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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (17 page)

Esa noche, cuando Maddy volvió a su habitación, le pregunté qué esperaba encontrarse. ¿Creía que sería una reunión emotiva? ¿Esperaba que se fundirían en un abrazo después de llevar diecinueve años separadas?

—Fue horroroso —admitió ella—. No te lo imaginas.

—Lo siento.

—No sólo porque sea tan pobre, sino porque yo llevo toda la vida quejándome de mi suerte, pensando que mi madre debía de ser una especie de monstruo por no haberme querido. Pero no era nada de eso.

—¿Qué quieres decir?

—No es que llegara a decirlo, pero me di cuenta de que ella era la verdadera víctima de esta historia, no yo. Fui consciente de lo mala que he sido al pensar lo que he pensado de ella todos estos años. Siempre la odié por haberme abandonado, por convertirme en la niña que no tenía madre, pero la obligaron a marcharse. La amenazaron. ¿Qué podía hacer? Ellos tenían el dinero, a los abogados, a la policía, si era necesario. Y ella, nada. Le destrozamos la vida.

—¿Le destrozasteis? Tú no tuviste nada que ver.

Ella se paró a pensar un instante.

—No y sí. Se trataba de mí. Mi abuela no quería que me criara con ella, por sus orígenes humildes. Me dijeron que estaba loca, que era preciso encerrarla, que por eso se había ido. Pero no era verdad. A ella le dijeron que la detendrían si alguna vez intentaba buscarme. Que llevarían a la ruina a sus hermanos. Le mintieron. Me mintieron.

Lloró. Rara vez la había visto llorar. Era desconcertante. Me acordé de la abuela, una viuda rica formidable que me aterrorizaba de pequeño, pero que siempre fue cariñosa con Maddy. El padre, un gigante encantador, un atleta increíble que batió casi todos los récords del club, aún vivía por aquel entonces, divorciado de su tercera mujer. Era el único progenitor que ella había tenido, se negaba a oír nada malo de él, incluso cuando él atravesaba sus peores momentos, quería creer en él. Tenía la sensación de que un falso dios era mejor que ninguno.

Poco después de aquello conoció a Harry y ya no volvió la vista atrás. Él pasó a ser su familia. Todo sería mejor. Esperaron para tener a Johnny, Maddy no estaba preparada para compartir a Harry con nadie. Más adelante lo estuvo. Yo me encontraba presente el día que nació Johnny. Todo era un intento de alejarse de lo que había conocido para ir hacia algo mejor, algo positivo. Estaba, estoy, muy orgulloso de ella.

¿Por qué cuento todo esto? ¿No es evidente? Durante años la gente pensó que yo era asexual, o gay. Ninguna de las dos cosas es cierta. No llegué a casarme porque ya estaba enamorado, es evidente. Maddy fue la primera y la única mujer a la que he amado. He probado con otras, pero ninguna tenía su bondad, su sentido del honor, su fuerza. Supe muy pronto que no tenía nada que hacer. Pero debéis entender que no era un amor egoísta. Cuando conoció a Harry, lo entendí. Eran una pareja perfecta. Entonces yo ya era lo bastante mayor y lo bastante consciente de mis defectos para saber que ella necesitaba a alguien como él. Alguien fuerte. Alguien fiel. Alguien que pudiera cogerla en brazos y protegerla. Yo era su confidente, su compañero, y me resigné a ese papel porque era lo mejor para ella.

Una vez lo intenté. Éramos adolescentes, tendríamos quince años, y una noche, en una de nuestras escapadas nocturnas, traté de besarla. Pero ella se rió y preguntó:

—¿Qué haces?

—Te quiero —confesé, el paradigma de la angustia adolescente.

Estábamos en la playa, nos habíamos escabullido para corrernos una de nuestras fiestas a la luz de la luna, yo había llevado nubes de azúcar y una botella de vino que había escamoteado de la bodega de mis padres. Había estado reuniendo el valor toda la semana. No, toda la vida.

