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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (2 page)

—¡El buen dragón Bon Agornin ha comenzado su viaje hacia la luz, que la familia se reúna para el banquete!

No sintió tristeza ni vergüenza por haber ido contra las enseñanzas de la Iglesia al darle a su padre la absolución, ni tampoco horror ante lo que había hecho su padre. No sintió nada en absoluto, sabía que estaba conmocionado, y una vez que la conmoción desapareciese se sentiría abatido, sin estridencias, durante mucho tiempo.

2
La salita

La familia entera se había reunido en las cavernas superiores en cuanto los médicos habían sacudido la cabeza y Bon Agornin se había arrastrado a la cueva subterránea para morir, acompañado solo por Penn. Además de los cuatro hijos restantes de Bon, el grupo lo formaban el ilustre Daverak, el marido de Berend, los tres dragoncitos fruto de la primera nidada de Berend y que ya habían superado los cuatro años, y el pastor de la zona, el bienaventurado Frelt. Los servían cuatro criados de Berend, con las alas bien atadas a la espalda. También estaba presente como sirviente la vieja criada de la familia, Amer, cuyas alas también estaban trabadas, desde luego, pero tras tantos años de confianza y con la despreocupación habitual de la familia, apenas poco más que las de un pastor de la Iglesia. Ninguno de ellos alcanzaba la envergadura del anciano Bon. El ilustre Daverak era el que más se acercaba con algo más de doce metros de la cabeza a la punta de la cola, pero aun así, once dragones adultos y tres dragoncitos pueden hacer que cualquier lugar salvo un salón de baile parezca atestado.

Por consiguiente, después de los primeros saludos, lamentos y exclamaciones sobre quién había llegado desde más lejos para estar allí, los presentes se habían dividido en dos grupos. El primero, que consistía en Berend y su grupo, acompañados por el bienaventurado Frelt, pasaron a la elegante salita que había a la derecha de la entrada mientras que el resto se retiró al gran comedor.

No había nada en absoluto que pudiera hacer ninguno de ellos salvo esperar y reñir, y muy bien podrían haberse quedado en sus casas para esperar allí a que se elevara el grito y luego haber bajado dibujando círculos para caer sobre el cadáver. Pero algunos dicen que eso es lo que los dragones hacían mucho tiempo atrás, y que por eso hoy en día son más conscientes y se construyen cuevas y cavernas subterráneas, para poder retirarse bajo tierra para morir en paz. Eso significa que solo los que ellos elijan pueden compartir el cuerpo. Aun así, a algunos les parece muy duro que la civilización y las modernas creencias éticas deban llevar a unas esperas tan interminables como las impuestas a la familia de Bon Agornin.

La salita estaba tallada en la misma roca oscura natural que el resto de la hacienda. No estaba embellecida con guijarros más claros como estaba de moda en Irieth, pues los propietarios de la hacienda jamás habían oído hablar de costumbre semejante y creían que era mejor dejar que la roca hablara por sí misma. Se habían tallado aquí y allá paisajes populares, representados como se veían desde el aire. Esos paisajes los había aprobado Bon Agornin, ya que no costaban nada. Los habían hecho las jóvenes damas de la casa, en especial Haner, que se consideraba poseedora de cierto talento que la inclinaba en esa dirección. El ilustre Daverak, que tenía una casa propia espléndidamente decorada en el campo y otra en Irieth para su uso personal durante los dos meses del año que se ponía de moda la capital, no debía de estar de acuerdo, pues le lanzó a las tallas una somera mirada y luego se acomodó al lado de la puerta. Su mujer, Berend, o la ilustre Daverak, título que el rango de su marido le daba derecho a utilizar, era menos refinada pues lanzó exclamaciones dedicadas a sus criados e hijos sobre la belleza de la última de las tallas, al tiempo que se lamentaba de que allí jamás había existido nada ni la mitad de elegante cuando ella era doncella, como si hubiera sido trescientos años atrás en lugar de apenas siete años antes.

Cuando los últimos copos de interés se desprendieron de las tallas, la dama se acomodó en un nicho situado bajo la enorme chimenea sobre la que se habían colocado unas cuentas esculturas de piedra, sin valor alguno, como se esperaría de una cueva superior, pero que no carecían de encanto a pesar de todo.

El bienaventurado Frelt se colocó al lado de Berend en cuanto esta terminó su inquieto paseo, que podría haber derribado a cualquier compañero de habitación. El sacerdote se acomodó al lado de la dama y esta volvió la cabeza para examinarlo. Había pasado cierto tiempo desde la última vez que había visitado el hogar de su padre, y no había visto a Frelt desde que se había ido para casarse con Daverak.

