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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (39 page)

—Kata dice que sois buena… aunque asegura que tenéis muy mal genio si se os contraría…

—Y tú ¿me has contrariado? —preguntó ella, que acababa de apartar la mano de su cuello.

—No, Señora.

Lo dijo con docilidad, pero aparentando estar muy seguro de sus palabras. Simultáneamente la Condesa había llevado cada una de sus manos a ambos lados de la cabeza de János. Sobre todo, siguió pensando, no debía olvidar llamarla «Señora» cada vez que se dirigiera a ella. Y mirarla siempre a los ojos, aunque se abrasase.

Erzsébet inició un movimiento con las manos. Quizá ya no apoyaba sus uñas en la piel de János, quizá le rozase sólo con las yemas de los dedos, pero él notaba ahí unas tenazas ardiendo.

Deslizó sus manos por las mejillas de János, que a su vez abrió la boca un poco para que ella no notase su incipiente temblor.

Fue una caricia. Sí, lo fue. También la Condesa sabía acariciar. ¿Cómo era eso posible?

También las lobas dan lametones de cariño a sus crías, y las miran con ternura.

Sin embargo, no había ternura en aquella mirada que le llegaba de tan cerca. Seguían centelleando las dos lunas en el fondo de tanta oscuridad. János, que por la posición que mantenía frente a ella no podía moverse en absoluto, se fijó entonces en sus ojos, en aquel negro insondable e inmóvil. Y allí vio pequeñas estrías de otro color. Acaso amarillo o verde. Eran las pupilas, que tenía dilatadas enormemente, las que le conferían a sus ojos aquella negrura sin fin, desoladora. Erzsébet no parpadeaba. János tampoco. La una escrutaba, el otro aguardaba.

Ella, sorprendentemente, no sabía qué hacer con su víctima, pese a que la tenía apresada y sin escapatoria.

Él, a su manera y en silencio, rezaba.

Las palmas de las manos de la Condesa se ciñeron a sus mejillas. Aproximó un poco más su boca entreabierta a la de János, quien de hecho, se dio cuenta de ello, había vuelto a gritar aunque ni el menor sonido saliese de su garganta.

Y se acercó aún más la boca de aquella que seguía siendo bellísima, mucho más de lo que él pudiera creer o hubiese visto cuando pudo observarla a cierta distancia. Incluso las bolsas que se apelmazaban bajo sus ojos eran como dos porciones de crepúsculo. Sentía que esa boca se aproximaba más y más. Pudo notarla rozando casi sus labios. Ahora percibía el aliento de ella, y a cada ráfaga de esa embriagante brisa, János sentía un nuevo estremecimiento. Estuvo a punto de decir algo inconexo, pero si hubiese movido los labios, éstos habrían entrado en contacto con los de ella.

Oyó un precipitado y poderoso latido en su paladar. Los ojos, sin voluntad, se le cerraban poco a poco. Estaba hechizado. Flotaba en una niebla de aroma agridulce. Tragó saliva con dificultad. Un borbotón de miedo en estado puro se fue cuerpo adentro, hacia el estómago.

La cabeza de Erzsébet se ladeó ligeramente, justo para que su nariz no tocase la de János.

Entonces le besó en los labios. Larga, fría, profundamente.

Y él, al notar aquella boca helada, sintió que moría por tercera vez. Ahora sí estaba muerto, y para siempre.

Ella apretó un poco más la boca contra la suya, que seguía impávida. Luego notó los dientes de ella deslizándose por su labio superior. Mordió allí con sumo cuidado. Todo giró alocadamente en la cabeza de János. Estaba rodando en ese vértigo cuando notó los dientes de ella repitiendo la operación, pero esta vez en el labio inferior. Apretó un poco más, como si saborease un delicioso fruto recién cogido del árbol, pero sin hacerle el menor daño.

De repente, y como si algo la hubiese sorprendido, la Condesa apartó el rostro.

Se irguió lentamente, con solemnidad. Sus cuerpos ya no estaban en contacto. János se dijo que, a fin de cuentas, la muerte no eran tan dolorosa.