Ella guardó silencio. Durante lo que pareció una eternidad. Después habló y me dijo que era su mejor amigo, durante años su único amigo. No quería un novio, quería un amigo. Para entonces ya le había salido pecho. Unos pechos —¿cómo decirlo con delicadeza?— grandes, increíbles. Sorprendentemente grandes. Yo me moría por tocarlos, pero ella los odiaba. «Me siento un bicho raro», decía. Ya era despampanante, y yo no era el único que lo pensaba.

Aunque yo fuese el único con el que ella quería pasar el tiempo, otros hombres pasaron a formar parte de su vida. Resultaba imposible pararlos. La rodeaban, pero Maddy no quería tener que ver mucho con ellos. Hubo un chico español al que conoció en Suiza, pero creo que fue más bien un experimento. Para ver qué se sentía. No duró mucho. Nunca hablamos en detalle al respecto. Y lo agradezco. Lo odiaba, aunque no llegué a conocerlo. Gonzalo o Felipe. Ni siquiera recuerdo su nombre, pero se convirtió en mi enemigo cuando Maddy me habló de él, y yo era incapaz de ver lo que le veía ella.

Sin embargo, lo de Harry lo entendí. Era la clase de hombre del que tendría que enamorarse, y se enamoró: atractivo, seguro, con talento, cariñoso, atento. Era lo que ella necesitaba. Y yo, el eterno eunuco, el amigo fiel, por lo menos sabía que era feliz. Y aunque no suponía ningún consuelo, era suficiente.

7

Los veo en la habitación de su hotel. Harry y Claire. No estoy allí, pero me lo imagino. Las pesadas cortinas están echadas. La habitación es de tonos morados en la oscuridad, pero los objetos se distinguen. Los techos, ornamentados, son altos, de unos seis metros. Reinas y estrellas de cine han dormido allí. Es media tarde, el tiempo gris. Los coches dan vueltas por la
place
. Mensajeros en moto pasan a toda velocidad. Hay taxis parados, esperando pasajeros. Collares de diamantes resplandecen tras cristales a prueba de balas, en vitrinas que recorren el pasillo, y banqueros bien alimentados vuelven de comer.

Están en la cama, follando. Urgente, desesperadamente, como hambrientos en un banquete. Ella aún lleva puestos los zapatos, la blusa. Las maletas siguen donde las dejó el
chasseur
. La botella de champán, cortesía de la casa, está intacta en su sudorosa cubitera. Los únicos sonidos son primitivos: carne contra carne, gruñidos de esfuerzo, gemidos de placer. Dos mitades de un todo unidas. Un amuleto, la llave de un reino. No hay nada más en el mundo.

Después ella le dice que ha sido el mejor polvo de su vida. Lo abraza, las manos frías alrededor de su carne blanda.

—Sí —sonríe él, exhausto—. Madre mía, sí.

La deja dormir, cansada por el largo vuelo y el cambio horario. Para él la hora es la misma. Se viste y se va, cerrando la puerta sin hacer ruido al salir. En lugar de usar el ascensor, baja por la escalera enmoquetada. Saluda con la cabeza a los recepcionistas y al conserje, que sonríen cortésmente. No lo conocen. Hace años que no va allí. Todavía tiene que causar una impresión. Se percatan de su abrigo, de los zapatos. ¿Dará buenas propinas? Lo conocerán por su nombre, se beneficiará de sus conocimientos, de su red de contactos, las puertas se le abrirán. Si da malas propinas,
monsieur
descubrirá que es imposible reservar mesa, que por desgracia no hay manera de conseguir entradas. Es una relación sencilla, la más sencilla.

