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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (39 page)

—Si lo entiendo bien —dijo—, tengo que enfrentarme en duelo porque si me niego, me colgarán. Si lucho, tengo que permitir que el oponente me hiera porque si yo lo toco, me torturarán en la rueda. Una alternativa muy agradable. ¿No puedo ahorraros problemas? Me tiraré de cabeza contra un tronco de pino y yo mismo me dejaré inconsciente. ¿Os satisface?

—Sin burlas —siseó Falwick—. No empeores tu situación. Insultaste a la orden, vagabundo, y tienes que pagar por ello, creo que ya lo habrás entendido. Y al joven Tailles le es necesaria la fama de cazador del brujo, así que el capítulo le quiere dar esa fama. De otra forma ya estarías colgando de un árbol. Si te dejas vencer, salvarás tu miserable vida. No necesitamos tu cadáver, queremos que Tailles te arañe un poco la piel. Y tu piel, la piel de un mutante, crece rápido. Venga, eso es todo. Decide. No tienes elección.

—¿Así lo creéis, señor conde? —Geralt se sonrió aún más siniestramente, echó un vistazo a su alrededor, midió a los soldados con la mirada, evaluando la situación—. Pues yo pienso que la tengo.

—Sí, es cierto —reconoció Dennis Cranmer—. La tenéis. Pero entonces correrá la sangre, mucha sangre. Como en Blaviken. ¿Queréis eso? ¿Queréis cargar vuestra conciencia con sangre y muerte? Porque la elección en la que pensáis, don Geralt, significa sangre y muerte.

—Son argumentos de gran belleza, incluso fascinantes —se burló Jaskier—. Intentáis obligar a ser humanitario, apelando a sus más altos instintos, a una persona asaltada en el bosque. Pedís, si no entiendo mal, que elija no derramar la sangre de los bandidos que lo han asaltado. Tiene que apiadarse de los esbirros, porque los esbirros son pobres, tienen mujer, hijos, y quién sabe, puede que hasta madres. ¿Y no os parece, capitán Cranmer, que os preocupáis por adelantado? Porque miro a vuestros lanceros y veo cómo les tiemblan las rodillas ante el sólo pensamiento de luchar con Geralt de Rivia, el brujo, alguien capaz de dar cuenta de estriges con las manos desnudas. Aquí no se derramará sangre alguna, nadie recibirá daño. A excepción de aquéllos que se tuerzan el pie cuando huyan hacia la ciudad.

—Yo —dijo con tranquilidad el enano mientras se tocaba la barba con arrogancia— no tengo nada que reprocharles a mis rodillas. Hasta ahora no he corrido ante nadie y no pienso cambiar esta costumbre. No estoy casado, no sé nada de hijos y a la madre, una mujer para mí desconocida, preferiría no meterla en esto. Pero las órdenes que me dan, las cumplo. Como siempre, al pie de la letra. No apelo a ningún sentimiento, pido al señor Geralt de Rivia que tome una decisión. Aceptaré la que sea y actuaré en consecuencia.

Se miraron a los ojos, el brujo y el enano.

—Bueno es saberlo —dijo por fin Geralt—. Terminemos el asunto. Lástima de día.

—Aceptáis pues. —Falwick alzó la cabeza, los ojos le brillaban—. ¿Consentís en batiros a duelo con el noble Tailles de Dorndal?

—Sí.

—Bien. Preparaos.

—Estoy listo. —Geralt se quitó los guantes—. No perdamos tiempo. Si Nenneke se entera de esta riña, nos montará un infierno. Solucionémoslo con rapidez. Jaskier, estate tranquilo. Esto no va contigo. ¿Cierto, señor Cranmer?

—Absolutamente —afirmó seco el enano y miró a Falwick—. Absolutamente, don Geralt. Si hay algo, esto os concierne sólo a vos.

El brujo desenvainó la espada que llevaba a la espalda.

—No —dijo Falwick, sacando la suya—. No vas a luchar con tu garrancha. Toma mi espada.

Geralt se encogió de hombros. Tomó el estoque del conde y lo blandió para probarlo.

—Pesada —dijo con frialdad—. Ya puestos, podríamos batirnos con dos palas.

—Tailles tiene una idéntica. Las mismas posibilidades.

—Muy gracioso, don Falwick. De verdad, muy gracioso.

Los soldados rodearon el campo en una cadena no muy densa. Tailles y el brujo estaban de pie el uno enfrente del otro.

—¿Don Tailles? ¿Qué decís a unas excusas?

El caballerete apretó los labios, puso la mano izquierda a la espalda en posición de esgrima.

—¿No? —Geralt sonrió—. ¿No escucháis la voz de la razón? Lástima.

