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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (34 page)

Ese giro de los acontecimientos me infundió ánimos. Los médicos todavía no habían determinado qué le pasaba ni qué había provocado el ataque, pero estaban igual de aliviados que yo. Me informaron de que, si seguía evolucionando así, podrían sacarlo de la UCI y pasarlo a planta. Ese día estuve viendo fútbol en la televisión con él. Se dormía de vez en cuando, pero sobre todo le interesaba ponerse al corriente de lo que había sucedido en el mundo. Le llevé los
Wall Street Journal
de la semana anterior, que le había guardado, y se alegró mucho, y me dijo que no hacía falta que me quedara a dormir con él. Agradecido por poder dormir en mi propia cama, en una cama, me quedé allí hasta las ocho de la tarde. Por primera vez desde que era pequeño, le di un beso de buenas noches.

Como insistía, volví al despacho al día siguiente. Esa tarde él y yo hablamos por teléfono. Me dijo que si todo iba bien saldría de allí en el plazo de unos días. Que mi madre ya había sacado los billetes de avión a Florida y llamado al ama de llaves para darle la lista de la compra. Fue la última vez que hablamos.

A las cuatro de la madrugada sonó el teléfono de mi piso. Yo me había vuelto a quedar trabajando hasta tarde, pero salté de la cama a la primera. Al otro extremo se oyó la voz de mi madre:

—Tu padre ha muerto —la oí decir. Yo estaba pasmado en el dormitorio, no entendía nada—. Le dio un ataque al corazón.

Conteniendo las ganas de gritar o llorar, dije:

—Lo siento mucho, madre.

—La enfermera ha dicho que no cree que sufriera —me contestó—. Me temo que vas a tener que venir otra vez.

El funeral se celebró ese sábado, asistió el cortejo de allegados que cabía esperar. Maddy no pudo ir, ya que entonces Harry estaba destinado en California, pero me llamó esa noche. Le conté que mi padre me había pedido que lo sacara del hospital y que no podía evitar sentirme culpable por haberle fallado en cierto modo, que si hubiese logrado llevármelo tal vez siguiera con vida. Maddy me dijo que dejara de pensar eso, que la persona que me lo pidió no era mi padre, sino otra. A esas alturas su padre ya había entrado y salido de varios sanatorios, y ella tenía experiencia en tratar a alguien que se hallaba bajo los efectos de psicofármacos.

Eso me hizo sentir mejor, pero no alivió por completo el dolor. Quería mucho a mi padre, y estaba furioso con sus médicos por, en mi opinión, no haber averiguado qué tenía y haberlo matado. No era que los médicos no hubiesen hecho todo lo que podían, lo habían hecho todo; pero no había servido de gran cosa.

Mi madre murió dos años después. También de un ataque al corazón, pero en circunstancias menos dramáticas que las de mi padre. Una mañana, en Florida, Geneviève fue a llevarle el desayuno y ella sencillamente no despertó. Siempre pensé que no pudo irse mejor.

Entonces yo tenía treinta años, y heredé la casa y otras muchas cosas. Les dije a Geneviève y a Robert que si querían podían quedarse conmigo, el salario seguiría siendo el mismo, pero que no requeriría los mismos servicios que mis padres. Se quedaron unos meses, sobre todo para ayudarme a vaciar y limpiar el piso de mis padres y poner orden en la casa de Long Island, pero ya tenían una edad y, gracias a la considerable suma que les legaron mis padres, decidieron jubilarse y volver a su pueblo, cerca de Lausana, a vivir cómodamente. Habían sido una parte importante de mi vida, y me entristeció que se marcharan. Fui a verlos una vez, hace años, y todavía nos mandamos postales y regalos por Navidad.

La muerte de mi padre, en lugar de hacer que fuese más consciente de mi propia mortalidad, me empujó a evitar a los médicos. Hasta entonces siempre había sido responsable en ese sentido, e iba al médico todos los años. Ya entonces tenía el colesterol un poco alto, y no me habría venido mal perder algo de peso, pero por lo demás estaba más sano que un roble. Sin embargo los médicos se parecen un poco a los curas: afirman hallarse en posesión de conocimientos secretos que les confieren un aire de superioridad injustificada, y la mayoría de nosotros acude a ellos sólo cuando todo lo demás falla.

5

Me llegó esta carta de Maddy:

No me puedo creer que no haya venido aquí antes, pues me siento como si conociera este sitio de toda la vida. Es tan bonito… El golfo de México se extiende, verde e indolente, hasta el horizonte; la arena está limpia y es blanca. Al amanecer salen pequeños barcos de pesca que regresan por la tarde. De vez en cuando alguna nube salpica un cielo de un azul vivo, y por la noche hay millones de estrellas. Me alojo en un hotelito de Yucatán. El primer día que llegué fui al complejo de cinco estrellas donde había reservado habitación y me bastó ver a la gente y ese césped perfecto y esas fuentes innecesarias, la arquitectura pretendidamente maya y el personal mudo y acicalado para saber que tenía que salir de ahí a toda prisa. De manera que le pregunté al taxista si conocía algún sitio menos formal, y me llevó por un camino de tierra hasta una hacienda modesta en la playa donde había un perro atado a un palo a la entrada que se puso a ladrar nada más detenernos y gallinas y cabras. Era perfecta. La mujer que la lleva me dio una bonita habitación con una terraza que da al mar y un cuarto de baño al final del pasillo. No hay aire acondicionado ni servicio de habitaciones, pero sí un bar minúsculo y un restaurante pequeñito que prepara las gambas más deliciosas que he comido en mi vida, unas gambas que han sido arrancadas literalmente del mar momentos antes y cocidas con ajo, cilantro, lima y chile jalapeño. Deliciosas. Acompañadas de una cerveza Tecate bien fría, no me cansaría de comerlas.

