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Authors: Brian W. Aldiss

Heliconia - Invierno (5 page)

Pero tampoco la ofensiva sibornalesa fue capaz de mantener ordenadas sus filas, precisamente afamadas por su férrea disciplina militar. Fueron los novatos quienes se lanzaron al frente, dispuestos a defender a Isturiacha al precio que fuera. Gran parte de la artillería acarreada a lo largo de doscientas millas con el fin de fustigar los poblados de Pannoval quedaba así abandonada, y ahora sus disparos podían caer tanto sobre tropas leales como enemigas.

Hubo salvajes escaramuzas. El viento sopló, las horas pasaron, murieron hombres, y yelks y biyelks resbalaron en su propia sangre. La carnicería fue en aumento. Por fin, una unidad de caballería de Sibornal consiguió abrirse paso en medio de la confusión y capturar el puente, partiendo en dos el ataque enemigo.

Entre los sibornaleses que avanzaban en aquel momento se encontraban tres unidades nacionales: los poderosos uskuti, un contingente de Shivenink y una conocida división de infantería de Bribahr. Las tres unidades estaban reforzadas por phagors.

El Arcipreste Militante Asperamanka cabalgaba entre los uskuti. El comandante supremo, de distinguida estampa, vestía uniforme azul de cuero con cuello ancho y cinturón, y sus pies calzaban botas de cuero negro de media caña. Asperamanka era alto y algo desgarbado, y se decía que cuando no impartía órdenes el tono con que hablaba podía ser suave e incluso socarrón. Era un hombre muy temido.

Muchos lo consideraban feo. De hecho, su cabeza, grande y cuadrada, albergaba un rostro notablemente rectangular, como si sus padres no se hubieran puesto de acuerdo en cuanto a la geometría. Pero su aire distinguido provenía del eterno malhumor que parecía rondarle las cejas, el puente de la nariz y los párpados, tras los cuales se escudaba un par de ojos oscuros y siempre alerta. Como si de una especia se tratara, esta iracundia sazonaba todos sus comentarios. No faltaban quienes la confundían con la ira de Dios.

Asperamanka cubría su cabeza con un amplio sombrero negro, por encima del cual flameaba la enseña de la Iglesia y de Dios Azoiáxico.

Los de Shivenink y Bribahr cargaron contra el enemigo. Puesto que el día parecía decantarse en favor de Sibornal, el Arcipreste Militante llamó aparte a su comandante de campo uskuti.

—Espera diez minutos antes de unirte a ellos —le dijo.

El comandante de campo protestó con impaciencia, pero fue acallado.

—Retén a tus hombres —ordenó Asperamanka. Luego señaló con su negro guante a la infantería bribahr, que avanzaba disparando a discreción—. Déjalos desangrarse un poco.

Bribahr empezaba a rivalizar con Uskutoshk por la supremacía de las naciones del Norte. Su infantería libraba ahora un violento combate cuerpo a cuerpo. Sus bajas eran cuantiosas. Sin embargo, los uskuti resistieron.

Le tocaba el turno al destacamento de Shivenink. Esta despoblada región tenía fama de ser la más apacible de las naciones septentrionales. Aunque era la sede de la Gran Rueda de Kharnabhar, un lugar sagrado, atesoraba escasos méritos militares.

Luterin Shokerandit comandaba un escuadrón mixto de caballería shivenink y tropas phagor. De noble presencia, solía destacar incluso entre algunas de las más llamativas figuras.

Shokerandit tenía entonces trece años y tres tenners. Ya había pasado más de un año desde que se despidió en Kharnabhar de Insil, la muchacha a la que estaba prometido, para cumplir con sus deberes militares en Askitosh. El entrenamiento militar le había ayudado a eliminar el exceso de peso que aún conservaba de su período de postración. Ahora era tan delgado como esbelto, y en sus movimientos se percibía una mezcla de pavoneo y disculpa. Ambos elementos, afines a su forma de ser, eran paradigmáticos de una inseguridad que creía disimular.

