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Authors: Mónica G. Álvarez

Tags: #Histórico, #Drama

Guardianas nazis (25 page)

«En Ravensbrück se acabó mi juventud el 3 de febrero de 1944…», asintió Neus. Entró en un mundo inconcebible para la mentalidad del ser humano. Un infierno como describieron cada uno de los supervivientes de aquel horror. «Dante ha descrito el infierno, pero no ha conocido Ravensbrück, ni Mauthausen, ni Auschwitz, ni Buchenwald. ¡Dante no podía ni imaginar el infierno! Yo tengo una película en la cabeza en blanco y negro, tal como era todo, porque allí no había colores», seguía explicando la damnificada española. No había colores pero sí olores. Olores a carne quemada, a llagas, gangrena, suciedad… Aromas a los que tanto Neus Catalá como el resto de sus compañeras se tuvieron que acostumbrar. Pero ¿cómo se puede uno habituar a vivir así? Dicen que el hombre ante las vicisitudes se crece y desarrolla mecanismos nuevos de defensa. Eso fue lo que precisamente hicieron aquellas mujeres.

Entre las denigrantes situaciones que tuvo que pasar se encuentran los exhaustivos controles ginecológicos desempeñados sin ninguna higiene y en condiciones asombrosamente penosas. De hecho, utilizaban el mismo utensilio para examinar a todas las reas y aquellas que estaban embarazadas tenían poca, por no decir ninguna, esperanza de siquiera sobrevivir.

«A todo mi grupo nos pusieron una inyección para eliminarnos la menstruación con la excusa de que seríamos más productivas. Ocurrió en 1944; no la volví a tener hasta 1951. (…) Se salvaron muy pocas; los bebés nacidos eran automáticamente exterminados, ahogados en un cubo de agua, o los tiraban contra un muro o los descoyuntaban. Ellas agonizaban por las malas condiciones higiénicas del parto o se volvían locas por la impotencia de presenciar tales asesinatos»
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.

La tierra de Ravensbrück se convirtió en la peor de las pesadillas, en la mayor película de terror creada hasta el momento. Si allí lloraron las víctimas fue sangre y no por los muertos, sino por los vivos que permanecían hechos ovillos esperando ser golpeados de nuevo. Muchas de estas mujeres pensaron en quitarse la vida ellas mismas. ¿Y quién no en su situación? Sin embargo, Neus decía que aunque «jamás pensé en el suicidio, sí que deseé un día irme a dormir y no volverme a despertar».

Algo que me llama poderosamente la atención de Neus Catalá, la joven republicana encarcelada en Ravensbrück a la edad de 29 años, es que aún viviendo entre salvajes, llegó a reírse en muchos momentos y a sentirse una mujer redimida. «He sido deportada, he estado esclava en el campo y me he sentido libre a pesar de todo», razona con total tranquilidad en la obra
Ravensbrück, el infierno de las mujeres
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CONCHITA RAMOS

De padre francés y madre española, tan solo contaba con 19 años cuando fue trasladada a Ravensbrück. Participó de forma activa en la Resistencia organizando grupos de maquis en la zona francesa del Ariege. Tras su arresto por la GESTAPO, se iniciaron un total de siete interrogatorios cuya herencia fue el desencadenamiento de una fuerte artrosis a partir de los años 50. Durante aquellos suplicios su único objetivo fue no hablar, a pesar de los golpes y bastonazos que recibió por parte de los camaradas nazis. «Vi cómo les arrancaban las uñas de pies y manos a hombres y mujeres. Tenía miedo de hablar, pero no lo hice».

Conchita junto con su tía Elvira y su prima María, fueron conducidas al «Puente de los Cuervos» en un convoy al que denominaron «Tren Fantasma». Llegó a haber 700 hombres y 65 mujeres. Tardaron dos meses en arribar a su destino final. A su llegada, Conchita con el número 82.470, recuerda la primera selección:

«En Ravensbrück he visto a las SS pegar con saña por cualquier cosa, a mujeres mayores, a los niños, y hemos pasado horas inmóviles al pasar lista en la
Appellplatz
. Allí, quietas bajo un frío tremendo y débiles, algunas caían y no las podías ayudar o te echaban a los perros encima»
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Las guardianas del campamento eran tan fieras como sus animales y agasajaban y maltrataban brutalmente a las mujeres que yacían en el suelo. Aquellas palizas impactaron sobremanera a Conchita, quien además presenció cómo los más pequeños eran atizados y asesinados sin escrúpulo alguno. El tema de la maternidad siempre fue uno de los temas más dolorosos a recordar para esta hispanofrancesa.

«Muchas fueron detenidas y no supieron durante años qué pasó con sus hijos. Los buscaron después con la ayuda de la Cruz Roja. Algunas tuvieron suerte y los encontraron en orfelinatos. Otras jamás volvieron a saber nada más».

Una de las vivencias que le marcó especialmente, fue cuando accidentalmente contempló el asesinato de tres niños a manos, y así nos da a entender por los datos recopilados, de Dorothea Binz, la supervisora en jefe en esa época. Aquel suceso le embargó de horror, llenándole de impotencia.