Sin embargo, no todo es perfecto. Las cucarachas son grandes como gatos, hay algunos olores muy desagradables, mi habitación no es que esté impoluta y durante el día hace un calor horroroso. Estoy convencida de que cualquier día de éstos acabaré con diarrea, los hombres me miran como si fueran violadores en potencia, no hay caja fuerte y es muy posible que me roben la cartera y el pasaporte. La dueña del hotel, una mujer alegre llamada Sonia, que además es la cocinera, me dice que no me preocupe, pero cuando voy a pasear por la playa tiendo a atraer a algunos admiradores.

Así y todo me doy mis paseos por la playa. No hay mucho más que hacer, lo cual es estupendo. Me planteé alquilar un barco de pesca, pero Sonia me dijo que el patrón al que ella recurre no está. ¿Cuándo va a volver? No estaba segura. Quizá a finales de semana; quizá no. Me doy cuenta de que debería haber alquilado un coche, pero cuando saqué el billete de avión lo consideré un gasto innecesario. Un día contraté un conductor para que me llevara a Chichén Itzá, las impresionantes ruinas mayas que se levantan no muy lejos de aquí. Es un lugar increíble. Nunca había visitado las ruinas de una civilización que desapareció hace tiempo. En Europa construyen encima, y en Estados Unidos no hay nada tan antiguo, pero Chichén Itzá es antiguo y está muerto, su cultura y sus gentes corrieron la misma suerte que los sumerios o los hititas. Resulta asombroso pensar que esta civilización fue próspera durante miles de años y levantó esta preciosa ciudad y, luego, un buen día llegó un grupito de españoles con armas y corazas, salido de la nada, y adiós muy buenas a todo en menos de cien años. Es descorazonador pensar en la gente que un día vivió aquí, los niños, las familias, los guerreros y los sacerdotes —sí, hasta los que realizaban sacrificios humanos—, y lo perdió todo. La vida, su hogar, su cultura, su idioma. Todo destruido. Arrasado. Lo único que queda son ruinas como éstas y un puñado de descendientes cuyos antepasados huyeron a la jungla hace siglos y se escondieron para no perder la vida hasta que todo, salvo su miedo, quedó olvidado.

Ha sido buena idea venir aquí. Sabía que tenía que salir de Nueva York. Tenías razón: estaba un poco desmadrada. No soy una persona autodestructiva, nunca lo he sido. Crecí rodeada de autodestrucción, mi padre la elevó a la categoría de arte, pero yo siempre he luchado contra ella. Pero sabía que es algo que siempre he llevado en mi interior, esos deseos de perder el control, de abandonarse a la ira y a la desesperación. Deshacerme de todo lo que era importante para mí simplemente porque podía, y porque un día me desperté y me di cuenta de que todo era una mentira.

Me siento un poco como los mayas. Estaba satisfecha en el centro de mi pequeño mundo, creyéndome protegida y poderosa, pero apareció algo más implacable y derribó mis defensas. ¿Quién no pasaría a ser autodestructivo en un momento así? ¿Por qué podía luchar ya? ¿No es eso lo que sucede cuando caen las civilizaciones? Quedan los escombros. Mi cultura también estaba en ruinas, y el panorama parecía desesperanzador. Dentro de un orden mayor, ¿qué importaba lo que fuera de mí? ¿Acaso pensaba que estaba por encima del bien y del mal? ¿Que, de algún modo, podía ir por la vida creyendo que saldría indemne? La historia está llena de casos similares de autoengaño. Mira a los mayas, mira a los franceses durante la segunda guerra mundial. Creyeron que podrían ocultarse tras la Línea Maginot, pero los alemanes la rodearon.

Sin embargo, ¿mató eso a los franceses? No. Francia perseveró. Su idioma, su cultura, sus gentes, sus tradiciones volvieron a pesar de los nazis, los colaboracionistas y esa creencia tan humana de que a veces puede ser mejor rendirse que resistir. Es evidente que muchos franceses se rindieron, sí, pero la mayoría no. ¿En qué bando preferirías estar? A mí me gustaría pensar que habría estado en el de los luchadores, y por eso es tal la decepción con mi vida y conmigo misma que hasta ahora me he rendido a lo que me ha pasado. En lugar de luchar, huí. Pensé que estaba siendo valiente, pero tal vez sólo estuviera siendo cobarde. Si de verdad amaba lo que amaba, si de verdad creía en ello, tendría que haberme quedado a afrontar mis problemas. Puede que no hubiera salido airosa, pero por lo menos habría sabido que había hecho todo cuanto estaba en mi mano.

