Read Garras y colmillos Online

Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (36 page)

—Bienaventurado Afelan —empezó la joven, pero el clérigo la interrumpió con dulzura.

—No soy pastor de la Iglesia sino sacerdote de la Verdadera Religión, la Vieja Religión, diría usted. Así que la fórmula habitual de dirigirse a mí sería bienaventurado Calien. —El dragón sonrió y Haner intentó no retroceder—. Veo que la he asustado —continuó él—. La Verdadera Religión no es ilegal. Solo la miran con malos ojos aquellos que le han dado la espalda a nuestra fe. Durante los últimos treinta años incluso nos han permitido defendernos en los tribunales si nos atacan, aunque no comenzar un proceso judicial contra otro.

—Jamás he conocido a nadie de su fe —dijo Haner muy aturdida.

—La dejaré si la incomodo —dijo Calien.

—No —dijo Haner—. No, quédese. Qué importancia tiene, después de todo. Usted está intentando cambiar las cosas para aquellos que están indefensos y no pueden mejorar sus condiciones de vida. Eso dice mucho de su Iglesia y muy poco de la mía, que sea usted el que lo esté haciendo. Quiero visitar a los dragones que desea mostrarme, quiero hacer lo que pueda por ayudar, aunque sea muy poco.

Calien le sonrió aprobando su actitud y siguió guiándola.

—Cada voz que se eleva contra el yugo de los sirvientes sirve de ayuda —dijo el clérigo—. Una voz como la suya puede hacer un bien inestimable, sobre todo si usted se convierte en la señora de una heredad.

—Estaba pensando en la forma que tienen de tratar este tema en Londaver —dijo Haner al tiempo que se apartaba para esquivar el chorro de aguanieve que levantaba otro carro al pasar.

—Ah, Londaver —dijo Calien mirándola con expresión sagaz—. La eminente Londaver es una de mis partidarias más importantes.

—Su hijo me prestó su libro —admitió Haner mientras acariciaba el volumen que llevaba en las manos—. Pero si bien lo que ellos hacen allí, o lo que mi padre hacía en Agornin, es mejor y más amable, me pregunto si incluso eso es suficiente. Si me convirtiera en la señora de una heredad, creo que liberaría a todos los sirvientes.

—¿Y cómo dirigiría entonces su heredad? —preguntó el sacerdote.

—Como usted dice en su libro, dragones libres que se unen para beneficio mutuo —citó Haner.

—Me gustaría mucho ver cómo se intenta —dijo Calien y continuaron adelante.

Cuando por fin volvió a la Casa Daverak, Haner tenía frío y estaba agotada. No esperaba encontrarse a Daverak paseándose por el recibidor y esperándola.

—¿Dónde has estado? —exigió saber.

—Dando un paseo —dijo ella.

—No soy tonto, Haner, y te agradecería que no me trataras como si lo fuera. Has ido a confabularte con tu hermano Avan.

—¡No es cierto! —Haner estaba indignada—. A dónde haya ido es asunto mío, pero no tenía nada que ver con Avan.

—No me cabe duda que los dos habéis estado poniéndoos de acuerdo contra mí —dijo Daverak, las llamas brotaban alrededor de sus palabras y derretían la nieve de las escamas de Haner.

—Si has de saberlo, he ido a ver a alguien para hablar de los derechos de los sirvientes.

Daverak se echó a reír.

—Tu criada intentó mentir para protegerte. No es que fuera muy robusta, pero no pienso tolerar insubordinaciones de los sirvientes. Ni tampoco voy a tolerarla en los parientes pobres, si a eso vamos.

—¿Te has comido a Lamith? —preguntó Haner horrorizada.

—¿Se llamaba así? Sí. Bueno, el Tribunal. Les dirás que no sabías nada del testamento de tu padre ni de sus intenciones.

—Es la verdad y dije que eso diría —replicó Haner mientras daba un paso atrás.

