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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (28 page)

FEBRERO

«Is the spring coming?, he said. «What is it like? You don’t see it in rooms if you are ill.»

«It is the sun shining on the rain and the rain falling on the sunshine, and things pushing up and working under the earth», said Mary. «If the garden was a secret and we could get into it we could watch the things grow bigger every day, and see how many roses are alive. Don’t you see? Oh, don’t you see how much nicer it would be if it was a secret?»

The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT

—¿Está llegando la primavera? —dijo él—. ¿Cómo es? Uno no puede verlo desde aquí dentro si está enfermo.

—El sol que brilla en medio de la lluvia y la lluvia cae entre los rayos del sol, todo se yergue y se mueve bajo la tierra —dijo Mary—. Si el jardín fuera un secreto y pudiéramos entrar en él, podríamos observar cómo todo va creciendo cada día, y cuántas rosas florecen. ¿No lo ves? Oh, ¿no te das cuenta de que sería mucho mejor si fuera un secreto?»

El jardín secreto,

F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT

La carta de Cuba

—¿Estela Vallés? —me preguntó a gritos el cartero—, ¡no caben más cartas en el buzón!

Cierto.

En seis meses nunca me había ocupado de vaciarlo. ¿Para qué, si no tendría que haber nada para mí? Supuse que alguien se encargaría. Alguien que, obviamente, no lo había hecho.

—No soy Estela Vallés —le informé desde el portón—, aquí ya no vive nadie...

Me miró con una cara extraña. ¿Por qué entonces estaba yo allí? Y además, la correspondencia seguía llegando a nombre de Estela, por lo tanto, renunció a entender.

—¿Y qué hago con esto? —preguntó, enseñándome varios sobres sujetos por una goma—, ¿las devuelvo?

—Démelas a mí. Yo se las guardaré. Soy su inquilina. Lleva unos meses fuera, ¿sabe? —me escuché explicar en voz alta—, pero puede que esté a punto de volver...

El cartero me tendió las cartas sin decir palabra y arrancó la moto perdiéndose cuesta abajo.

Curioseé los remitentes. Varios llevaban membretes de galerías de arte; otros, logos de bancos, y también, mucha publicidad.

La única carta personal venía en un sobre alargado y de papel muy sobado remitida desde Cienfuegos, avenida Cinco de Septiembre, Cuba.

Y la remitía Diego Vallés.

Me la eché en el bolsillo y comprobé automáticamente que no hubiera ninguna para mí. ¿Cómo podía haberlas? Nadie, excepto mis padres, sabía dónde vivía. Me había marchado sin dejar a Fernando mi dirección. Ni tan siquiera podía llegar una mísera factura; la luz o el agua no estaban a mi nombre por culpa del «contrato» tan ventajoso que me había obligado a pagarlo todo incluido y en «B». Me había colado en el lugar de Estela sin que, oficialmente, ocupara su sitio. Aunque no para su familia, para la Compañía de Aguas de Barcelona, Estela Vallés-Bruguera seguía siendo un ente real.

Una de mis últimas noches negras, hacía ya casi un mes, había soñado con ella. En lugar de su verdadero rostro —que por entonces desconocía—, se me había representado como una diosa hindú, una mezcla de mujer de pelo lacio y rubio hasta la cintura y ojos vacíos de puro azul; una de esas deidades con muchos brazos y senos esféricos como naranjas. Hermosa, inconstante, lejana, indolente. Tenía que reconocer que ejercía sobre mí una cierta fascinación. Me gustaba dormir en su cama y lavarme en su lavabo, mirarme en su espejo y leer recostada en su butaca de terciopelo gris.

Estela, suave y escurridiza. Seguir su rastro era como tratar de atrapar una pastilla de jabón en la bañera.

