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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (16 page)

—Que es imposible que las heridas cicatrizaran así sin sangre y en el lapso de tiempo que transcurrió desde que desangraron a este hombre y llegamos nosotros, Marguerite. Dicho de otro modo: las únicas heridas que presenta este cuerpo se tuvieron que causar hace una semana, luego no se pudo utilizar esta vía para desangrar a Delaveau el viernes pasado.

La investigadora resopló, hinchando sus poderosas mejillas.

—¿Y no es factible que utilizaran algún tipo de acelerador para que cicatrizaran antes?

Marcel negó con la cabeza.

—Se trata de un proceso que no se puede adelantar hasta ese punto.

—¿Me estás diciendo... me estás diciendo que no sabes cómo le quitaron la sangre a este fiambre?

El rostro de Marguerite empezaba a congestionarse.

—Lo reconozco. No tengo ni idea.

El doctor, manteniendo su gesto anonadado, en realidad había mentido; sí disponía de una idea que parecía encajar con en todo aquello, pero era una hipótesis tan anticientífica que se negó a compartirla con la obesa detective. Además, plantearla habría supuesto poner en evidencia un secreto que él guardaba celosamente desde hacía muchos años. Y no estaba dispuesto a ello. Había demasiado en juego alrededor de aquel cadáver. Bastante más que una vida.

—Si quieres, te puedo ayudar a elaborar un informe para distraer a los periodistas —ofreció Marcel, sintiéndose culpable por su falta de transparencia.

—No me preocupan tanto los periodistas —sentenció Marguerite—. Lo que quiero es cazar a quien hizo esto, y no me estás ayudando nada. ¡Por Dios, llevas cerca de veinte años como forense! Las familias de París nos necesitan, ahora están en peligro.

—¿Qué quieres que te diga? Jamás había visto algo así, puedes creerlo. Llamaré con discreción a otros colegas que trabajan en centros muy prestigiosos, para que vengan a ayudarme. Es todo lo que puedo hacer de momento.

—De acuerdo —se rindió Marguerite—, qué remedio me queda. Avísame en cuanto sepas algo; tendré el móvil conectado las veinticuatro horas del día hasta que resolvamos este caso. Buenas tardes.

La detective se dio la vuelta y desapareció de la sala a grandes zancadas. En el aire quedó aleteando el rastro de su fuerte perfume.

Marcel aproximó su rostro hacia el cuello del cadáver buscando las enigmáticas cicatrices. Allí estaban: dos puntos, uno al lado del otro, de un milímetro de diámetro y mostrando equimosis, una suave lesión en la piel que no llegaba a la categoría de hematoma.

El doctor se negó a deducir qué podía haber provocado ese daño superficial en la piel que rodeaba las cicatrices; no quería precipitarse. Por miedo. Pero el germen de la siniestra idea ya había anidado en su cabeza activando sus alarmas. Llevaba mucho tiempo preparándose para la posibilidad de una amenaza así. Y luego estaba aquella oportuna desaparición de dos jóvenes la misma noche del viernes en que fue asesinado Delaveau. ¿Se trataba de una nueva casualidad que ambos fueran alumnos del centro donde impartía clases el profesor?

«Por favor», se dijo el forense, «que aparezcan pronto. Y vivos».

CAPITULO XIV

DOMINIQUE y Marie avanzaban por una calle tan angosta que parecía estrangulada entre las siluetas de los viejos edificios que se alzaban sobre sus aceras. No todo en París son edificios napoleónicos y grandes avenidas, aunque aquella ocasión no era la ideal para eludir las vías más concurridas. Apetecía cruzarse con gente, y allí no se veía a nadie. Desde luego, Marie habría preferido vivir en el cercano boulevard Haussmann, por ejemplo, que no daba ningún miedo cuando oscurecía.

Ya se había hecho de noche, y la luz amarillenta de las farolas se reflejaba en el cristal de los portales que iban dejando atrás. Pequeños charcos junto a los bordillos delataban una reciente lluvia.

