Read Guardianas nazis Online

Authors: Mónica G. Álvarez

Tags: #Histórico, #Drama

Guardianas nazis (24 page)

HABLAN LAS VÍCTIMAS

Mientras tanto el tormento del látigo en el búnker hacia mella en las más rebeldes de Ravensbrück. En una ocasión la rusa Zina M. Kudrjawzewa fue víctima de varias tandas de azotes debido a que le habían confiscado un billete donde había garabateado un pequeño poema. Las prisioneras ni siquiera tenían derecho a expresarse mediante la escritura. Su castigo fueron 15 latigazos y la privación de alimentos durante veinticuatro horas. Unos días después fue conducida de nuevo al búnker por el mismo motivo. Permaneció tres días sin comer al fondo de un calabozo frío y húmedo. Creyó que moriría.

La Binz ya se había ganado la mayor de las famas, ser la peor de las guardianas del campamento, la más perversa y maquiavélica del momento. Aunque tanto sus antecesoras como sus sustitutas no se quedaron atrás.

Sus ademanes denostaban una irrefrenable autoridad digna de temer por todo aquel que la rodease, tanto internas como camaradas y auxiliares. Nadie se libraba de la brusquedad de sus manos. Disfrutaba paseándose y regodeándose ante sus inferiores. Así lo admitió durante el interrogatorio que le hicieron el 6 de enero de 1947 ante el tribunal militar británico en Hamburgo, cuando sostuvo que abofeteó y golpeó con una regla a las presas que se mostraban «insolentes» o si negaban «las acusaciones ya probadas». Creía que «la verdad ya había sido establecida».

El tradicional castigo de «el látigo» era muy conocido por todos los habitantes del campamento en Ravensbrück. 25, 50 o 75 eran los golpes que debían soportar las víctimas en aquellas palizas infrahumanas que nos hacen remontarnos incluso a la época de los romanos.

Siguiendo con la recopilación de testificaciones, me gustaría mencionar una que se encuentra en el libro titulado
Ravensbrück
escrito por Germaine Tillion, antropóloga de la resistencia francesa y otra de las víctimas de Binz, que durante su estancia en el centro de internamiento fue testigo de lo que sucedía durante las actividades habituales de la
Aufseherin
y su célebre «25», «50» o «75» latigazos.

«La víctima estaba tumbada semidesnuda, aparentemente inconsciente, llena de sangre desde los tobillos hasta la cintura. Binz la miraba y sin mediar palabra la pisoteó en sus sangrientas piernas y empezó a mecerse a sí misma, equilibrando su peso desde los dedos de los pies hasta los tacones. Quizá la mujer estuviese muerta; de cualquier modo ella estaba inconsciente porque no movía nada. Después de un rato cuando Binz se fue, sus botas estaban embadurnadas de sangre».

Disfrutaba tanto asistiendo a aquellas penas de flagelación infligidas a una detenida. «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres», decía Karl Kraus. Leyendo estos escalofriantes testimonios se podría pensar que en realidad hasta le producía un verdadero éxtasis sexual, como ha sido el caso de alguna de sus secuaces. Binz se divertía hasta la saciedad ordenando a las prisioneras que se pusieran en posición de firmes durante horas y horas, mientras ella las abofeteaba la cara con total impunidad. Incluso cuando algunas de aquellas mujeres se derrumbaban víctimas del agotamiento, Dorothea se acercaba hasta ellas y se reía sonoramente. Aquella risa un tanto diabólica, como sus internas se atrevían a cuchichear, se basaba en el placer malicioso de ver el sufrimiento ajeno hasta límites insospechados.

Lo que para los nazis era una «muerte natural» para la gente corriente y cuerda se trataba de hambre, palizas y un trabajo agotador. La muerte en este campo de concentración estaba científicamente organizada. Hasta un funcionario alemán llegó a escribir en octubre de 1944 que la «mortalidad en Ravensbrück era insuficiente y debería llegar a 2.000 muertos al mes con efecto retroactivo de 6 meses». No me extraña que las mujeres retenidas allí fueran presas del pánico al ver a la que sería su tutora, Dorothea Binz, pasearse con gesto tétrico por los barracones. Con cada golpe que propinaba a aquellos despojos humanos, los ojos de la guardiana brillaban con una alegría a veces infame a veces voraz.

Una superviviente llamada Olga Golovina, que había sido encarcelada en Ravensbrück a la edad de 21 años, explicó 39 después y con lágrimas en los ojos:

«Recuerdo a la guardiana Dorothea Binz paseando por el campamento. Aún puedo verla ante mis ojos. Una prisionera agotada pasa a su lado, tropieza y cae. Con denodados esfuerzos se pone de pie y se va tambaleándose.

Semejante escena era suficiente para Dorothea. Ella pedaleó más fuerte, aumentó la velocidad y atropelló a la miserable interna. Luego llamó a los perros y se los lanzó. ¡Los perros eran salvajes, feroces, adiestrados especialmente para destrozar a la víctima hasta que dejaba de respirar!».

