Read Fragmentos de honor Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (32 page)

—Bien, bien. ¿Cuánto tiempo es el periodo de observación?

—Cuatro horas, señor.

—Bien, podremos ir a almorzar. ¿Cordelia, sargento?

—Uh, ¿puedo quedarme aquí, señor? No… no tengo hambre.

Vorkosigan sonrió.

—Por supuesto, sargento. A los hombres del capitán Negri les vendrá bien el ejercicio.

Camino del vehículo de tierra, Vorkosigan le preguntó a Cordelia:

—¿De qué te ríes?

—No me estoy riendo.

—Tus ojos se están riendo. Brillan como locos, de hecho.

—Por el médico. Me temo que hemos acabado por confundirlo, sin mala intención. ¿No te diste cuenta?

—Creo que no.

—Cree que ese bebé que descorchamos hoy es mío. O tal vez tuyo. O quizá de ambos. Prácticamente pude ver los engranajes de su cerebro girando. Cree que finalmente ha descubierto por qué no abriste los contenedores.

—¡Santo Dios! —Él casi se dio media vuelta.

—No, no, déjalo —dijo Cordelia—. Si lo niegas sólo servirá para empeorarlo. Me han culpado antes de los pecados de Bothari. Deja que siga con la duda.

Guardó silencio. Vorkosigan estudió su perfil.

—¿En qué piensas ahora? Ahora tus ojos no brillan.

—Me preguntaba qué habrá pasado con su madre. Estoy segura de que la conocí. Pelo negro y largo, se llamaba Elena, la conocí en la nave insignia… Sólo puede tratarse de ella. Increíblemente hermosa. Comprendo por qué llamó la atención de Vorrutyer. Pero tan joven, y tratar con ese tipo de horror…

—Las mujeres no deberían participar en el combate —dijo Vorkosigan, sombrío.

—Ni los hombres tampoco, en mi opinión. ¿Por qué intentaron los tuyos encubrir sus recuerdos? ¿Lo ordenaste tú?

—No, fue idea del cirujano. Sintió lástima por ella. —Su cara era tensa y sus ojos distantes.

—Fue horrible. No lo comprendí en su momento. Creo que ahora sí. Cuando Vorrutyer terminó con ella… y se esmeró, incluso para sus baremos, estaba catatónica. Yo… era demasiado tarde para ella, pero fue entonces cuando decidí matarlo, si volvía a suceder, y al infierno con las órdenes del emperador. Primero Vorrutyer, luego el príncipe, después yo. Tendría que haber dejado a salvo a Vorhalas…

»De todas formas, Bothari… le pidió el cadáver, como si dijéramos. La llevó a su propio camarote. Vorrutyer supuso que para continuar torturándola, presumiblemente imitando su dulce persona. Se sintió halagado y los dejó a solas. Bothari, de algún modo, evitó sus monitores. Nadie tenía la menor idea de lo que estaba haciendo allí dentro, cada minuto de su tiempo libre. Pero acudió a mí con una lista de medicinas que quería que le consiguiera. Anestésicos, algunas cosas para el tratamiento de choque, una lista muy bien pensada. Su experiencia de combate lo había convertido en un buen administrador de primeros auxilios. Entonces me di cuenta de que no la estaba torturando, y de que sólo quería que Vorrutyer lo creyera. Estaba loco, pero no era tonto. Estaba enamorado, de algún modo extraño, y tenía el instinto de no permitir que Vorrutyer lo supiera.

—Dadas las circunstancias, no parece muy alocado —comentó ella, recordando los planes que Vorrutyer tenía para Vorkosigan.

—No, pero la manera en que lo llevaba a cabo… Vi un par de casos. —Vorkosigan resopló—. Bothari cuidó de ella en su camarote: le dio de comer, la vistió, la lavó… mientras seguía actuando para Vorrutyer. Hacía ambas cosas. Al parecer había elaborado una fantasía donde ella estaba enamorada de él, casada incluso: una pareja normal, cuerda y feliz. ¿Por qué no puede un loco soñar con estar cuerdo? Ella debió de sentirse aterrada durante sus periodos de conciencia.

