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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (26 page)

Navegaron durante días y días. Como en una pesadilla, a estribor siempre veían la gigantesca mole oscura peninsular. Inalterable, parecía dispuesta a no abandonar nunca.

En cierta ocasión rodearon una pequeña isla, un lunar en el océano, quizás un desprendimiento de la masa continental. A pesar de su aspecto aterrador, la isla estaba habitada. Un aroma a humo de leña se abrió camino hasta la nave; eso y la aparición de algunas cabañas entre las espesas enramadas animó a los pasajeros a tomar tierra. No obstante, el capitán desoyó sus propuestas.

—Esos isleños son todos piratas, muchos de ellos desesperados por haber perdido sus barcos en alguna tormenta. Si pusiéramos un pie en tierra nos asesinarían para quitarnos el nuestro. Prefiero un buitre por compañía.

Tres largas canoas de piel se hicieron a la mar desde la orilla. Shokerandit hizo circular su catalejo y observaron a los hombres que, doblándose, remaban hacia el bergantín como si les fuera la vida en ello. De pie en la popa de una de las canoas había una mujer desnuda de largos cabellos negros. Sostenía en brazos a un bebé que mamaba de su pecho.

En aquel instante una tormenta de nieve brotó de las montañas, cayendo sobre el mar corno un mantón. Los copos tocaban los pechos de la mujer desnuda y se deshacían.

El Nueva Estación tenía demasiado velamen para las ligeras canoas y aunque pronto quedaron a popa, los remeros no disminuyeron el ritmo. Como poseídos por la locura, tampoco dejarían de remar después, de perder de vista el barco.

En una o dos ocasiones, la capa de nubes y bruma se abrió lo suficiente como para que los pasajeros pudiesen vislumbrar las cumbres de Shiven. Entonces, quien descubría la apertura avisaba a los demás viajeros, que llegaban corriendo para asombrarse de la altura que podían alcanzar esos inmensos peñascos, esas junglas verticales, esas nieves.

Cierta vez presenciaron un desprendimiento. Parte del acantilado se desmoronó. Caía y caía, arrastrando consigo cada vez más rocas. Como consecuencia del impacto con el mar se formó una gran ola. Luego, una cuña de hielo se hundió en el agua, desapareció un instante, resurgió. Tras la primera, cuñas aún mayores siguieron su camino. Provenían del borde de algún glaciar oculto entre las nubes. Su desmoronamiento produjo unas tremendas reverberaciones sonoras.

Una colonia de aves terrosas abandonó la costa de a miles, chillando de terror. Tan amplias eran sus alas que, al pasar por encima del barco, el rumor del aleteo era como un quedo tronar. La bandada tardó media hora en sobrevolar el Nueva Estación y el capitán cazó varios ejemplares para la cocina.

Por fin, cuando el bergantín terminó de bordear la península y, a dos días de Rivenjk, enfilaba hacia el norte, una nueva tormenta, menos violenta que la anterior, encapotó el cielo. Pronto lo alcanzaron rápidos remolinos de viento y nieve, quitándole toda visibilidad. Durante todo un día, la luz de los dos soles se filtró trabajosamente a través de gruesas capas de niebla y granizo. Los cascotes eran a veces más grandes que el puño de un hombre.

Cuando la tormenta amainó, y los hombres que manejaban las bombas pudieron poner fin a su labor y, tambaleándose, buscar un rincón donde dormir, la franja costera se hizo lentamente visible otra vez.

Aquí los acantilados eran ya menos verticales, aunque siempre sobrecogedores y cubiertos por sus propias nubes y lluvias torrenciales. Del medio de una oscura tormenta emergió, envuelta en bruma, una gigantesca figura humana.

El hombre parecía a punto de saltar desde la costa a la cubierta del barco.

Toress Lahl gritó alarmada.

— Ése es el Héroe, señora —la calmó el segundo oficial—. Es una señal de que estamos llegando al final del viaje… y es de buen augurio también.

En cuanto pudieron establecer la escala real a la que se encontraba la costa, comprobaron que la figura era en verdad gigantesca. El capitán empleó el sextante para demostrar que estaba a más de mil metros de altura.

Los brazos del Héroe estaban levantados y un poco por delante de la cabeza. Tenía las rodillas levemente flexionadas. Por su expresión se adivinaba que estaba a punto de saltar al mar o de remontar el vuelo. Esta última posibilidad se apoyaba en lo que podía ser un par de alas, o una capa, desplegadas hacia atrás desde sus anchos hombros. Para mayor estabilidad, las piernas de la figura no se separaban del todo de la roca en la que había sido esculpida.

Era una estatua estilizada, dotada de curiosas espirales que le conferían un aspecto aerodinámico. La cabeza era afilada, aguileña, pero no por ello inhumana.

Como si deseara añadir solemnidad a la escena, una campana sonó a lo lejos. Su voz broncínea surcó las aguas hasta llegar al bergantín.

