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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (33 page)

—Once años, señor.

—Once años. Yo tenía la edad que tú tienes ahora. Extraño. Así que me has servido en cuerpo y alma… maldición, sabes que esto está empezando a afectar mi cerebro…

—Treinta y tres años, señor.

—Dios. Gracias. No queda mucho tiempo.

Por la expresión cínica de su rostro Cordelia supuso que Vorkosigan no estaba convencido en lo más mínimo de la supuesta senilidad del emperador.

El anciano volvió a aclararse la garganta.

—Siempre he querido preguntarte qué os dijisteis el viejo Yuri y tú, ese día, dos años después, cuando por fin lo eliminamos en ese viejo castillo. Últimamente me ha dado por desarrollar cierto interés por las últimas palabras de los emperadores. El conde Vorhalas pensó que estabas jugando con él.

Vorkosigan cerró los ojos un instante, dolido por los recuerdos.

—Difícilmente. Oh, creía que estaba ansioso por descargar el primer golpe, hasta que lo tuve desnudo y sujeto delante de mí. Entonces… tuve el impulso de golpearle súbitamente la garganta, y acabar limpiamente de una vez.

El emperador sonrió amargamente, los ojos cerrados.

—Qué tumulto habría causado.

—Mm. Creo que él supo por mi expresión lo que estaba pensando. Se burló de mí. «Golpea, niño. Si te atreves mientras llevas mi uniforme. Mi uniforme en un niño.» Eso fue todo lo que dijo. Yo respondí: «Mataste a todos los niños de aquella habitación», lo cual fue una tontería, pero fue lo mejor que se me ocurrió en ese momento, y luego le hundí la espada en el estómago. A menudo he deseado haber dicho… otra cosa. Pero sobre todo he deseado haber tenido agallas para seguir mi primer impulso.

—Tenías muy mal aspecto, en las almenas, bajo la lluvia.

—Él había empezado a gritar ya. Lamenté haber vuelto a oír.

El emperador suspiró.

—Sí, lo recuerdo.

—Lo preparó usted.

—Alguien tenía que hacerlo. —Hizo una pausa para descansar, y luego añadió—: Bueno, no te he llamado para charlar de los viejos tiempos. ¿Te habló el primer ministro de mi propósito?

—Algo sobre un puesto. Le dije que no estaba interesado, pero se negó a transmitir mi mensaje.

Vorbarra cerró los ojos, cansado, y se dirigió, aparentemente, al techo.

—Dime… lord Vorkosigan… ¿quién debería ser regente de Barrayar?

Vorkosigan puso una cara como si hubiera mordido algo repugnante pero fuera demasiado educado para escupirlo.

—Vortala.

—Demasiado viejo. No duraría dieciséis años.

—Entonces la princesa.

—El Alto Estado Mayor se la comería viva.

—¿Vordarian?

El emperador abrió los ojos.

—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Un poco más de sesera, muchacho!

—Tiene un poco de formación militar.

—Discutiremos sus pegas en profundidad… si los médicos me dan otra semana de vida. ¿Tienes algún otro chiste, antes de volver al asunto?

—Quintillian de Interior. Y no es un chiste.

El emperador esbozó una sonrisa amarilla.

—Así que tienes algo bueno que decir de mis ministros después de todo. Ya puedo morirme: lo he oído todo.

—Nunca conseguiría un voto de aprobación de los condes a favor de nadie que no tenga el prefijo Vor delante de su apellido —dijo Vortala—. Ni siquiera aunque fuera capaz de caminar sobre el agua.

—Pues entonces ponedle uno. Dadle un rango que acompañe a su trabajo.

—Vorkosigan —dijo Vortala, escandalizado—, ¡no pertenece a la casta guerrera!

—Ni muchos de nuestros mejores soldados. Sólo somos Vor porque un emperador muerto declaró que uno de nuestros antepasados muertos lo fuera. ¿Por qué no iniciar otra vez la costumbre, como recompensa al mérito? Mejor todavía, declarad Vor a todo el mundo y acabemos con la maldita tontería de una vez.

