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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (10 page)

—¿Olvidar y perdonar? Le di su oportunidad. Me rechazó. Dos veces, si tiene usted razón con lo de las indicaciones.

Subieron otra pendiente.

—El centinela está en la cima. Sea quien sea, podrá vernos de un momento a otro. Quédese aquí y cúbrame. Si oye disparos… —Hizo una pausa—. Siga su iniciativa.

Cordelia reprimió una carcajada. Vorkosigan aflojó el disruptor en su canana y caminó abiertamente por el sendero, haciendo ruido.

—Centinela, informe —le oyó decir Cordelia, firmemente.

—Nada nuevo desde… ¡Santo Dios, es el
capitán
!

Una risa de sincero deleite siguió a estas palabras. Cordelia se apoyó contra el árbol, sintiéndose súbitamente débil.
¿Cuándo fue,
se preguntó a sí misma,
que dejaste de sentir miedo de él y empezaste a sentir miedo por él? ¿Y por qué este nuevo temor es más atenazante que el primero? No parece que hayas ganado mucho con el cambio, ¿no?

—Puede salir ya, comandante Naismith —llamó la voz de Vorkosigan. Ella se abrió paso entre los matorrales y escaló la pendiente. En lo alto había dos jóvenes muy apuestos y marciales con sus uniformes de faena. Reconoció a uno de ellos, más alto que Vorkosigan por una cabeza, con cara de niño y cuerpo de hombre, porque lo había visto con el catalejo: Koudelka. Estaba estrechando la mano de su capitán con verdadero entusiasmo, asegurándose de que no era un fantasma irreal. La mano del otro hombre se dirigió al disruptor en cuanto vio el uniforme de ella.

—Nos dijeron que los betanos lo habían matado, señor —dijo, receloso.

—Sí, es un rumor que he tenido dificultades para acallar —respondió Vorkosigan—. Como puede ver, no es cierto.

—Su funeral fue espléndido —dijo Koudelka—. Tendría que haber estado allí.

—La próxima vez, tal vez. —Vorkosigan hizo una mueca.

—Oh. Ya sabe que no lo he dicho con esa intención, señor. El teniente Radnov hizo un discurso buenísimo.

—Estoy seguro. Quizá llevaba meses preparándolo.

Koudelka, un poco más rápido de reflejos que su compañero, dijo: «Oh.» El otro hombre simplemente pareció desconcertado.

—Permítanme que les presente a la comandante Cordelia Naismith —continuó Vorkosigan—, del cuerpo de Exploración Astronómica Betana. Es… —Hizo una pausa y Cordelia esperó interesada a ver cuál era su condición—. Ah…

—¿Lo que parece? —murmuró.

Vorkosigan apretó los labios con fuerza, forzando una sonrisa.

—Mi prisionera —escogió por fin—. Bajo palabra. A excepción de libre acceso a zonas clasificadas, hay que tratarla con la máxima cortesía.

Los dos jóvenes parecían impresionados, y enormemente curiosos.

—Está armada —señaló el acompañante de Koudelka.

—Y menos mal. —Vorkosigan no amplió el tema, sino que pasó a asuntos más urgentes—. ¿Quién forma parte del grupo de aterrizaje?

Koudelka dio una lista de nombres. Su compañero refrescó su memoria de vez en cuando.

—Muy bien —suspiró Vorkosigan—. Radnov, Darobey, Sens y Tafas tienen que ser desarmados, de la manera más calmada y limpia posible, y arrestados bajo el cargo de amotinamiento. Habrá otros más tarde. No quiero ninguna comunicación con la
General Vorkraft
hasta que todos estén bajo llave. ¿Saben dónde está el teniente Buffa?

—En las cavernas. ¿Señor? —Koudelka parecía un poco triste, ya que había empezado a deducir lo sucedido.

—¿Sí?

—¿Está seguro respecto a Tafas?