Los rojos cordones sacerdotales que le rodeaban las alas eran largos y quedaban colgando, tenía los colmillos pulidos y limados hasta casi dejarlos planos. En contraste, las escamas estaban bruñidas hasta alcanzar un fulgor brillante del color del bronce; todo lo cual reflejaba las opiniones más bien conflictivas que le inspiraba a su dueño su posición. Por un lado, un pastor de la Iglesia debe ser humilde, pero por otro ostenta un alto cargo espiritual, quizá el más alto de la comunidad. Frelt se lo explicaba a sí mismo como una fuerte creencia en la santidad de los pastores, lo que abarcaba a la vez los dientes humildes y las elegantes escamas. Jamás habría volado, ni siquiera para cruzar un barranco, pero no se consideraba por debajo de ningún dragón de la tierra, por muy bien nacido que fuese. Levantaba bastante más la frente de lo que los inmunes tenían por costumbre.

—Qué dragoncitos tan hermosos —dijo ahora arrullándolos. Mucho tiempo atrás había aspirado a casarse con Berend, una aspiración que supuso el fondo del problema surgido entre él y el padre de ella. Dado que jamás le había hablado a ella del tema, la dragona no tenía conocimiento oficial de aquello y por tanto podían tratarse en público. Pero de forma extraoficial la joven había estado perfectamente enterada, tanto como cualquier doncella que hubiera oído a su padre tronar contra un pretendiente y a la que le hubieran ordenado con toda firmeza permanecer dentro de la casa para evitar que se la llevaran. La joven había obedecido y permanecido en el interior de su hogar, pero más que ofenderla, aquello la había halagado. Incluso durante un corto espacio de tiempo había albergado la esperanza de que se realizara la unión. Ahora que se había asentado en otro lugar y sus escamas relucían con el rojo glorioso de una dragona casada y madre, pensaba en él como en un compañero de conversación inofensivo y encantador. Por su parte, el sacerdote se sentía inclinado a ver en el elevado matrimonio que había hecho Berend una prueba de su propio buen gusto, y eso le hacía sentirse más cerca de ella que otra cosa. No había encontrado ninguna otra prometida en los años transcurridos desde entonces, aunque como pastor bien establecido que era y dueño de su propia hacienda, no le faltaban las aspirantes a compañera.

—Sí, y los tres en mi primera puesta —dijo la dama mientras miraba con indulgencia a los dragoncitos que jugaban a los pies de su niñera. Uno era negro, la otra dorada y el tercero de un color verde pálido que lo hubiera hecho desaparecer de inmediato si no fuera hijo de un noble poderoso.

—¡Qué afortunados son ustedes dos! —dijo Frelt mientras inclinaba la cabeza hacia el ilustre Daverak, cuya postura indicaba impaciencia y que no estaba prestando ninguna atención a la conversación.

—Mi madre nunca tuvo más de dos al mismo tiempo —dijo Berend—. Espero que la próxima que tenga también sean tres. Cuantos más hijos mejor, Veld mediante.

—Me alegro de verla tan atenta a las enseñanzas de la Iglesia —dijo Frelt al tiempo que inclinaba hacia ella la cabeza—. Muchos de los granjeros de por aquí parecen reacios a poner.

—Ocurre exactamente lo mismo en Daverak —se lamentó Berend.

—¿Qué? —preguntó el ilustre Daverak, que pareció interesarse por primera vez cuando oyó que se nombraba su dominio. Era casi tan oscuro como su dragoncito negro, y de hombros muy anchos; tenía los ojos tan pálidos que parecían de color rosa, no era en absoluto un dragón bien parecido. Si no fuera por las alas atadas, cualquiera habría pensado que Frelt era un espécimen más elegante, y Frelt se regocijó un poco más de lo debido al darse cuenta.

—La falta de dragoncitos entre los granjeros y las clases inferiores, querido —respondió Berend con cariño.

—No sé, hay de sobra, de sobra de verdad —replicó el ilustre Daverak—. Bueno, los Maje de la Granja de la Calzada tuvieron otra nidada hace solo seis días; hoy iba a volar hasta allí para echarles un vistazo, si no hubiera sido por esta condenada llamada.

Berend se echó un poco hacia atrás.

—Mi padre se está muriendo —dijo con dignidad.

—Oh, sí, querida mía, teníamos que venir, ya lo sé. No pretendía ser tan duro —dijo Daverak mientras hundía las alas hacia su esposa, que aceptó el gesto de contrición con una diminuta inclinación de sus propias alas—. Pero a los Maje les han nacido cuatro, sabes, y es imposible que puedan mantener otros cuatro con una tierra tan mala, y yo estaba pensando en traer un poco de alimento a casa para el pequeño Lamerak. —Señaló con la punta del ala al dragoncito verde—. Un poco pachucho, quizá lo haya notado —le dijo a Frelt—. Algo temporal, temporal por completo. Necesita hígado fresco. En cualquier caso, pronto lo tendrá. El hecho de venir aquí no supone gran diferencia, ahora que lo pienso.

Frelt no respondió que su hermanita pequeña, con la que había acabado un noble por ser demasiado verde, quizá se habría desarrollado mejor con hígado de dragón si pudiera haberlo conseguido.

—Estoy seguro de que su pastor se ocupa de tales cosas, igual que usted —dijo.

—Cumplo con mi obligación —dijo Daverak levantando las alas—. Jamás permitiría que a un hijo mío débil le crecieran las alas, no más de lo que se lo permitiría al más vil de los granjeros. Pero esa no es razón para precipitarse. Lamerak se recuperará por completo en una semana o dos.