El emperador se echó a reír, luego se atragantó y tosió.

—¿No sería tirar de la alfombra de debajo de la Liga de la Defensa del Pueblo? ¡Qué contrapropuesta más atractiva para asesinar a la aristocracia! No creo que los más locos de todos ellos pudieran presentar una propuesta más radical. Eres un hombre peligroso, lord Vorkosigan.

—Ha pedido usted mi opinión.

—Sí, en efecto. Y siempre me la das. Extraño. —El emperador suspiró—. Puedes dejar de escabullirte, Aral. No te librarás esta vez.

»Permíteme que lo deje bien claro. Lo que la Regencia necesita es un hombre de impecable rango, de mediana edad y no más, con una educación militar consistente. Debe ser popular con sus oficiales y hombres, bien conocido por el pueblo y, sobre todo, respetado por el Alto Estado Mayor. Lo suficientemente implacable para mantener un poder casi absoluto en este manicomio durante dieciséis años, y lo bastante honrado para entregar ese poder al final de esos dieciséis años a un muchacho que sin duda será un idiota… Yo lo era, a esa edad, y según recuerdo, tú también. Y, oh, sí, que esté felizmente casado. Eso reduce la tentación de convertirse en emperador consorte a través de la princesa. En resumen, tú mismo.

Vortala sonrió. Vorkosigan frunció el ceño. Cordelia sintió que el estómago se le caía a los talones.

—Oh, no —dijo Vorkosigan, pálido—. No vais a dejarme caer ese muerto encima. Es grotesco. Yo, nada menos, para calzar los zapatos de su padre, para hablarle con la voz de su padre, para convertirme en el consejero de su madre… es más que grotesco. Es obsceno. No.

Vortala pareció sorprendido de su vehemencia.

—Un poco de reticencia decente es una cosa, Aral, pero no nos pasemos. Si te preocupan los votos, ya están decididos. Todo el mundo comprende que eres el hombre idóneo.

—Todo el mundo no. Vordarian se convertirá en mi enemigo instantáneo, y también el ministro del Oeste. Y en cuanto a poder absoluto, usted mejor que nadie, señor, sabe qué falsa quimera es esa idea. Una ilusión temblequeante, basada en… Dios sabe qué. Magia. Arte de birlibirloque. Creer en tu propia propaganda.

El emperador se encogió de hombros, con cuidado, para no soltar sus tubos.

—Bueno, no será mi problema. Será del príncipe Gregor, y de su madre. Y del individuo que pueda dejarse convencer para estar a su lado, en los momentos de necesidad. ¿Cuánto tiempo crees que durarán, sin ayuda? ¿Un año? ¿Dos?

—Seis meses —murmuró Vortala.

Vorkosigan sacudió la cabeza.

—Ya me planteasteis ese argumento antes de Escobar. Era falso entonces, aunque tardé algún tiempo en advertirlo, y es falso ahora.

—Falso no —negó el emperador—. Ni entonces ni ahora. Eso debo creer.

Vorkosigan cedió un poco.

—Sí. Puedo ver que debe usted creerlo. —Su rostro se tensó, lleno de frustración, mientras contemplaba al hombre postrado—. ¿Por qué tengo que ser yo? Vortala tiene más sentido político. La princesa tiene más derecho. Quintillian comprende mejor los asuntos internos. Incluso hay mejores estrategas militares. Vorlakial. O Kanzian.

—Pero no puedes nombrar a un tercero —murmuró el emperador.

—Bueno… tal vez no. Pero tenéis que comprender mis razones. No soy el hombre irreemplazable que por algún motivo todo el mundo imagina que soy.