—¿Seguro que no quieres que te empuje? —preguntaba ella, interrumpiendo su caminar junto a la silla de ruedas de Dominique—. No me cuesta nada.

—No hace falta, gracias —él tuvo claro que no podía permitirse un síntoma de debilidad semejante—. Ya estoy acostumbrado, ¿has visto qué brazos tengo?

Marie, olvidando por un momento su preocupación, se echó a reír. Dominique la obligó a que palpase sus bíceps.

—Vale, vale —terminó aceptando ella—. Estás fuerte, sí.

Él bromeaba sin convicción en medio de una calle vacía, demasiado vacía para la hora que era. O a lo mejor era normal en aquella zona, se dijo, dudando de su propia suspicacia. Quizá sus intentos de asustar a Marie lo habían acabado convenciendo a él mismo de algún peligro inexistente.

En otras circunstancias, Dominique habría pensado que era el momento perfecto para intentar un beso de agradecimiento, pero no acababa de sentirse cómodo. No lograba saber por qué, pero hacía rato que había dejado de apetecerle aquel inofensivo juego con la chica. Ya no le hacía gracia, quería irse a casa también. Y pronto.

—¿Qué pasa? —inquirió ella—. Te veo más serio que antes. ¿Has visto algo?

Ahora a Dominique ya no le interesaba que Marie se asustase. Negó con la cabeza.

—Pensaba en los exámenes, eso es todo.

Ella no se dejó convencer:

—No me mientas. Yo tampoco me quito de encima una sensación rara, es como si presintiese que me están espiando, ¿sabes? A lo mejor son tonterías mías, porque no se ve a nadie... Aun así, te agradezco mucho que me acompañes, me he dado cuenta de que esta zona de París no es segura. Por lo menos hasta que cojan a los que mataron a Delaveau.

Cuando se asustaba, los ojos de Marie se agrandaban y parecían más azules. Dominique, admirando su atractivo, tuvo que reconocer que ella había logrado identificar la sensación de angustia mucho mejor que él; sí, tenía que ser eso: alguien debía de llevar todo el camino siguiéndolos, esa era la vaga impresión que se había alojado en su pecho. Pero, por más que se volvía, sus ojos no se detenían en nada sospechoso. ¿Y si lo sospechoso era, precisamente, que no hubiera nadie por aquellas calles?

—¿Siempre hay tan poca gente por aquí? —preguntó, nervioso.

Ella se encogió de hombros.

—No siempre. La mayoría de las veces me cruzo con alguien.

—Será mejor que sigamos hacia tu casa —terminó el chico, inquieto—. Cuanto antes lleguemos, mejor. Se hace tarde.

Mentira. No era tarde. Al menos, para aquellas fechas; apenas hacía media hora que había oscurecido. Pero, conforme avanzaba la noche, se iba condensando en Dominique una inexplicable intuición de que algo malo iba a ocurrir. Y su instinto de supervivencia, activado de forma inconsciente, le decía que no debía pillarlos al descubierto. Fuera lo que fuese, había que refugiarse.

Siguieron caminando. El chico hacía girar con energía las ruedas, obligando a su compañera a acelerar el paso. Ya no hablaban.

—Quedan cuatro portales —anunció Marie con voz tensa.

Lo que a Dominique le faltaba era algún indicio que justificase su extraño malestar. Necesitaba algún dato objetivo. Sus ojos seguían recorriendo con celo vigilante todo lo que los rodeaba, sin lograr captar nada amenazador. No obstante, la agobiante sensación se resistía a abandonarlos. Y eso era mala señal. Mientras no localizase el origen del peligro, continuarían en una posición muy vulnerable.

