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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (37 page)

Pero si no contó con el supuesto recato de Májorova a la hora de administrar el veneno, tampoco contó con que, tratándose de la cena de despedida, hartos de comida y bebida como estaban, casi nadie bebió y comió lo suficiente. En los casos del rey Matías y del Palatino ni siquiera probaron lo que podía haberles causado sendos problemas de salud, si no la muerte.

Sólo al día siguiente, cuando ya todos los invitados se disponían a partir, empezaron a correr voces por el castillo solicitando la urgente presencia de médicos, pues había algunas personas que padecían vómitos, diarreas y una fuerte fiebre. Se reconoció abiertamente que sin duda se debería a algún alimento en mal estado, del que abusaron sin medida. Era más sencillo que todo eso: ellos sí habían bebido del ponche y comido los pasteles que elaboró la bruja de Miawa. Pero seguían vivos.

Este hecho, y ya a solas con ella, llevó a Erzsébet a amenazar claramente a Májorova:

—¡Me has traicionado, impostora…! —estuvo gritándole un día entero cada vez que la veía.

La otra negaba como buenamente podía, pero por fuerza tuvo que darse cuenta, y más que nunca, de que también su vida pendía de un fino hilo. La salvó, quizá, el súbito arranque de Erzsébet, quien sólo podía aplacar su ansiedad como siempre había hecho, matando. Así, lo que pareció iba a acabar en una venganza personal, en la cabeza trastornada de Erzsébet se convirtió pronto en lo que ella misma creyó un golpe de suerte: nada había pasado, nadie había muerto por intoxicación. Y por tanto nadie investigaría. Las cosas en el castillo aparentaban ser absolutamente normales. Incluso, y de eso se enorgullecía especialmente, nadie había podido ver el menor rastro de chicas en Csejthe. Seguía siendo la afligida viuda de fuerte carácter, algo hosca, sí, que vivía encerrada entre aquellos muros. Preferible de ese modo. En pocas horas, pues, se convirtió en un asunto de total urgencia hacer regresar a las muchachas de los sitios a los que las habían enviado.

Volvía a oír la llamada de la sangre, y eso la cegó. Ni por un instante se le ocurrió imaginar que en Viena, Praga y Presburgo no se hablaba de otra cosa, en ciertos despachos, que de cómo tenderle la red en la que debía caer.

ILAVA

—¡Padre András, suba, por favor! —Se oye la voz de János, ronca y excitada, al tiempo que hace sonar con energía la campanilla situada junto a las jambas de la puerta de su buhardilla.

Pronto se oyen pasos apresurados en la escalera de caracol, hecha de nogal, que va a dar a la estancia superior.

—¿Ocurre algo, reverendo Pirgist? —pregunta el joven sacerdote, alarmado, mientras a grandes zancadas va subiendo por la escalera.

János lo aguarda de pie junto a su escritorio, vacilante. No dice nada, pero se le ve muy serio.

—¿Se encuentra mal, padre? —insiste en saber su ayudante.

Él le tranquiliza. Nada le pasa, salvo esa inquietud en su espíritu que no le abandona ni un momento. Así se lo dice, pero omite referirse a lo último que ha escrito, y que hasta entonces, desde la infancia, llevó encerrado en su corazón. El ayudante respira aliviado, pues temía algo peor.

—Está sometiéndose a demasiados esfuerzos, reverendo —le comenta en tono de cariñosa regañina—. Parece un niño y no…

—¿Un viejo achacoso que se dispone a preparar su definitivo viaje al más allá, eso es lo que iba a decir, padre? —inquiere János, que sigue sintiéndose un niño, el mismo niño que durante largas y fatigosas jornadas ha ido llenando cuartillas, y que sólo ahora cree haber crecido. Pero eso, ¿cómo explicárselo a su inexperto ayudante? Éste agacha la vista, azorado.

—No, no era eso, reverendo…

—Da igual —dice Pirgist con una sonrisa en los labios, intentando reconducir el tema—. Verá, desearía pedirle un favor que en realidad son dos, y posiblemente tres…

El joven sacerdote enmarca una mueca risueña y apostilla:

—Complicado lo pone…

—No tanto. Es muy sencillo. Si decide hacerme el primer favor, ése le conducirá al segundo, que es como el reverso de lo mismo, y… del tercero quizá hablemos más tarde.

—Adelante, pues —contesta el sacerdote.

—¿Quisiera usted leer cuanto hasta la fecha he escrito? Sé que entiende a la perfección mi letra, que además procuré hacerla clara en todo instante.

El joven cura entreabre la boca, sorprendido:

—Pero, reverendo… eso me llevará…

—Lo he calculado: dos días, si lee sin demora. En todo este tiempo queda libre de atender a quien venga a visitarnos. Yo me ocuparé de la misa de mañana, de las campanas y, si llega el caso, de la misa de la jornada siguiente. Lo que haga falta. A fin de cuentas —murmura tras meditar un rato—, eso es algo que he estado haciendo a diario durante muchos años. No se me ha olvidado, téngalo en cuenta… De alguna manera me vendrá bien descansar un poco y aclarar las ideas.