—Al contrario. Tienes dos ventajas únicas, desde mi punto de vista. Las he tenido en cuenta desde el día en que matamos al viejo Yuri. Siempre he sabido que no viviría para siempre: demasiados venenos latentes en mis cromosomas, absorbidos cuando luchaba contra los cetagandanos como aprendiz militar de tu padre, y descuidado con mis técnicas de limpieza, pues no esperaba llegar a viejo. —El emperador volvió a sonreír, y se concentró en el rostro intenso e inseguro de Cordelia—. De los cinco hombres con mejor derecho de sangre y ley que yo para gobernar el Imperio de Barrayar, tu nombre encabeza la lista. Ja —añadió—. Tenía razón. Sabía que no se lo habías dicho. Qué pícaro, Aral.

Cordelia, angustiada, volvió los ojos hacia Vorkosigan. Él sacudió la cabeza, irritado.

—No es cierto. Descendencia sálica.

—No entablaremos un debate aquí. Sea como sea, todo aquel que desee deponer al príncipe Gregor usando argumentos basados en la sangre y la ley deberá primero deshacerse de ti, o tendrá que ofrecerte el Imperio. Todos sabemos lo difícil que es matarte. Y eres el único hombre de esa lista, el único, estoy absolutamente seguro, por los restos dispersos de Yuri Vorbarra, que no desea ser emperador. Otros pueden creer que eres tímido. Yo sé bien que no.

—Gracias por eso, señor. —Vorkosigan parecía enormemente triste.

—Como aliciente, señalo que no puedes estar mejor situado para impedir esa eventualidad que siendo regente. Gregor es tu vida, muchacho. Gregor es todo lo que impide que seas propuesto. Tu esperanza del cielo.

El conde Vortala se volvió hacia Cordelia.

—Lady Vorkosigan. ¿No nos comunicas tu voto? Parece que lo conoces muy bien. Dile que es el hombre adecuado para el puesto.

—Cuando vinimos aquí —dijo Cordelia lentamente—, con esa vaga idea de que le ofreceríais un puesto, pensé que tal vez debería instarlo a que lo aceptara. Necesita trabajar. Está hecho para ello. Confieso que no esperaba esta oferta. —Contempló la colcha bordada del emperador, absorta en sus intrincados diseños y colores—. Pero siempre he pensado que las pruebas son regalos. Y las pruebas mayores son el mayor de los regalos. Fallar la prueba es una desgracia. Pero rechazar la prueba es rechazar el regalo, y algo peor, aún más irrevocable, que la desgracia. ¿Comprenden lo que quiero decir?

—No —dijo Vortala.

—Sí —dijo Vorkosigan.

—Siempre he pensado que los creyentes eran más implacables que los ateos —dijo Ezar Vorbarra.

—Si piensas que es un error es una cosa —le dijo Cordelia a Vorkosigan—. Tal vez esa es la prueba. Pero si sólo es miedo al fracaso… no tienes derecho a rechazar el regalo.

—Es un trabajo imposible.

—Eso pasa, a veces.

Él la llevó, en silencio hasta los ventanales.

—Cordelia… no tienes ni idea de qué tipo de vida será. ¿Crees que nuestros hombres públicos se rodean de hombres de armas por gusto? Si tienen un momento de tranquilidad, es al coste de la vigilancia de veinte hombres. No tienen ningún tipo de paz privada. Tres generaciones de emperadores se han desgastado intentando desenmarañar la violencia que es nuestra forma de ser, y aún no hemos terminado. No tengo el orgullo desmedido de pensar que puedo tener éxito donde
él
ha fracasado. —Sus ojos fluctuaron en la dirección de la gran cama.

Cordelia sacudió la cabeza.

—El fracaso no me asusta tanto como antes. Pero voy a citarte una cosa: «El exilio, por ningún otro motivo que la tranquilidad, sería la última derrota, sin ninguna semilla de victoria futura.» Creo que el hombre que dijo esas palabras entendía algo.

Vorkosigan volvió la cabeza y contempló la nada.

—No es del deseo de tranquilidad de lo que hablo ahora. Es del miedo. Terror puro y duro. —Le sonrió con tristeza—. Sabes, antes me consideraba un hombre intrépido, hasta que te conocí y redescubrí las preocupaciones. Había olvidado lo que significa tener tu corazón puesto en el futuro.

