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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (31 page)

—¡Cuidado, Jaskier! —gritó el brujo, apoyándose con los tacones en la arena mojada—. ¡Sujeta, hombre!

—Sujeto —resolló el poeta—. ¡Madre mía, qué monstruo! ¡Un leviatán y no un pez! ¡Nos vamos a poner las botas, por los dioses!

—¡Suelta, suelta, que se rompe el sedal!

El siluro se hundió hasta el fondo y con un repentino ataque se movió bajo la corriente, en dirección a los meandros del río. El sedal silbó, los guantes de Jaskier y Geralt echaron humo.

—¡Tira, Geralt, tira! ¡No sueltes porque se enredará en alguna raíz!

—¡Que se rompe el sedal!

—¡No se rompe! ¡Tira!

Se enderezaron, tiraron. Con un silbido, el sedal cortó el agua, vibró, lanzó gotitas que destellaban como mercurio bajo el fuego del sol naciente. De pronto el siluro emergió, se agitó sobre la superficie, la tensión de la cuerda disminuyó. Comenzaron a recuperar espacio.

—¡Lo ahumaremos! —jadeó Jaskier—. ¡Lo llevaremos a la aldea y mandaremos que lo ahumen! ¡Y con la cabeza haremos una sopa!

—¡Cuidado!

Notando el fondo del río bajo su vientre, el siluro sacó del agua la mitad de su cuerpo de una arroba, retorció la cabeza, removió el agua con su cola plana y se hundió abruptamente en las profundidades. De nuevo salió humo de los guantes.

—¡Tira, tira! ¡A la orilla con él, hijo de puta!

—¡El sedal tiembla! ¡Suelta, Jaskier!

—¡Aguanta, no tengas miedo! Con la cabeza... haremos una sopa...

Arrastrado de nuevo a la orilla, el siluro agitó y tiró con rabia, como señalando que no se iba a dejar meter en la olla con tanta facilidad. Las salpicaduras alcanzaron más de una braza por encima.

—Vamos a vender la piel... —Jaskier, apoyándose, tiró del sedal con ambas manos, rojo por el esfuerzo—. Y con los bigotes... con los bigotes vamos a hacer...

Nadie jamás llegó a enterarse de lo que pensaba hacer el poeta con los bigotes del siluro. El sedal se rompió con un chasquido y ambos pescadores perdieron el equilibrio y cayeron sobre la arena mojada.

—¡Me cagüen la puta! —gritó Jaskier, mientras que el eco resonaba por entre los juncos—. ¡Tanta comida que se ha perdido! ¡Así revientes, hijo de siluro!

—Te lo dije —Geralt se limpiaba la culera de los pantalones—, te dije que no tiraras con tanta fuerza. Te has cargado el asunto, compañero. De ti se saca un pescador lo mismo que del culo de una cabra una trompeta.

—No es cierto —se enfadó el trovador—. El que ese monstruo picara fue cosa mía.

—Interesante. No moviste un dedo para ayudarme a colocar el sedal. Tocabas el laúd y le dabas la lata a todos estos alrededores, más no hiciste.

—Te equivocas —sonrió Jaskier—. Porque, sabes, cuando te quedaste dormido, quité del anzuelo el gusano y puse un cuervo muerto que encontré entre las yerbas. Quería ver tu cara por la mañana cuando sacaras el cuervo. Y el siluro se tragó el cuervo. Ni una mierda hubiera picado en tu gusano.

—Picó, picó. —El brujo escupió al agua, mientras enrollaba el sedal a una horquilla de madera—. Pero se rompió, porque alguien tiraba como un idiota. En vez de hablar, recoge los otros sedales. El sol ya ha salido, es hora de ponerse en camino. Voy a hacer el equipaje.

—¡Geralt!

—¿Qué?

—En el otro sedal hay algo también... No, leches, sólo se había enganchado. ¡Cojones, pesa como una piedra, no soy capaz! Vaaa, la saqué... ¡Ja, ja, mira qué he sacado! ¡Es un barco naufragado en tiempos del rey Dezmod! ¡Vaya una mierda! ¡Mira, Geralt!