—Es una figura estupenda, ¿verdad? —dijo Luterin Shokerandit con orgullo. Todos los pasajeros ya metamorfoseados se acercaron a la barandilla para observar con inquietud la gigantesca estatua.

—¿Qué se supone que representa? —preguntó Fashnaldig, hundiendo las manos en los bolsillos.

—No representa nada. Es él mismo. Es el Héroe.

—Pero representará algo…

Molesto, Shokerandit repuso:

—Está allí, eso es todo. Un hombre. Rara ser visto y admirado.

Un silencio incómodo siguió, sólo interrumpido por el melancólico tañido de la campana.

—Shivenink es una tierra de campanas —dijo Shokerandit.

—¿El Héroe tiene una campana en la panza? —preguntó el pequeño Kenigg.

—¿Quién pudo haber levantado algo así en semejante lugar? —preguntó Odim para encubrir la impertinente pregunta de su hijo.

—Dejadme que os diga, amigos míos, que esta poderosa figura fue creada en épocas remotas… Algunos dicen que muchos Grandes Años atrás —explicó Shokerandit—. Dice la leyenda que la erigió una raza superior de hombres, aquellos a quienes llamamos los Arquitectos de Kharnabhar. Los Arquitectos construyeron la Gran Rueda. Fueron los mejores constructores que pisaron este planeta. Al terminar la construcción de la Rueda, esculpieron esta figura gigante del Héroe. Desde entonces, el Héroe ha guardado el puerto de Rivenjk y la ruta a Kharnabhar.

—Oh, Escrutadora, ¿adonde hemos llegado? —se preguntó en voz alta Fashnalgid antes de bajar a fumar un veronikane y leer un libro.

Hacía ya tres siglos que las señales procedentes de Heliconia surcaban el espacio cuando la desolación postapocalíptica de la Tierra desembocó en una era glacial. A medida que los glaciares avanzaban hacia el sur, muy pocos tendrían la posibilidad de contemplar la historia de aquel nuevo planeta, exceptuando a los androides de Charon, claro.

La era glacial al menos tendría ese mérito. Barrer de la superficie terrestre las ulcerosas caparazones de las difuntas ciudades. Cubrir los cementerios en que se habían convertido los núcleos urbanos. Hurones, ratas, lobos vagaban por donde antes habían corrido largas autopistas. También en el hemisferio sur se estaban desplazando los hielos. Solitarios cóndores patrullaban los desiertos andinos. Colonias de pingüinos migraban, generación tras generación, en pos de las ansiadas plataformas de hielo de Copacabana.

Una caída de apenas unos grados había bastado para desacoplar los complicados engranajes de control climático. La explosión nuclear había sumido a la biosfera viviente —a Gaia, la Tierra madre— en un estado de shock. Por primera vez en miles de milenios, Gaia recibía una fuerza bruta que no iba a ser capaz de asimilar. Sus hijos la habían violado y poco les faltó para matarla.

Durante cientos de millones de años, la superficie terrestre se había mantenido dentro de los estrechos límites de temperatura necesarios para la vida, y ello gracias a una espontánea conspiración de todas las criaturas vivientes en conjunción con su planeta progenitor y a pesar de que sucesivos aumentos en la emisión solar de energía habían causado sensibles cambios en la atmósfera. La regulación de la salinidad del mar había permitido mantener un índice constante del 3,4 por ciento. De haber subido tan sólo un par de puntos, toda la vida marina habría desaparecido puesto que con un seis por ciento de salinidad se desintegran las paredes celulares.

De manera similar se había mantenido en un estable 21 por ciento el nivel de oxígeno en el aire. Otro tanto había sucedido con el amoníaco atmosférico y con la capa de ozono.

Todos estos equilibrios homeostáticos eran fruto del esfuerzo de Gaia, la Tierra madre en cuyo seno tenían un sitio todas las criaturas vivientes, desde las secuoyas a las algas, pasando por las ballenas y los virus. Sólo la humanidad había ido olvidando a Gaia a medida que crecía. Los hombres habían inventado sus propios dioses, los habían poseído, se habían dejado a su vez poseer por ellos, los habían utilizado como arma contra sus enemigos e incluso contra sí mismos. La humanidad estaba esclavizada por el odio tanto como por el amor. Ensimismada en esa demencia individualista, había inventado formidables armas de destrucción. Y al usarlas contra sí misma casi acaba con Gaia.

La recuperación de Gaia fue lenta. Uno de los síntomas más evidentes de su enfermedad fue la muerte de los árboles. Estos abundantes organismos, que otrora se habían extendido desde los bosques pluviales tropicales hasta las tundras del norte, habían sucumbido a la radiactividad y a la imposibilidad de realizar la fotosíntesis. La desaparición de los árboles significó la pérdida de un importante eslabón de la cadena homeostática y dejó huérfanas a las innumeras formas de vida que se refugiaban en ellos.