Algunos insinuaban que si el joven Shokerandit era alférez teniente, se debía a que su padre era el Guardián de la Rueda. Incluso su amigo Umat Esikananzi, otro alférez, había especulado en voz alta sobre el comportamiento de Luterin en combate. Había algo en las maneras del joven —tal vez consecuencia del eclipse en que se había sumido tras la muerte de su hermano— que podían distanciarlo de sus amigos. De todos modos, montado sobre su yelk, Luterin era la viva imagen de la seguridad.

Su cabello había crecido. Tenía ahora el rostro más alargado y aguileño y sus ojos eran claros. Montaba su yelk a medio esquilar más como un hombre de campo que como un soldado. A medida que incitaba a sus hombres al combate, la excitación tensaba sus rasgos y lo convertía en un líder a quien se podía seguir.

Al dirigir su montura hacia el puente en disputa, Luterin pasó lo bastante cerca de Asperamanka como para oír sus palabras:

—Déjalos desangrarse un poco.

Su sibilino contenido lo aguijoneó aún más que el clamor de la corneta. Espoleó al yelk para abrirse paso entre el tropel y, levantando el puño enguantado, gritó:

—¡A la carga!

Él mismo se puso a la cabeza del escuadrón. En el níveo pabellón ondeaba el gran símbolo sagrado de la Rueda, cuyos círculos internos y externos estaban conectados por ondulados rayos. Desplegado sobre sus cabezas, el pabellón los acompañó en su veloz acometida.

Más tarde, ya finalizada la lucha, esta carga del escuadrón de Luterin Shokerandit merecería el reconocimiento general. Por ahora, sin embargo, la batalla seguía sin tener un claro vencedor. Pasó un día y el fragor no amainaba. La artillería pannovalesa logró organizarse finalmente y comenzó a hostigar sin pausa la retaguardia de las fuerzas de Sibornal, causando importantes destrozos y bajas. El fuego frenaba el avance de los cañones sibornaleses. Un nuevo artillero caería víctima de la peste, y luego otro.

Mientras los colonos de Isturiacha disparaban contra los atacantes, sus esposas e hijas, tan recias corno cualquier hombre, habían desmontado un granero para aprovechar la madera.

Cuando Batalix volvió a aparecer, ya habían construido dos sólidas plataformas que fueron tendidas sobre el río. Un esperanzado clamor surgió de las gargantas sibornalesas. Con atronador estrépito, los yelks acorazados de la caballería norteña cruzaron los improvisados pontones y cayeron sobre las filas pannovalesas. Las busconas que una hora antes se habían sentido seguras en aquel bando fueron exterminadas en plena huida.

Los hombres del Norte se desplegaron por la llanura, ensanchando su formación durante el avance, jalonado por montículos de muertos y moribundos.

Al ponerse Batalix el resultado de la contienda aún era incierto. Como Freyr estaba bajo el horizonte, siguieron tres horas de oscuridad y la soldadesca, tumbándose allí donde se encontraba a pesar de los intentos de los oficiales de ambos bandos para que continuase la lucha, se puso a dormir, a veces a una distancia no mayor de una pedrada de las filas enemigas.

Aquí y allá ardían antorchas en el territorio en disputa, y sus chispas se perdían en la noche. Muchos de los heridos dejaron en libertad al espíritu. Al pasar, el viento helado les iba arrancando el último aliento. Nondads surgidos de sus madrigueras se hacían con las vestimentas de los muertos. Los roedores merodeaban entre la carne abierta mientras algunos escarabajos arrastraban trozos de intestino hasta el nido para regalar a sus larvas con un inesperado banquete. El sol local volvió a asomar. Se podía ver ahora a las mujeres y los ordenanzas repartiendo comida y bebida entre los soldados, a los que iban animando al pasar. No sólo los heridos tenían la tez pálida. Conversaban en voz baja. Todos sabían que aquel día sería el decisivo. Únicamente los phagors se mantenían aparte, rascándose, los ojos rojizos clavados en el sol naciente; para ellos no había ni esperanza ni turbación.