—Señor. Casi lo siento tanto por él como por ella.

—No del todo. Bothari también se acostó con ella, y tengo motivos para creer que no limitó ese matrimonio de fantasía a sólo palabras. Comprendo por qué, supongo. ¿Puedes imaginar a Bothari acercándose a cien kilómetros de una chica semejante en cualquier circunstancia normal?

—Mm, a duras penas. Los escobarianos protegieron a las mejores de vosotros.

—Pero eso, creo, es lo que decidió intentar recordar de Escobar. Debió requerir una increíble fuerza de voluntad. Recibió terapia durante meses.

—Fiuuu —jadeó Cordelia, atormentada por las visiones que conjuraban sus palabras. Se alegró de tener unas cuantas horas por delante antes de volver a ver a Bothari—. Vamos a tomar esa copa ahora, ¿quieres?

15

El verano se acababa cuando Vorkosigan propuso hacer un viaje a Bonsanklar. Casi habían hecho las maletas la mañana prevista cuando Cordelia se asomó a la ventana principal de su dormitorio, y dijo, con voz apagada:

—¿Aral? Un volador acaba de aterrizar y están bajando seis hombres armados. Se están desplegando por toda la propiedad.

Vorkosigan, instantáneamente en guardia, se acercó a mirar, y entonces se relajó.

—No pasa nada. Son los hombres del conde Vortala. Debe de venir a visitar a mi padre. Me sorprende que encuentre tiempo para salir de la capital ahora mismo. He oído decir que el emperador lo mantiene muy ocupado.

Unos pocos minutos después un segundo volador aterrizó junto al primero, y Cordelia vio por primera vez al nuevo primer ministro de Barrayar. La descripción que de él había hecho el príncipe Serg, diciendo que era un payaso arrugado, era una exageración, pero justa: era un hombre delgado, encogido por la edad, que aún se movía con viveza. Llevaba bastón, pero por la forma en que lo blandía Cordelia supuso que era por pura afectación. El pelo blanco rodeaba una cabeza calva y manchada que brillaba al sol mientras él y un par de ayudantes, o guardaespaldas, Cordelia no estaba segura de qué, pasaban bajo su línea de visión y llegaban a la puerta principal.

Los dos condes estaban charlando en el salón cuando Cordelia y Vorkosigan bajaron las escaleras.

—Ah, aquí viene —dijo el general.

Vortala los miró con ojos brillantes y penetrantes.

—Aral, muchacho. Me alegro de ver que estás tan bien. ¿Y ésta es tu joven Pentasilea betana? Mis felicitaciones por una captura notable. Milady.

Se inclinó sobre su mano y la besó con una especie de
savoir faire
maníaco.

Cordelia parpadeó al oír la descripción que hacía de ella, pero consiguió decir «¿Cómo está usted, señor?». Vortala la miró a los ojos, calculador.

—Me alegro de que pudiera venir de visita, señor —dijo Vorkosigan—. Mi esposa y yo —la frase se amplificó en su boca, como un sorbo de vino de
bouquet
superior—, casi hemos estado a punto de no verlo. Hice la promesa de llevarla a ver el océano hoy.

—Muy bien… Da la casualidad de que no se trata de una visita social. Traigo un mensaje de mi amo y señor. Y mi tiempo es por desgracia escaso.

Vorkosigan asintió.

—Entonces les dejo, caballeros.

—Ja. No trates de escabullirte, muchacho. El mensaje es para ti.

Vorkosigan pareció cansado.

—Me parece que el emperador y yo no tenemos nada más que decirnos. Creí haberlo dejado bien claro cuando dimití.

—Sí, bueno, él aceptó que estuvieras fuera de la capital mientras se llevaba a cabo el trabajo sucio con el Ministerio de Educación Política. Pero tengo la misión de informarte —hizo una pequeña reverencia—, de que se te ordena y requiere que vayas a verlo. Esta tarde. Y tu esposa también —añadió, como si se lo pensara mejor.