El otro acepta su broma de buen grado. Afirma estar encantado con la misión que le encomienda. No es un favor que le hace, sino al revés, un favor que recibe.

Pirgist inclina su cabeza y lanza una sentencia:

—Quizá no piense lo mismo luego de leerlo…

—Sí, pero para eso deberé hacerlo antes de opinar, ¿no cree? —repone sonriendo.

—De acuerdo. Sólo le pido concentración. No me pregunte nada mientras lea, por más que ello le sorprenda. Sólo al final hablaremos. ¿Está conforme?

—Deseando empezar…

—¡Ah! Ni de las comidas quiero que se preocupe. Yo se las traeré puntualmente, igual que usted hace conmigo todos los días. Y conste que esto no debe entenderlo como caridad sino como una especie de apacible egoísmo por la confianza que su persona me inspira y, debo reconocerlo, la avidez que siento por conocer su opinión sincera…

—En cuanto usted salga por esa puerta le aseguro que nada me distraerá. Si detengo mi lectura será sólo cuando el sueño me venza. También yo creo que en una jornada o dos habré concluido…

—Bien, demuéstreme, pues, que es capaz de ello.

—Lo haré.

János Pirgist se retira lentamente. Antes de cerrar la puerta, ve cómo el joven clérigo ya coloca ante sí el montón de cuartillas, procurando que queden perfectamente alineadas por los cuatro lados. En silencio, Pirgist le lanza una bendición.

Van transcurriendo las horas. János atraviesa momentos de suma impotencia y otros en los que se hunde en una lasitud tal que se ve obligado a sentarse en su sillón orejero, junto a la estufa de carbón. Entonces pasa tiempo adormilado. Cumple con lo prometido. Da la misa para una decena escasa de feligreses. Toca las campanas cuando es hora. Sube la comida en la bandeja, que deposita en un extremo del escritorio. Evita mirar directamente al padre András, pero sus ojos se cruzan de improviso. El rostro de ese buen clérigo parece haberse transformado por completo, pero la seriedad de su promesa le da valor para apartar la vista de Pirgist y sumergirse de nuevo en la lectura, incluso estando él ahí presente. Por un momento piensa János con cierta alarma si su joven ayudante no estará cayendo, también él, bajo el influjo de la Condesa. Pero pronto se tranquiliza. «No, a él no puede afectarle como a mí. Es imposible». Así siguen transcurriendo las horas. En la parroquia de Lupkta-Ratowickze apenas ocurre nunca nada digno de mención, lo que facilita ese pacto entre ambos sacerdotes.

János está amodorrado en el sillón con su libro de oraciones en la mano. Se ve ya el crepúsculo de la segunda jornada en que su ayudante continúa leyendo. Unos ruidos lo despiertan. Intenta ponerse recto en el sillón, pero la voz del joven le dice:

—No se mueva, se lo ruego…

Ha descendido por las escaleras sin que lo oyese, y ahora lo tiene frente a sí. No lleva nada en las manos. Su aspecto no es bueno. Tiene ojeras. Pirgist no se ve con fuerzas para iniciar el diálogo. El joven clérigo acerca una banqueta hacia el sillón y, tras mantener unos momentos la mirada clavada en el suelo, dice:

—No me juzgue impertinente ni frívolo, reverendo, pero… —Tampoco él ahora parece capaz de hablar.

—Duda de si cuanto ha leído es cierto, ¿verdad? —le ayuda Pirgist.

—No dudo, si usted lo ha escrito. Sólo que resulta tan difícil de pensar que algo así…

—Vivimos en un mundo muy peculiar, padre. Lo inverosímil puede asaltarnos allí donde menos lo esperábamos.

—Entonces, ¿es real? ¿Es real todo lo que explica? —Se nota una enorme inquietud en su semblante. Pirgist sonríe y contesta:

—Tan real como que mi nombre es el que es, que fui parido de humana madre y que creo en Dios Todopoderoso.

El joven cura inclina su cabeza. Parece como si acabase de recibir un mazazo.

—Siento si puede haberle… contrariado la lectura, lo siento de veras —se excusa János.

—No es que me haya contrariado —intenta defenderse su ayudante—, es que…

Él le corta:

—Como me dijo Mirta aquella noche, eso poco importa ya…

Se hace el silencio entre ambos. Pirgist cruza los brazos sobre su pecho y pregunta:

—¿Puedo entonces, como convinimos, pedirle el segundo favor? —A lo que el joven asiente moviendo la cara afirmativamente.

»Necesito su opinión sincera al respecto, como le dije. Decidida y absolutamente sincera.

—Cuente con ella, reverendo —manifiesta con una renovada luminosidad en su mirada.

—¿Cree usted que debo proseguir? —La pregunta ha quedado suspendida en el aire. Sólo se oye el crepitar de unos leños en la estufa y, a lo lejos, el mugir de unas vacas.

—¿Que si lo creo? —casi lanza un grito el joven—. ¡Debe proseguir, le cueste lo que le cueste!