Tailles flexionó las piernas, saltó, lanzó un ataque relampagueante, sin aviso. El brujo no hizo siquiera el esfuerzo de pararlo, evitó la plana estocada con una rápida media vuelta. El caballerete extendió el golpe, la hoja cortó de nuevo el aire; Geralt, con una hábil pirueta, salió de debajo de la hoja, saltó ligero y con una corta y fina finta quebró el ritmo a Tailles. Tailles maldijo, dio un amplio mandoble por la derecha, perdió el equilibrio durante un segundo, intentó recuperarlo, cubriéndose con un movimiento de la espada automático, desmañado, muy alto. El brujo golpeó con la rapidez y la fuerza de un rayo, directamente, extendiendo el brazo en toda su longitud. La pesada espada chocó con un estruendo metálico en la hoja de Tailles, de forma tal que, al rebotar, le dio con fuerza justo en el rostro. El caballero aulló, cayó postrado de hinojos y dio con la testa en la hierba. Falwick corrió hacia él. Geralt clavó la espada en la tierra, se dio la vuelta.

—¡Eh, guardia! —gritó Falwick, levantándose—. ¡Cogedle!

—¡Alto! ¡En vuestros puestos! —ronqueó Dennis Cranmer, tocando su hacha. La soldadesca se detuvo—. No, conde —dijo con lentitud el enano—. Yo siempre cumplo las órdenes al pie de la letra. El brujo no ha tocado al caballero Tailles. El rapaz se ha herido con su propio acero. Mala suerte.

—¡Tiene el rostro masacrado! ¡Está marcado para toda la vida!

—La piel crece rápido. —Dennis Cranmer clavó sus ojos metálicos en el brujo y mostró los dientes—. ¿Y la cicatriz? La cicatriz es para un caballero recuerdo honorable y motivo para la fama y la gloria que tanto le deseaba el capítulo. Un caballero sin cicatriz es un muñeco, no un caballero. Preguntadle, conde, y os convenceréis de que está contento.

Tailles se retorcía en la tierra, escupía sangre, gemía y aullaba. No aparentaba estar contento en absoluto.

—¡Cranmer! —gritó Falwick, extrayendo su espada de la tierra—. ¡Te juro que lamentarás esto!

El enano se dio la vuelta, sacó con lentitud el hacha del cinturón, tosió y escupió abundantemente en la mano derecha.

—¡Ah, señor conde! —dijo con rabia—. No juréis en falso. No aguanto a los perjuros y el príncipe Hereward me dio derecho a castigar a tales personas. Haré como que no he oído vuestras estúpidas palabras. Pero no las repitáis, os lo pido por favor.

—Brujo. —Falwick, bufando de rabia, se dio la vuelta hacia Geralt—. Lárgate de Ellander. Ahora mismo. ¡Sin un instante de demora!

—Raramente estoy de acuerdo con él —murmuró Dennis, yendo hacia el brujo y dándole la espada—, pero en este caso tiene razón. Vete de aquí lo más pronto posible.

—Haré tal y como aconsejáis. —Geralt se colgó el talabarte a lo largo del pecho—. Pero antes de eso... Aún tengo que cruzar un par de palabras con el señor conde. ¡Don Falwick!

El caballero de la Rosa Blanca parpadeó con nerviosismo, se tocó con la mano la capa.

—Volvamos por un momento al código de vuestro capítulo —siguió el brujo, intentando no reírse—. Mucho me interesa cierto asunto. Si, pongamos, yo me sintiera injuriado e insultado por vuestra actitud en toda esta historia, si os retara a duelo aquí, ahora, en este lugar, ¿haríais algo? ¿Me consideraríais suficientemente digno para cruzar conmigo las espadas? ¿O acaso os negaríais, incluso sabiendo que en caso de rechazo yo os tendría a vos por indigno hasta para escupiros, golpearos en los morros y daros de patadas en el culo ante los ojos de vuestros lacayos? Conde Falwick, sed tan amable de calmar mi curiosidad.

Falwick palideció, retrocedió un paso, miró a su alrededor. Los soldados evitaron su mirada. Dennis Cranmer torció el gesto, sacó la lengua y dejó salir una buena cantidad de babas.

—Aunque calláis —continuó Geralt—, escucho en vuestro silencio la voz de la razón, don Falwick. Habéis calmado mi curiosidad, ahora yo satisfaré la vuestra. Si os interesa saber qué pasaría si la orden quisiera molestar de algún modo a la madre Nenneke o a sus sacerdotisas o si se le quisiera imputar lo más mínimo al capitán Cranmer, sabed, conde, que entonces os buscaré y sin importarme código alguno, os sacaré la sangre como si fuerais un cerdo.

El caballero palideció aún más.

—No olvidéis mi promesa, don Falwick. Ven, Jaskier. Ya es hora. Adiós, Dennis.

—Suerte, Geralt. —El enano mostró una amplia sonrisa—. Adiós. Me ha alegrado mucho nuestro encuentro, espero que no sea el último.

—Lo mismo digo, Dennis. Hasta la vista, entonces.

Se fueron con provocadora lentitud, sin mirar atrás. Sólo pasaron al trote cuando estaban ya ocultos por el bosque.