Para Harry el anonimato es una sensación que lleva como si fuese un velo protector. Ya en la calle, baja por la rue de Castiglione hasta la rue de Rivoli, por los soportales, dejando atrás los cafés y las tiendas para turistas. Al fondo los árboles del Palacio de las Tullerías están desnudos; la hierba, marrón; los bancos, desiertos. Cruza con cuidado la Place de la Concorde, en dirección al Sena. Éste no es el verdadero París, el París de los estudiantes, de los argelinos flacos, de las ancianas que dan de comer a los gatos callejeros. De las tiendas baratas, los sindicatos y las calles cuyos nombres conmemoran victorias olvidadas hace tiempo. La Francia de los trabajadores, de los almuerzos en casa, de los mercados y los zapatos malos. Éste es el París de los visitantes, de los ricos, de los diplomáticos, y de los que satisfacen sus necesidades, de todos ellos. Es una fachada, pero una fachada muy agradable.

Hace años conoció a un
comte
homosexual que vivía cerca. En una casa fabulosa, en el
grand étage
, decorada como un club nocturno egipcio. Harry y Maddy estuvieron bebiendo con él toda la noche y fueron a todas partes: Ledoyen, Castel’s, Le Baron, y por último, cuando los pájaros empezaron a cantar, volvieron a casa del conde a tomar la última copa. Para entonces ya había amanecido. El
comte
, de mediana edad y rechoncho, le dijo a Maddy que Harry tenía suerte de que su mujer estuviese allí. Harry, más joven y fuerte que el conde, sonrió tan tranquilo, divertido con la decadencia proustiana de todo aquello.

Esta noche llovizna, pequeñas gotas de agua le mojan el cabello. No lleva sombrero ni paraguas, pero no le importa. Le gusta caminar. Nueva York, Londres, Roma, París. Da lo mismo. Por eso no le gustan Los Ángeles ni la mayoría de las ciudades norteamericanas: no hay suficientes aceras.

Camina por el río y sube a la Place des Vosges, la más antigua de París, antes de dar la vuelta. Se descubre en la rue Saint-Honoré. Pasa por las tiendas conocidas: Hermès, Longchamp, Gucci, cuyos artículos elegantes hablan de la buena vida, de escapadas de esquí, islas mediterráneas, hombres morenos adinerados, mujeres aristócratas. Se para delante de una de las mejores y, obedeciendo un impulso, entra, sin saber lo que busca. Las
vendeuses
altas, elegantes lo miran. No está acostumbrado a entrar en esa clase de tiendas. A diferencia de muchos maridos, a él no lo han llevado a rastras de compras, no lo han hecho esperar de brazos cruzados ante un probador, ver el complicado baile entre cliente y dependiente.

Tímidamente echa un vistazo a los percheros, mirando los precios, intentando no poner cara de pasmo. Le llama la atención un vestido de cóctel negro. Vale miles de dólares. Maddy no se ha comprado nada tan caro en su vida. Sin embargo, el precio no importa. Necesita, quiere comprarle algo a Claire. Tiene la generosidad del inicio del amor.

Llama a una de las dependientas, que, menos indiferente ahora que ve lo que Harry está mirando, se acerca. Harry pugna por recordar el francés que sabe y no confundirlo con su italiano, más básico incluso. A diferencia de Maddy, los idiomas nunca se le han dado bien.


Je veux acheter cette robe
.


Mais oui, monsieur. Savez-vous la taille?
—La dependienta dibuja en el aire el cuerpo de una mujer con las manos.

Él la mira con cara inexpresiva. Se da cuenta de que no sabe cuál es la talla de Claire.

—No lo sé —responde, sintiéndose estúpido.

La mujer se lleva las manos a las caderas.

—¿Cómo yo? —pregunta en inglés—.
Comme ça?

Él ha olvidado la palabra.

—No. Más bajita.
Petite?


Ah, pas de problème
—asegura la mujer. Busca el mismo vestido en una talla menos.

—Si no le queda bien, ¿puedo cambiarlo?


Oui, monsieur
. Naturalmente.