Se sucedían los días; habían llegado las golondrinas y las horas se estiraban hasta dejar una tarde holgada, con los pájaros revoloteando en círculo, ¿se anunciaba ya la primavera tan pronto, en febrero? Las aves cada año llegaban antes, por culpa de los inviernos más cálidos. Las flores de los almendros yacían ya como alfombras al pie de los troncos, y una nube de hojas verdes y prietas ocupaba su lugar. De las mimosas colgaban racimos que habían sido de un amarillo brillante pero que ya no eran más que botones quemados de color marrón. Comenzaba a apreciar que la naturaleza empujaba, inmune a nosotros, pobres y diminutos humanos, ciega en sus deberes a nuestros humores y penas.

«Ya me contarás en lo que andas metida; a mí no me engañas», había requerido mi madre, algo aliviada por mi tono, nuevo, esperanzador. Lo del libro no terminaba de convencerla, «¿De verdad te lo van a publicar?». Sí, o no, daba igual. Lo importante era que estaba trabajando en algo, ¿no era eso lo que ella misma me había repetido durante aquellos meses? Tener la cabeza ocupada.

Llevé las cartas de Estela conmigo. Las dejé al lado del ordenador. Lo tenía permanentemente en la cocina, conectado, mi única ventana hacia el mundo.

Aquel día la temperatura era agradable, sentí la tentación de abrir las ventanas y dejar entrar en la casa un poco del calor que flotaba al otro lado de los muros. Dudé y decidí telefonear. Mi madre no había llamado y eso que ya eran casi las cinco.

Con ella no hablaba de Estela. Estela pertenecía a la esfera de Mon Repos. Tampoco de Alma; no se atrevía ni a mencionarla y, para mí, por teléfono... no, no era la manera, ni tampoco había llegado el momento. No nos quedaban muchos temas para hablar.

—Y de Fernando, ¿sabes algo? —Ése era uno de ellos. Aquella vez no tuve que sacarlo yo.

—Nada. Que se iba de viaje. Hablamos, pero en Nochevieja...

—Y estamos en febrero... —calculó.

Esta vez habían sido dos meses sin noticias o un mensaje. Bueno, uno, si contamos el que me mandó después de nuestra conversación desesperada —por mí—, «Año nuevo, vida nueva. Besos, Fer».

Con mi madre la conversación avanzaba sin necesidad de gastar muchas palabras. No hizo falta que me explicara que ya sabía que era yo la que le había llamado —estaba claro; ya se lo habría contado, si hubiera sido él—, tampoco que verbalizara lo que ella pensaba de que le hubiera «perseguido de esa manera», que era un error. Y se confirmaba lo que llevaba repitiéndome prácticamente a diario —excepto los dos breves momentos de romance que vivieron Fernando y ella cuando se conocieron y, más adelante, cuando gracias a él hizo una buena «operación»—: que no había manera de hacer carrera de mí.

—Tenemos que ir a Santoña un día de éstos —me anunció—, a ver qué hacemos con la casita de la playa. ¿Y tú?, ¿no vas a querer volver a ir?

—No lo sé... Es posible, pero más adelante.

Es cierto que podría haber ido a Berria, pero en su momento no se me ocurrió. Buscaba otra cosa. Berria era un puerto, mi puerto, pero tenía todavía que llegar.

—Ya sabes que a mí no me gusta aquello —se justificó—. Si lo guardamos es sólo por ti...

Desde que muriera Anselma, Berria se había quedado casi al abandono, «Ratas por todas partes, da miedo hasta entrar». La casa de mi abuela... olor a canela y a leche cocida con un fondo de olas. Después de aquel verano con la niña, no volvimos más que una sola vez. Y luego, nunca. No sé si fue la conjunción de hechos —primero la abuela, después la enfermedad— o la imposición de los gustos de Fernando lo que nos condenó al gueto vacacional de los aspirantes a triunfadores en lo económico y lo social. Al año siguiente me sorprendió, «Tu regalo de cumpleaños» (era su manera de hacer lo que le daba la gana), con un adosado en la misma urbanización en la que habían veraneado los Vilches antes de ascender a la Primera División. Jamás se me habría ocurrido refugiarme en aquel lugar inane y con domótica, una casa que daba al mar, con persianas eléctricas en todos los cuartos, lectores de DVD... De hecho, ¿qué habría sido de ella?, ¿la habría vendido también?