El frío generalizado duró aproximadamente un milenio. La Tierra yacía en un gélido estado de catalepsia. Pero los mares estaban vivos.

Una gran parte de las gigantescas nubes de dióxido de carbono generadas por el holocausto nuclear sería absorbida por el mar. El dióxido de carbono se mantuvo así atrapado bajo el agua, circulando durante siglos a gran profundidad sin emerger a la superficie. Su ulterior liberación produciría un efecto invernadero que marcó el inicio de una era de calentamiento.

Tal como había sucedido originariamente, la vida se desplegó a partir de los mares. Muchos componentes de la biosfera —insectos, microorganismos, plantas, el mismo hombre— habían logrado sobrevivir gracias al aislamiento, al capricho de los vientos u otras circunstancias azarosas. A medida que el manto blanco viraba al verde, estas formas de vida fueron regresando a la actividad. La cubierta de ozono, escudo contra los letales rayos ultravioleta, se reconstituyó lentamente. Y una vez más, derretido el hielo, los distintos instrumentos fueron recuperando su armónica afinación orquestal. Hacia 5900, las condiciones mejoraron notablemente. Junto a espinosos árboles se veía retozar a antílopes, y hombres y mujeres cubiertos de pieles emprendían el camino que los glaciares habían abandonado.

Por las noches, aquellos humildes repobladores se arracimaban en busca de calidez y quedaban absortos en las estrellas. Éstas apenas habían cambiado desde los tiempos neolíticos. Quienes habían cambiado eran los hombres.

Naciones enteras habían desaparecido para siempre. Aquellos pueblos emprendedores que habían desarrollado tecnologías poderosas —capaces de surcar el firmamento y explorar los planetas primero y luego las estrellas, capaces de forjar sagaces armas y leyendas— se habían autodesterrado del mundo. Como únicos herederos habían dejado a los estériles androides que aún trabajaban en ¡os planetas exteriores.

Hubo razas, contempladas como perdedoras, que demostraron ser más fuertes. Vivían en islas o en la espesura, en las cumbres o junto a caudalosos ríos, en junglas y pantanos. Eran los pobres del pasado. Ahora heredaban la Tierra.

Estas gentes disfrutaban de la vida. Durante las primeras generaciones, mientras asistían a la retirada de los hielos, no tendrían necesidad alguna de pelear. El mundo volvía a despertar. Gaia los había perdonado. Redescubrieron formas de vida en conjunción con el medio ambiente del que eran parte. Y redescubrieron a Heliconia.

A partir del 6000 y a lo largo de seis siglos, Gaia atravesó lo que podría llamarse su convalecencia. Los enormes glaciares regresaban rápidamente a sus guaridas polares.

Algunas de las antiguas formas de vida habían logrado sobrevivir. Desvelada la superficie terrestre, los viejos bastiones de la cultura tecnófila empezaron a resurgir; se trataba generalmente de complejos militares ocultos a gran profundidad bajo el suelo. En los bastiones más profundos se encontraron descendientes vivos de aquellos que habían formado parte de la élite dirigente de la cultura tecnófila; habían sobrevivido a costa quizá de la muerte de sus subordinados. Sin embargo, estos fósiles vivientes morirían a las pocas horas de alcanzar la superficie como peces arrancados de las terribles presiones de las fosas oceánicas.

Pero en sus hediondas madrigueras conservaban un esperanzador tesoro: el nexo con otro planeta viviente. Se enviaron órdenes a través del espacio hasta Charon, y una compañía de androides se apersonó en la Tierra. Estos androides construyeron, con incansable destreza, distintos auditorios en los que la nueva población podía observar todo cuanto ocurría en el distante planeta.

La mentalidad de las nuevas poblaciones se moldearía en gran medida a partir de la historia que se desarrollaba ante sus ojos. También los supervivientes diseminados en otros planetas, aislados de la Tierra, habían conservado sus lazos con Heliconia.

Los auditorios se alzaban en las nuevas praderas verdes como enormes conchas marinas clavadas en la arena. Cada uno de ellos tenía capacidad para diez mil personas. Los espectadores, calzados con sandalias, burdamente arropados en pieles al principio y, más tarde, vestidos con bastas telas, contemplaban con asombro las imágenes que llegaban del espado exterior, imágenes de un planeta no muy distinto del suyo que se libraba lentamente de las garras de un largo invierno. Una historia como la de ellos.

A veces, un auditorio podía permanecer desierto durante años. Las nuevas poblaciones también tenían sus crisis y sufrían las catástrofes naturales que acompañaban la recuperación de Gaía. No sólo habían heredado la Tierra sino también sus inseguridades.

En cuanto podían, las nuevas poblaciones volvían a contemplar la historia de aquellas vidas paralelas a las suyas. Eran gentes sin divinidades, pero las figuras de las pantallas gigantes les parecían dioses. Esos dioses personificaban misteriosos dramas de poder y religión que atrapaban e inquietaban a sus audiencias terrestres.

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