—¿Y si yo le dijera que aún me he reservado un secreto, un último secreto, el más duro de todos ellos, al menos para mí? —La voz de Pirgist se ha quebrado un poco al decirlo. Parece afónico y no lo está.

—¿Puede haber acaso un secreto mayor, reverendo? —escucha la pregunta de su ayudante.

—Lo hay.

—Entonces, motivo de más. Es algo que se debe a sí mismo, o, como usted mismo afirma en algún lugar, a aquellas inocentes víctimas, y ahora no voy a hablar de futuras generaciones que puedan leer su relato…

—No me importa el futuro, padre, no me importa para nada.

—¿Entonces?

—Es que tengo miedo.

Intercambian una significativa mirada. El joven adelanta su mano hasta apoyarla en el brazo de Pirgist. Le dice lentamente:

—Por todos los Santos del Cielo, reverendo, por lo que más sagrado exista en el mundo, no puede dejar la historia así. !No sería justo…!

Pirgist medita unos momentos. Se levanta y dice:

—La concluiré. —Aunque no está preparado para lo que su ayudante le contesta, casi interrumpiéndole:

—Pero si no hace mención de ese secreto, temo, su esfuerzo no habrá valido la pena, pues usted siempre sabrá que la historia está incompleta. Se da cuenta… ¿no es así, reverendo?

—He de reconocer que tiene razón…

—Ánimo, pues —le arenga el joven—, póngase a ello y no vacile. Regrese allí y ajuste cuentas con su pasado… Hágalo por Mirta, por las demás…

—Gracias, padre, me ha sido de enorme ayuda —afirma Pirgist con solemnidad y haciendo carraspear su voz.

Está emocionado y le cuesta disimular.

—Gracias a usted por haber sido valiente —responde su ayudante.

Con pasos lentos, cabizbajo, János asciende de nuevo por la escalera de caracol. Sabe con lo que va a enfrentarse. Le teme, pero a la vez también lo espera con impaciencia. Lleva demasiados años aguardando esa batalla tras la cual, en uno u otro sentido, cualesquiera que éste fuese, podrá decir con orgullo que lo hizo o, al menos, lo intentó.

Ya está sentado de nuevo frente a su escritorio. Acaba de mojar el plumón. Ya se halla dispuesta la limpia cuartilla. Ante él se despliega, amenazante, ese páramo de su pasado donde nunca, desde entonces, se atrevió a entrar. Ya no siente temor. Sólo la atenuada angustia de revivir lo que creía olvidado, sepultado por el paso de los años.

Y vuela, recorre los años hacia atrás, vuela. Se recuerda a sí mismo, siempre como una diminuta sombra que deambulaba por el lavadero principal. Y de ahí iba a los patios del castillo o los campos de los alrededores.

Miraba los penachos humeantes surgidos de las chimeneas del pueblo o de la próxima aldea de Vág-Ujhely, veía a los arrieros con su hatillo y sus cayados, yendo a lejanos apriscos, miraba a la gente como diminutas partículas que se movían en la llanura, entrando y saliendo de cobertizos y cuadras. Los había visto disponiéndose a podar las vides, recogiendo leña para el invierno, haciendo la siega. Siempre vivos y tan cerca del peligro. Se ve recogiendo bellotas y carozos de melocotón, cuando hacía buen tiempo, o paseando por unos entinares y alcornocales cercanos. Se recuerda deambulando por vaguadas pedregosas, oyendo el gorjeo de los pájaros y tirando guijarros por la ladera, que rodaban por el roquedal hasta perderse en silencio, sin emitir el más leve ruido. Se recuerda observando el borrascoso horizonte, y regresando después al castillo antes de que le cogiese la tormenta, pese a que era consciente de que la tormenta estaba allí, entre sus muros. Y recuerda el ajetreo de aquellas jornadas posteriores a la partida de los ilustres invitados. Recuerda la llegada de carretas con nuevas chicas, que regresaban de los sitios a los que precipitadamente fueron destinadas. Intentaba no mirarlas, pero sus ojos se desviaban hacia las carretas.

Ellas, lo que permanece de ellas, ¿dónde estará ahora? No, en estos momentos no debe abandonarle la fe. Si hay justicia estarán en un lugar seguro y lleno de una luz maravillosa. Pero, se pregunta viendo así multiplicada su inquietud, ¿acaso también ellas, en su estado actual, que sin duda es tan incomprensible como grato, están aguardando a ver cómo prosigue con su relato?

Por ellas, sólo por esas vírgenes cuyas vidas fueron destrozadas en secreto y que nunca podrán ser calificadas oficialmente de santas, ni siquiera de mártires, pues la mayoría carecieron de todo para la posteridad, incluso de nombre, y casi todas de rostro, ha de contar su secreto, su último secreto. El único instante en el que, estando vivo aún, sintió que pisaba, que entraba en el umbral de la muerte.

El hecho se produjo, como en anteriores experiencias donde también corrió gran peligro de ser descubierto, por una rara combinación de circunstancias en las que su curiosidad de un lado, el azar de otro y siempre un tercer elemento, le abocaron a una situación límite sin que él se diese apenas cuenta.

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