Se oyó un maullido unos metros más adelante. Dominique agarró con fuerza a Marie por una manga, obligándola a detenerse en seco. No avanzarían ni un paso más hasta averiguar qué había roto aquella serenidad antinatural que, sin previo aviso, parecía a punto de estallar. Algo iba a ocurrir, era tan inminente que sintió su presión en las sienes.

—¿Qué pasa? —ella estaba paralizada—. ¿Qué has visto?

Dominique se llevó un dedo a los labios, instándola a que guardase silencio. Por muy cerca que estuviesen de la casa de Marie, no estaba dispuesto a continuar hasta localizar al gato que había emitido aquel sonido. Cualquier imprudencia podía resultar cara.

Otro maullido. Ahora Dominique sí distinguió al animal, de color grisáceo, que se movía en el balcón del primer piso de una casa próxima de su misma acera. Pero lo que vio no lo tranquilizó en absoluto.

El gato, que no apartaba la mirada de algún punto perdido en medio de la noche, se mostraba agresivo, enseñando los dientes y erizando su cuerpo. El animal retrocedía hasta que la pared del edificio se lo impidió, y allí se quedó, sin suavizar su reacción ni apartar su mirada rasgada. Pretendía huir, algo que a Dominique le transmitió un pavoroso mensaje: «Si un animal quiere huir, es que hay que huir».

—¿Ves algo? —susurró todavía el chico, intentando seguir la dirección de los ojos felinos sin descubrir nada—. Cuando un animal se pone así de nervioso...

Marie temblaba, sin lograr entender lo que ocurría.

—Yo no veo nada, lo siento —se disculpó como si tuviera que hacerlo—. ¿Podemos seguir ya? Quiero llegar a casa...

Dominique no escuchaba. Desde su silla, no dejaba de observar el tramo de calle que los separaba del domicilio de Marie, unos pocos metros que podían resultar demasiados. Enfrente, justo hacia donde vigilaba con recelo el gato, varios portales permanecían en penumbra. ¿Se ocultaría en ellos alguien agazapado, aguardándolos para atacarlos al menor descuido? Era todo tan absurdo...

El chico no estaba dispuesto a reanudar su avance para conocer la respuesta. Aquella situación, que había empezado como una broma, había adquirido un tinte tan inquietante que la inseguridad lo bloqueaba.

—Larguémonos de aquí —advirtió con voz ronca haciendo girar su silla—. Antes de que sea demasiado tarde.

—Pero si mi casa está ahí mismo...

—¡Por Dios, Marie, algo hay allí que nos está esperando! ¡Corre!

* * *

Michelle pasó por una fase de visión borrosa antes de recuperar por completo la consciencia. Lo primero que hizo entonces fue pasear su mirada por el escenario que se ofrecía ante sus ojos, el interior de una silenciosa estancia envuelta en la penumbra. Un penetrante olor, desagradable, se filtraba por las paredes. De haber tenido algo más de experiencia en la vida, ella habría reconocido aquel hedor como el de la inconfundible podredumbre de los cuerpos. Cadáveres que se corrompen con lentitud dentro de sus ataúdes. El olor de la muerte.

¿Dónde estaba?

Poco a poco empezó a recordar. Las pupilas felinas de su captor, gélidas, se recrearon en su memoria provocándole una sensación de pánico que la convulsionó. ¿Había sido secuestrada por aquel ser tan extraño? ¿Era todo un mal sueño, una pesadilla? No podía tratarse de algo real...

Pero lo era. Tenía que serlo porque se sentía dolorida y helada por el contacto con el suelo, ya que permanecía tumbada. No estaba dormida.

El despertar de la chica continuaba de forma progresiva, al mismo tiempo que su mente se iba despejando. Lo siguiente que percibió fue la mordaza que cubría su boca, ajustada con tanta fuerza que la tela se le introducía entre los labios, tensando sus comisuras. Sus brazos, entumecidos, terminaban en unas manos atadas a la espalda. Ya no había duda: estaba prisionera.