Ella, con el semblante serio, le recomendó que en lo sucesivo no se moviese de las faldas de su madre.

—Los hombrecitos buenos no pasean por un castillo como éste… —comentó con una siniestra sonrisa en los labios, en esos labios que hace apenas un momento le habían besado con gélida y contenida pasión.

Él movió la cabeza en señal afirmativa. Había comprendido.

Entonces Erzsébet se giró sobre sus talones y empezó a caminar por el pasillo. János seguía paralizado, con la espalda pegada a la puerta. Ya no oía risas de chicas. Había dejado de oírlas desde que notó la garra.

La Condesa había dado unos pasos cuando se volvió de improviso. Le lanzó una penetrante mirada. ¿Volvería a morir por cuarta vez? Si ya estaba muerto, ¿cómo iba a hacerlo de nuevo?, se consoló él. Entonces ella le habló:

—Ya te lo dije en una ocasión, ¿recuerdas?

Él no tenía ni idea de a qué podía referirse. Movió la cara hacia ambos lados, expectante.

—¡Ojalá fueses una niña…!

Él sonrió como pudo, mientras ella le devolvía algo que pudo haber sido una sonrisa de complicidad.

Y se perdió entre las sombras del final del pasillo.

Aún continuó un rato János como estaba, pues una repentina flojera se apoderó de todos sus miembros. Curiosamente no se fue de allí corriendo, como quizá hubiese sido normal, sino que abandonó aquel lugar muy despacio.

Por más que lo intentaba, no podía dejar de pensar: «Estoy muerto, estoy muerto».

Pero no. Acababa de nacer de nuevo.

Desde entonces se movió con más lentitud por el castillo y sus alrededores. Era como si, a pesar de haber pasado lo que pasó, y de lo cual nunca contaría nada a su madre ni a Kata, pues les causaría un enorme disgusto, supiese en su fuero interno que, no obstante estar ya muerto o de haber accedido a una curiosa e inexplicable forma de muerte en vida, la Condesa nunca le haría daño, no a él. Quizá le recordaba a su hijo Pál, que tendría su misma edad. Diríase que, por a saber qué extraña razón, lo había escogido como testigo, sabedora de que ese niño, el silencioso hijo de una de las lavanderas, había visto, sabía, intuía.

Erzsébet estaba demasiado ocupada esos días para preocuparse de él, quien a fin de cuentas era sólo un niño. Ni siquiera una niña, lo cual sin duda le había salvado la vida.

Fue únicamente varias jornadas más tarde, paseando errático por los campos que rodeaban Csejthe, cuando János, que había alcanzado lo alto de un montículo y estaba medio adormilado sobre la hierba, se sobresaltó de repente. Acababa de recordar lo sucedido con la Condesa, y también recordó lo que le oyese contar a Ficzkó a ese
haiduco
que parecía no dar crédito a lo que escuchaba. Algo sucedido en el castillo de Erdöd, y que a Ficzkó le traía tan desagradable recuerdo.

Se trataba de una muchacha a la que habían estado torturando durante horas, pero que se debatió hasta sus últimos momentos. La tenían atada con correajes en el suelo, boca arriba. Entonces, según Ficzkó, ocurrió algo inesperado. Erzsébet, que parecía arrebatada de furia, se abalanzó sobre ella con un cuchillo de los más gruesos de que disponían, introduciéndoselo repetidamente en el pecho. Aquello hizo que todos se quedaran desconcertados. Era preferible no intervenir, pues la fiera parecía ensañarse con su víctima ya muerta. La sangre la había salpicado por completo. Eso era lo que no le perdonaba: que se le hubiese muerto antes de tiempo. Clavó el cuchillo, ayudándose con ambas manos, en el pecho de la chica. Lo hizo una y otra vez. Empezó a desgarrarle la carne con frenéticos movimientos. Oyeron cómo crujían sus huesos, costillas y vértebras. Ella seguía forzando. Le abrió un boquete. Entonces introdujo allí una mano. Logró meterla con dificultad, escarbando. Pero la introdujo hasta que su puño quedó cubierto por el pecho de la muchacha.