—¿Por qué? —preguntó Vorkosigan bruscamente—. Ezar Vorbarra no estaba en mis planes para hoy… ni para ningún otro día.

Vortala se puso serio.

—No puede esperar a que te aburras del campo. Se está muriendo, Aral.

Vorkosigan resopló.

—Lleva once meses muriéndose. ¿No se puede seguir muriendo un poco más?

Vortala se echó a reír.

—Cinco meses —corrigió, ausente, y luego miró a Vorkosigan con el ceño fruncido—. Mm. Bueno, ha sido muy conveniente para él. Ha tirado más ratas por el desagüe estos últimos cinco meses que en los pasados veinte años. Prácticamente se podía ver la limpieza en los ministerios por sus boletines médicos. Una semana, estado muy grave. A la semana siguiente, otro subsecretario acusado de malversación, o de lo que fuera. —Volvió a ponerse serio—. Pero esta vez es de verdad. Tienes que verlo hoy. Mañana podría ser demasiado tarde. Dentro de dos semanas será definitivamente demasiado tarde.

Vorkosigan apretó los labios.

—¿Para qué me quiere? ¿Lo ha dicho?

—Ah… Creo que tiene en mente un puesto para ti en el inminente gobierno regente. Ése del que no quisiste oír hablar durante vuestro último encuentro.

Vorkosigan sacudió la cabeza.

—No creo que haya un puesto en el Gobierno que pudiera tentarme para volver a ese circo. Bueno, tal vez… no. Ni siquiera el Ministerio de la Guerra. Es demasiado peligroso. Aquí llevo una vida muy tranquila y agradable. —Rodeó protectoramente la cintura de Cordelia—. Vamos a tener familia. No la arriesgaré en la arena de la política y sus gladiadores.

—Sí, ya te imagino, disfrutando de la vejez… a los cuarenta y cuatro años. ¡Ja! Vendimiando uvas, navegando en tu barco… tu padre me ha hablado de tu barquito velero. He oído que van a cambiarle el nombre a la aldea de Vorkosigan Surleau en tu honor, por cierto…

Vorkosigan hizo una mueca, y ambos intercambiaron un gesto irónico.

—De cualquier forma, tendrás que decírselo tú mismo.

—Siento… curiosidad por conocerlo —murmuró Cordelia—. Si es realmente la última oportunidad.

Vortala le sonrió, y Vorkosigan claudicó, reluctante. Regresaron al dormitorio para vestirse, Cordelia con su más formal vestido de noche, Vorkosigan con el uniforme verde de gala que no se ponía desde la boda.

—¿Por qué tantos nervios? —preguntó Cordelia—. Tal vez sólo quiere despedirse de ti o algo por el estilo.

—Estamos hablando de un hombre que puede hacer que incluso su propia muerte sirva a sus propósitos políticos, ¿recuerdas? Y si hay algún modo de gobernar Barrayar desde más allá de la tumba, puedes apostar a que ya lo ha descubierto. Nunca he salido beneficiado de ningún trato que haya tenido con él.

Con esa nota ambigua, se reunieron con el primer ministro para regresar con él a Vorbarr Sultana.

La Residencia Imperial era un edificio antiguo, casi una pieza de museo, pensó Cordelia mientras subían los gastados peldaños de granito hasta el pórtico que daba al este. La larga fachada mostraba multitud de tallas en piedra, cada figura era una obra de arte individual, el opuesto estético de los modernos y anodinos edificios ministeriales que se alzaban a un kilómetro o dos al este.

Los condujeron a una sala que era medio hospital medio exposición de antigüedades. Altos ventanales asomaban a los jardines y paseos situados al norte de la Residencia. El habitante principal de la habitación yacía tendido en una enorme cama tallada, heredada de algún esplendoroso antepasado, su cuerpo taladrado en una docena de lugares por los tubos de plástico que lo mantenían con vida.

Ezar Vorbarra era el hombre más blanco que Cordelia había visto jamás, tan blanco como sus sábanas, tan blanco como su propio pelo. Su piel era blanca y arrugada sobre sus mejillas hundidas. Sus párpados eran blancos, densos y encapuchados sobre unos ojos almendrados que ella había visto una vez antes, tenuemente en un espejo. Sus manos eran blancas, con venas azules en el dorso. Sus dientes, cuando habló, eran de un amarillo marfileño contra un fondo sin sangre.