—Casi. —Vorkosigan suavizó el tono—. Serán juzgados. Para eso sirven los juicios, para separar a los culpables de los inocentes.

—Sí, señor. —Koudelka asintió, aceptando esta limitada garantía de la seguridad de un hombre al que Cordelia supuso un amigo.

—¿Empieza a comprender por qué dije que las estadísticas sobre la guerra civil ocultan la principal realidad? —dijo Vorkosigan.

—Sí, señor. —Koudelka lo miró directamente a los ojos, y Vorkosigan asintió, seguro de su hombre.

—Muy bien. Vengan conmigo los dos.

Se pusieron en marcha. Vorkosigan volvió a tomarla del brazo sin apenas cojear, ocultando perfectamente cuánto se apoyaba en ella. Siguieron otro sendero a través del bosque, por terreno escabroso, y salieron a la vista de la puerta camuflada de las cavernas.

La cascada que caía junto a ella terminaba en una pequeña laguna que acababa por convertirse en un arroyuelo que se perdía entre los árboles. Había un extraño grupo junto a él. Al principio Cordelia no distinguió qué estaban haciendo. Dos barrayareses montaban guardia al tiempo que otros dos permanecían arrodillados junto al agua. Mientras se acercaban, los dos que estaban arrodillados se levantaron, sosteniendo para que se pusiera en pie a una figura chorreante vestida de pardo, con las manos atadas a la espalda. El hombre tosió, esforzándose por respirar entre jadeos entrecortados.

—¡Es Dubauer! —chilló Cordelia—. ¿Qué le están haciendo?

Vorkosigan, que pareció saber al instante qué le estaban haciendo, murmuró:

—Oh, mierda.

Y echó a correr como pudo.

—¡Ése es mi prisionero! —rugió mientras se acercaban al grupo—. ¡Quitadle las manos de encima!

Los barrayareses se pusieron firmes tan rápido que pareció un reflejo espinal. Dubauer, al ser liberado, cayó de rodillas, todavía intentando recuperar el aire con largos jadeos. Cordelia, mientras corría a atender a Dubauer, pensó que nunca había visto un grupo de hombres de aspecto más aburrido. El pelo de Dubauer, la cara hinchada, la barba sin afeitar y el cuello de su camisa estaban empapados, los ojos enrojecidos, y continuaba tosiendo y jadeando. Horrorizada, ella finalmente advirtió que los barrayareses le habían estado torturando metiéndole la cabeza bajo el agua.

—¿Qué es esto, teniente Buffa? —Vorkosigan dirigió al jefe del grupo una mirada terrible.

—¡Creí que los betanos le habían matado, señor! —dijo Buffa.

—No lo hicieron —replicó Vorkosigan, cortante—. ¿Qué le están haciendo a este betano?

—Tafas lo capturó en el bosque, señor. Estábamos intentando interrogarlo para descubrir si había más betanos cerca… —Miró a Cordelia—. Pero se niega a hablar. No ha dicho ni una palabra. Y yo que pensaba que los betanos eran blandos.

Vorkosigan se frotó la cara un instante, como rezando en busca de fuerzas.

—Buffa —dijo pacientemente—, este hombre fue alcanzado por un disruptor hace cinco días. No puede hablar y, si pudiera, no sabría nada de todas formas.

—¡Bárbaros! —exclamó Cordelia, arrodillada en el suelo. Dubauer la había reconocido y se aferraba a ella—. ¡Los de Barrayar no son más que bárbaros, villanos y asesinos!

—E idiotas. No se olvide de lo de idiotas. —Vorkosigan asesinó a Buffa con la mirada. Un par de hombres tuvieron el detalle de parecer inquietos, además de incómodos. Vorkosigan dejó escapar un suspiro—. ¿Está bien?

—Eso parece —admitió ella, reacia—. Pero está bastante aturdido.

Cordelia temblaba de furia.