Entonces extrajo algo de ahí, dando fuertes tirones, mientras la sangre brotaba como si de un surtidor se tratase. ¡Era su corazón! ¡Se lo había arrancado de cuajo! Lo tomó entre sus manos y, para consternación de sus ayudantes, se lo llevó a la boca no sin antes dirigirles a todos una sonrisa de triunfo. Lo besó varias veces. Lo olió, como aquella vez hizo con el rostro de János, y empezó a masticarlo. Estaba comiéndoselo, lo hacía como si lo que degustase fuera un jugoso pomelo o una rodaja de melón.

Ficzkó aseguró haberse mareado hasta sentir náuseas. Tuvo que apartar la vista. De repente la Condesa escupió restos aún palpitantes de aquel corazón. Tenía la cara completamente manchada de rojo, y el espectáculo era difícil de soportar. Hasta Darvulia apartó la mirada. Ella misma había hecho pedazos el protocolo de la tortura al que estaban casi acostumbrados. Aquello era demasiado. Se limpió la cara con su manga y ordenó que echasen el cuerpo a la chimenea, sin más preámbulos.

Era ésa la mujer que le había acariciado. Esa cuya boca sintió en la suya. Por ello János, en aquel montículo, empezó a llorar de forma incontenible. Con él mismo, cuando tuvo sus labios firmemente apretados por los dientes de Erzsébet, había hecho como con el corazón de aquella chica, aunque entonces ella se quedase a medio camino. ¿Por qué, habiendo arrancado tantos labios a mordiscos, con él no hizo lo propio? Eso nunca lo sabría. Era su secreto. Y el de ella.

En una sola ocasión, sin contar ésa, y a lo largo de toda su vida, volvió János a sentir el contacto de los labios de una mujer, y fue cuando los puso sobre su madre muerta y amortajada. Estaban fríos pero, sin embargo, incluso esos labios azulados y sin vida de su madre le parecieron más vivos que los de la Condesa, que tenían un remoto helor.

Durante las dos últimas semanas del año 1610 Erzsébet se hallaba sumida en otros quehaceres mucho más excitantes que eliminar al hijo de la lavandera, que se movía como un gato por donde no debía. Entre las decenas de chicas que había dispersado en varios castillos, sobre todo en el de Ilava, a fin de que ninguno de sus invitados pudiese verlas cuando llegaron, había cuatro hijas de
zémans
. Ésa y no otra era la sangre que ella necesitaba. Los nombres de aquellas infortunadas ya no eran anónimos e intrascendentes, como los de cientos y cientos de hermosas jóvenes que las precedieron. Se llamaban Vistra Meyénthény, Anna Radamenkz, María Mpickis y Doricza Niláievá.

A las cuatro, y en cuanto llegaron a Csejthe, las torturaron en varias sesiones, preparándolas así para la parte final y culminante del ritual, el momento en que habían de ser pacientemente desangradas para que sus vidas, en forma de sangre, llenaran la bañera que aguardaba en un rincón de los lavaderos.

Pero el destino hizo que otra joven campesina, que subía al castillo desde el pueblo llevando leche, desapareciese un día. Nunca se supo de ella. Aquí entró en liza otro personaje que en su mocedad, por ser del pueblo de Csejthe, ya había oído rumores. Era su novio, quien, alarmado, hizo varios intentos de preguntar en el castillo, pero allí alguien debió de decirle que nada sabían de la citada muchacha. Habiendo oído lo que había oído, no se quedó conforme con la respuesta. La chica llevaba varias semanas yendo y viniendo al castillo con esos cubos de leche o agua que recogía del río. El muchacho, angustiado, decidió ir a Presburgo y ver al Palatino, que por aquella época, según le habían dicho, se encontraba en la villa. Eso fue lo que hizo. Pero a quien se encontró en Presburgo fue a Pál Nádasdy, el pequeño hijo de Erzsébet, acompañado de Megyery. Éste, a escondidas de Pál, oyó el relato del campesino. Y ya no lo dudó. Escribió a Thurzó, el Palatino, pidiéndole encarecidamente que tomara cartas en el asunto, pues la gravedad del mismo superaba con creces cuanto todos ellos habían podido imaginar. Esa demanda coincidió, en el despacho de Thurzó, con otra que le hizo llegar el padre de Doricza Niláievá. Había que actuar, y rápido, porque aquello amenazaba ya con ser una infamia para la nobleza húngara en su totalidad si el caso llegaba a oídos de las cortes de Europa.