Jaskier, por supuesto, exageraba. La maraña que había sacado del agua, formada por cuerdas retorcidas, restos de redes y algas, era impresionante pero estaba muy lejos de las medidas de los barcos de tiempos del legendario rey. El bardo echó el montón de fusca sobre la playa y comenzó a escarbar en él con la punta de la bota. Las algas casi se movían solas de todas las sanguijuelas, gusanos y pequeños cangrejos que tenían.

—¡Eh! ¡Mira lo que he encontrado!

Geralt se acercó con curiosidad. El hallazgo resultó ser un jarro de barro descascarillado, una especie de ánfora de dos asas, enredada en una red, oscurecida a causa de las algas podridas y las colonias de moluscos y caracoles, chorreando apestoso cieno.

—¡Ja! —gritó de nuevo, orgulloso, Jaskier—. ¿Sabes acaso qué es esto?

—Por supuesto. Es un cacharro viejo.

—Te equivocas —anunció el trovador, rascando con un pedacito de madera los moluscos y el barro apelmazado y petrificado—. Esto es nada más y nada menos que una jarra encantada. Dentro de ella hay un genio que cumplirá mis tres deseos.

El brujo resopló.

—Puedes reírte. —Jaskier terminó la limpieza, se inclinó y golpeteó el ánfora—. Pero en la boca tiene un sello, y en el sello, un símbolo de hechicería.

—¿Cuál? Muéstramelo.

—De eso nada. —El poeta escondió el jarro detrás de su espalda—. Y qué más, Nicolás. Yo lo encontré y necesito todos y cada uno de los deseos.

—¡No toques ese sello! ¡Déjalo!

—¡Largo, digo! ¡Es mío!

—¡Jaskier, ten cuidado!

—¡Ni pensarlo!

—¡No lo toques! ¡Ay, la madre que te echó!

Del jarro, que durante el forcejeo había caído en la arena, fluyó un humo brillante y rojo.

El brujo dio un salto y se fue en dirección al campamento a por su espada. Jaskier, cruzando las manos sobre el pecho, ni siquiera se atrevía a respirar.

El humo rebulló, se concentró en una bola irregular que colgaba a la altura de la cabeza del poeta. La bola tomó la forma de una cabeza caricaturesca, sin nariz, con grandes ojos y algo parecido a un pico. La cabeza tenía alrededor de una braza de diámetro.

—¡Genio! —habló Jaskier, con los pies temblándole—. Yo te he liberado y desde ahora soy tu amo. Mis deseos son...

La cabeza chasqueó el pico, que no era un pico, sino algo en forma de labios caídos, deformes y cambiantes.

—¡Huye! —gritó el brujo—. ¡Huye, Jaskier!

—Mis deseos —continuó el poeta— son los siguientes: en primer lugar, que a Valdo Marx, trovador de Cidaris, le caiga un rayo. En segundo lugar, en Caelf vive la condesa Virginia, la cual no quiere dárselo a nadie. Que me lo dé a mí. En tercer lugar...

Nadie llegó a enterarse jamás de cuál era el tercer deseo de Jaskier. La monstruosa cabeza expulsó de sí dos garras aún más monstruosas y agarró al bardo por la garganta. Jaskier chilló.

Geralt se llegó a la cabeza en tres saltos, aferró la espada de plata y cortó desde la oreja, atravesándola por el centro. El aire aulló, la cabeza estalló en humo y creció violentamente, doblando su diámetro. La monstruosa boca, ahora sensiblemente más grande, se abrió, chasqueó y baladró, las garras sacudieron violentamente a Jaskier, que se agitaba como loco, y lo golpearon contra la tierra.

El brujo colocó los dedos en la Señal de Aard y descargó en la cabeza la máxima energía que fue capaz de movilizar. La energía, materializándose en el espacio que rodeaba a la cabeza en forma de un resplandor cegador, dio en su objetivo. Hubo un alarido tal que a Geralt le silbaron los oídos y del aire lanzado por la implosión hasta se doblaron los juncos. El monstruo gritó ensordecedoramente, creció aún más, pero soltó al poeta, flotó hacia arriba, se bamboleó y voló sobre la superficie del agua agitando las garras.

