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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (12 page)

Sonrió agriamente y continuó tecleando.

—Bueno, no puedo decir que lamente haber estropeado sus planes de invasión —dijo ella, atrevida. Ahí tienes, a ver cómo te lo tomas…

—¿Qué invasión? —preguntó Vorkalloner, alerta.

—Temía que se daría cuenta en cuanto viera las cavernas con los suministros —dijo Vorkosigan—. Todavía era objeto de acalorados debates cuando partimos, y los expansionistas agitaban la ventaja de la sorpresa corno cebo para derrotar al partido pacifista. Lo digo de manera extraoficial… bueno, no tengo ese derecho cuando voy de uniforme. Dejémoslo correr.

—¿Qué invasión? —sondeó Vorkalloner, esperanzado.

—Con suerte, ninguna —respondió Vorkosigan, permitiéndose un poco de sinceridad—. Una fue suficiente para toda la vida. —Pareció replegarse en recuerdos privados y desagradables.

Estaba claro que Vorkalloner encontraba sorprendente esta actitud del Héroe de Komarr.

—Fue una gran victoria, señor. Con muy pocas pérdidas de vidas.

—En nuestro bando.

Vorkosigan terminó de escribir su informe y lo envió, luego introdujo una solicitud para otro impreso y empezó a juguetear con el lápiz óptico.

—Ésa es la idea, ¿no?

—Depende de si pretendes quedarte o sólo estás de paso. En Komarr dejamos un legado político muy incómodo. No son las cosas que me gusta dejar a cargo de la próxima generación. ¿Cómo hemos llegado a hablar de este tema? —Terminó el último impreso.

—¿A quién estaban pensando invadir? —preguntó Cordelia, obstinadamente.

—¿Por qué no me he enterado yo de eso? —preguntó Vorkalloner.

—Por orden: es información clasificada, y no se discute por debajo del nivel del Alto Estado Mayor, el comité central de los dos Consejos y el emperador. Eso significa que esta conversación no puede seguir adelante, Aristede.

Vorkalloner miró a Cordelia significativamente.

—Ella no pertenece al Estado Mayor. Ahora que lo pienso…

—Ni yo tampoco, ya no —concedió Vorkosigan—. En cuanto a nuestra invitada, no le he dicho nada que no pudiera deducir ella sola. En cuanto a mí, se solicitó mi opinión… en ciertos aspectos. No les gustó, pero ellos la pidieron. —Su sonrisa no era nada agradable.

—¿Por eso lo enviaron fuera de la ciudad? —preguntó Cordelia, muy perspicaz, pensando que empezaba a pillarle el tranquillo a cómo se hacían las cosas en Barrayar—. De modo que el teniente coronel Vorkalloner tenía razón en eso de que estaba aquí de guardia. ¿Solicitó su opinión, hum, cierto viejo amigo de su padre?

—Desde luego no me la solicitó el Consejo de Ministros —dijo Vorkosigan, pero se negó a seguir hablando y cambió de tema—. ¿La han estado tratando mis hombres adecuadamente?

—Bastante bien, sí.

—Mi cirujano jura que me dará el alta esta tarde, si soy bueno y me quedo en la cama esta mañana. ¿Puedo pasarme más tarde por su camarote para hablar con usted en privado? Hay algunas cosas que necesito dejar claras.

—Claro —respondió ella, pensando que la petición parecía bastante ominosa.

El cirujano entró entonces, molesto.

—Se supone que debe usted descansar, señor. —Miró con decisión a Cordelia y Vorkalloner.

—Oh, muy bien. Envía estos informes con el siguiente correo, Aristede —señaló la pantalla—, junto con las acusaciones verbales y formales.

El doctor los acompañó a la salida, y Vorkosigan empezó a escribir otra vez.

Cordelia deambuló por la nave el resto de la mañana, explorando los límites de su libertad condicional. La nave de Vorkosigan era un confuso cubil de pasillos, niveles sellables, tubos y puertas estrechas diseñadas, advirtió por fin, para poder ser defendidas en combate mano a mano en caso de abordaje. El sargento Bothari mantenía el ritmo con lentas zancadas, acechando en silencio como la sombra de la muerte a su lado, excepto cuando ella empezaba a girar hacia alguna puerta o pasillo prohibidos. Entonces se detenía bruscamente y decía:

—No, señora.

Pero no se le permitía tocar nada, como descubrió cuando pasó casualmente una mano por un panel de control, provocando otro monótono «No, señora» por parte de Bothari. Eso hizo que se sintiera como una niña de dos años a quien toman por un bebé.

Hizo un intento por sacarle las palabras de la boca.

—¿Lleva mucho tiempo a las órdenes del capitán Vorkosigan? —preguntó animosamente.

—Sí, señora.

Silencio.

Ella lo intentó otra vez.

—¿Lo aprecia usted?

—No, señora.

Silencio.

—¿Por qué no?

Esto al menos no podría tener una respuesta sí/no. Durante un rato pensó que no iba a responderle, pero finalmente dijo:

—Es un Vor.

—¿Conflicto de clases? —aventuró ella.