—Sí, yo también.

—No tengo que aceptarlo. Lo puedo rechazar.

—¿Puedes?

Se miraron a los ojos.

—No es la vida que esperabas cuando saliste de la Colonia Beta.

—No vine por una vida. Vine por ti, ¿Lo quieres?

Él se rió, tembloroso.

—Dios, qué pregunta. Es la oportunidad de toda una vida. Sí. Lo quiero. Pero es veneno, Cordelia. El poder es una droga mala. Mira lo que le ha hecho a él. Una vez estuvo cuerdo, y fue feliz. Creo que podría rechazar casi cualquier otra oferta sin pestañear.

Vortala se apoyó ostentosamente en su bastón, y llamó desde el otro lado de la habitación.

—Decídete, Aral. Están empezando a dolerme las piernas. No entiendo a qué viene tanta delicadeza… es un trabajo por el que un montón de hombres estarían dispuestos a matar, Y a ti te lo ofrecen gratis.

Sólo Cordelia y el emperador supieron por qué Vorkosigan soltó una carcajada. Suspiró, miró a su señor, y asintió.

—Bien, viejo. Sabía que encontrarías un modo de gobernar desde la tumba.

—Sí. Tengo pensado atormentarte continuamente. —Se produjo un breve silencio mientras el emperador digería su victoria—. Tendrás que empezar agrupando a tu personal inmediatamente. Voy a encargar al capitán Negri la seguridad de mi nieto y de la princesa. Pero pensé que tal vez te gustaría tener al comandante Illyan para ti.

—Sí. Creo que nos llevamos muy bien. —Una idea agradable pareció iluminar de pronto el oscuro rostro de Vorkosigan—. Y conozco al hombre adecuado para el trabajo de secretario personal. Necesitará ser ascendido… a teniente.

—Vortala se encargará en tu nombre. —El emperador se tumbó, cansado, y volvió a aclararse la garganta de flema otra vez, los labios plomizos—. Encargaos de todo.

Creo que será mejor que llaméis al doctor.

Los despidió con el gesto cansado de una mano.

Vorkosigan y Cordelia salieron de la Residencia Imperial al aire cálido de la tarde de verano, suave y gris por la humedad del río cercano. Los seguían sus nuevos guardaespaldas, esbeltos en sus uniformes negros. Habían mantenido una larga reunión con Vortala, Negri e Illyan. A Cordelia la cabeza le daba vueltas por el número y detalle de los temas tratados. Vorkosigan, advirtió con envidia, parecía no tener ningún problema para adaptarse; de hecho, él marcó el ritmo.

Su rostro parecía concentrado, más enérgico de lo que Cordelia lo había visto desde que llegó a Barrayar, lleno de una tensión ansiosa.
Está vivo otra vez
, pensó ella.
Mira hacia fuera, no hacia dentro; hacia delante, no atrás. Como la primera vez que lo vi. Me alegro. Sean cuales sean los riesgos
.

Vorkosigan chasqueó los dedos y dijo, críptico:

—Los galones. Primera parada, la Casa Vorkosigan.

Habían pasado ante la residencia oficial del conde en su último viaje a Vorbarr Sultana, pero era la primera vez que Cordelia entraba en ella. Vorkosigan subió de dos en dos los escalones de las amplias escaleras circulares hasta llegar a su habitación. Era una gran sala, sencillamente amueblada, que daba al jardín trasero. A Cordelia le recordó su propia habitación en el apartamento de su madre, por su frecuente y prolongada falta de ocupación, y las capas arqueológicas de pasiones pasadas guardadas en armarios y cajones.

Como era de esperar, había pruebas de su interés por todo tipo de juegos de estrategia, y de historia civil y militar. Lo más sorprendente fue un portafolios de dibujos a plumilla que apareció mientras rebuscaba en un cajón lleno de medallas, recuerdos y pura basura.

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