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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (29 page)

Con la aquiescencia de un juez y un poco de prisa podrían hacer lo que quisieran con todo lo de Estela, incluido Mon Repos. Faltaba un último requisito que exigía mi colaboración y para eso me llamaba —insistentemente— Inés desde que llegó en su Mercedes azul noche: un inventario detallado de los bienes de Estela con notario de por medio. Sacaba un placer tonto en ver su nombre en la pantalla del móvil y no responder. Román aprovechó que me giraba para servirle un vaso de agua y sacó el sobre de debajo del ordenador. Lo examinó por ambos lados, «¡No voy a abrirlo si tú no quieres!», y en un gesto de coquetería se lo llevó a la nariz, como los galanes de las películas cuando la corresponsal era alguna mujer.

—Diego ha cambiado de perfume —afirmó con sorna—, esto huele a arroz con yuca en vez de a
champagne
.

Casi veinte años en Cienfuegos... ya sería otra persona. El
compañero
Diego Vallés.

—Y casi veinte años sin ver a sus hijos... a Estela, su niña adorada... y ella sin verle a él.

—¿Tampoco? —pregunté incrédula, ¿qué sabía Román?

—¿Te acuerdas de que te conté que aquí todo ocurría en verano?

Me acordaba, sí.

El verano de Diego padre

El verano de la catástrofe, el drama padre de los Vallés había sido el que Román bautizó como el de «la cubana». Y no por el arroz.

Todo había comenzado dos veranos antes, cuando a Diego padre, harto de sus tareas difusas como gestor de un patrimonio gobernado por su virreina madre, se le había antojado dar rienda suelta a sus frustraciones. Rescató una antigua vocación historiográfica para centrarse precisamente en su Herencia, con mayúscula, así la consideraba de importante: la hacienda y la historia de la familia.

—Trabajar, lo que se dice trabajar, no había trabajado nunca —señaló Román, que me había arrastrado con él, y con la carta, de la que se había apropiado, a la biblioteca—. Él sostenía que administraba el patrimonio y las fincas, pero para eso ya disponían de un administrador. Y, además de los líos políticos en los que se había mezclado, le escocía la mala conciencia respecto al origen de su bienestar.

Diego se había decidido a escribir un libro sobre Cuba y los primeros Vallés-Bruguera, «Que por entonces no eran más que Valles», recalcó Román. E iba a necesitar pasar temporadas, «largas», en Cienfuegos porque no disponía de material suficiente, allí, en la biblioteca de Mon Repos, donde sí guardaban archivados «asientos contables, libros con largas relaciones de cifras de lo que compraban y vendían en Cuba, café, tabaco, azúcar... todo. Una bonita fortuna contabilizada en reales, y los negocios que con ella desarrollaron, bien redactado por el segundo Eliseo con tinta y pluma en letra de pata de araña...». Diego necesitaba memoria, vivencias, rescoldos de hogueras encendidas por los esclavos los días de fiesta, el sonido de las sirenas de los barcos que llegaban a La Habana cargados de inmigrantes desde Cádiz y hasta letras de canciones. «Cuba, Cuba, encanto mío, en Cuba no hay pobre, ni moneda de cobre, y corre el oro como el río», tarareó Román. ¿Había algo de la casa que él no supiera? Sus conocimientos abarcaban desde las cuentas bancarias a los dormitorios de los Vallés...

—Diego era un tipo culto, bien vestido y amante de los libros con cierta conciencia o, más bien, vergüenza social.

Contrariamente a los de «su clase», no era cazador. Detestaba las armas, siempre que se usaran para disparar contra algún espécimen del reino animal... «Bueno, bueno, bueno... —terció Román—. Luego te explicaré.» Al llegar a la universidad se había juntado con todo tipo de gente, «variopinta» en palabras de la marquesa, «A él le dio por la política clandestina, como a otros les sale un hijo guitarrista en un conjunto».