Era cierto que muchas veces había sentido el impulso de irme sola, a olfatear la playa y sentir las gaviotas desde el mismo escalón del porche donde me sentaba con mi abuela. Pero nunca lo hice.

Me vino de repente la imagen de Anselma, trasteando en su cocina de fogones y faldas de tela, batiendo claras para hacer bizcochos, tiernos, tostados, un milagro gastronómico que sólo ella era capaz de obrar. Mamá no cocinaba más que para salir del paso, «No lo hago bien, y no me gusta». Además, detestaba que se le pegaran los olores al pelo y a la ropa, y en cuanto podía, se escapaba quejándose, «Apesto a guisote, qué horror». A mí me parecía que de las cocinas atareadas emanaba un olor delicioso, como a fiesta, a vacaciones, a celebración. El de la cocina de Berria era el olor de mi abuela, el de mí misma, pequeña, feliz.

—Nunca he entendido por qué te ponía tan nerviosa Santoña. En cuanto llegabais, no veías el momento de marcharos... —cuestioné al otro lado del teléfono.

—Cosas...

Era cierto; cuando éramos pequeños tenía que ser siempre la abuela la que viniera a visitarnos, excepto en verano; entonces nos llevaban en coche hasta la casa de Santoña, hacían noche y a la mañana siguiente se marchaban de vuelta para Madrid. Mamá llegaba llena de excusas para no quedarse, «No puedo dejar el Salón tanto tiempo», «Vienen los pintores», «Me sienta mal la humedad».

—Para ti todo son recuerdos bonitos. A mí, me remueve... miserias, miserias, que es mejor no conocer —dijo, con un tono que le había escuchado muy pocas veces. El de la sinceridad.

Después del encuentro casual con la pobre Burutta, tan amable, con sus redondeces y su marido rechoncho, no encontraba qué razón podía quedarle para aborrecer su infancia. Entonces ya era una mujer adulta de más de sesenta años, una señora; lo que siempre había querido ser. Gracias a Fernando —y su visión para los negocios— viajaba con mi padre en primera clase, y su cabello rubio, «Sin una cana todavía», llevaba a que la confundieran con una «dama extranjera» en las recepciones de los hoteles, en las cabinas de los aviones, lo que no podía satisfacerla más. «Sólo me ha faltado aprender idiomas», decía inflada como un pavo y hasta daba la impresión de que no lo descartaba cuando entre sus planes mencionaba «pasar una temporada con tu hermano». «Tonterías de tu madre», zanjaba, práctico, papá. Demasiado bien sabía que su mujer se conformaba con recordar que tenía «un hijo diplomático», aunque no fuera todavía embajador. «Sin apellido ni politiqueos no es tan fácil», remataba siempre que salía el tema a colación.

Aquella tarde parecía especialmente preocupada por algo referido a Santoña. Algo le rondaba la cabeza. Algo que le hurgaba en las tripas, pero que no quería contarme.

—Voy a tener que volver... —suspiró al otro lado.

Habíamos cerrado la casa hacía muchos años, ¿catorce?, ¿Quince? Pero quedaba algo pendiente. Algo le estremecía.

—Son las montañas las que me dan escalofríos. Imaginar a tu abuela, por allí, con esa bestia...

Y no hubo manera de sacarle más.

Un segundo después de colgar se oyó la campana de la verja de entrada y, un minuto más tarde, sonó en la puerta el «tatata-ta-ta-tatá» de Román. Mon Repos empezaba a ser un lugar poco reposado.

Román venía —como él mismo había reconocido— por el mero placer de «darle a la bífida», porque ya no había relente del que refugiarse. Al contrario, llegó quejándose del calor como si en vez de un viejo fuera una vieja. Se lo dije y se rió.

—Ha llegado una carta del padre de Estela. ¡Con matasellos de hace un año! —le anuncié según se sentaba en el que ya consideraba su sitio.

—Bueno —respondió con calma—, Mon Repos nunca ha sido una plaza fácil de encontrar.

