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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (7 page)

—¡Toma ya, Winslow! —se jacta Maddy.

Yo estoy demasiado cansado para moverme.

—Una infracción flagrante. Presentaremos una queja oficial a los responsables del club náutico —bromea Harry mientras se deslizan indolentemente hacia la orilla—. Nos encargaremos de que no vuelva a poner un pie en estas aguas de por vida, señora Winslow.

—Lo que pasa es que eres un mal perdedor.

—¿Yo? Os íbamos ganando justa y limpiamente hasta que nos atacasteis.

—En el amor y en el piragüismo todo vale, cariño. —Le da un beso.

—A la vuelta te vienes con nosotros —le dice a voz en grito Harry a Claire, y todo el mundo se ríe.

Sé que para la mayor parte de la gente la playa es relajante y vigorizante, pero algunas playas tienen poderes curativos especiales. Para mí, ésta los tiene. Llevo explorando este sitio desde que era pequeño, y aquí me siento tan a gusto como en mi propia casa. Aguanto al intruso ocasional como lo haría cualquier anfitrión, pero en el fondo siempre me alegro de volver a tener esta playa para mí solo. Si me dejan en una playa del Caribe o de Maine, sin duda la apreciaré, pero no es lo mismo. En algunos lugares el agua está demasiado fría o demasiado caliente o es demasiado verde. Las conchas me son ajenas; los sonidos, extraños. Sin embargo, esto es perfecto, y vengo aquí igual de contento en enero que en agosto. Pocos días me gustan más que ese primer día de calor en que me siento lo bastante valiente y resuelto para aguantar la temperatura aún gélida del mar y, aparte de mí, las únicas criaturas que están en el agua son surfistas con traje de neopreno y peces; y me sumerjo en un frío paralizador, purificante.

Mi padre hacía lo mismo cada año. Él y yo solíamos ir a la playa en la vieja ranchera y lanzarnos al agua. En esa época del año no había nadie, y me decía: «Es la época de los osos polares, Walt.» Ahora lo hago en parte por él, y si yo tuviera un hijo, también lo haría.

En pleno verano el agua se calienta, y bañarse cuesta menos, aunque rara vez sobrepasa los veintiún grados. Sin embargo, no soy de los que rinden culto al sol, de esos que se pasan horas tumbados, pidiendo a gritos un melanoma. Para mí la playa es movimiento, ya sea nadar o andar o jugar, comer algo y después echarse una siestecita al sol para cargar las pilas antes de emprender la vuelta.

Maddy extiende las mantas en la arena mientras Harry y yo plantamos las sombrillas. Ponemos mucho celo en asegurarnos de que el palo esté bien hondo. Una ráfaga repentina de viento podría levantar una sombrilla mal afianzada y hacer que salga volando por la playa. El rasgo característico de un novato. Así que las hundimos bien y compactamos la base con arena mojada, que aplastamos a conciencia. Después viene el fútbol. Johnny, Claire y Harry en un equipo. Ned, Cissy y yo en el otro. Claire es increíblemente buena. Coge varios de los pases de Harry y me adelanta dos veces, haciéndome sentir viejo y gordo. Cuando su equipo gana, Claire se pone a dar saltos, sonriendo encantada. Es su día: está haciéndose un hueco en nuestras vidas.

Estamos sudando. Harry propone que nos bañemos.

—Hagamos una carrera.

Estamos acostumbrados a sus carreras.

Cissy refunfuña y le dice a Harry que tiene demasiada energía.

—Yo me apunto —afirma Claire.

—Genial. —Harry está radiante—. ¿Qué me dices tú, cariño?

Todos sabemos cuál es la respuesta: Maddy no dice nada, pero sonríe y se quita el viejo pareo de algodón verde, el que se compró hace años en España. Puede que pase de los cuarenta, pero tiene el mismo tipo que cuando tenía veinte años. El torso largo y ágil, unos pechos asombrosamente grandes, los hombros fornidos, el vientre plano, un trasero pequeño y unas piernas esbeltas y ligeramente arqueadas. Un cuerpo que sería el sueño de un adolescente.