—Con todo, a lo más a lo que llegaron él y sus compinches fue a apedrear el cuartel de la Guardia Civil de Mollet del Vallès. —Me miró de hito en hito, con sus ojillos todo pupila, a punto de la carcajada—. ¡No me lo invento!, ¡que no te rías! —me reprendió—. ¡Los sacaron en el diario! D.V.B., identificado sólo con iniciales, claro, y sin el guión.

Al mismo Román le había tocado comprar todos los ejemplares de los quioscos de Pedralbes, Tres Torres y Sarrià. «Si por la marquesa fuera, habríamos comprado
La Vanguardia
entera», pero no sirvió de nada porque todo se sabe, y años después, «en el 92», uno de sus colegas, electricista para más señas, que ya se había pasado a Terra Lliure, hizo la narración completa. «Ya no pasó nada, Diego llevaba varios años en Cienfuegos y él, con ésos, no había hecho más que tontear.»

Román se había apoltronado en su butaca como un viejo narrador en una plaza rodeado de niños con los ojos como platos. Mis platos.

—De cuando te hablo es de cuando Estela y sus hermanos eran pequeños. Diego, con sus pantalones de pinzas color rojo vino o azul brillante y sus camisas a medida con iniciales bordadas, enredando con esa célula de chapuceros: un paleta, el electricista ese al que trincaron en el 92 poniendo bombas, un abogado de Premià y él, el hijo de casa bien. Un grupito que a la vieja la sacaba de sus casillas (ella era franquista hasta la médula, a diferencia de la mayoría de sus amigas, que eran de derechas, sí; pero de Franco no), bueno, pues con ésos se dedicaba a apedrear a picoletos y a dar charlas en los ayuntamientos donde izaban la bandera independentista en cuanto se descuidaban. Una bandera, que, abro un paréntesis —explicó Román agitando el dedo—, se usó por primera vez en Cuba en el 28 —apuntó, enarcando las cejas—. ¿A que no lo sabías?

Con aquel historial, la marquesa no las tenía todas consigo. Ya había debido de tocar algún palillo que otro para que dejaran en paz a Diego. Él parecía haberle perdido un poco el gusto a viajar con Tona, aunque continuaba con el mismo tipo de vida de avión en primera y coche en la puerta. Pero ya una vez le habían pillado quemando una bandera —aunque llevaba la cara tapada, ella le había reconocido en la foto del periódico; era el único bien vestido en aquel tumulto de gentuza que los periódicos calificaban de «manifestación»—. En otra ocasión le mezclaron, esta vez con nombre y apellidos, con «simpatizantes de los terroristas» y le constaba que su nombre había salido varias veces en conversaciones con algún juez. Cuando le dijo que tenía que investigar
en
Cuba, aliviada, le animó.

—Los primeros Vallés tenían esclavos, ¿sabes? —apuntó Román alzando las cejas—, pero no uno ni dos, sino muchos, miles. Los ingenios que tenían en Cuba eran como la cabaña del Tío Tom.

Diego padre también lo sabía. Lo habían discutido muchas veces. Eran otros tiempos, otras leyes, otra moral. Román trató de no juzgarle. «La mayor parte de las fortunas de aquellos tiempos en Cuba se hicieron así. Hubo quienes directamente se dedicaban al comercio de esclavos; no fue éste el caso de los Vallés.»

Diego hizo un primer viaje y un primer borrador. Su madre lo llamó al orden y, antes de que lo terminara, le ordenó que suprimiera algunos pasajes «innecesarios»: las condiciones de vida durante la zafra, las reglas que se imponían para el trabajo y la vida privada del «personal». Para ella, no hacía falta «dar pábulo a las exageraciones ni detallar las cifras con tanta exactitud», ni tampoco echar más leña a los tejemanejes que había urdido Eliseo padre —aunque figuraban en todos los libros de Historia que cualquiera podía leer— para que Isabel II les concediera un título sudado a base de toneladas de azúcar de caña hasta el punto de que —también le exigió que eliminara otro recuadro titulado «Fígaros jocosos y malevolentes»— algunos articulistas burlones sugerían que en lugar de los dragones y los niños gemelos del escudo, más les valía llevar en sus blasones, sobre fondo de tabaco y lecho de café con leche, un terrón.