—¡Romááán! —le reprendí, en broma.

—¡Mande! —respondió riendo mientras sacaba el tabaco y una caja de cerillas del bolsillo. «Me los voy a fumar igual.»

—Igual él también estaba buscando a Estela... —conjeturé mirando el sobre ennegrecido por los bordes de tanto rodar de saca en saca y de país en país.

—¿Y quién te ha dicho a ti que alguien la esté buscando? —inquirió Román, levantando maléfico la ceja—; quien no busca, no encuentra —anunció enigmático—, recuerda, niña, quien no busca, no encuentra. —Deduje, por su tono, que se refería a mí—. Y, otras veces, no te quieren encontrar.

¿Inés y Diego?, ¿se refería a los hermanos de Estela?, ¿por qué no iban a querer encontrarla?

—¿Crees que pueda estar en Cuba...? —aventuré, agitando la carta.

—Déjame que la abra y te lo diré —concedió sonriendo, mientras le envolvía una voluta de humo como a un mefistofélico gran visir.

Guardé el sobre debajo del ordenador acusándole de loco y delincuente mientras él me observaba con las dos cejas levantadas, «A mis años, ni siquiera te meten en la trena», replicó.

El día anterior se me había ocurrido buscar —yo, al teclado, él, refunfuñando contra el maldito Internet— en qué consistía una declaración de ausencia. Aunque debo confesar que, cuando se fue, apurado por la hora del almuerzo, me entretuve curioseando en las páginas en que se hacía referencia a Fernando. Más que nada para comprobar que, no sólo para mí, Fernando siguiera siendo un ente real.

Me recreaba. Me consolaba. Pinchaba en las páginas que ya había leído cien veces, «Gálvez y Prado», en las que aparecía su foto junto a la de su socio, los dos sin corbata y aspecto limpio y levemente intelectual, al lado de un desplegable cuasi publicitario con sus futuros proyectos y otros que ya estaban construidos. Juntos habían
triunfado
. Una vez ricos —sí, Fernando había hecho mucho dinero—, dejó de interesarle el mundo de la promoción salvaje y arrastró a su socio en su búsqueda de la respetabilidad. Se reivindicó arquitecto: un pequeño museo de arte contemporáneo en Medinaceli, un edificio de oficinas en el extrarradio de Madrid, la fundación de la que se había encargado en Barcelona... para su nueva etapa habían eliminado de sus «Trabajos» los apartamentos de la costa levantina, y los chalets que habían perpetrado en la periferia de las grandes ciudades; eran ellos mismos los que entre risas y puros los calificaban de «engendros de cuatro plantas con micropiscina y coartada de jardín». Nada en «noticias», algún viejo recorte en que se le citaba de pasada, siempre al lado de otro más importante, un arquitecto, un constructor.

Estuviera donde estuviera, parecía que la tierra se lo hubiera tragado a él también.

A Román y a mí nos gustaba enzarzarnos en discusiones acerca de cuál sería el motivo último de los hermanos para tratar de apropiarse de los bienes de Estela con tal desfachatez. La declaración de ausencia que quería conseguir Inés servía para administrar los bienes de Estela durante su —lógicamente— ausencia y podía solicitarse transcurrido un año desde su desaparición. «El juez podrá designar un representante del ausente o desaparecido en aquellos negocios que no admitan dilación sin que se cause perjuicio a terceros», resumían en un portal de abogados
on line
. Ese representante podía ser, después del cónyuge no separado legalmente, el pariente más próximo hasta el cuarto grado. En su caso, dada la incapacidad de su madre —según Román, una estratagema de la propia Tona para evadirse de los comentarios y las habladurías de los amigos—, significaba que podía desempeñar la función uno de sus hermanos. ¿Inés? También se mencionaba que debía existir una urgente «necesidad de defensa de los intereses del ausente». No encontrábamos la urgencia, pero probablemente ellos sí. Y lo definitivo era que no habría que restituir los «frutos obtenidos» —por ejemplo, mi alquiler— excepto si existiera «evidente mala fe».

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