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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (34 page)

Cosa que se debía, por supuesto, y como le hubiera encantado señalar a la Eminente, en buena parte a la diferencia de clase que había entre ellos. Sher tenía la dignidad y las finanzas de su posición y Penn las de un pastor de la Iglesia que vive en el campo. Incluso sus ingresos como pastor habían sido un regalo de Sher, o más bien de la Eminente, y hace falta una amistad muy resistente para soportar la caridad que un amigo le da a otro. Con frecuencia no es el que da el que se resiente, ya que lo que ha perdido en posesión material lo ha ganado en el placer del cielo, y también en la alegría de regalar; sino que se resiente el que debe, al tener poco, aceptar más de lo que puede aspirar a devolver. Si hay una devolución que se espera y logra, como ocurre entre Penn y la Eminente, donde las obligaciones espirituales y pastorales se intercambian por comodidades mundanas, entonces quizá todo vaya bien. Pero con Sher, Penn tenía la sensación de que le habían dado mucho y no había devuelto nada en absoluto. Como es natural era algo de lo que se resentía, y como es natural intentaba no resentirse y se resentía por la necesidad del esfuerzo. Y como es así mismo natural, Sher presentía tanto el resentimiento como el esfuerzo, lo que imponía una rígida rienda en la facilidad de su relación. Además de todo esto, la vida de Sher seguía siendo muy mundana y llena de distracciones, mientras que Penn con el tiempo se iba dedicando más a la Iglesia y a su parroquia. Es bien cierto que se habían distanciado y los dos lo sentían en extremo, pues en otro tiempo lo habían hecho todo juntos.

Así, cuando Sher volvió con Selendra, todavía desprovista del tono rosado que habría hablado por sí mismo, al joven le resultó incómodo buscar a Penn, más incómodo de lo que habría sido si nunca hubieran sido tan buenos amigos. Selendra quiso acompañarlo, más para evitar quedarse a solas con Felin que por cualquier otra razón, pero él la desalentó con dulzura.

—Tengo que hablar con tu hermano a solas. Es posible que tengamos que hablar de asuntos poco apropiados para tus oídos.

Felin había salido cuando volvieron, había ido a visitar a varios feligreses. Selendra cogió un libro, aliviada al ver que estaba sola.

El despacho de Penn tenía una puerta, un puerta muy sencilla que se había instalado para sustituir la antigua puerta tallada unas generaciones atrás. Sher llamó con una garra cautelosa.

—Adelante —exclamó Penn con voz triste. Sher entró y se quedó allí con gesto incómodo, mirando a su alrededor. La habitación era de Penn y albergaba libros y utensilios de escritura que Sher reconoció como pertenecientes a Penn, sin embargo en cierto sentido también pertenecían a Sher, al igual que toda la casa rectoral. Se suponía que Penn estaba escribiendo su sermón de profundoinvierno, que debía leerse ante la congregación después de que él prendiera el fuego; pero lo cierto es que estaba echado de espaldas con los ojos clavados en la Orden que exigía su presencia en Irieth, mientras reflexionaba sobre el pecado del suicidio.

—¡Sher! —dijo Penn mientras se incorporaba sobre las patas traseras e intentaba sonreír—. Me alegro de verte.

—Yo también me alegro de verte a ti —dijo Sher mientras entraba con cierta dificultad en el estudio y cerraba la puerta.

—¿No estás metido en ningún problema, espero? —dijo Penn con un entusiasmo que hasta a él le pareció falso.

—Espero que no —dijo Sher sonriendo con torpeza—. De hecho es lo contrario. Le he pedido a tu hermana Selendra que se case conmigo y ella ha accedido, una vez que hayamos solucionado unos cuantos detalles.

—¡Oh, gracias sean dadas a Jurale! —dijo Penn, y de inmediato estalló en lágrimas.

Sher se sintió muy confuso ante tal reacción.

—Tampoco es tan grave —dijo. Eso no surtió efecto—. Cuidaré muy bien de ella —lo intentó de nuevo. Penn siguió sollozando—. ¿Qué pasa? —preguntó por fin.

Penn le tendió la Orden. Sher la cogió y la leyó.

—Selendra ya me lo había contado —dijo—. Vais todos a Irieth, según dijo. Os he ofrecido el uso de la Casa Benandi.

—Quizá no quieras hacerlo —dijo Penn recuperando un poco el control—. Quizá ni siquiera quieras casarte con Selendra cuando lo sepas.

—¿Saber qué? —preguntó Sher—. Me resulta muy difícil pensar en algo que pueda evitar que quiera casarme con Selendra.

—Entonces es una carga de la que me has aliviado —dijo Penn—. Lo peor del deshonor es arrastrar a otros dragones conmigo.

—¿Deshonor? —preguntó Sher de inmediato.

—Bueno, sí, es muy diferente casarse con la hermana de un respetable pastor de la Iglesia que casarse con la hermana de un pastor deshonrado —dijo Penn.