Casi ha oscurecido. Vuelve al hotel moviendo la bolsa, el vestido en su caja, protegido por capas de papel de seda. Ése no es él, es otra persona. Alguien que duerme en hoteles caros, que entra en tiendas elegantes, que queda con una mujer que no es su esposa. Es un papel que está desempeñando, un sueño. Nada es real. Si alguien lo pellizcara, despertaría. Pero no quiere despertar.

Sube a la habitación, que está igual de oscura que cuando se fue. Desnuda bajo las sábanas, Claire se está despertando. El cuerpo caliente, el cabello alborotado, el aliento acre.

Sonríe, los ojos entrecerrados.

—¿Ha sido agradable el paseo? —pregunta medio dormida, reprimiendo un bostezo.

—Pues sí. Me encanta andar por París. Aunque ha sido el paseo más caro que he dado en esta ciudad. —Le enseña la bolsa con una sonrisa—. Te he traído un regalo.

A Claire se le ilumina el rostro. Se sienta en la cama.

—¡No! No me lo puedo creer, me encanta esa tienda.

Coge la bolsa y abre la caja. La sábana se cae, dejando al descubierto los pechos, los pezones delicados, rosáceos. Él piensa en lo que aún tapa la sábana.

Sosteniendo en alto el vestido, ella exclama:

—¡Es precioso! No me puedo creer que hayas hecho esto, Harry. —Sale de la cama y lo abraza—. Es lo más bonito que me han regalado en mi vida —afirma, y lo besa—. Muchísimas gracias.

—Pruébatelo, a ver si te queda bien. No sabía qué talla tenías. La dependienta me dijo que podía devolverlo si queremos.

—Ahora mismo vuelvo. —Va corriendo al cuarto de baño. La luz se enciende. La pesada puerta se cierra. Él se sienta en la cama, esperando su respuesta—. ¡Es perfecto! —grita desde dentro.

—Enséñamelo.

—No. Quiero que sea una sorpresa.

Sale del cuarto de baño, provocativamente desnuda. Va hacia él, se inclina, los pechos colgando ante su cara como dos peras maduras, sus labios rozando su mejilla.

—Te voy a demostrar cuánto me gusta el regalo.

Esa noche se pone el vestido para cenar. Cabello negro, vestido negro, piel blanca. Es toda juventud, toda vitalidad, toda sexualidad. Es la mujer más guapa del salón. Otros comensales alzan la vista de sus platos y la miran al verla entrar. Es como si no llevara ropa. Seguirla resulta vertiginoso. El maître los acompaña con orgullo.

Harry está maravillado con la transformación: de la joven natural del verano a esa mujer vestida a la última. ¿Cómo habría sido su vida si no lo hubiese conocido en la playa? ¿Si no hubiese ido a esa fatídica fiesta?

—No me puedo creer que estemos en París —asegura, entusiasmada.

Esa noche cenan en el hotel, el restaurante tiene dos estrellas. Un templo de la Belle Époque consagrado al gastrónomo Escoffier. Al día siguiente saldrán a cenar fuera.

Hacen planes. Ésa es una ciudad que Claire conoce de su infancia, una parte de ella siempre la asocia a domingos deprimentes y habitaciones mal ventiladas. Él quiere enseñarle la otra cara.

El camarero les da la carta. Piden unos cócteles de aperitivo. El francés de Claire es impecable. El camarero procura no poner cara de sorpresa: creía que era norteamericana.

—No sabía que lo hablabas tan bien —alaba Harry—. Mi francés se reduce básicamente a lo que puedo pedir de comer o beber.

—Ha pasado mucho tiempo —contesta ella—. He estado practicando para el viaje, pero todavía me siento un poco oxidada. Aunque se me han olvidado muchas cosas. Mi madre siempre decía que tenía buen acento, y dicen que eso nunca se pierde. —Hace una pausa—. Tuve pasaporte francés durante años. Tenía la doble nacionalidad antes de que me obligaran a decidir. Todavía lo conservo; en un cajón de casa. La foto es de cuando tenía doce o trece años. Lo guardo porque me recuerda que, después de todo, soy medio francesa.

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