, defenderé mi vida. Vos, mi señor, también habréis de tener en cuenta tal posibilidad.

Foltest se levantó.

—No me entiendes. No tiene nada que ver con eso. Está claro que la matarás, si la cosa se pone fea, tanto si me gusta como si no. Porque si no lo haces, ella te matará a ti, con seguridad y sin vuelta de hoja. No lo diré en voz alta, pero no castigaría a nadie que la matara en defensa propia. No obstante, no permitiré que la maten sin intentar salvarla. Hubo ya intentos de quemar el alcázar viejo, le tiraron flechas, le cavaron trampas, le pusieron cepos y lazos, hasta que mandé colgar a algunos. Pero no se trata de eso. Maestro, escucha.

—Escucho.

—Después de los tres cantos del gallo no habrá estrige, si no te he entendido mal. ¿Y qué habrá?

—Si todo va bien, una quinceañera.

—¿Con los ojos rojos? ¿Con dientes de cocodrilo?

—Una quinceañera normal y corriente. Sólo que...

—¿Qué?

—Físicamente.

—Acabáramos. ¿Y psíquicamente? ¿Cada día un cubo de sangre para desayunar o un muslo de doncella?

—No. Psíquicamente... no hay forma de preverlo... A mi juicio, al nivel de, qué sé yo, un niño de tres o cuatro años. Precisará de atentos cuidados durante muchísimo tiempo.

—Eso está claro. ¿Maestro?

—Decidme.

—¿Puede volverle eso? ¿Más tarde?

El brujo permaneció en silencio.

—Ajá —dijo el rey—. Puede. ¿Y entonces qué?

—Si después de un largo desfallecimiento de varios días muriera, hay que quemar el cuerpo. Y rápidamente.

La expresión de Foltest se ensombreció.

—No pienso, sin embargo —añadió Geralt—, que se llegue a eso. Para mayor seguridad os daré algunos consejos, señor, que harán disminuir el riesgo.

—¿Ahora? ¿No es demasiado pronto, maestro? Y si...

—Ahora —le cortó el rivio—. Pueden suceder muchas cosas, rey. Puede suceder que por la mañana halléis en la cripta a la princesa desencantada y mi cuerpo tendido.

—¿Es posible? ¿Pese a mi permiso de que puedas defenderte? Permiso que en cualquier caso ni siquiera te era necesario.

—Éste es un asunto serio, rey. El riesgo es muy grande. Por eso, escuchadme: la princesa debe llevar siempre al cuello un zafiro, mejor un inclús, en una cadena de plata. Siempre. De día y de noche.

—¿Qué es un inclús?

—Un zafiro con una burbuja de aire dentro. Aparte de eso, en la habitación en la que vaya a dormir hay que quemar en la chimenea, cada cierto tiempo, unos vástagos de enebro, retama y avellano.

Foltest se quedó pensativo.

—Te agradezco el consejo, maestro. Haré uso de ellos si... Y ahora escúchame con atención. Si te convences de que se trata de un caso incurable, la matas. Si deshaces el hechizo y la niña no es... normal... si tuvieras siquiera la sombra de una duda de haberlo logrado completamente, la matas también. No temas, nada te amenaza por mi parte. Tendré que gritarte delante de la gente, te echaré del palacio y de la ciudad, pero nada más. La recompensa, por supuesto, no la cobrarás. Puede que les saques algo, ya sabes a quiénes.

Se mantuvieron en silencio un instante.

—Geralt. —Foltest por primera vez se dirigió al brujo por su nombre.

—Decidme.

—¿Cuánto hay de verdad en lo que se dice de que la niña salió así y no de otra manera porque Adda era mi hermana?

—No mucho. Los encantamientos hay que echarlos, ninguno se echa por sí mismo. Pero pienso que la relación con vuestra hermana fue causa de que os lanzaran el hechizo, y con tales consecuencias.

—Eso pensaba. Lo mismo dijeron algunos de los Sabios, aunque no todos. ¿Geralt? ¿De dónde salen estas cosas? ¿Encantamientos, magia?

—No lo sé, rey. Los Sabios se ocupan de investigar las causas de estos hechos. A nosotros, los brujos, nos basta saber que una voluntad concentrada puede producir tales efectos. Y saber cómo combatirlos.

—¿Matar?

—Casi siempre. Al fin y al cabo por eso nos pagan. Poca gente pide que deshagan un hechizo, mi rey. Normalmente quieren que les protejan de las amenazas sin más. Y si el monstruo tiene a alguien sobre su conciencia, a ello se añaden motivos de venganza.

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