—De azúcar, claro —precisó Román, que había comenzado a juguetear de nuevo con el paquete de cigarrillos—. Aunque me meta con él, no era mal chico el Dieguito... ¡Bueno! —hizo una pausa, para aumentar el efecto—, ¡y ahora viene lo mejor! —exclamó—, el momento cumbre de su aventura independentista truncado por la voladura del cerebro de la operación.

Sacó un pitillo agitando el paquete hacia abajo.

—Li-te-ral-men-te —recalcó—, no creo que lo sepas porque serías una niña, pero hubo más muertos en las filas independentistas que en las de los enemigos, entre comillas.

«Eran una célula independiente, y muy novata, que quería jugar en el patio de los mayores.» Un buen día, él y sus colegas se encerraron en el trastero, «el mismo que tienes debajo de esa cocina», a manipular unos explosivos para entrenarse por si algún día se les ponía a tiro algún «objetivo militar».

—No sé qué cojones estarían haciendo pero el artificiero, que era el paleta, a Diego, que sujetaba el artefacto, le voló dos dedos de una mano y al otro, al frutero, casi le arranca la cabeza.

—¡Qué horror! —exclamé estremecida.

Román asintió con cara de circunstancias, chasqueó la lengua y reconoció que había exagerado «un poco».

—Bueno, la onda expansiva le arrancó sólo parte de la nariz...

Ya se había encendido otro pitillo y fumaba con deleite, sacando anillas de humo blanco que flotaban como pequeñas explosiones de nicotina tanto más inofensivas que las de Diego padre en aquel mismo lugar.

—Te estoy hablando del 87 —precisó Román, haciendo memoria—, sólo unos meses antes de largarse a Cuba. Éstos habían vivido muy bien con Franco, pero si no hubiera sido por ese accidente vete tú a saber qué habría sido de él... igual habría acabado en el mismo proceso que sus correligionarios, en el 92. Y por una paradoja del destino fue la mala cabeza de su amigo lo que le salvó —concluyó con una seta radiactiva de humo sobre nuestras cabezas.

No pude por menos que reírme; Román, aquel Román...

—¡Y luego fue cuando vino lo de la cubana! —exclamó con regocijo—, después del accidente, decidió que lo suyo era ser historiador.

Lo de la cubana fue la gota que colmó la copa de
champagne
—ellos eran muy afrancesados en sus gustos, excepto para las debilidades de la carne—, que se desbordó sobre la antigua mesa de caoba para veinte comensales como un retrete atascado por un amasijo de papel.

Diego había emprendido un primer viaje para preparar el libro de sus antepasados a la vuelta de unos días en Miami en compañía de su mujer. Tona consintió en hacer una parada. Tenían que volver a Barcelona para cambiar de maleta y darle un beso a los niños —que todavía no habían acabado el curso en el Sagrado Corazón— y marcharse de nuevo —a casa de unos amigos con los que se veían mucho— a Gstaad. Pasaron dos semanas en Cuba, con Tona asfixiada por los calores y la falta de comodidades, «¡No hay ni papel en los baños!», y las excursiones a lo que quedaba del vergel del Santa Ana, una torre enhiesta de las tres que hubo en medio de campos agostados rodeada por un cordón. Allí, un guía que era ingeniero de caminos, canales y puertos les detalló, sin saber quiénes eran ellos, los desmanes con los trabajadores de los «malvados y corruptos señores Vallés». Liberados ya los esclavos, habían tirado de soldados españoles para la zafra con los que habían «blanqueado» los ingenios. Ése lo habían abandonado, pero no así la finca Virgen de Montserrat y la Fuensanta, que seguían en activo, fuera ya del control de los Vallés, en la zona más próspera en caña de azúcar del oriente.

Le cundió la visita, entre consultas a los archivos locales y a la Universidad de La Habana, donde Diego padre fue agasajado como una deidad rediviva por un catedrático con camisa de curita y pronunciación caribe especializado en la emigración catalana del
XIX
.