—Veld nos da hijos y Jurale vigila el orden del mundo —dijo Frelt mientras levantaba los brazos como si dirigiera un servicio.

El ilustre Daverak se echó hacia atrás, tenía la sensación de que lo habían reprendido y Berend apartó los ojos, decepcionada con Frelt y sin ganas de hablar. Se hizo un silencio incómodo en el que los sonidos de los juegos de los dragoncitos parecían demasiado ruidosos.

3
El comedor

En el comedor, las cosas al principio eran mucho más alegres. La habitación era mucho menos elegante al ser más antigua. Por cuestiones de higiene disponía de los canales más modernos en el suelo pero, aparte de eso, había permanecido igual desde la excavación de la cueva, allá por la Era de la Subyugación. Los habitantes del comedor sabían que no es la elegancia la que hace agradable una reunión, sino el temperamento de los reunidos. Por la selección natural que une a los semejantes, todos los miembros desagradables del grupo se habían reunido en la salita y todos los agradables en el comedor.

Haner y Selendra habían nacido de la misma nidada y habían crecido juntas en la casa de su padre; se habían consolado mutuamente tras la muerte de su madre y habían soportado con una mezcla de valor y alivio el que su hermana mayor y sus hermanos abandonaran el hogar sin ellas. Ya tenían edad de casarse, pero dado que el tesoro de su padre había quedado muy mermado por el buen matrimonio de su hermana mayor y las asignaciones que se habían llevado sus dos hermanos, se habían conformado con esperar y atender la casa de su padre hasta que el tesoro volviera a reponerse. Se sentían por tanto muy cómodas en este comedor. Solían quejarse de que no tenía los prácticos nichos de otras salas y de que se veían obligadas a explayarse casi como si estuvieran en medio de un prado, pero era su prado y estaban acostumbradas a explayarse, así que quizá lo hubieran echado de menos si se hubieran tallado los nichos.

Las dos hermanas estaban encantadas de volver a tener a su hermano Avan con ellas. Desde que se fuera a Irieth lo habían visto solo un día o dos, ya que su trabajo en la Oficina para la Planificación y Embellecimiento de Irieth lo mantenía muy ocupado. Durante un rato, Avan les regaló con historias de su vida en la capital, enfatizando sus triunfos y quitando importancia a las ocasiones en las que se había salvado por los pelos, y de tal modo lo hizo que cada una de ellas tenía la secreta sensación de que ellas lo habrían hecho igual de bien si hubieran tenido garras y pudieran salir a abrirse camino en el mundo.

—Pero ahora volverás a casa, claro —preguntó Haner por fin mientras se secaba las lágrimas de risa de sus ojos plateados.

—¿A casa? ¿Quieres decir a esta casa? No me atrevería. No sé cómo se te ocurre sugerirlo. —De inmediato Avan fue consciente de que la vieja criada Amer había dejado de pulir la cola de Haner y de que sus dos hermanas se lo habían quedado mirando—. ¿De verdad pensasteis que esa era mi intención?

—Bueno, sí —dijo Selendra después de que una rápida mirada a su hermana y a su sirvienta le demostrara que ninguna de ellas pensaba hablar—. Pensamos que después de la muerte de padre volverías a casa y te convertirías en digno, como él. Penn es pastor de la Iglesia, y además tiene casa y esposa en Benandi. Tú podrías quedarte con esta hacienda.

—Ya veo que habéis pensado en todo —dijo Avan mientras se levantaba—. Mis queridas doncellas, ¿no habéis considerado que además de medir más de veintiún metros y lanzar fuego, padre tiene, o más bien tenía, casi quinientos años? Yo apenas llego a los cien, no mido ni siete metros y de momento no tengo fuego, ni muchas perspectivas de conseguirlo en breve. Me está yendo bastante bien en mi carrera para haberla empezado cuando lo hice, pero eso fue hace apenas diez años, y no pruebo la carne de dragón ni dos veces al año. Además, no podría traerme mi carrera aquí conmigo. Si me instalo en calidad de digno, todos los dignos e ilustres de los alrededores se comerían nuestro territorio y sin duda ninguna nos comerían a nosotros, tan seguro como que sale el sol. Yo no tendría forma de detenerlos, no más de lo que podríais vosotras dos solas.

Las dos doncellas se miraron consternadas y Amer lanzó un gritito de miedo.

—Entonces, ¿qué será de… de la hacienda? —preguntó Selendra, que aún no se atrevía a preguntar sobre sus personas.

—No sé por qué no se lo habéis preguntado a Penn, o a padre —dijo Avan incómodo mientras cambiaba de postura—. Yo no soy el mayor. Nadie me consulta sobre este tipo de cosas. Pero me atrevería a decir que Daverak se hará cargo hasta que uno de sus hijos tenga la edad suficiente para dirigirla. Eso formaba parte del acuerdo cuando se casó con Berend, creo, si padre muriese antes de que yo tuviera la fuerza suficiente. ¿Nadie os dijo nada de esto?

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