—¡Vete a tu habitación! —bramó Daverak, y la llama chamuscó la punta de la cola femenina cuando la joven huyó.

—Estás loco —soltó Haner y cerró de un golpe la puerta de su cueva dormitorio—. Diré la verdad como estoy diciendo la verdad ahora cuando aseguro que no he visto a Avan.

—No te pondrás de su lado, yo me ocuparé de eso —dijo Daverak, y la joven oyó una serie de golpes contra la puerta. Al principio se refugió al otro lado de la cueva, temía que estuviera forzando la puerta para comérsela. Luego se dio cuenta de que estaba amontonando algo al otro lado para hacerle imposible la salida. La joven seguía aferrada al libro.

Londaver
, pensó y el pensamiento fue como una plegaria. Luego rezó de verdad, la más sencilla de las oraciones infantiles, la que antes le acudía a los labios.

—Camran, el que trae la verdad, Jurale la misericordiosa, Veld el justo, ayudadme ahora.

Los golpes en la puerta continuaron. Cuando por fin cayó el silencio, nada de lo que hizo pudo abrirla.

55
La Casa Benandi

Desde que había aceptado la proposición de matrimonio de Sher, desde la noche anterior a esa proposición, que no había dormido, desde la tarde anterior a eso, cuando la Eminente había dicho que no era lo bastante buena para Sher, Selendra había vivido en un estado constante de nervios. Todo tenía la claridad de la medianoche. Su mayor alegría y su mayor temor eran al mismo tiempo el que veía a Sher todos los días, durante la mayor parte de cada día. El joven no intentó presionarla físicamente, aunque cada día le recordaba de palabra de un modo u otro que todavía no era del todo suya. A la joven le gustaba, de hecho lo amaba demasiado para querer hacerle daño, y estaba empezando a comprender que no era posible llevar a cabo su plan sin hacerle mucho daño. Y también era demasiado tarde para retirarse. Tenía que seguir adelante, lo que significaba que tenía que actuar, y actuar bien.

Pero no todo era malo. Se despertaba por la noche con el corazón martilleándole en el pecho y una terrible sensación de amor y culpa ahogándola. Pero también había muchas cosas que disfrutar. Podía atormentar a la Eminente siempre que tenía la oportunidad. Hasta ese momento, y a pesar de todo lo que Sher lo había intentado, la Eminente no había relajado su postura hacia Selendra en absoluto así que la joven disfrutaba de un modo perverso obligándola a reconocer su posición como futura esposa de Sher, como la futura eminente Benandi. Además, la futura esposa de Sher tenía acceso a aquellos placeres, los más simples y los más complejos, que Selendra siempre había querido. Iba a Irieth y allí asistiría a un cotillón, con la alegría añadida de obligar a la Eminente a que dispusiera los detalles y la presentara. También iría al teatro, un gusto que siempre se le había negado hasta entonces. Juró que disfrutaría ahora de lo que pudiera y que dejaría todo lo demás para después. Evitaba la mirada de Felin tanto como podía.

El viaje le resultó tedioso, aunque se elevó por encima del tren con Sher siempre que quiso. Los dragoncitos se aburrieron muy pronto y exigieron entretenimientos. Fue mejor que el viaje desde Agornin, pero los trenes, como le dijo a Sher, eran aburridos por naturaleza.

—Iremos a todas partes volando cuando nos casemos —le aseguró él.

Llegaron a Irieth a últimas horas de la noche, tan tarde que no hicieron nada salvo encontrar las habitaciones que les habían asignado y quedarse dormidos. Hasta por la mañana Selendra no observó lo grandiosa que era su cueva dormitorio, ni tampoco se dio cuenta de que el oro sobre el que había dormido formaba parte del tesoro Benandi. Casi cada pieza lucía un blasón. Aquella no era una habitación de invitados sino la gran habitación de la señora de la heredad. Sher debía de haber insistido para que su madre se la cediera. Durante unos minutos se imaginó que podía casarse de verdad con Sher y entrar en esta habitación por derecho propio. ¡Si al menos pudiera ruborizarse! Hizo rechinar los dientes al pensar en Frelt.