Y desnuda. Michelle comprobó que alguien le había quitado toda la ropa, lo que le hacía sentir la mordedura fría del suelo sobre la piel de su cuerpo.

Michelle intentó desplazarse, sin éxito. Estaba demasiado débil, supuso que la habían drogado. Un leve resplandor llegaba hasta ella desde un hueco acristalado en el techo. Aquella luz le permitió percatarse de unas placas de mármol junto a ella.

Eran lápidas. Michelle, sobrecogida, se dio cuenta de que la habían llevado a un panteón familiar. Estaba rodeada de tumbas. Se sintió desfallecer de puro miedo, no entendía nada.

Sus movimientos, como sus propios gemidos ahogados, aumentaron de ritmo hasta hacerse frenéticos, y tardó todavía unos minutos en recuperar la cordura y dejar de malgastar energías que podrían hacerle falta más adelante. No más ataques de pánico. Solo entonces estudió con detenimiento aquel siniestro lugar donde se encontraba.

Mármol, tumbas en las paredes, el espacio donde ella continuaba tirada y una estrecha escalera que ascendía hacia una trampilla cerrada. Nada más. Acertó a leer un apellido grabado que se repetía en todas las losas: Gautier. Sus ojos se posaron en el suelo, sobre el que habían trazado un dibujo que ella, como gótica, reconoció en seguida: un símbolo satánico.

En efecto, se trataba de un pentagrama invertido: una estrella de cinco puntas, con el vértice hacia abajo y rodeada por un círculo. A su lado habían colocado diversos enseres; entre ellos, un pequeño cuenco que contenía un líquido rojo oscuro con la sospechosa consistencia de la sangre. Michelle albergó el inquietante convencimiento de que aquella sangre era suya, pues al girar la cabeza había notado dolor y una sensación pegajosa en el cuello.

Habría jurado que su situación no podía empeorar, pero estaba descubriendo que se equivocaba. El aspecto de sus circunstancias adquiría ahora tintes mucho más lúgubres. Estaba claro que allí todo estaba preparado para un rito demoníaco en el que ella iba a desempeñar un papel fundamental. Y en ese tipo de ceremonias, según había leído, se solían llevar a cabo sacrificios humanos.

El instinto de supervivencia se impuso al terror. Si no reaccionaba, solo saldría de aquel panteón muerta. Tenía que escapar como fuese, antes de que llegara su misterioso secuestrador.

* * *

Cuando Pascal atravesó la puerta redonda que ya conocía, volvió a encontrarse con el paisaje aletargado que lo recibiera la primera vez. Noche sin luna, silencio y, bajo sus pies, una sinuosa anguila de luz mortecina que se alejaba flotando en un horizonte invisible: el sendero. También se reunió de nuevo con el miedo a lo desconocido y a las criaturas que no podía ver. Respiró hondo para tranquilizarse y para dominar las crecientes ganas que lo estaban acuciando de esquivar aquel paraje inhóspito. ¿Había sido una locura volver? Su espíritu poco audaz lo impulsaba a huir, pero se contuvo, incapaz ya de contentarse con su realidad anterior. Sobre todo, tras su comportamiento cobarde con el fantasma del espejo.

A cierta distancia de su espalda reconoció también la superficie color azabache del lago, con el brillo metálico de su techo de niebla. Estático, como todo allí. Imaginó aquellas aguas pútridas infestadas de rostros que gritaban, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Para su alivio, no distinguió ni al barquero mitológico ni a la bestia de tres cabezas.

No quiso entretenerse más: aquella zona vacía le transmitía malestar y era consciente de que disponía de poco tiempo —tiempo del mundo de los vivos— antes de que Jules volviera a buscarle al desván. Cargado con las ropas que le sirvieran de disfraz en la fiesta de Halloween, inició su avance hacia el cementerio de Montparnasse. No había riesgo de perderse, pues se llegaba hasta allí antes de que cualquier bifurcación del camino iluminado le hiciera dudar.

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