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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (5 page)

Sopesó los méritos de las dos doncellas durante la siguiente hora de camino. Antes de llegar a casa había decidido, por razones que llamó caritativas, que se declararía a Selendra. Haner se iba al hogar de un ilustre, a codearse con la alta sociedad y la gente elegante. Dispondría de muchas oportunidades para conocer a un posible marido. Selendra se iría a una parroquia de campo como la suya, solo que como suplicante en lugar de como señora de la casa. (Y por supuesto que no tendría que preocuparse por la excesiva vitalidad de la joven si su hermano Penn, que la conocía mucho mejor, pensaba que era apropiada para ella una vida así.) Frelt la estaría rescatando de la penuria, o casi. La dote no sería grande, pero con todo sería una agradable añadidura a la fina capa de oro que acolchaba su cueva subterránea. Si actuaba pronto, antes de que Penn se la llevara, la oposición de este no contaría mucho. Quizá fuera incluso posible convencer a Selendra para que accediera a escaparse de inmediato, sería romántico, él podría llevársela de su casa sin esperar un consentimiento formal y ya solucionaría los detalles más tarde. Penn no retendría la dote en esas circunstancias. Qué práctico sería estar casado. La esposa de un clérigo puede volar, salvo por supuesto los primerosdías, con lo que sería mucho más fácil traer las provisiones a través de las montañas.

Para cuando Frelt empezaba a saciar su sed en su fría casa rectoral ya tenía los diez años siguientes esbozados con toda claridad en su mente, empezando con el penoso camino de vuelta que haría al día siguiente para bajar a hablar con Selendra, antes de que se fuera a Benandi con Penn.

7
El ruego de Amer

Penn había transmitido los buenos deseos de Frelt para los viajes de las hermanas en presencia de Avan, y este, que se había despertado temprano a la mañana siguiente y había bajado volando a los prados para traer una ternera para desayunar, se quedó por tanto asombrado al ver a Frelt abriéndose camino con lentitud por la carretera que salvaba la montaña. Una buena noche de sueño no había hecho cambiar a Avan de opinión sobre el juicio venidero, ni tampoco le había hecho sentirse mejor dispuesto hacia el clérigo que se había puesto del lado de su cuñado y contra él. De todas formas, es mucho más fácil soportar el peso del resentimiento al caer la noche que una fresca mañana de verano, así que Avan se acercó volando con la ternera apretada entre las garras y saludó a Frelt con bastante alegría.

—Hermosa mañana —exclamó.

Frelt había despertado convencido de sus propósitos y había vuelto a recorrer los dolorosos kilómetros que atravesaban las montañas reflexionando sobre la mejor manera de abordar el tema. No se había fijado en el rocío centelleante, salvo para considerarlo una húmeda molestia, ni tampoco había notado el glorioso sol, salvo como fuente de una luminosidad excesiva, ni la familiar belleza de aquellos riscos imponentes. Tuvo que estirar el cuello para mirar a Avan, que flotaba despreocupado por aquel cielo azul del que estaba excluido Frelt. Este no envidiaba al joven dragón, o eso se decía, pero le hubiera gustado que se reconociera de alguna forma el sacrificio que estaba haciendo, o en cualquier caso, el esfuerzo que suponía.

—Veld hizo el mundo para nuestro uso pero Jurale, en su misericordia, añadió la belleza —recitó con devoción.

Avan era tan religioso como cualquier otro joven dragón que tuviera que abrirse camino en el mundo, es decir, que sostenía muchas creencias tradicionales que nunca se había parado a examinar, asistía a la iglesia porque habría parecido extraño que no lo hiciera, pocas veces prestaba mucha atención cuando estaba allí, y le parecía que la piedad fuera del pulpito estaba totalmente fuera de lugar. Si se le hubiera presionado, se habría visto obligado a apoyar a los que sostenían que habría que restringir la religión al primerdía, si bien en cualquier otro caso habría rehuido una compañía tan radical. No era ningún librepensador, pero el lugar que la religión ocupaba en su vida se podría describir como tradicional más que como espiritual. Disfrutaba del servicio familiar del primerdía porque era algo familiar, no porque fuera un servicio religioso, y siempre se aseguraba de asistir a una iglesia de Irieth cuyo pastor era famoso por sus cortos sermones. Semejante respuesta santurrona a su saludo le devolvió por tanto toda la irritación que sentía hacia Frelt. No dijo más, inclinó las alas hacia un lado y se preparó para remontar de nuevo el vuelo.

—Quédese —lo llamó Frelt. Avan hizo una pausa, dibujó un círculo ya mucho más alto y subió un poco más con una corriente. Bajó los ojos y miró al clérigo con curiosidad—. Vengo a hacerle una visita a su familia —dijo Frelt, y la necesidad lo hizo gritar para hacerse oír.

—No puedo impedírselo —dijo Avan cediendo a la grosería pero por lo bajo—. Ya conoce el camino —dijo en voz más alta y se alejó volando para advertir a sus hermanas.