Vortala y Vorkosigan, y Cordelia después de un segundo de incertidumbre, se arrodillaron junto a la cama. El emperador despidió a su médico con un pequeño gesto con un dedo que le costó un gran esfuerzo. El hombre hizo una reverencia y se marchó. Todos se pusieron de pie, Vortala con problemas.

—Bien, Aral —dijo el emperador—. Dime qué aspecto tengo.

—Muy enfermo, señor.

Vorbarra se echó a reír, y tosió.

—Eres un alivio. La primera opinión sincera que oigo desde hace semanas. Incluso Vortala capea el temporal. —Su voz se quebró, y se aclaró de flema la garganta—. Me quedé sin melanina la semana pasada. Ese maldito doctor no me deja salir al jardín durante el día. —Hizo una mueca, por desaprobación o para respirar—. Así que ésta es tu betana, ¿eh? Ven aquí, muchacha.

Cordelia se acercó a la cama, y el blanco anciano la miró a la cara, con aquellos ojos almendrados e intensos.

—El comandante Illyan me ha hablado de ti. El capitán Negri también. He visto todos tus archivos de Exploración, sabes. Y esa sorprendente elucubración de tu psiquiatra. Negri quería contratarla, sólo para que generase ideas para su sección. Vorkosigan, siendo Vorkosigan, me ha dicho mucho menos. —Hizo una pausa para respirar—. Dime la verdad, ¿qué ves en él… cómo era la frase, un asesino contratado?

—Parece que Aral le ha contado algo —dijo ella, sorprendida al oír sus propias palabras en su boca. Lo contempló con igual curiosidad. La pregunta parecía exigir una respuesta sincera, y se esforzó por satisfacerla.

—Supongo… que me veo a mí misma. O a alguien como yo. Ambos buscamos la misma cosa. La llamamos por nombres distintos, y la buscamos en lugares diferentes. Creo que se llama honor. Supongo que yo la llamaría la gracia de Dios. Ambos salimos casi siempre de vacío.

—Ah, sí. Recuerdo por tu archivo que eres una especie de teísta —dijo el emperador—. Yo soy ateo. Es una fe sencilla, pero resulta de gran consuelo, estos últimos días.

—Sí, a menudo he sentido esa atracción.

—Mm. —Él sonrió—. Una respuesta muy interesante, a la luz de lo que dijo Vorkosigan de ti.

—¿Y qué dijo, señor? —preguntó Cordelia, picada en su curiosidad.

—Que te lo diga él. Fue una confidencia. Muy poética, por cierto. Me sorprendió. —La despidió con un gesto, como satisfecho, e indicó a Vorkosigan que se acercara. Vorkosigan se plantó ante él en una especie de agresiva posición de firmes. Su boca era sardónica, pero sus ojos, advirtió Cordelia, estaban conmovidos.

—¿Cuánto tiempo me has servido, Aral? —preguntó el emperador.

—Desde mi graduación, veintiséis años. ¿O quiere usted decir en cuerpo y alma?

—En cuerpo y alma. Siempre cuento desde el día en que el pelotón del viejo Yuri mató a tu madre y tu tío. La noche en que tu padre y el príncipe Xav acudieron a mí en el Cuartel General del Ejército Verde con su peculiar propuesta. El Día Uno de la Guerra Civil de Yuri Vorbarra. ¿Por qué nunca se llama la Guerra Civil de Piotr Vorkosigan? Ah, bien. ¿Qué edad tenías?

Other books

The Take by Hurley, Graham
Prince Amos by Gary Paulsen
See Also Deception by Larry D. Sweazy
House of Holes by Nicholson Baker
Bringing Home an Alien by Jennifer Scocum
The Mystery of the Chinese Junk by Franklin W. Dixon
The Christmas Light by Donna VanLiere
Dead Girl Moon by Price, Charlie
Florence by David Leavitt