—No me gustan los Vor.

—Yo no soy una Vor —sugirió Cordelia.

Él se la quedó mirando, sombrío.

—Es usted como un Vor, señora.

Cordelia arrojó la toalla.

Esa tarde se acomodó en su estrecho camastro y empezó a explorar el menú que le ofrecía la biblioteca computerizada. Escogió un vid con el inofensivo título de
Pueblos y Lugares de Barrayar
y lo abrió.

La narración era tan banal como prometía el título, pero las imágenes le resultaron completamente fascinantes. A sus ojos betanos le pareció un mundo verde, delicioso, iluminado por el sol. La gente caminaba sin filtros antirruido ni respiradores, ni escudos caloríficos en verano. El clima y el terreno eran inmensamente variados, y tenía océanos de verdad, con mareas lunares, en contraste con los planos charcos salinos que se hacían pasar por lagos en casa.

Llamaron a la puerta.

—Pase.

Vorkosigan apareció en el umbral y la saludó con un gesto de cabeza. Era una hora extraña para que acudiera vestido con uniforme de gala, pero desde luego le sentaba bien. Muy bien. El sargento Bothari lo acompañaba; permaneció firmes ante la puerta entreabierta. Vorkosigan entró en la habitación como si buscara algo. Finalmente vació la bandeja del almuerzo de Cordelia y la usó para mantener la puerta abierta una rendija. Cordelia alzó las cejas.

—¿Es necesario todo esto?

—Eso creo. Con la de cotilleos que van circulando me temo que pronto me encontraré con algún chiste sobre los privilegios de rango que no podré fingir no oír, y tendré que aplastar al desafortunado, uh, bromista. De todas formas, siento aversión por las puertas cerradas. Nunca se sabe lo que hay al otro lado.

Cordelia soltó una carcajada.

—Me recuerda un viejo chiste; ése en que la chica dice: «No lo hagamos, pero digámosle a todo el mundo que lo hemos hecho.»

Vorkosigan sonrió, se sentó en la silla atornillada junto a la mesa metálica insertada en la pared y se volvió para mirarla. Se echó hacia atrás, con las piernas extendidas hacia delante, y su rostro se volvió serio. Cordelia ladeó la cabeza, medio sonriendo. Él empezó con rodeos, haciendo un gesto hacia la pantalla que flotaba sobre la cabeza de ella.

—¿Qué ha estado viendo?

—Geografía barrayaresa. Es un lugar precioso. ¿Ha visto alguna vez los océanos?

—Cuando era pequeño, mi madre solía llevarme a Bonsanklar todos los veranos. Era una especie de centro de vacaciones para la clase alta, con un montón de bosques vírgenes que se extendían hasta las montañas. Mi padre casi siempre estaba fuera, en la capital o con sus soldados. El Día del Solsticio de Verano era el cumpleaños del viejo emperador, y tenían los fuegos artificiales más fantásticos sobre el océano… o al menos a mí me lo parecían en aquella época. Toda la ciudad salía a la explanada y nadie iba armado. No se permitían duelos el día del cumpleaños del emperador y yo podía correr por todo el lugar con total libertad.

Miró al suelo, más allá de la punta de sus botas.

—Hace años que no vuelvo por allí. Me gustaría llevarla algún día, para el festival del Solsticio de Verano, si se presenta la oportunidad.

—Me gustaría mucho. ¿Regresará pronto su nave a Barrayar?

—Me temo que muy pronto no. Tiene usted por delante un largo periodo como prisionera. Pero cuando regresemos, dado que su nave escapó, no debería haber ningún motivo para continuar con su internamiento. Deberían soltarla para que se presente ante la embajada betana y volver a casa. Si lo desea.

—¡Si lo deseo! —Ella soltó una risita, insegura, y se apoyó en la dura almohada.

Él observaba su rostro intensamente. Con su postura fingía bastante bien estar tranquilo, pero daba golpecitos inconscientemente con una bota. La miró, frunció el ceño, se detuvo.

—¿Por qué no debería desearlo?

—Pensaba que quizá, cuando lleguemos a Barrayar, y si la dejan libre, podría considerar quedarse.

—Para visitar… ¿cómo ha dicho, Bonsanklar y todo eso? No sé cuánto tiempo de permiso tendré, pero… claro, me gustaría ver lugares nuevos. Me gustaría ver su planeta.

—No me refiero a una visita. Permanentemente. Como… como lady Vorkosigan. —Su cara se iluminó con una sonrisa triste—. Estoy metiendo la pata, Prometo que nunca volveré a considerar que los betanos son unos cobardes. Juro que sus costumbres requieren más valentía que las competiciones más suicidas de nuestros muchachos.

Ella dejó que su aliento escapara lentamente a través de sus labios.

—No se… anda con chiquitas, ¿verdad?

Cordelia se preguntó de dónde vendría la frase aquella que decía que el corazón daba brincos. Más bien parecía que el suyo se le había hundido hasta el estómago. Su consciencia de su propio cuerpo se disparó; ya era abrumadoramente consciente del cuerpo de él.