—Comandante Naismith, le pido disculpas por el comportamiento de mis hombres —dijo Vorkosigan formalmente, y en voz alta, para que nadie pudiera confundirse y creer que su capitán se humillaba ante su prisionera por su causa.

—No se me vaya a cuadrar ahora —murmuró Cordelia furiosa, para que sólo la oyera él. Al ver su expresión ceñuda, ella se aplacó un poco y dijo, en voz más alta—: Fue un error de interpretación. —Miró al teniente Buffa, que intentaba que la tierra se tragara su considerable altura—. Un ciego se habría dado cuenta. Oh, demonios —añadió, porque el terror y la desazón de Dubauer estaban provocando otra convulsión. La mayoría de los barrayareses desviaron la mirada, con diversos grados de embarazo. Vorkosigan, que estaba ganando práctica, se arrodilló para ayudarla. Cuando el ataque remitió, se levantó.

—Tafas, entregue sus armas a Koudelka —ordenó.

Tafas vaciló, miró alrededor y luego obedeció lentamente.

—No quise participar, señor —dijo a la desesperada—. Pero el teniente Radnov dijo que era demasiado tarde.

—Tendrá una oportunidad de hablar más adelante —le advirtió Vorkosigan.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó el asombrado Buffa—. ¿Ha visto al comandante Gottyan, señor?

—Le he dado al comandante Gottyan… órdenes particulares. Buffa, ahora está usted al mando de la partida de desembarco.

Vorkosigan repitió las órdenes de arresto de su corta lista, y envió un grupo para cumplir la misión.

—Alférez Koudelka, lleve a mis prisioneros a la cueva, y encárguese de que les den comida adecuada, y todo lo que la comandante Naismith requiera. Luego asegúrese de que la lanzadera está preparada para despegar. Regresaremos a la nave en cuanto los… los otros prisioneros hayan sido capturados.

Evitó la palabra «amotinados», como si fuera demasiado fuerte, una blasfemia.

—¿Adónde va usted? —preguntó Cordelia.

—Voy a tener una conversación con el comandante Gottyan. A solas.

—Mm. Bueno, no me haga lamentar mi propio consejo. —Lo cual era lo más cercano a «tenga cuidado» que podía decir en aquel momento.

Vorkosigan reconoció sus intenciones con un gesto, y se volvió hacia el bosque. Ahora cojeaba de manera más ostensible.

Cordelia ayudó a Dubauer a ponerse en pie, y Koudelka los condujo a la boca de la cueva. El joven parecía tanto el complementario del propio Dubauer que a ella le resultaba difícil mantener su hostilidad.

—¿Qué le pasa al viejo en la pierna? —le preguntó Koudelka, mirando por encima del hombro.

—Tiene un arañazo infectado —respondió ella, quitándole importancia al hecho y tratando de apoyar la evidente política de Vorkosigan de poner buena cara ante su tripulación, tan poco de fiar—. Debería recibir atención médica especializada en cuando puedan hacer que frene el ritmo.

—Así es el viejo. Nunca he visto a nadie de esa edad que tenga tanta energía.

—¿Esa edad? —Cordelia alzó una ceja.

—Bueno, claro que a usted no le parecerá tan viejo —concedió Koudelka, y pareció sorprendido cuando ella se echó a reír—. No quería decir energía exactamente.

—¿Qué tal, potencia? —sugirió ella, curiosamente alegre de que Vorkosigan tuviera al menos un admirador—. Energía aplicada al trabajo.

—Eso está muy bien —aplaudió él, gratificado. Cordelia decidió no mencionar tampoco la píldora azul.

—Parece una persona interesante —dijo, deseando obtener otro punto de vista de Vorkosigan—. ¿Cómo se metió en este lío?

—¿Se refiere a Radnov?

Ella asintió.

—Bueno, no es que quiera criticar al viejo, pero… no conozco a nadie más que le haya dicho a un oficial
político
cuando subió a bordo que se mantuviera apartado de su vista si quería vivir hasta el final del viaje. —Koudelka bajó la voz expresando su asombro.