Le decepcionó, en el desayuno, lo dura que estaba la carne.

—Es imposible conseguir carne buena en Irieth —le dijo Penn.

—Normalmente nos las arreglamos mejor —dijo Sher mientras masticaba con fuerza.

—Normalmente mando a los sirvientes a los mataderos a última hora de la noche para que puedan comprar la carne en cuanto sale a la venta por la mañana —dijo la Eminente—. Ayer llegamos demasiado tarde. Los criados bajaron pero estaban demasiado atrás en la fila para conseguir nada bueno. La de mañana será mejor. Y bien, ¿cómo pensáis divertiros hoy? Yo estaré muy ocupada escribiendo las tarjetas para invitar a nuestros amigos al cotillón. Selendra, querida, ¿sabes escribir? ¿Te importaría ayudarme?

A Selendra no le apetecía en absoluto pasarse el día escribiendo aburridas tarjetas de cotillón, pero no podía decirlo ahora que habían insultado sus habilidades como doncella.

—Por supuesto que sé escribir —dijo—. Llevo años escribiendo para mi padre.

—Asunto resuelto, entonces —dijo la Eminente con un sonrisa y sabiendo que había ganado una batalla—. ¿Qué haréis los demás?

—Está nevando de tal modo que casi ni me veo la cola —dijo Sher—. No me cabe duda de que parará dentro de una hora o dos, y para entonces sin duda ya habrás terminado con Selendra y podré llevarla a ver la ciudad. ¿Te gustaría venir con nosotros, Felin? Estoy seguro de que podemos parar en alguna sombrerería de camino —Selendra le sonrió a Sher, llena de agradecimiento. La expresión de la Eminente parecía un poco avinagrada.

—Debería cuidar de los niños —dijo Felin con pesar.

—Yo puedo vigilar a los niños, querida —dijo Penn.

—Pero quieren ver medio Irieth —protestó Felin.

—Puedo llevarlos a la iglesia del Santificado Vouiver, lo que les proporcionará monumentos suficientes para un buen número de dragones, y además les vendrá muy bien —dijo Penn con una expresión alegre y determinada.

—Llévate a Amer contigo —sugirió Felin.

—Si lo crees conveniente —dijo Penn mientras se levantaba y se limpiaba el pecho. Se inclinó ante Sher y la Eminente—. ¿Los veré en la cena?

—Sí, y sé puntual porque estoy planeando llevar a todo el mundo al teatro después —dijo Sher.

Selendra se levantó de un salto como si todavía le estuvieran creciendo las alas, a punto estuvo de dejar el suelo por la emoción.

—¿El teatro?

—Nada inapropiado para mi hermana, espero… —preguntó Penn, que intentaba sonreír y no terminaba de conseguirlo.

—Nada inapropiado para nadie.
La derrota de los yargos
, de Etanin. —Sher sonrió con amabilidad a todos los presentes—. He reservado espacio suficiente para todos, incluyendo los dragoncitos.

—Es un clásico —le dijo Penn con tono tranquilizador a Felin, que había hecho un gesto de protesta con la cola—. Etanin es un gran poeta. Es educativo. Nosotros lo representamos en la escuela.

—Una obra histórica —dijo Sher dedicándole un gesto de asentimiento a Felin. Luego se puso en pie de repente, adelantó la cola y levantó los brazos con una cuidada pose de horror—: ¡Oh, entonces es traición! —dijo con tono horrorizado. Se agachó en el suelo con las alas pegadas a la espalda y la cola estirada tras él, y habló en voz baja y tono de confianza—: ¿Traición dices? Eso no lo negaré. Pero tú te refieres a traicionar a los yargos, nuestros señores, mientras que yo todos los días digo que si son nuestros señores, eso es traicionar a los nuestros, a nuestra naturaleza de dragones. Dices que hicimos un juramento, que siempre seríamos sinceros, pero qué es la verdad cuando al respetar los juramentos se dicen mentiras, se crean almas retorcidas, las garras se curvan y se convierten en manos…—El joven curvó las garras de una forma alarmante—. Se desprenden las escamas —se estremeció—, las alas se nos atan a la espalda… Pues bien, vivir así es traicionarnos a nosotros mismos.