El brujo se dirigió a atender a Jaskier, que yacía inmóvil. En ese momento sus dedos tocaron un objeto circular semienterrado en la arena.

Se trataba de un sello de latón decorado con la señal de una cruz quebrada y una estrella de nueve puntas.

La cabeza que colgaba sobre el río había tomado ya el tamaño de un montón de heno. El morro abierto y berreante recordaba más la puerta de un establo de tamaño mediano. Sacando las garras, el monstruo atacó.

Geralt, sin saber qué hacer, apretó el sello en el puño y apuntando los brazos en dirección al atacante murmuró la fórmula de un exorcismo que le había enseñado una vez cierta sacerdotisa. Nunca hasta entonces había usado esta fórmula, puesto que, por principio, no creía en supersticiones.

El efecto sobrepasó sus expectativas.

El sello silbó y se calentó con violencia, quemando la mano. La gigantesca cabeza se detuvo en el aire, colgó inmóvil sobre el río. Colgó así por un instante, al final aulló, gritó y se disolvió en una humareda pulsante, en una gran nube de humo. La nube se hizo muy fina y con asombrosa velocidad se lanzó volando por encima del río, dejando en la superficie del agua una estela vibrante. En unos pocos segundos desapareció en la lejanía, sólo el agua traía de vez en cuando algún aullido apagado.

El brujo se inclinó sobre el poeta, que estaba hecho una bola sobre la arena.

—¿Jaskier? ¿Estás vivo? ¡Jaskier, voto a dios! ¿Qué te pasa?

El poeta movió la cabeza, agitó las manos y separó los labios para gritar. Geralt adoptó una expresión preocupada y entrecerró los ojos. Jaskier tenía una voz de tenor bien educada y sonora, y bajo la influencia del miedo era capaz de alcanzar sonidos de extraordinarios registros. Pero lo que se alzó de la garganta del bardo fue un graznido ronco y apenas audible.

—¡Jaskier! ¿Qué te pasa? ¡Responde!

—Jjjj... eeee... pepepe... puuuuuta...

—¿Te duele algo? ¿Qué te pasa? ¡Jaskier!

—Jjjj... Puuu...

—No digas nada. Si todo está bien, afirma con la cabeza.

Jaskier apretó los músculos del rostro y con grandes esfuerzos afirmó con la cabeza, e inmediatamente se dobló hacia un lado, cayó y vomitó sangre, atosigándose y tosiendo.

Geralt blasfemó.

II

—¡Por los dioses! —El guardia retrocedió y soltó el candil—. ¿Qué le sucede?

—Déjanos pasar, buen hombre —dijo en voz baja el brujo, sujetando a Jaskier, que estaba encogido en la silla—. Tenemos prisa, como ves.

—Lo veo. —El guardia tragó saliva, mirando el pálido rostro del poeta y su barbilla cubierta de negras manchas de sangre—. ¿Herido? Se ve terrible, señor.

—Tengo prisa —repitió Geralt—. Estamos en el camino desde el amanecer. Dejadnos pasar, por favor.

—No podemos —dijo el segundo guardia—. Por la puerta sólo de la salida a la puesta de sol se puede. Por las noches nada. Tales son las órdenes. No dejar a ninguno, a menos que tenga la señal real o del burgomaestre. O si es un noble con título.

Jaskier gimió, se encogió aún más, apoyando la cabeza en las crines del caballo, tembló, se sacudió, forcejeó en un vano intento por vomitar. Por el ramificado dibujo de sangre coagulada en el cuello del jinete fluyó una nueva línea.

—Gente —dijo Geralt lo más tranquilo que sabía—. Veis que le va mal. Tengo que encontrar a alguien que le cure. Dejadnos pasar, por favor.