—Imagínate —exclamó Román fumando nervioso—: era como si a un egiptólogo le pusieran delante a un descendiente de Tutankamón.

Éste fue un viaje muy provechoso en el que Diego padre enriqueció las bases de lo que pretendía contar en su libro: la historia de las tres propiedades de Cienfuegos, las empresas y el comercio con Estados Unidos, la vuelta a la metrópoli y el colegio laico y mixto que fundó el hijo del primer Eliseo y que todavía llevaba el nombre de su esposa aderezado con la salsa de la Revolución, Centro Educativo Reformista Rose Craig. Pero le picaba la curiosidad. Sabía que los descendientes de aquellos esclavos todavía llevaban los apellidos de sus antiguos propietarios; iba con Tona, que no paraba de quejarse, «¡Qué sucio está todo!, ¡qué nula noción del servicio hay aquí!», así que dejó para un próximo viaje la tarea de encontrar a algún Vallés-Bruguera. ¿Existiría una rama sensual y melosa de Vallés al otro lado del Atlántico? Si quedaba alguno que tuviera referencias de sus tatarabuelos sería el remate perfecto para su labor.

—Haberlos, los había —bromeó Román, que apuraba su segundo cigarrillo del día.

Se acordaba perfectamente de las tiranteces que surgieron aquel primer verano de Cuba, susurradas para que no se enterasen la Montse y la Reme entre las paredes del comedor. A su madre le pareció algo absurdo y descabellado, «Nosotros somos los únicos Vallés». No le hacía maldita la gracia, pero, mientras no se los trajera a casa, lo dejó estar.

Al año, con parte del material ya redactado, Diego padre pegó otro salto desde Barcelona después del esquí de Semana Santa y a tiempo de regresar para la temporada en la Costa Brava. Iba poco menos que a ciegas —un cruce de cartas con el Casal Català de Cuba en La Habana— buscando una pista, un lugar por el que trabar la búsqueda de sus antepasados más de cien años después. Había miles de descendientes de españoles residiendo en Cuba pero no tenían constancia de ningún Vallés-Bruguera.

Fue el segundo y definitivo viaje. Habló con algunos compatriotas que se habían exiliado veinte años antes por solidaridad con la Revolución cubana. Conocía a uno de ellos, una leyenda entre los comunistas de la época de la clandestinidad.

—Porque Diego, aunque no había llegado a nada, mantenía sus contactos de su época de rojillo —apuntó Román, divertido.

«El Trosko», Miguel Montes, un granadino que sudaba las camisas en rodales de color vino tinto, se ofreció, muy amable —y por un módico precio— a hacerle de taxista en su estancia. Miguel se había establecido en Cuba hacía diez años y vivía allí con su mujer, una nieta de españoles, en las cocheras de una antigua casa de El Vedado, con mármol de Carrara y adornos de Lalique —una residencia que administraba el Ministerio de Cultura—, y le repetía que no había mejor sitio en el mundo que Cuba.

—Eso le decía al Dieguito, ¡que aquí vivía como Dios!

Bajaron hacia Cienfuegos en una furgoneta de fabricación soviética, «la prostituta», como la llamaba Miguel con una metáfora cariñosa —la usaba cuando no tenía más remedio y con un par de pesos de combustible le venía bien—, que les dejó tirados en cuanto salieron de las carreteras más lucidas de La Habana. Con unos cuantos días de retraso y con la camisa de Miguel pegada al cuerpo como un papel de seda de color negro —«Aquí no hay que tener prisa, aquí hay que tomar lo que viene y disfrutar»—, recalaron en los alrededores de la «Fuensanta», el primero y más importante de los ingenios, convertido en atracción local y moribunda por la que no pasaba nadie. Ya en la casa en la que encontraron acomodo —una habitación fresca que daba a una galería y que pertenecía a una señora que conservaba un piano y los retratos de sus abuelos, «Españoles, como yo»—, Miguel le propuso a modo de juego que consultaran la guía de teléfonos de Aguada de Pasajeros, a ver si encontraban algún Vallés.

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