Aquí Penn fue injusto con su viejo amigo. Sher jamás se habría planteado casarse con la hermana abstracta de un pastor deshonrado, en realidad con nadie que sufriera bajo una gran carga social. Jamás se habría planteado, por ejemplo, enamorarse de Sebeth. Sin embargo, ahora que se había enamorado con tal firmeza de Selendra, ya no habría vacilado pasara lo que le pasara a su familia.

—Dime cuál es el problema —dijo Sher con una calma notable.

—Escuché la confesión de mi padre en su lecho de muerte y eso saldrá a la luz en este juicio, quedaré arruinado y me echarán de la Iglesia —dijo Penn en pocas palabras.

Sher parpadeó varias veces. Pensó y desechó varías respuestas. En realidad no lo escandalizaba que se hubiera hecho algo así. Había oído entre susurros que la Vieja Religión estaba floreciendo sin ruido. Lo que sí lo escandalizó fue el que Penn, del que en secreto pensaba que se había hecho bastante remilgado y convencional desde que era pastor, lo hubiera hecho.

—¿Puedes hacer que tu hermano suspenda el caso?

—No después de la primera vista —dijo Penn—. Si lo retirara ahora, estaría sujeto a una pena por presentarlo de forma frívola.

—¿Entonces no puedes conseguir que acceda a no llamarte? —preguntó Sher.

—Avan ya accedió, es Daverak el que me ha llamado —dijo Penn.

—¿Y si se lo pides a Daverak?

—No le importo una ciruela podrida. —Penn sacudió la cabeza con tristeza, con lo que espantó varias lágrimas del hocico.

Aquel viejo término escolar hizo que Sher sonriera al recordarlo.

—Daverak es tu cuñado. Le importes o no, no puede querer tu deshonra.

—Berend está muerta.

—Aun así, hay unos dragoncitos que son los recién incubados de tu hermana y los herederos de Daverak. Podrías hablar con él y hacer hincapié en el lado social de todo esto, el efecto que tendría sobre él —dijo Sher.

—No soporto la idea de que él se entere —dijo Penn.

—Lo va a saber si se lo cuentas al mundo entero en el tribunal —dijo Sher con cierta impaciencia en la voz—. Ilustre, ¿no? ¿Daverak? Me lo han presentado, creo. Le preocupa mucho el rango y cosas así. Iré contigo a verlo si quieres, quizá sirva de ayuda.

—Eso sería muy amable por tu parte, amable en extremo —dijo Penn, y luego se echó a reír entre lágrimas—. Oh, Sher, lo siento. No pretendía hablarte así cuando eres tan bueno conmigo.

—No olvides que tengo un interés personal en mantenerte lejos del deshonor. A mí quizá no me importe, pero a mi madre sí, y Selendra ha puesto como condición que mi madre se muestre entusiasta.

—La Eminente jamás hará algo más que tolerar… —dijo Penn con los ojos clavados en él.

—La Eminente hará mucho más que eso —dijo Sher con la voz dura. Luego la suavizó para bromear—: Pero me resultará muchísimo más fácil si te ve como un pastor respetable que casi siempre está aquí el primerdía y jamás de los jamases salva un barranco volando ni se va de caza.

Penn se echó a reír. Cuando acababan de darle los cordones, se los había quitado un día para ir de caza con Sher y solo por muy poco había evitado que lo reconocieran.

—Tienes mi bendición para casarte con mi hermana —dijo Penn—. Su dote es bastante insuficiente, pero no me cabe duda de que tú tienes bastante para los dos.

—Su dote es espléndida —dijo Sher—. ¿No te lo ha contado?

Penn se lo quedó mirando.

—¿Contarme qué?

—Lo del tesoro que encontramos…

—¿Tesoro? Los dragoncitos siempre están diciendo tonterías sobre ese tesoro, pero no puede ser real…

—Es real. Un tesoro. Oro. Joyas. Un tesoro muy valioso. Tus dragoncitos, Selendra y yo lo encontramos y lo hemos dividido en cuatro partes, que yo diría que valen varios cientos de miles de coronas cada una, si no más. Últimamente no he intentado sacarlo, por las nieves, pero la próxima primavera tus dos recién incubados van a recibir una fortuna, al igual que Selendra. Así que ninguno de vosotros tendréis que preocuparos por el oro, pase lo que pase, y sin duda mi madre se alegrará de ver que he ampliado los cofres de Benandi como no lo ha hecho ningún otro heredero desde hace varios cientos de años.

Estaba en sus tierras y podría haberlo reclamado todo pero, ¿de qué le servía el oro comparado con el bien que podría hacerle a sus amigos? Penn estaba asombrado.

—No tenía ni idea —dijo—. Debería disculparme con Wontas por no creerle.

Sher se echó a reír.

—Iré contigo a hablar con Daverak —dijo—. Me ocuparé del tesoro en primavera. Y me casaré con tu hermana en cuanto nos resulte conveniente a todos.

—Eso es maravilloso —murmuró Penn.

—Y ahora que sé que todavía quebrantas las leyes de la Iglesia de vez en cuando, ¿qué te parece un día de caza cuando volvamos? ¿Todos, Felin y Selendra también?

Penn abrió la boca pero no pudo hablar, atrapado entre las lágrimas y la risa. Después de un momento interminable, ganó la risa.