Uno de los testimonios quizá más impactantes acerca de la bestialidad infligida por Dorothea Binz, es lo que describe la reclusa Charlotte Müller —detenida por negarse a renunciar a sus creencias—, acerca de la paliza que dieron a una compañera suya. La ya mencionada anteriormente, Martha Wolkert.

«Un martes por la mañana durante el conteo de presos, me dijeron que debía acudir antes de la construcción de celdas. Mi Blockalteste me llevó allá. Allí esperaban veintidós mujeres de diferentes bloques.

La
Oberaufseherin
Binz llegó, abrió la puerta y nosotras debíamos organizamos de dos en dos a la entrada del sótano. No se dijo ni una sola palabra, cada una estaba ocupada consigo misma. Todas tenían miedo. Después de un rato llegó el
Lagerkommandant
Suhren, el médico del campo —él siempre debía estar presente—, un hombre de las SS y Schlagerin, una
Grünwinklige
(alguien que se encarga de dar golpes).

A continuación, Binz llamó a cada mujer por su número para que entrara en el cuarto de castigo. Después debían volver al final de la fila. Yo fui llamada casi al final. Mi corazón se me quería salir del miedo, cuando alcancé a ver cómo la
Grünwinklige
arrastraba a mi compañera de delante hacia la puerta de la habitación contigua. Binz dictó mi orden: "¡Dos tandas de veinticinco golpes!".

(…) Se me ordenó contar en voz alta los golpes, pero solo llegué a hasta once. Sentí mi trasero como si estuviera hecho de cuero. Cuando regresé a la fila, me sentí mareada. Por fin habíamos sobrepasado el castigo corporal. Suhren, la Binz y el comandante de las SS Pflaum llegaron a la entrada del sótano. Entonces Suhren dijo en un tono áspero: "¡Hagan todas fila! ¡Dense la vuelta y levántense las faldas!"

A continuación, los tres miraron nuestros traseros. Se reían y hacían comentarios vulgares. ¡Después de esta tortura, esta humillación y esta burla! […]».

Los desprecios y desdenes de las guardianas del campo, incluida Binz, constituían una norma común entre las camaradas nazis. El deporte nacional en Ravensbrück era mofarse de la degeneración de unas pobres mujeres al borde del óbito. Las reclusas veían a los famosos
appells
como la única forma de degradación que tenían sus superiores para vencer su resistencia mental. Esta se debilitaba por momentos gracias al trato vejatorio sometido. Sin embargo, es curioso cómo eran las propias víctimas las encargadas de construir todo lo necesario para el buen funcionamiento del campo. Desde oficinas, almacenes, hasta fábricas pasando por la estructura de otros campamentos secundarios. Todo lo que se ponía en marcha allí era gracias a las cientos de supervivientes que hacían precisamente eso cada día, sobrevivir al horror y a la desmesura, no ya de una guerra sino de la condición humana en la que se había corrompido todo.

Tal y como asegura otra de las damnificadas de esta historia, la componente de la resistencia francesa, Marie Jo Chombart de Lauwe, en el libro
Ravensbrück, el infierno de las mujeres
: «el señor Himmler nos explotaba hasta la muerte mientras obtenía grandes beneficios». Y es que Marie Jo fue otra de las testigos de la saña que se vivió en aquellas cuatro paredes, de la rabia desatada por la
Aufseherin
Binz. La veía a menudo porque obligatoriamente tenía que pasar por delante del barracón de las guardianas cuando iba a trabajar. Dorothea se colocaba delante junto al jardín, siempre acompañada de un perro, esperando a «la deportada idónea sobre la que pudiera descargar su ira».

«Un día muy frío de invierno no me di cuenta que ella estaba allí sentada. Yo llevaba las manos dentro de las mangas para protegerme del frío, lo que no nos estaba permitido. Me vio y me pegó con la porra en la nariz y la cara hasta que caí al suelo»
[27]
.

Alemania no solo era nazismo, también existía esa parte rebelde y en continua lucha ferviente contra el régimen de Hitler, que en absoluto profesaba ni sus ideas ni sus convicciones. Los propios alemanes se enfrentaron al
Mesías Negro
—que era así como proclamaban al Canciller visionarios ocultistas como Eckard— para erradicar un sistema político dictatorial, racista y por supuesto, criminal. Entre los grupos que combatieron apasionadamente por la libertad se encontraba el Partido Comunista de Alemania (KPD). Una de sus miembros, Barbara Reimann, fue detenida por la GESTAPO por realizar campaña contra el nacionalsocialismo y por formar parte de esta ideología. En un primer momento fue recluida en Ravensbrück como medida disciplinar. Allí coincide con
La Binz
a quien describe con estas palabras:

«Dorothea Binz era la jefa de las guardianas y una mala bestia. Tenías que mantenértela lejos, porque era realmente muy peligrosa. Con su látigo golpeaba a izquierda y a derecha, y la gente echaba a correr. Y si no eras lo suficientemente rápida, o si ella estaba de mal humor, podía dar una paliza a una prisionera y dejarla muy malherida. Se ponía caliente apaleando prisioneras»
[28]
.