En Csejthe, noche tras noche, Erzsébet supervisaba cómo crecía el nivel de su bañera o discutía largas horas con Májorova acerca de la calidad de la sangre de esas nuevas muchachas. Se reanudaron los conjuros y las invocaciones a la Luna, sin pensar en ningún instante que la sangre que acababa de derramar ya no era roja sino, en un sentido simbólico, vagamente azul.

Allí el trajín de sus tres cómplices era mayor que nunca. Dorkó con su serón de alpaca, Jó Ilona con su echarpe de lana y dril del que no se separaba jamás, ambas vestidas con sayas llenas de significativas manchas. Tal era el uniforme que se ponían para ejercer su execrable oficio. Y observando desde un rincón, siempre embozada en su capa, aunque sin la capucha puesta, la bruja de Miawa, belitre, ruin y temerosa, pues ya había comprobado en sus propias carnes la ira de la Condesa. La bruja vestía una hopalanda de grueso terciopelo negro forrada de piel de marta. Y aún más allá, poniendo gran celo en salvar cuantos escollos le salieran al paso, ella, la reina del terror, como un médano sobresaliendo de la charca infecta y pútrida en la que se metió, camino del simbólico y cenagoso buhedal del que ya no podría salir, pues hasta en el propio castillo, y cuando se advertía su presencia, se cerraban postigos, puertas y celosías, y chirriaban discretamente los goznes desvencijados de oscuras estancias. Definitivamente náufraga, sólo contaba ya con una reducida y asustada mesnada de fieras a su pesar, pero fieras al cabo, que habían perdido sus carlancas y cumplían órdenes mecánicamente, hastiadas de sangre y gritos. Ella aún les arengaba en tono procaz y agrio para que llevasen tiento con el líquido rojo que iba de palanganas a cuencos, y de ahí a odres de cuero, pero cuya tibieza habría podido llenar una alberca. Y cada noche el mismo bordoneo de las moscas, excitadas por aquel olor que lo llenaba todo, las mismas chicas chillando como verracos prestos al degüello, pues ya todas parecían tener idéntico rostro y reacciones. Ella, la de humor rancio y corazón hueco, ella, renuente y sorda a cualquier súplica, incluso a las de Doricza, cuyos tirabuzones blondos eran ya mechas grasientas debido a la sudoración y al dolor del sufrimiento, y cuyos hermosos ojos de color índigo se habían llenado de vetas rojas. Erzsébet, en la que todo pensamiento era bulboso, se hallaba ya sujeta al rizoma surgido de la tierra, y ese tubérculo la atenazaba impidiéndole moverse con libertad. Tan enfadada estaba por la resistencia que oponía esa Doricza que decidió torturarla con especial dedicación, evitando que muriera ya en la primera sesión. Luego iría a la chimenea. Ya pasó el tiempo de los furtivos sepelios, siempre lejos de los camposantos llenos de boj y ciprés. Para esa reticente de Doricza, la estoica, no habría sepelio alguno, ni su cuerpo sería alimento de los vermes. La chica se había puesto de color malva y, sujeta por una especie de arnés, seguía haciendo lo que más odiaba Erzsébet: rezaba. Exánime y casi sin aliento, continuaba rezando mientras duró su suplicio, pese a que la Condesa la emprendió primero a arañazos y luego a cuchilladas, que procuraba darle en partes que no fuesen vitales. Se equivocó, porque la muchacha se estaba desangrando.

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