Estoy harta de huir. Ha llegado el momento de luchar.

Espero que estés bien. Siento no haber sido yo misma últimamente. Confío en que sepas lo mucho que significas para mí y lo importantes que son para mí tu amor y tu amistad. Gracias por todo, te veré pronto.

Muchos besos,

MADDY

P. S. Los franceses no lo lograron solos. Contaron con ayuda. Yo cuento contigo para esa ayuda. Sé que puedo contar contigo.

P. S. Recibí una carta muy bonita de Harry.

6

Harry ha salido a correr por el río. Todas las mañanas lleva a Johnny al colegio y después vuelve a casa corriendo. Por las mañanas aún refresca. Lleva el viejo pantalón de chándal gris y un gorro de lana. Son más de cincuenta manzanas, más de tres kilómetros. Toma un atajo hasta el río Este y lo cruza, adelantando a otros corredores, paseadores de perros, madres empujando cochecitos. No está en forma. Los pulmones le arden, sus músculos se resienten. El sudor le corre por la cara. El cuerpo es pernicioso y ha de ser castigado. Cuando vuelve a su piso, hace abdominales y flexiones hasta caer rendido. Luego se ducha y se sienta a escribir hasta que llega la hora de ir a buscar a Johnny. El libro por fin va bien. Ya no está atascado. Las palabras fluyen.

Maddy les ha enviado una postal. Les manda amor a los dos. Las semanas han pasado de prisa. Demasiado de prisa, en opinión de Harry. Ver a su hijo tan sólo dos noches a la semana no es suficiente. Nunca lo será. La intensidad de su amor a veces amenaza con abrumarlo. Le asombra su hijo. Quiere saber qué piensa. Desearía poder ver el mundo a través de sus ojos y vivir sus alegrías y sus penas. Quiere pasarle los dedos por el pelo a Johnny, hacerle reír, notar la suavidad y el calor de su mejilla contra la de él. Tienen las mismas manos. No hay nadie en el mundo a quien pueda sentirse más unido. Ni Claire, ni tan siquiera Maddy.

Salen a dar largos paseos, unas veces por el parque, otras sin rumbo fijo. A Johnny también le encanta caminar. Hablan del colegio, de los otros niños, de que Jeremy se cree muy guay y Sean lo saca de quicio, y de que Jack hizo llorar a Willa en la azotea. Hablan de que los Rangers cada vez tienen menos posibilidades en la final de la Copa Stanley. Juegan al
Jeopardy
, y Harry le pregunta por el nombre de presidentes y capitales de estados, y Johnny lo acierta todo. Están empezando con los monarcas ingleses. «¿A qué rey le cortaron la cabeza?» Harry también jugaba a ese juego con su padre. Una noche incluso hablan de la teoría de la evolución de Darwin.

—No entiendo a qué viene tanto alboroto, papá —razona Johnny—. Creo que es guay descender del mono.

Por la noche piden pizza o Harry cocina, por lo general carne o espaguetis. Ayuda a Johnny con los deberes. A la hora de irse a la cama Harry le cuenta un cuento o le lee. El rey Pingüino sigue siendo uno de los preferidos, y ahora el final siempre tiene que ser feliz. Luego Harry se sienta de nuevo a su mesa, se sirve la primera copa de la noche y se pone a escribir otra vez, hace meses que no es tan feliz.

Lo sé porque el propio Harry me lo dice. A los pocos días de irse Maddy, me llama al despacho.

—Hola, Walt —me saluda alegremente. Hace meses que no lo noto tan bien—. Se me ocurrió que podía llamarte para contarte los progresos de Johnny por si llama Maddy.

—¿Va todo bien?

Se echa a reír.

—Muy bien, Walt —responde—. Johnny y yo queríamos saber si te apetecería pasarte por el Palazzo Winslow una noche de éstas para malcomer. No has estado aquí, y pensamos que sentirías curiosidad por ver cómo vive la otra mitad.

Se oye la voz de Johnny:

—Por favor, tío Walt.

Difícilmente puedo decir que no. Además, ¿acaso no me pidió Maddy expresamente que le echara un ojo?

—Veré si puedo —contesto—. ¿Qué día sería?

—¿Qué te parece mañana? Tú traes el vino, algo viejo y caro, y yo te prepararé algo joven y barato.

La noche siguiente llego a la casa y subo la escalera hasta el último piso. Está claro que Harry anda mal de dinero.

El piso es pequeño, tiene pocos muebles y está en un bloque viejo cerca del túnel Midtown. La calle es un desfile interminable de coches y camiones que entran en la ciudad y salen, bocinazos, motores escupiendo monóxido de carbono. Por las ventanas mugrientas sólo se ven más bloques de viviendas y escaleras de emergencia. Harry dice que la anciana hispana del final del pasillo pone el televisor a todo volumen. De vez en cuando oye peleas, gritos. Se imagina que es su novio o su hijo, que van a pedirle dinero. El pasillo huele a fritanga. Sirenas camino del hospital de Bellevue rasgan la noche.

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