—Menudo cuerpazo —comenta Claire cuando ve a Maddy estirarse—. ¿Cuál es tu secreto?

—Anda ya, si estoy gorda.

Siempre dice lo mismo. No le gusta nada que la halaguen por su aspecto. No está gorda.

—¿Ves esa boya blanca? —le dice Harry a Claire—. Vamos hasta allí, damos la vuelta y volvemos, ¿de acuerdo?

Los tres nadadores se meten en el agua y arremeten contra las olas. Claire nada con ganas, pero Harry y Madeleine la dejan atrás de prisa. Madeleine avanza dando brazadas largas, potentes. Su velocidad es increíble. Ya ha dado la vuelta a la boya cuando Harry la alcanza. Claire va bastante por detrás de los dos. Maddy sale en primer lugar, apenas cansada. Se vuelve para esperar a Harry, que llega poco después, jadeante. Ned, Cissy, Johnny y yo silbamos y aplaudimos.

—Eres demasiado buena —admite él—. Algún día te ganaré.

—Quizá en tu cumpleaños, cariño —contesta ella, risueña.

Forma parte de la rutina. Es como ese mito griego en el que el resultado siempre es el mismo. Creo que, si por un golpe de suerte, Harry pudiera ganar, se frenaría. Un mundo en el que Maddy no gane siempre cuando nadan es un mundo en el que ninguno de los dos quiere vivir. No estoy seguro de que yo quisiera.

Claire sale del agua tambaleándose. Parece exhausta y sorprendida por haber perdido.

—Alegra esa cara, Claire —ríe Harry, dándole una palmadita en la espalda—. Supongo que tendría que haber mencionado que Maddy ganó los campeonatos regionales de Maryland en el instituto y fue suplente en el equipo olímpico norteamericano en la facultad. Yo no la he ganado jamás, ni me he acercado.

Es verdad. Maddy es una atleta extraordinaria. Deberíais verla manejando un palo de golf.

En jarras, doblando ligeramente la estrecha cintura, Claire todavía no ha recuperado el resuello. Asimila la información sin decir nada, pero la veo observando a Maddy. Todavía no se lo termina de creer. Con la arrogancia de la juventud, le cuesta pensar que alguien que tiene diez años o más que ella pueda ganarle tan fácilmente, sobre todo porque estaba segura de que iba a ganar ella. Ve algo en Madeleine que no había visto antes. Conozco esa sensación.

Se acerca a Maddy, que se está secando el pelo, y le dice:

—Ha sido increíble. No sabía que nadabas tan bien. ¿Por qué lo dejaste?

Ella se da la vuelta, el sol la ilumina. Es como una criatura de una especie más evolucionada.

—No lo dejé. Es sólo que encontré otras cosas más importantes.

Veo que la respuesta deja perpleja a Claire. Observo su cara: para ella el talento es algo que hay que aprovechar.

—Si yo fuera tan buena como tú, habría seguido.

Maddy sonríe.

—Anda, échame una mano con la comida —contesta.

Se arrodillan junto a las neveras. Hay botellines de cerveza metidos en hielo, muslos de pollo frío de la noche anterior, sándwiches de huevo, patatas fritas caseras. Mantequilla de cacahuete y gelatina para Johnny. Nos apretujamos en las mantas, comiendo satisfechos. Sentado en una silla de playa baja, anticuada, llevo mi desastrado sombrero de paja con el ala medio rota, para que no me dé el sol en una calva que cada día es más grande.

Claire se inclina hacia mí y me dice en voz baja:

—¿Qué le pasó a Johnny?

El niño, sin camiseta, tiene una cicatriz blanca y larga que le parte en dos el moreno pecho.

—El corazón —musito—. Lo operaron varias veces cuando era muy pequeño.