Selendra y Haner se habían quedado levantadas hasta tarde la noche anterior, intentando consolarse mutuamente por la pérdida de su padre. No era la primera pérdida que había sufrido su familia, pero las otras habían ocurrido cuando ellas eran tan pequeñas que casi las habían dejado incólumes. Su madre había muerto poco después de que ellas salieran del huevo y apenas la recordaban. Todavía no eran del todo conscientes de lo mucho que habían echado de menos aquella mano que las habría guiado durante su crecimiento. El hermano de nidada de Avan, Merinth, se había perdido antes de que ellas tuvieran edad para entenderlo. Habían visto las desgracias que habían visitado a otras familias y creían haber llegado a comprender durante la larga enfermedad de su padre lo que su muerte supondría. Solo ahora se daban cuenta de que no hay nada que pueda prepararte de verdad para la muerte.

La hermosa mañana que había alegrado el corazón de Avan a Selendra le parecía casi una burla, que el sol pudiera brillar cuando su padre estaba muerto y a ella tan pronto la separarían de todo lo que amaba. Dejó a Haner dormida en la cueva dormitorio que habían compartido desde que salieron del huevo y bajó con tristeza a las cocinas para preparar el desayuno. Amer ya estaba allí, chasqueando la lengua ante las empobrecidas despensas.

—Lo hemos descuidado mucho, respetada Sel, durante la enfermedad de su padre. Pero si van a irse todos, es probable que sea lo mejor; quién querría dejar las despensas para Berend y ese arrogante marido suyo.

Lo más apropiado hubiera sido que Selendra le hubiera reprochado a su criada que hablara con tanta libertad, pero a Amer, durante los largos años que había pasado al servicio de la familia, se le habían permitido ciertos privilegios y a Selendra ni siquiera se le ocurrió decirle nada. Aunque podría haber recitado máximas durante horas sobre la necesidad de mantener a los criados en su lugar, jamás había pensado en aplicárselas a Amer, que había venido a Agornin cuando se casó Bon Agornin, y se había quedado para ocuparse de todos los dragoncitos mientras crecían.

—Me atrevería a decir que el ilustre Daverak le hubiera hecho ascos a nuestras conservas y ahumados si las hubiéramos hecho —dijo la joven confabulándose con Amer y animándola—. Odio pensar que se va a apropiar de nuestra hermosa casa.

Amer cerró el armario casi vacío y se volvió hacia Selendra.

—¿Me llevará con usted a Benandi? —preguntó.

Selendra dudó.

—Haner quería que fueras con ella. Yo tendré a Penn, sabes, mientras que ella solo tendrá a Berend.

—Lo siento mucho por la respetada Haner y ojalá pudiera hacer algo para ayudarla, pero ahora estoy pensando en mí —dijo Amer—. Soy una dragona ya vieja y he servido a su familia durante mucho tiempo, y a la madre de su familia antes que a ustedes. Por favor, déjeme ir a Benandi.

Ante tal determinación, Selendra no pudo insistir.

—No sé si Penn lo permitirá. No sé si podría permitírselo, en realidad. Es muy amable por su parte acogerme allí, no sé si puede mantenerte a ti también. No podría mantener a Haner. Desde luego le insistiré todo lo que pueda, pero no puedo prometerte nada.

—Soy una gran trabajadora, sabe que lo soy, y tener una criada más es muy diferente a acoger a una hermana.

—Tiene esposa —dijo Selendra recordándola de repente—. Se llama Felin. Solo la vi en la boda y apenas un momento, no la conozco en absoluto. Quizá tenga sus propias ideas sobre los sirvientes que necesita, y estoy segura de que no incluyen el que yo tenga mi propia criada. —La joven se rió al pensarlo—. Yo con una criada personal, como una dragona distinguida. Como Berend.

—Me encantaría serlo y usted se merece que le bruñan las escamas tanto como cualquier otra doncella, pero ya sabe que me pondré a hacer lo que haga falta. Fregaré la cueva si lo necesitan y sabe que hago buenas conservas y medicinas. —Amer había extendido las manos como un mendigo suplicando ayuda.

—Quizá tenga sus propias ideas sobre cómo llevar a los sirvientes, sobre atarles las alas muy apretadas —le advirtió Selendra.

Ya se ha dicho que las alas de Amer estaban apenas más atadas que las de Penn. También habría que admitir que, en ocasiones, durante la enfermedad de su padre, Selendra y Haner habían permitido que Amer se desatara las alas por completo para que pudiera salir volando a recoger hierbas medicinales. Que los que se echen las alas a la cabeza horrorizados al oír esto consideren que Amer había vuelto y seguía sirviendo a la familia incluso ahora, y que no había aprovechado la oportunidad para huir a las montañas y empezar una nueva vida.

—Puedo soportar que me aten las alas tan apretadas como quieran, no es eso, y con Berend sería lo más seguro. Lo que me asusta es saber si me van a conservar. Esos sirvientes ociosos de Daverak hablaban mientras ustedes estaban en la cueva subterránea y quizá solo estaban hablando para intentar asustarme, pero no me lo pareció; hablaban de cómo Daverak se come a los sirvientes cuando envejecen.