—Geralt —habló de pronto el poeta—. ¿No iremos directamente al sur? Tendremos que evitar Ellander y las posesiones de Hereward. ¿No? ¿O piensas seguir con esta demostración?

—No, Jaskier. No pienso hacerlo. Iremos a través de los bosques, y luego tomaremos la Ruta de los Mercaderes. Recuerda, no le digas ni una palabra a Nenneke sobre esta aventura. Ni una.

—Tengo la esperanza de que nos iremos sin perder tiempo.

—Inmediatamente.

II

Geralt se inclinó, comprobó el arco del estribo recién arreglado, apretó la correa que todavía olía a piel nueva, tiesa aún y dura en la hebilla. Arregló la cincha, las albardas y la gualdrapa anudada a la silla, con la espada de plata enrollada en ella. Nenneke estaba junto a él, inmóvil, con las manos cruzadas sobre el pecho.

Jaskier se acercó, trayendo su caballo castaño-retinto.

—Gracias por tu hospitalidad, venerable —dijo gravemente—. Y no te enfades conmigo. Ya sé que pese a todo me aprecias.

—Cierto —concedió Nenneke sin una sonrisa—. Te aprecio, zopenco, aunque ni yo misma sé por qué. Adiós.

—Hasta la vista, Nenneke.

—Hasta la vista, Geralt. Ten cuidado.

El brujo sonrió con aspereza.

—Prefiero cuidar de otros. Vale más la pena, a largo plazo.

Del santuario, de entre las columnas cubiertas de hiedra, salió Iola en compañía de dos adeptas más jóvenes. Llevaba el cofrecillo del brujo. Evitó con torpeza su mirada, su sonrisa confusa se mezclaba con el rojo de su pecosa y mofletuda carita, creando una composición llena de gracia. Las adeptas que la acompañaban no escondían miradas muy significativas y con esfuerzo se contenían para no reírse.

—Por la gran Melitele —suspiró Nenneke—. Toda una comitiva de despedida. Toma el cofre, Geralt. He rellenado tus elixires, tienes todo lo que te faltaba. Y la medicina ésa, sabes cuál. Tómala regularmente durante dos semanas. No lo olvides. Es importante.

—No lo olvidaré. Gracias, Iola.

La muchacha bajó la cabeza, le dio el cofrecillo. Ella tenía tantas ganas de poder decir algo. No tenía la menor idea de qué era lo que se suponía que tenía que decir, qué palabras convenía usar. No sabía qué hubiera dicho, si hubiera podido. No sabía. Y ansiaba hacerlo.

Sus manos se tocaron.

Sangre. Sangre. Sangre. Huesos como blancos palillos rotos. Tendones como blanquecinas cuerdas explotando bajo una piel reventada, hendida por unas grandes garras erizadas de púas y agudos dientes. El obsceno sonido de un cuerpo desgarrado y un grito impúdico, hiriente en su impudicia. En la impudicia del final. Muerte. Sangre y grito. Grito. Sangre. Grito...

—¡Iola!

Nenneke, con una rapidez increíble para su corpulencia, se echó sobre la muchacha tendida en la tierra, quien, rígida, temblaba convulsivamente y la sujetó por los brazos y los cabellos. Una de las adeptas se quedó como paralizada, la otra, más ágil, se arrodilló a los pies de Iola. Iola se dobló en arco, abriendo la boca en un grito mudo y sin sonido.

—¡Iola! —gritaba Nenneke—. ¡Iola! ¡Habla! ¡Habla, chiquilla! ¡Habla!

La muchacha se tensó aún más, mordisqueó, apretó las mandíbulas, una fina línea de sangre le corrió por la mejilla. Nenneke, enrojeciendo del esfuerzo, gritó algo que el brujo no entendió, pero su medallón se agitaba de tal modo en su cuello que se inclinó automáticamente, doblándose a causa de un peso invisible.

Iola se quedó inmóvil.

Jaskier, pálido como el papel, respiraba ruidosamente. Nenneke se puso de rodillas, se levantó con esfuerzo.

—Lleváosla —dijo a las adeptas. Había ya algunas más, acudían corriendo, graves, preocupadas y mudas.

—Tomadla —repitió la sacerdotisa—. Con cuidado. Y no la dejéis sola. Ahora vengo yo.

Se volvió hacia Geralt. El brujo estaba inmóvil, sujetando las riendas en la mano sudorosa.

—Geralt... Iola...

—No digas nada, Nenneke.

—Yo también lo he visto... Por un segundo. Geralt, no te vayas.

—Tengo que hacerlo.

—¿Has visto... has visto eso?

—Sí. No es la primera vez.

—¿Y qué?

—No tiene sentido volver la vista atrás.

—No te vayas, por favor.

—Tengo que hacerlo. Ocúpate de Iola. Hasta la vista, Nenneke.

La sacerdotisa volvió la cabeza, sorbió por la nariz y se limpió las lágrimas con un violento y seco movimiento.

—Adiós —susurró sin mirarle a los ojos.

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