—Y ahora ¿está bien?

Asiento. Es algo en lo que prefiero no pensar demasiado.

Se va a sentar con él y se ponen a jugar en la arena. A hacer un castillo. Los adultos hablan de política. Harry y Ned, para variar, defienden extremos opuestos. Maddy lee, sin hacerles caso, también para variar. Cissy está tumbada boca arriba, los tirantes del biquini bajados. Me planteo leer también, pero noto que los párpados me pesan. A lo lejos veo a Johnny y Claire paseando por la playa, cogiendo conchas, antes de quedarme dormido.

5

El restaurante, que ocupa lo que en su día fue una granja, está apartado de la carretera. Según la leyenda del lugar, en una vida anterior fue un bar clandestino. Al otro lado de la carretera se levanta una de las pocas granjas que quedan en la zona, los campos de maíz tierno silenciosos en la penumbra. La dueña, Anna, apenas mide un metro cincuenta, lleva el cabello pelirrojo muy corto y tiene la nariz ganchuda. No se ha casado nunca. Su madre, que murió hace unos años, estaba muy gorda, y solía sentarse todas las noches en una silla en la sofocante cocina hasta que se iba el último cliente. Cuando nos ve, Anna nos da un abrazo a Maddy, a Harry y a mí, una señal de aceptación que, sabemos, tiene tanto que ver con que Harry sea un escritor respetado como con que llevemos años siendo asiduos del local. Tras la barra del bar, una de las paredes está repleta de cubiertas de libros descoloridas, enmarcadas y autografiadas, de clientes habituales: Vonnegut, Plimpton, Jones, Winslow.

—Llegáis tarde —nos reprende. Hemos estado esperando en casa para ver la puesta de sol, y ya vamos algo borrachos. Harry preparó unos Dry Martinis—. He estado a punto de quitaros la mesa. Esta noche estamos a tope.

Hay muchos clientes esperando en el pequeño bar donde Kosta sirve bebidas. Lo saludamos con la mano y seguimos a Anna hasta nuestra mesa. La decoración no ha cambiado desde que empecé a venir aquí, en los setenta, con mis padres, y probablemente no lo haya hecho desde que abrió, en los cincuenta. El tiempo ha envejecido las paredes.

—Queríais sentaros dentro, ¿no?

En verano se puede comer fuera, en un porche, pero hay demasiada luz para nuestro gusto. Ahí es donde se sientan los millonarios. El comedor de dentro es más acogedor, la mesa y las sillas son de madera maciza, no de plástico barato como las de fuera, los manteles son de cuadros blancos y rojos, remendados y raídos. Una salamandra de hierro fundido, vieja y enorme, ocupa un rincón. Le pedimos más martinis a una de las vietnamitas que trabajan allí. Son toda una familia, que vive en una caravana detrás del restaurante.

—Espera a probar esta carne —le dice Harry a Claire, inclinándose sobre la mesa—. Son los mejores chuletones del mundo.

Ella mira los precios y me susurra:

—Walter, esto es muy caro.

Es caro. No es el sitio al que Claire iría si no la invitara un hombre. La veo hacer cálculos mentales. Recuerdo lo que se siente cuando se sale con un grupo de personas que tienen gustos caros y uno sólo tiene unos pocos dólares en el banco.

Una vez, en la facultad, fui con unos compañeros a un restaurante del Upper East Side, un fin de semana de juerga. Tenía mi primera tarjeta de crédito intacta en la cartera. Cuando me la dio, mi padre me dijo: «Walter, esto es sólo para emergencias.» Además llevaba unos cincuenta dólares, toda una fortuna por aquel entonces. Uno del grupo, el hijo de un importador de vinos que había crecido rodeado de lujos en Connecticut e Inglaterra, nos informó como si tal cosa de que iba a pedir caviar. Algunos otros, también privilegiados, siguieron su ejemplo. Yo tragué saliva al ver los precios. Él además pidió champán y burdeos.