—¿Se los come contra su voluntad expresa? —preguntó Selendra; la aversión que sentía por Daverak hacía que le resultara fácil creerlo.

—Se los come antes de morir —dijo Amer, y luego se dio cuenta de lo que había dicho cuando vio la horrorizada expresión de Selendra—. No hasta ese punto, no, no se los come vivos, pero los mata para comérselos como si fuesen dragoncitos débiles.

—Qué terrible derroche —dijo Selendra—. No, no puede ser, su pastor no lo permitiría. —La voz de Selendra adquirió mucha más firmeza de la que sentía para tranquilizar a la anciana criada cuando citó—: No se debe matar a un dragón salvo después de un desafío o en presencia de un pastor de la Iglesia, para la mejora de la raza de los dragones, es decir, a los dragoncitos débiles, no un sirviente que ya no es tan rápido como antes.

—Los pastores no lo ven todo. Hay pastores corruptos que quizá miren hacia otro lado ¿y quién dice que el ilustre Daverak no tiene uno de esos? —Amer miró implorante a Selendra.

—Haré todo lo que pueda para convencer a Penn de que te deje venir conmigo —dijo Selendra.

Justo entonces entró Avan agachando la cabeza para evitar el quicio de la puerta. Traía la ternera bajo el brazo.

—Salí para traer el desayuno —dijo con una sonrisa.

—Ah, que los dioses te bendigan —exclamó Selendra—. He dejado que empezaran a escasear las provisiones.

—Para qué traer nada para Berend —dijo Avan.

—Eso es precisamente lo que decía Amer —dijo Selendra. Avan le lanzó a Amer una mirada que advertía que él no era en absoluto tan indulgente con los criados como sus hermanas. La anciana agachó obediente la cabeza y le cogió la ternera.

—Me encontré con el bienaventurado Frelt de camino aquí —dijo Avan—. Viene a hacerle una visita a la familia, según dice. No tengo ni idea de lo que quiere… Creí que ya no lo íbamos a ver más. Creo que padre tuvo razón cuando riñó con el, menudo santurrón.

—Bueno, no podemos reñir con él antes del desayuno —dijo Selendra.

—Pues es una pena —dijo Avan.

Amer dejó escapar un bufido de risa al oír eso. Avan frunció el ceño y hasta Selendra la miró con un reproche en los ojos, como si quisiera preguntarle si asiera como se iba a comportar en la casa del bienaventurado Penn. Amer hizo caso de la advertencia y empezó a despiezar la ternera con pulcritud, sin decir nada, manteniéndose en su sitio.

8
Una proposición de matrimonio

Selendra pensó que debía bajar a recibir al bienaventurado Frelt. Daba la casualidad de que esa obligación jamás había recaído sobre ella. Cuando su padre y Frelt todavía se llevaban bien, antes de la desafortunada oferta que había hecho de casarse con Berend, Selendra no era más que una simple dragoncita y había sido la propia Berend la que lo había recibido siempre. Desde entonces sus visitas habían sido escasas y muy formales, y o bien había sido Amer la que lo había invitado a entrar para hablar con Bon Agornin, como si fuera un extraño, o, lo que es peor, se había encontrado con amenazas antes de cruzar el umbral.

—Amer, continúa con el desayuno y asegúrate de que es lo más apropiado para un pastor de la Iglesia que viene de visita —dijo la joven con firmeza—. Avan, si pudieras informar a Penn y a Haner de que tenemos visita te estaría muy agradecida. —Luego comprobó con gesto rápido que no tenía ninguna mancha suelta de sangre, se cepilló las escamas delanteras a toda prisa y se apresuró a bajar a la verja inferior. Tales fueron los preparativos de la doncella Selendra cuando salió a recibir su primera proposición de matrimonio.

Frelt se sintió encantado al ver que era Selendra la que bajaba corriendo a recibirlo. Se había preguntado por un momento, después de la brusca partida de Avan, si quizá los hijos lo fueran a tratar tan mal como el padre. Había recordado el comportamiento que había tenido Penn con él la noche antes. Por muy mal que le sentase, sabía que si quería llevarse bien con la familia tendría que admitir que se había equivocado. No había estado muy seguro de si podría ver siquiera a Selendra. Durante el curso de la noche, se había convencido de que era Selendra a la que quería y ahora incluso medio creía que ya llevaba un tiempo enamorado de ella. Un granjero le había franqueado la entrada en la puerta inferior y ahora subía con lentitud por el estrecho pasillo, aunque en ocasiones se encogía de forma un tanto desagradable, más preocupado por el bruñido de sus escamas de lo que se podría pensar que era apropiado en un pastor de la Iglesia. Así que cuando vio a Selendra bajando por el mismo pasillo, la sonrisa que le dedicó albergaba en su interior un placer sincero, junto con un poco de aquel orgullo que era su mejor cualidad.

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