«Lo recuerdo perfectamente. Uno de ellos, el más pequeño, tenía solo tres o cuatro años y corría por la calle de los barracones. Una de las
Aufseherinnen
le gritó, pero el niño no la escuchó y ella le lanzó el perro. Lo mordió y lo destrozó. Después ella lo remató a palos».

El único pensamiento de Conchita y del resto de sus compañeras era cavilar que quedaba un poquito menos, que pronto se terminaría todo. La idea de ser liberadas era lo único que las hacía resistir y mantenerse con vida. Pero no se lo ponían nada fácil a aquellas prisioneras que trabajaban de sol a sol, víctimas de la esclavitud y la agresividad. En el caso de la joven española, al finalizar su jornada —dado que trabajaba en la fábrica a las afueras de Ravensbrück—, siempre dormía fuera, al borde de la carretera. Daba igual si hacía frío, nevaba, si llovía o había hielo, su casa era el suelo del prado. Incluso allí también se vivían dramáticas escenas repletas de sangre.

«Una noche llegamos a un bosque de pinos. Los árboles eran jóvenes, y las ramas bastante bajas, lo que hizo que nosotras enseguida buscáramos uno grueso para reunirnos todas bajo el árbol. Encontramos un pino que las ramas tocaban casi al suelo; nos pusimos todas debajo, como pudimos, y aquella noche los SS, dispararon con las ametralladoras y mataron a todos los que quedaban de la columna; todos, hombres y mujeres, fueron asesinados mientras dormían. Cuando se hizo de día y vimos aquella carnicería, es indescriptible el horror que sentimos, sabíamos que eran malvados y sin entrañas, pero ver estos crímenes gratuitos»
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Al igual que le ocurrió a Neus Catalá, Conchita Ramos también fue testigo de cómo los supuestos médicos del campamento realizaban toda clase de aterradores experimentos para probar absurdas teorías científicas.

«Cuando me dijeron "te enseñaremos a las
petites lapines
—conejitas—", yo, inocente, preguntaba si acaso conseguiríamos conejos para comérnoslos. Nos llevaron a un barracón donde vi mujeres a las que les habían operado las piernas, cortado tendones, los músculos, rasgado la piel, se les veía el hueso, todo para experimentar con el cuerpo humano. Tenían unas cicatrices horribles. A otras les inoculaban productos químicos o las amputaban».

Un tiempo más tarde y debido a su juventud fue conducida junto a su tía y su prima a un Kommando a las afueras de Berlín llamado Auberchevaide. Allí trabajarían día y noche fabricando material de aviación. Junto a ellas otras 500 mujeres. «Yo debía controlar las piezas, pero hacíamos sabotajes. Lo hacíamos todas. Me dieron muchos bastonazos», contaba orgullosa Conchita.

Con la llegada del bando aliado, la española salvó su vida y quedaron solamente 115 mujeres más. Su valentía le valió numerosas condecoraciones como la Legión de Honor del Gobierno francés y la Medalla de la Resistencia. Sin embargo, nada podía borrar ya las huellas de la inhumanidad, el salvajismo y la tortura. El silencio fue traumático, pero el reencuentro con su familia y el nacimiento de su primer hijo en noviembre de 1947 lograron eliminar poco a poco sus angustias y miedos.

«Cuando vuelvo el pensamiento atrás, me digo siempre: "Después de lo vivido, no hay que desesperar; estamos juntos en vida, ya encontraremos la solución". Los que hemos vivido tanta tragedia, nos volvemos filósofos y optimistas, como quieras»
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MERCÉ NÚÑEZ

«Paquita Colomer», que era así como Mercedes Núñez era conocida entre sus compañeras del campo de concentración de Ravensbrück, nació en Barcelona en 1911 en el seno de una familia acomodada con una joyería en Las Ramblas. De padre gallego y madre catalana, Mercé a la edad de 16 años ya trabajaba como secretaria de Pablo Neruda, en aquel entonces, cónsul de Chile en la ciudad condal. Ejerce labores burocráticas en las sedes del comité central del PSUC y UGT hasta que en enero de 1939, decide trasladarse a Francia para asumir la organización del PC en La Coruña. Poco después es detenida y llevada hasta la prisión de Betanzos. En 1940 la trasladan a la Cárcel de las Ventas de Madrid donde fue condenada a 12 años y un día por «auxilio a la rebelión militar».

No se sabe si por un error o por obra del destino, el General Juez del Juzgado de delitos de espionaje procesa la orden de su liberación y Mercedes es excarcelada el 21 de enero de 1942. A partir de ese momento, comienza una vorágine: primero huye a Francia, donde pasa un tiempo en el campo de internamiento de Argelés; después se convierte en parte activa de la Resistencia; y cuando se encontraba trabajando como cocinera en el Cuartel General de Carcassone facilitando toda clase de información, un chivatazo hace que la GESTAPO la encuentre y la detenga en 1944. Inicialmente la llevan al campo de Saarbrücken para acabar en el de Ravensbrück.