No era así como yo solía vivir. Una parte de mí ansiaba vivir esa experiencia; la otra estaba horrorizada por el despilfarro. Y eso teniendo en cuenta que no éramos pobres. No obstante, una vida de estricto control de pagas, internados, clubes de campo y universidad me habían mantenido al margen de semejante decadencia. Pedí adrede lo más barato de la carta, pollo a la no sé qué. Daba lo mismo, claro está: cuando llegó la cuenta, la dividimos entre todos. Me espantó ver que mi parte ascendía a casi cien dólares. Yo nunca me había gastado nada parecido en comer. Si mis compañeros se quedaron igual de pasmados, no se les notó. Me di cuenta de que ésa era la consigna: los caballeros no discuten por la cuenta. Al entregar la tarjeta, de mala gana, me sentí idiota, sobre todo cuando pensé en los que se habían atracado a mi costa.

Cuando le conté lo sucedido, mi padre me dijo que no me preocupara, que él pagaría la cuenta. Esa vez. «Espero que hayas aprendido la lección —añadió—. La próxima vez no te sacaré las castañas del fuego.»

Me vuelvo hacia Claire y le aseguro:

—No te preocupes. Eres nuestra invitada.

No dice nada, pero me da las gracias con los ojos, unos ojos preciosos.

Pedimos. Llegan las bebidas. Y después
saganaki
, que básicamente es queso griego fundido servido en el mismo recipiente en el que se prepara. Delicioso.
Taramasalata
, pan y aceitunas. Vino. Muchas risas, y Harry se levanta y cuenta una anécdota divertida con no sé qué acento y hace un pequeño baile que consigue que todos nos riamos a carcajadas.

Finalmente llegan los chuletones: grandes trozos de ternera, vuelta y vuelta, pegotes carbonizados de sal, pimienta y grasa chisporroteante que se escurre por los lados. Nos abalanzamos sobre ellos como perros de trineo.

—Por favor…, es lo más rico que he comido en mi vida —afirma, boquiabierta, Claire.

Los demás soltamos un gruñido en señal de reconocimiento, demasiado felices para dejar de masticar.

Entre bocado y bocado noto que Claire se tensa. La miro, pensando que tal vez se esté atragantando, pero no es eso: ha visto algo. Echo un vistazo, siguiendo su mirada.

—¿De qué va esto, Winslow?

Es Clive. Se ha acercado a la mesa. Nos mira fijamente. Parece nervioso.

—Clive —contesta Claire—. ¿Qué estás…?

—Tú cállate. No estoy hablando contigo.

Harry deja el cuchillo y el tenedor. Los demás observamos expectantes. Ned aparta la silla, los músculos del cuello abultados. Harry responde:

—Clive, haz el favor de no volver a hablar así a Claire.

—Le hablaré como me dé la puta gana. ¿Qué? —pregunta, ahora dirigiéndose a ella—: ¿Ya te lo has tirado? —Y a Harry—: Tiene un buen polvo, ¿no, ‘Arry?

Me percato de que no pronuncia las haches, lo que revela su verdadero origen. Sí, lo sé, soy un esnob. Pero ¿es eso peor que fingir que uno es alguien que no es?

—Vete de aquí, Clive. Estás borracho.

—Y si lo estoy, ¿qué? —Le suelta a Maddy con desdén—: Será mejor que no la pierdas de vista, o te quitará a ‘Arry en cuanto te des la vuelta.

—Muy bien, ya basta.

Harry está de pie, avanza hacia Clive.

Por un instante creo que le va a dar. Y al parecer Clive también lo cree, porque recula sin querer, esperando un golpe que no llega. Y Harry es un hombre fornido, tal vez no tan fuerte como Ned, pero sí lo bastante corpulento. Uno no juega al hockey como jugaba Harry si no es bueno con los puños. En lugar de pegarle, lo coge con furia de las solapas.

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