Un nauseabundo olor se cernía sobre el campo de batalla. Las botas de las nuevas avanzadas chapoteaban en una suciedad inaudita en su intento de sacar ventaja de cada vado, montéenlo o arbusto. Volvió a oírse el siseo de las cuchillas. Con fatiga, la lucha, desprovista del ímpetu del día anterior, se reanudó. Allí donde se había vertido sangre humana la tierra estaba roja, dorada si se trataba de phagors.

Aquel día tendrían lugar tres enfrentamientos decisivos. El ataque contra las defensas de Isturiacha no había cedido y los invasores pannovaleses, fuertemente pertrechados en una cuarta parte del asentamiento, se defendían a su vez de la réplica de los colonos y del asedio de un destacamento de Loraj. Por otra parte, una maniobra envolvente de las fuerzas uskuti, deseosas de reparar de algún modo el retraso del día anterior, cubrió la parte sur del puente, enfrentando a tropas de ambos ejércitos. Largas líneas ondulantes de soldados empujaban o retrocedían antes de enzarzarse en el cuerpo a cuerpo. En tercer lugar, prolongadas y desesperadas escaramuzas se sucedían en la retaguardia campannlatiana, junto a los carromatos de vituallas, y eran nuevamente los hombres de Luterin quienes marcaban aquí el compás. En el contingente de Shokerandit, phagors y humanos marchaban codo con codo. Tanto stalluns como gillotas, estas últimas preñadas de sus crías, luchaban —y morían— por igual.

Luterin estaba cubriendo de honor el buen nombre de la familia. Era como si el vértigo del combate actuase en él como un escudo protector que lo llenaba de arrojo. Quienes luchaban a su lado, incluidos sus amigos, contagiados por el hechizo de su intrepidez, sacaban fuerzas de flaqueza. Embistieron contra los pannovaleses sin temor ni piedad y éstos, desbordados, opusieron en primera instancia una feroz resistencia para terminar huyendo a campo traviesa. A pie o a caballo, los de Shivenink los persiguieron, despedazándolos en plena carrera hasta que sus brazos, empapados en sangre hasta el hombro, se hartaron de dar mandobles.

Aquí se inició la desbandada del Continente Salvaje.

Antes de que las propias fuerzas pannovalesas empezaran a retirarse, los dubitativos aliados de Pannoval ya habían emprendido el seguro camino de vuelta a casa. El batallón de Borldoran tuvo la desgracia de toparse con Shokerandit y fue atacado. Su comandante, Bandal Eith Lahl, instigó valientemente a sus hombres a la lucha. Los borldoranos siguieron sus órdenes y se parapetaron tras los carromatos, lo que dio lugar a un nutrido intercambio de disparos.

Los atacantes incendiaron los carros y muchos borldoranos sucumbieron. De pronto, durante un alto el fuego, llegaron a oídos de los contendientes los ruidos de otros enfrentamientos. Entonces, sucesivos golpes de viento barrieron el humo que cubría la escena. Luterin Shokerandit supo aprovechar el momento y se abalanzó con sus hombres contra las posiciones enemigas. Umat Esikananzi estaba junto a él.

En su agreste tierra natal, Luterin solía cazar en absoluta soledad, olvidado del mundo. La profunda empatía entre cazador y presa le era familiar desde muy pequeño, y tenía plena certeza del instante en que su mente se confundía con la del ciervo o con la de la cabra montes de afilados cuernos, las piezas más preciadas.

Conocía el momento triunfal en que la flecha volaba directa al blanco y, una vez muerta la presa, esa mezcla de regocijo y culpa que, con la contundencia del orgasmo, lastimaba el corazón del cazador.