XIV. Llegada a Irieth
52
Una sexta proposición de matrimonio

El ilustre Daverak trasladó su hogar a Irieth para la vista. Solo los dragoncitos y los huevos, aún no eclosionados, permanecieron en Daverak, junto con un número suficiente de sirvientes para cuidarlos. Si bien no era la época del año más adecuada para Irieth, el noble hizo que la Casa Daverak se aireara y abriera por completo. Haner, aferrada a su Orden, lo acompañó con docilidad. Se llevó con ella a Lamith, no tanto para que le bruñera las escamas como para que creara interferencias. Tenía planes propios para su estancia en la capital. Con Lamith a mano para decir que no se encontraba bien o estaba ocupada en intereses femeninos, era libre de emprender sus propios asuntos.

Subieron en tren y llegaron el siete de profundoinvierno, una semana antes de la fecha fijada para el juicio. Haner pasó el primer día supervisando a los sirvientes mientras estos cubrían las paredes con los tapices que se habían guardado mientras la casa permanecía vacía. Solo las cuevas dormitorio estaban bajo tierra, en lo que venían a ser sótanos abovedados. La mayor parte de la casa se encontraba en la superficie. Algunas habitaciones incluso tenían ventanas. Haner jamás había visto nada parecido, y no le gustaba en absoluto.

Daverak, no sin cierta vacilación, había escuchado el consejo de su abogado y había invitado a Frelt a alojarse en su casa, lo cual supuso una completa sorpresa para Haner. Apenas fue capaz de evitar retroceder cuando lo vio en el pasillo exterior de la Casa Daverak. Era el clérigo pulcro de costumbre, bien bruñido y atractivo, a su estilo más bien convencional.

—Respetada Agornin —dijo el dragón inclinándose—. Me alegro de verla bien, y permítame presentarle mis condolencias por la pérdida de su hermana. Que pueda renacer con Camran.

A Haner nunca le había gustado la forma que tenía Frelt de hablar de los dioses, casi como si fueran suyos. La joven se inclinó.

—Saludos, bienaventurado Frelt, ¿y qué le trae a Irieth?

—Lo mismo que los trae a ustedes, este triste y errado pleito que su absurdo hermano ha presentado. —Frelt sacudió la cabeza con tristeza fingida.

—¿Ha de prestar testimonio? —preguntó la muchacha.

—Así es. —Frelt asintió varias veces—. Seré uno de los testigos más importantes, me temo; prestaré testimonio sobre lo que se dijo y se hizo en la cueva subterránea, así como sobre las creencias de su padre y su estado mental.

Haner lo miró por encima del hocico. No merecía la pena decir que él no sabía nada sobre el estado mental de su padre.

—Espero que no esté nervioso —le dijo la dragona.

—No, un pastor de la Iglesia está acostumbrado a levantarse y hablar —dijo Frelt. Le dedicó una sonrisa a Haner con la que mostró los dientes. Era la más joven de las hermanas Agornin y no la más bonita, pensó, pero era más tímida que Berend y más callada que Selendra. Quizá fuera lo que él necesitaba.

—¿Y dónde se aloja? —dijo la joven como mandaba la convención.

—Bueno, el ilustre Daverak ha tenido la amabilidad de ofrecerme la hospitalidad de su casa —dijo Frelt con una sonrisa lasciva.

—Entonces no me cabe duda de que lo veremos mucho —dijo Haner, pero se le cayó el alma a las patas.

—Qué agradable será —dijo Frelt—. ¿Echa de menos Agornin? —preguntó.

—Sí —dijo Haner mientras con discreción se alejaba un poco de él.

—Yo he estado pensando en tomar esposa —dijo Frelt sin rodeos.

—He oído que muchas doncellas vienen a Irieth para encontrar esposo —dijo Haner al tiempo que se retiraba un poco más.

Frelt se echó a reír.

—¿Incluida usted? Me preguntaba si quizá le gustaría volver a Agornin conmigo, ¿Haner? —El dragón avanzó hacia ella.

—No, señor —dijo ella, y huyó. Apenas podía creerse que aquel dragón hubiera tenido semejante descaro.

Huyó al comedor donde estaba esperándola Daverak.

—Por fin estás aquí, Haner —dijo—. ¿Has visto al bienaventurado Frelt?

—Viene enseguida —dijo la joven. En presencia de Daverak se sentía a salvo, al menos que la presionaran como habían presionado a Selendra. Pensó en su querido Londaver y recuperó la confianza. Un momento después entró Frelt, tan tranquilo como si no hubiera pasado nada. Hizo caso omiso de la joven dragona y se puso a hablar con Daverak. La conversación trataba en su mayor parte del próximo juicio. Haner se sentó sin ruido, sin decir nada y sin que los machos le hicieran tampoco ningún caso. Les trajeron comida, una ternera no muy fresca. Haner comió tan deprisa como pudo con la esperanza de poder escapar cuanto antes de allí.

—Según Mustan, es muy posible que pregunten sobre las intenciones de Bon al hacer el testamento —dijo Daverak.

—Como dije en su momento, estoy bastante seguro de que eran como usted cree —dijo Frelt.

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