Para Mercé los alemanes no hablaban un idioma, no emitían palabras, más bien expresaban aquel fanatismo y brutalidad mediante «ladridos». Lo que hacían era «ladrar»:

«Grupos de SS. Ladrando insultos; [sic] el "obermeister" ladra de tal manera que le puedo ver todas las muelas de oro y hasta la garganta; [sic] los altavoces ladran en alemán.»
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De hecho, la prisionera española, perpleja ante los acontecimientos que allí se sucedían, no daba crédito a cómo los nazis mantenían a las presas durante horas y horas totalmente desnudas, exponiéndolas en público mientras se mofaban de ellas y las maltrataban. La respuesta de Mercé era permanecer impertérrita mientras le chirriaban los dientes del desespero. Cuando alguna de las supervisoras la miraba no tenía «vergüenza en verme desnuda en su presencia, como si fuese un perro más o una piedra. Es el momento en que termino por excluirlos de la comunidad humana. Para mí son bípedos y basta».

Pese a la aparente fortaleza física que mostraba la catalana, en realidad, su salud no era para nada buena. Cada día intentaba disimular su empeoramiento. Esto le ayudó a salvarse de la cámara de gas y para ser tildada de apta en el trabajo. Ese «premio» le valió para iniciar tareas en el combinado metalúrgico HASAG donde fabricaban obuses en un campo de concentración a las afueras de Leizpig. Su afán por entorpecer el buen funcionamiento de la máquina del Imperio Nazi, comenzaba por la propia cadena de producción donde ella se encontraba.

«Muy concienzudamente me harto de enviar al desguace obuses buenos, de dar como perfectos los defectuosos y enviar a desbarbar los que tienen medidas correctas. Tenemos que recordar que cada obús inutilizado son vidas de los nuestros ahorradas».

La lucha interna de Mercé por derribar la monstruosidad de aquellas gentes se hacía constar en cada una de sus maniobras. Y aunque su salud seguía de mal en peor, ella aguantaba y soportaba, no solo las palizas que la propinaban, sino, sobre todo las humillaciones consumadas contra algunas de sus camaradas.

El sufrimiento era uno de los ingredientes más difíciles y crueles en el día a día de estas mujeres, que veían cómo el hambre y la muerte las rodeaba continuamente. Los niños fueron las víctimas más débiles de esta barbarie. Cuenta Mercé que en una ocasión una de las guardianas arrebató a una joven madre su bebé de tres días. La condenó a trabajar y a producir para una de las empresas alemanas que practicaba la esclavitud laboral. Si le quedaban fuerzas para vivir, tenía que ser destinado para ellos. El niño fue llevado a la cámara de gas.

A este respecto, hay situaciones límite que a la misma Mercedes le generaban vergüenza por los sentimientos que le removían. Me refiero, por ejemplo, a aquella donde los mandos superiores del campo procedían a escoger cincuenta mujeres, que bien por tener una mala salud, o bien por no ser aptas para el trabajo, acabaron siendo designadas como «transporte» (la cámara de gas). Es en ese preciso instante cuando Mercedes, que como apuntaba tenía una salud muy deficiente, temiendo ser elegida se hizo esta reflexión: «¿Por qué aquella idea indigna, por qué aquella especie de alivio cada vez que el comandante señala una nueva víctima? Me doy asco a mí misma». Desgraciadamente, era su vida o la de sus compañeras. Era una triste realidad ensombrecida de extrañas emociones. Pero siguiendo con la historia que explicaba, llegó el momento del macabro cómputo final, y cuando ya habían sido escogidas cuarenta y nueva mujeres, la joven española ayuda a Madame P. susurrándole que se quite las gafas y las esconda. Eso era signo inequívoco de debilidad en un centro de trabajo, pero decide no condenarla. ¿Quién es ella para hacerlo? Así que Mercé ayuda a la pobre mujer aún a sabiendas de que podría no salvarse y terminar en la fosa. No practica el silencio y ambas mujeres consiguen escapar a la muerte.

Hazañas como esta, a veces salpicadas por tentaciones y debilidades egoístas, son las que inundan todos los campos de concentración nazis.

A comienzos de abril de 1945 Mercedes, aquejada por una grave hemotitis (hemorragia en el aparato respiratorio), es ingresada en la enfermería del
Schoenenfeld (Revier)
, la antesala de la cámara de gas. Pero tuvo suerte, el mismo día que iba a ser gaseada —el 14 de ese mes— las tropas aliadas llegan a las instalaciones. La joven republicana se había salvado por los pelos. A partir de aquí inicia una nueva vida. Se casa con Medardo Iglesias, capitán de asalto durante la república, y tienen un hijo, Pablo Iglesias Núñez. El 10 de abril de 1959 el gobierno francés le concede la
Médaille Militaire
y el Presidente de la República Charles de Gaulle, el título
Chevalier de la Légion D'Honneur
, el 2 de enero de 1960.

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