¡Pero cuánto mayor resultaba esta perversa victoria si la presa era humana! Tras salvar una barricada de cadáveres, Luterin se encontró frente a frente con Bandal Eith Lahl. Sus miradas confluyeron. ¡Ah, esa sensación de identidad! Luterin disparó primero. El jefe borldorano elevó los brazos y dejó caer el arma. Enseguida, doblándose hacia adelante, intentó contener sus tripas evisceradas. Pero ya estaba muerto.

Al morir su comandante, la oposición de los borldoranos cesó. Además de hacerse con un importante botín, Luterin tomó prisionera a la joven esposa de Lahl. Umat y otros camaradas se acercaron a él para abrazarlo y celebrar el triunfo antes de dedicarse al pillaje.

Los suministros incautados, gran parte de los cuales consistía en forraje para las bestias, aliviarían el regreso de estos hombres a sus lejanos hogares en la Cadena de Shivenink.

Por doquier, la derrota caía sobre las tropas del Sur. Muchos habían seguido luchando a pesar de estar heridos y no dejaron de hacerlo una vez perdida toda esperanza. No era el temple lo que les había fallado sino el favor de sus incontables dioses.

Pero tras la derrota se barruntaba una historia plagada de largos períodos de inestabilidad. Durante el lento deterioro climático, al endurecerse las condiciones de vida, la inquietud se iba adueñando de la Tierra de los Mil Cultos, y las distintas creencias se enfrentaban entre sí.

Tan sólo el fanático grupo de los Apropiadores contaba con suficiente poder como para mantener el orden en la ciudad de Pannoval. Esta rígida hermandad de hombres, que habitaba en lo más recóndito de los montes Quzint, continuaba venerando al antiguo dios Akhanaba.

Los Apropiadores y su estricta disciplina habían cobrado inmenso prestigio a través de los siglos. Por eso, su presencia en el campo de batalla podría haber revertido la derrota. Sin embargo, en los tiempos difíciles que corrían, las Formaciones de Hierro consideraban más conveniente mantenerse cerca de casa. Al final de aquel siniestro día, el viento continuaba soplando, las piezas de artillería no habían callado y aún se libraban combates. Puñados de desertores enfilaban hacia el sur, en dirección al santuario de los Quzint. Algunos de ellos eran campesinos que jamás habían empuñado un arma antes. Pero las fuerzas sibornalesas estaban demasiado cansadas para ir en pos de los vencidos. En cambio, encendieron hogueras y se sumieron en una confusa modorra de sueños de combate.

La noche se pobló de gritos aislados y del crujido de los carros que se alejaban hacia posiciones más seguras. No obstante, nuevos peligros y aflicciones aguardaban a quienes marchaban en retirada hacia la lejana Pannoval.

Sumidos en sus propios asuntos, los seres humanos sólo podían contemplar aquella planicie como una arena en la que habían guerreado. No eran capaces de vislumbrar en aquel lugar la compleja e intrincada red de fuerzas que movían los lentos y continuos mecanismos del cambio, cuya forma presente era apenas una más de una olvidada serie de planicies que se extendían hacia el pasado remoto. Unas seiscientas especies de hierbas y pastos alfombraban las llanuras del norte de Pannoval, y su crecimiento o su mengua estaban indisolublemente ligados a los dictados del clima, del mismo modo que el destino de tal o cual cadena animal dependía directamente de la clase de hierba que se imponía a las demás.

El alto contenido en silicona de los pastos exigía dientes fuertes y bien esmaltados. A pesar de lo yerma que podía aparecer la planicie a una mirada humana poco atenta, las semillas de la hierba albergaban importantes cantidades de nutrientes, tantas como para alimentar a numerosos roedores y otros mamíferos pequeños. A su vez, estos mamíferos constituían la dieta de depredadores mayores. La cúspide de esta cadena alimenticia la ocupaba una criatura cuya capacidad omnívora le había permitido antaño gobernar el planeta. Los phagors lo comían todo, ya fuera hierba o carne.

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