Selendra aplaudió entusiasmada.

—¡Eres tan bueno como una obra!

—Bueno, gracias, majestad —Sher se inclinó como un actor—. Es una simple reconstrucción de la historia de nuestra gloriosa nación.

—No la historia real —interpuso Penn—. Hay más poesía que historia en todo eso. Los yargos nos vencieron porque tenían armas, y una vez que nosotros también conseguimos armas los volvimos a echar. Por la obra de Etanin se pensaría que lo hicimos con las garras y el fuego, cuando la Conquista ya había demostrado que las garras y el fuego no van a ninguna parte contra los cañones.

—No seas aburrido, Penn —dijo Sher.

—No seas romántico, Sher —dijo Penn en el mismo tono, y por un momento todos pudieron ver a los dragoncitos que habían sido, apenas diez años mayores que Gerin y Wontas, cuando se conocieron en la escuela. Por un instante, las tres hembras presentes se unieron en una sonrisa de cariño dedicada a los machos.

—Debo preparar a los niños para salir —dijo Felin rompiendo la magia—. Estoy deseando ver la obra, Sher, histórica o no será toda una experiencia; jamás he ido al teatro.

—Yo tampoco, y siempre he querido ver una obra, desde que Penn me hablaba del teatro cuando era una recién incubada —dijo Selendra mientras se encaminaba hacia la puerta—. Voy a refrescarme un poco y luego me reuniré con usted para trabajar en las invitaciones, madre.

Se fue, y tras ella Penn y Felin.

—Madre —repitió la Eminente con amargura—. Con eso pretendía herirme.

—No deberías discutir con ella —dijo Sher—. Estoy seguro de que os llevaríais bien si dejarais de librar una guerra abierta.

—Es ella la que quiere discutir conmigo —dijo la Eminente—. ¿Es que no lo ves? Oh, ya sé que es culpa mía por provocarla primero, pero ya veo que voy a pagar por ello. A veces me pregunto si quiere pelearse conmigo más de lo que quiere casarse contigo.

Sher se detuvo un momento mientras consideraba aquello. Ya llevaba más de una semana intentando reconciliarlas a las dos, con muy poco éxito.

—Entiendo que puedas pensar eso —dijo el joven al tiempo que rechazaba la necesidad de defender a Selendra a ciegas y pensaba en ello por un instante—. Pero no, sé que me quiere.

—Pues yo no lo veo en sus escamas —dijo su madre.

—Está esperando hasta que tú la aceptes, ya te lo he dicho —dijo Sher—. He visto el amor en sus ojos.

—Los ojos pueden mentir —dijo la Eminente. El límpido tono dorado de Selendra era lo único de aquella situación que le proporcionaba algún consuelo—. No creo que te quiera, creo que quiere vengarse de mí porque le pedí que te dejara en paz.

—Estoy bastante seguro de que me quiere —dijo Sher pensando con firmeza en lo que había visto en sus ojos en la pradera nevada la mañana de profundoinvierno, bajo el sol helado.

—Y yo estoy bastante segura de que eres tonto —dijo la Eminente—. ¿Ya cuál de los hermanos de esta lamentable doncella debería invitar al cotillón, dado que todos han demandado a todos?

Other books

Saint Jack by Paul Theroux
The Mountain of Gold by J. D. Davies
A Life by Guy de Maupassant
Stringer by Anjan Sundaram
Ruby's Fantasy by Cathleen Ross
Joe's Black T-Shirt by Joe Schwartz