Uno de los instantes más angustiosos y temidos por Barbara era el de las selecciones. La
Aufseherin
se personaba gritando en cada uno de los barracones para hacerlas formar en el patio, empezando primeramente por el pabellón de la enfermería. En una ocasión la comunista fue testigo de cómo una joven polaca con bronquitis era sacada a rastras de la sala y aunque ella quiso ayudarla, un hombre de las SS le amenazó diciéndola: «Un paso más y te vas tu también con el transporte». Nadie pudo hacer nada por aquella chica de tan solo diecinueve años, que se convirtió en la primera mujer gaseada y quemada de su barracón. «Aquella fue la primera selección que presencié y no lo olvidaré nunca», explicaba Barbara.

La impunidad que dotaba el Grossdeutsches Reich a las guardianas y sus aberraciones eran sobrecogedoras. Y nadie de las allí presentes podía hacer nada para evitarlo porque ponía en riesgo también su propia vida. Ayudar o morir, siempre fue el gran dilema de las reclusas de estos campos de concentración.

SUPERVIVIENTES ESPAÑOLAS EN RAVENSBRUCK

Más de 132.000 mujeres procedentes de 40 países cruzaron la entrada de «El Puente de los Cuervos». Entre ellas hubo 400 españolas que fueron apresadas por su lucha contra el Gobierno alemán y sus consignas. Aquel pantanoso lugar albergó la parte más dantesca e implacable de un centro de internamiento, y aunque poco se habla de la deportación femenina, hay que decir que fueron las que mayor carga soportaron.

Tanto hombres como mujeres sufrieron y lloraron por la fiereza que les rodeaba, por el olor constante a muerto y el hedor de la descomposición, pero las internas se llevaron si cabe, sufrimientos adicionales actualmente impensables en un país del Primer Mundo. Me refiero a experimentos propios de la condición femenina: pruebas médicas tales como la esterilización, la aceleración de la menopausia, el asesinato de sus hijos en presencia suya, y por supuesto, la prostitución.

El impacto que sufrieron estas féminas superó con creces el aspecto físico o psicológico, penetrando con gran angustia en la moral. Entre las miles de reas que padecieron humillaciones y atrocidades a lo largo de su estancia en el campamento se encontraba un grupo de jóvenes españolas que llegaron hasta Ravensbrück alzando su puño en busca de libertad. Sus gritos se ahogaban entre los sollozos de la cámara de gas y aunque el silencio era lo único que les mantenía en pie, siempre tuvieron fe —si podemos llamarlo así— en salir vivas de aquella locura vestida de infierno.

NEUS CATALÁ

Esta catalana procedente de la localidad de El Priorat (Tarragona), de raíces campesinas y diplomada en enfermería, fue miembro fundador del PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya).

«Junto con su primer marido, Albert Roger, fallecido durante la deportación, participó en actividades de la Resistencia francesa y llegó a ser enlace interregional con seis provincias a su cargo. Su casa era un punto clave donde escondía a guerrilleros españoles y franceses y a antiguos combatientes de las Brigadas Internacionales. Centralizaba la transmisión de mensajes, documentación y armas. Hasta que fue denunciada a los nazis»
[29]
.

Tras su detención por la GESTAPO el 11 de noviembre de 1943, fue trasladada a la prisión de Limoges, donde la maltrataron salvajemente. Ese sería el principio de su historia. Dos meses después, la llevaron a Ravensbrück a bordo de un tren de ganado.

«Con una temperatura de 22° bajo cero, a las tres de la madrugada del 3 de febrero de 1944, mil mujeres procedentes de todas las cárceles y campos de Francia llegamos a Ravensbrück. Era el convoy de las 27.000, así llamadas y así conocidas entre las deportadas. Entre esas mil mujeres recuerdo que habían checas, polacas que vivían o se habían refugiado en Francia, y un grupo de españolas.

Con 10 SS y sus 10 ametralladoras, 10 "aufseherin" y 10 "schlage" (látigo para caballos), con 10 perros lobos dispuestos a devorarnos, empujadas bestialmente, hicimos nuestra triunfal entrada en el mundo de los muertos»
[30]
.

A su llegada al campo de concentración dio comienzo el ritual del terror. Primeramente las duchas de «desinfección», pelo rapado al cero, inspección de todos los rincones del cuerpo, uniforme de rayas y la asignación del número de prisionera. El de Neus fue el 27.534 y allí se topó con una realidad escalofriante: una mujer electrocutada, enroscada y enganchada en la alambrada eléctrica; dos kapos arrastrando a otra mientras una SS la golpeaba con el látigo sin darse cuenta que ya había muerto hacía unas horas.

Other books

Doppler by Erlend Loe
Skin of the Wolf by Sam Cabot
Edith Layton by The Return of the Earl
Hunting of the Last Dragon by Sherryl Jordan
Catch Me by Lorelie Brown
Fast Break by Mike Lupica
Never Let Go by Edwards, Scarlett