—No pidáis. —El guardia se apoyó en la alabarda—. Las órdenes son órdenes. Si os dejo pasar, me pondrán en la picota y luego me echarán del servicio. ¿Y qué les voy a dar entonces de comer a los críos? No, señor, no puedo. A vuestro amigo bajad del caballo y en la cámara de la barbacana metedlo. Le traeremos de comer, y aguantará hasta el alba, si así está escrito. Mucho no queda.

—No basta con que le den de comer. —El brujo apretó los dientes—. Es necesario un sanador, un capellán, un buen médico...

—A ésos de la cama por la noche no los levantaríais —dijo el otro guardia—. Más por vosotros hacer no podemos, sino que no tengáis que acampar bajo la puerta. En la cámara se está caliente y donde tender al herido también hay, más blando le vendrá que no en la silla. Va, os ayudaremos a bajarlo del caballo.

La cámara del interior de la barbacana era en verdad caliente, sofocante, acogedora. El fuego crepitaba alegremente en el hogar, y más allá del hogar cantaban obstinadamente los grillos.

A una pesada mesa cuadrada donde se hallaban dispuestos copas y platos se sentaban tres hombres.

—Perdonad que os molestemos, nobles señores —dijo el guardia que sostenía a Jaskier—. Espero que no estéis en contra... Aquí el caballero, hummm... Y el otro, herido, pensé...

—Y bien pensaste. —Uno de los hombres volvió hacia él un rostro delgado, agudo y expresivo, se levantó—. Seguid, colocadle sobre el jergón.

El hombre era un elfo. Y también el otro sentado en la mesa. Ambos, como mostraban sus ropas, una mezcla de moda humana y elfa, eran elfos sedentarios, asimilados. El tercer hombre, a primera vista el más viejo, era un ser humano. Un caballero, a juzgar por las ropas y por los cabellos entrecanos, cortados de forma que cupieran dentro del yelmo.

—Me llamo Chireadan —se presentó el más alto de los elfos, el del rostro expresivo. Como siempre, no había manera de estimar la edad de un representante del Antiguo Pueblo, podía tener tanto veinte como ciento veinte años—. Y éste es mi pariente Errdil. Este noble caballero se llama Vratimir.

—Noble —murmuró Geralt, pero una mirada más atenta al escudo de armas bordado en la túnica desbarató sus esperanzas: el escudo cuartelado con lilas de oro estaba cortado al bies por una barra de plata. Vratimir no sólo era hijo ilegítimo sino también nacido de un vínculo mestizo, humano y no humano. Como tal, aunque con escudo, no podía tenerse por un noble con todos los derechos y sin duda no le pertenecía el privilegio de atravesar las puertas de la ciudad después del anochecer.

—Por desgracia —al elfo no se le escapó la mirada del brujo—, también nosotros tenemos que esperar hasta el amanecer. La ley no hace excepciones, por lo menos para tales como nosotros. Le invitamos al grupo, señor caballero.

—Geralt de Rivia —se presentó el brujo—. Soy brujo, no caballero.

—¿Qué le pasa? —Chireadan apuntó a Jaskier, al cual los guardias acababan de tender sobre el jergón—. Parece un envenenamiento. Si es así, puedo ayudarle. Tengo una excelente medicina.

Geralt se sentó, después de lo cual ofreció una comedida y rápida relación de lo sucedido en el río. Los elfos se miraron el uno al otro. El caballero de cabellos grises dejó escapar la saliva por entre los dientes, mientras se masajeaba la cara.

—Increíble —dijo Chireadan—. ¿Qué pudo haber sido?

—Un genio de una botella —murmuró Vratimir—. Como en un cuento...

—No del todo. —Geralt señaló a Jaskier, acurrucado en el camastro—. No conozco ningún cuento que termine así.

—Las heridas de este pobre —dijo Chireadan— son evidentemente de naturaleza mágica. Me temo que mis fármacos no sirvan de mucho. Pero puedo por lo menos aliviar sus sufrimientos. ¿Le has dado algún medicamento, Geralt?

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