Cordelia, al girar por segunda vez en las entrañas de la cueva, se puso en guardia al ver lo que la rodeaba.
Qué peculiar
, pensó.
Vorkosigan me engañó
. El dédalo de cavernas era en parte natural, pero sobre todo tallado en la roca con arcos de plasma, fresco, húmedo y tenuemente iluminado. Los enormes espacios estaban repletos de suministros. No era un escondrijo: era un depósito capaz de abastecer a toda una flota. Silbó para sus adentros, mirando en derredor, súbitamente despierta a toda una nueva gama de desagradables posibilidades.

En un rincón de las cavernas había un refugio de campaña estándar, una cápsula semicircular cubierta con una tela parecida a las tiendas de los betanos. Lo habían convertido en cocina de campaña y comedor, rudo y pelado. Un guardia solitario estaba limpiando después del almuerzo.

—¡El viejo acaba de aparecer, vivito y coleando! —le saludó Koudelka.

—¡Vaya! Creí que los betanos le habían cortado la garganta —dijo el guardia, sorprendido—. Y mira que hicimos una cena buena para el funeral.

—Estos dos son los prisioneros personales del viejo. —Koudelka los presentó al cocinero, aunque Cordelia sospechaba que era más soldado de asalto que chef de
gourmants
—. Y ya sabes cómo es para esas cosas. El tipo sufre daños causados por un disruptor. Hay que darle la comida adecuada, así que no intentes envenenarlos con la bazofia de costumbre.

—Todo el mundo me critica —murmuró el guardia-cocinero, mientras Koudelka se marchaba para cumplir sus otras tareas—. ¿Qué va a tomar?

—Lo que sea. Cualquier cosa menos gachas de avena y queso azul —se corrigió ella rápidamente.

El guardia desapareció en la habitación trasera y regresó unos minutos más tarde con dos humeantes cuencos de una sustancia parecida a un guiso y pan de verdad rociado con auténtico aceite vegetal. Cordelia lo atacó con hambre de lobo.

—¿Cómo está? —preguntó el guardia sin interés, encogido de hombros.


Delichioso
—dijo ella sin dejar de masticar—.
Maravichoso
.

—¿De verdad? —El hombre se enderezó—. ¿Le gusta de verdad?

—De verdad.

Ella se detuvo para darle unas cuantas cucharadas al aturdido Dubauer.

El sabor de la comida caliente se abrió paso a través de su modorra, y el alférez masticó con algo parecido al entusiasmo de Cordelia.

—Traiga… ¿puedo ayudarla a darle de comer? —se ofreció el guardia.

Cordelia le sonrió cálidamente.

—Desde luego.

En menos de una hora ella se enteró de que el guardia se llamaba Nilesa, de casi toda la historia de su vida, y recibió la completa, aunque limitada, gama de exquisiteces que una cocina de campaña barrayaresa podía ofrecer. El guardia tenía evidentemente tantos deseos de ser halagado como sus compañeros de comer como en casa, pues siguió devanándose los sesos para ofrecerle pequeños detalles y servicios.

Vorkosigan entró solo y se sentó cansinamente junto a Cordelia.

—Bienvenido, señor —le saludó el guardia—. Creíamos que los betanos lo habían matado.

—Sí, lo sé. —Vorkosigan descartó esta bienvenida que ya empezaba a hacerse familiar—. ¿Hay algo de comer?

—¿Qué quiere, señor?

—Cualquier cosa menos gachas de avena.

También a él le sirvieron el guiso y el pan, que comió sin el apetito de Cordelia, pues la fiebre y el estimulante se combinaban para apagarlo.

—¿Cómo han ido las cosas con el comandante Gottyan? —le preguntó Cordelia en voz baja.

—No mal del todo. Ha vuelto al trabajo.

—¿Cómo lo ha conseguido?

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