Vorkosigan sacudió la cabeza.

—No es eso lo que quiero para usted, con usted. Debería tener lo mejor. Difícilmente lo soy, pero ya debe saberlo. Pero al menos puedo ofrecerle lo mejor que tengo. Querida Co… comandante, ¿es demasiado pronto, según los baremos betanos? Llevo días esperando la oportunidad adecuada, pero nunca parecía presentarse.

—¡Días! ¿Cuánto tiempo lleva pensando en esto?

—Se me ocurrió por primera vez cuando la vi en el barranco.

—¿Cuando estaba vomitando en el barro?

Él sonrió al recordar.

—Con gran compostura. Para cuando terminamos de enterrar a su oficial, lo supe.

Ella se frotó los labios.

—¿Alguien le ha dicho alguna vez que está majareta?

—No en este contexto.

—Yo… me confunde usted.

—¿No la he ofendido?

—No, por supuesto que no.

Él se relajó un poquito.

—No tiene que decir sí o no ahora mismo, por supuesto. Pasarán meses antes de que lleguemos a casa. Pero no quería que pensara… el hecho de que sea usted prisionera entorpece las cosas. No quería que pensase que la estaba insultando.

—En absoluto —dijo ella débilmente.

—Hay algunas otras cosas que debería decirle —continuó él mientras su atención volvía a centrarse de nuevo en sus botas—. No sería una vida fácil. He estado pensando, desde que la conocí, que una carrera limpiando los fracasos de los políticos, como usted dijo, podría no ser un alto honor después de todo. Tal vez debería de intentar impedir esos fracasos en su origen. Sería más peligroso que ser soldado… oportunidades de traición, acusaciones falsas, asesinatos, tal vez exilio, pobreza, muerte. El mal se compromete con los hombres malvados para obtener unos pocos resultados, y eso ni siquiera está garantizado. No será una buena vida, pero si uno quiere tener hijos… mejor ellos que yo.

—Desde luego, sabe cómo hacer que una chica se lo pase bien —dijo ella,

indefensa, frotándose la barbilla y sonriendo.

Vorkosigan alzó la cabeza, inseguro.

—¿Cómo se dispone uno a emprender una carrera política en Barrayar? —preguntó ella, tanteando el camino—. Supongo que estará pensando en seguir los pasos de su abuelo el príncipe Xav, pero sin la ventaja de ser príncipe imperial. ¿Cómo se obtiene un cargo?

—De tres maneras. Nombramiento imperial, herencia y ascensos en el Ejército. El Consejo de Ministros consigue a sus mejores hombres a través de este último método. Es su mayor fuerza, pero me está vedado. El Consejo de Condes, por herencia. Es mi ruta más segura, pero hay que esperar a la muerte de mi padre. Puede seguir esperando. Es un Consejo moribundo, de todas formas, aquejado del más estrecho conservadurismo y repleto de viejas reliquias que sólo se preocupan de proteger sus privilegios. No estoy seguro de que pueda hacerse nada a la larga con los condes. Quizá debería dejarse que continúen avanzando temblequeantes hasta el borde de la extinción. No vaya a citar eso —añadió, pensándoselo mejor.

—Es un diseño de gobierno rarísimo.

—No fue diseñado. Creció.

—Tal vez lo que necesitan es una convención constitucional.

—Habla como una verdadera betana. Bueno, tal vez lo hagamos, aunque en nuestro contexto parece una receta segura para ir a la guerra civil. Eso deja el nombramiento imperial. Es rápido, pero mi caída podría ser tan súbita y espectacular como mi ascenso, si ofendiera al viejo, o si se muere. —Mientras hablaba y planeaba, la luz de la batalla asomó a sus ojos—. Mi única ventaja con él es que le gusta que le hablen a las claras. No sé cómo adquirió el gusto, porque no lo consigue mucho.

»Sabe, creo que le gustaría a usted la política, al menos en Barrayar. Tal vez porque es muy parecida a lo que llamamos guerra en todas las demás partes.

»Sin embargo, hay un problema político más inmediato, con respecto a su nave, y algunas otras cosas… —Hizo una pausa, perdiendo impulso—. Tal vez… tal vez algo irresoluble. Desde luego puede que sea prematuro por mi parte estar hablando de matrimonio hasta que no sepa qué va a pasar. Pero no podía dejar que siguiera pensando… ¿qué pensaba, por cierto?

Ella sacudió la cabeza.

—Creo que no quiero decirlo ahora mismo. Se lo diré algún día. No es nada que no vaya a gustarle, creo.

Él aceptó esto con un pequeño gesto esperanzado y continuó.

—Su nave…

Ella frunció el ceño, incómoda.

—No tendrá ningún problema porque mi nave logró escapar, ¿verdad?

—Ésa era justamente la situación que habíamos venido a impedir. El hecho de que yo estuviera inconsciente en ese momento podría ser un factor atenuante. En contra están los puntos de vista que expresé ante el consejo del emperador. Habrá recelos de que la dejé escapar a propósito, para sabotear una aventura que desapruebo profundamente.

—¿Otra degradación?

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