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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (4 page)

En la Falange, otro pilar fundamental del Régimen nacido el 18 de julio de 1936, la preocupación institucional ante los acontecimientos exteriores y el adverso resultado de la Segunda Guerra Mundial haría florecer enseguida, entre sus dirigentes, el conocido espíritu numantino patrio y el ferviente deseo colectivo de defender a ultranza, otra vez con las armas si era necesario, la nueva patria «Una, Grande y Libre» renacida de las cenizas de un país devastado por una brutal guerra fratricida entre españoles. Seguirían cerrando filas alrededor del providencial caudillo que los había llevado a la victoria, llevando a feliz término la revolución social y política defendida por su fundador, José Antonio Primo de Rivera, y rompiendo para siempre con una monarquía corrupta y envilecida, rechazada mayoritariamente por el cuerpo social de la nación española.

Fue ésta la teoría que, siquiera parcialmente y dejando de lado sus íntimos deseos sobre el porvenir político español y el papel que podía jugar la monarquía en ellos, abrazaría el déspota español por lo menos hasta que las democracias occidentales y, sobre todo, Estados Unidos, después de la famosa declaración de Potsdam (en la que a pesar de reiterar la exclusión de España de Naciones Unidas no se había propuesto ninguna intervención directa contra Franco) desvelaran sus inmediatos planes sobre el régimen político que él capitaneaba y que, completamente solo después de la destrucción a sangre y fuego de sus socios y correligionarios europeos, se agazapaba, herido de muerte, en la vieja piel de toro ibérica. Además, a Franco no le quedaban muchas otras opciones después de leer el Informe-Propuesta sobre la continuidad de su propio sistema político que su leal asesor y figura política emergente, Luís Carrero Blanco, le había presentado recientemente con carácter confidencial y en el que, entre otras importantes cuestiones, se afirmaba cínicamente «que después de Potsdam no parecía nada probable que Francia o Gran Bretaña favorecieran la implantación del comunismo en España apoyando a los republicanos exiliados» Asimismo, se señalaba con toda rotundidad que la única salida factible para España era «el orden, la unidad y el aguantar la presión exterior e interior apoyándose en una buena acción policial y, si era preciso, en una enérgica represión sin miedo a las críticas».

Ese documento terminaba con una clara negación personal del «donjuanismo» y de su nada deseable presencia en el futuro de nuestra patria.

Pero todas estas inquietudes y temores de Franco y su régimen serían pronto frenados en seco por la buena suerte (algo que para un político puede ser determinante de cara al futuro) y por las especiales circunstancias del momento; que favorecerían no sólo al dictador, que vería alejarse con celeridad los riesgos de una intervención militar directa contra él, sino también, aunque en menor medida, a la totalidad del pueblo español que, aún a riesgo de ver aumentadas substancialmente las posibilidades de tener que seguir sufriéndolo algunos años más, no hubiera podido soportar una nueva guerra en el solar patrio. ¡Sólo les hubiera faltado a los empobrecidos, desmoralizados y hambrientos ciudadanos españoles de la época que Estados Unidos, bien sólo o acompañado de otros (Naciones Unidas o alguno de sus socios políticos y militares europeos) hubiera decidido, altruistamente claro, librarles de su sanguinario mandamás militar al estilo de lo que medio siglo después haría el todopoderoso emperador antiterrorista George W. Bush en la nación iraquí en relación con el sátrapa Sadam Hussein! No cabe duda de que hay situaciones en la historia de los pueblos que mejor es
no meneallas
desde el exterior y en las que lo único que pueden hacer sus ciudadanos es ponerse a rezar todos juntitos aquella famosa oración a la Virgen de Lourdes: «¡Virgencita, que me quede como estoy!»

Efectivamente, la suerte, la buena suerte, iba a llamar enseguida a las puertas del palacio de El Pardo donde el autoproclamado «generalísimo» de los Ejércitos vencedores en la cruenta Guerra Civil se las veía y se las deseaba para capear el vendaval que amenazaba su recién nacida «nueva España». La situación en Europa, una vez que los soviéticos por un lado (el Este) se plantaron en Berlín y las fuerzas anglo-franco-americanas por el otro (el Oeste) acabaron de liberar toda la parte occidental del continente, no mejoró substancialmente con el fin de la guerra sino más bien todo lo contrario. Al recelo inicial que suscitó entre los dos grandes bloques vencedores la alocada carrera emprendida por sus Ejércitos al final de la contienda, para llegar los primeros a la capital de Alemania, conquistando de paso la mayor porción posible del antiguo III Reich, pronto sucedería la clara beligerancia política e ideológica entre ambos y enseguida la descarada lucha por el poder mundial que derivaría a pasos agigantados en la costosísima y preocupante «Guerra Fría». Ésta tuvo consecuencias inmediatas en la política exterior de esos dos grandes bloques, que tratarían por todos los medios de organizarse militarmente por si de nuevo las armas eran llamadas a hablar en otra terrorífica confrontación bélica. Y en este contexto geoestratégico nuevo, en esa incómoda tesitura de tener que prepararse para una guerra antes de terminar por completo la anterior, los norteamericanos pronto empezarían a dar largas a la, en principio, democrática obligación, tantas veces proclamada, de acabar con el último bastión fascista europeo representado por la España de Franco.

Así, si bien es cierto que el 4 de marzo de 1946 una Declaración Tripartita de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia había anunciado que «mientras el general Franco mantenga el mando en España el pueblo español no puede esperar una plena y cordial asociación con las naciones del mundo que, mediante un común esfuerzo, han causado la derrota del nazismo alemán y el fascismo italiano», y que el 12 de diciembre del mismo año una sesión plenaria de la Asamblea General de Naciones Unidas resolvió excluir a España de todos sus organismos dependientes, solicitando también al Consejo de Seguridad que estudiara las medidas a adoptar si, en un tiempo razonable, España seguía teniendo un Gobierno carente de refrendo popular al tiempo que pedía a las naciones miembros que retirasen a sus embajadores de Madrid, resultaba ya evidente, a finales de 1946, que por intereses de las grandes potencias no iba a producirse una intervención aliada contra el caudillo español.

El alto mando yanqui ya había empezado a planificar una tupida red de bases militares dentro de la nueva y urgente estrategia de cerco al lobo estepario ruso que, a pesar del duro castigo sufrido en su cruento enfrentamiento con el Ejército nazi, demostraba unas ansias irrefrenables de expandir sus ideales comunistas y su poder militar por todo el mundo. Y dentro de esa estrategia de contención de sus antiguos aliados del Este, y de expansión de su «colonialismo de faz democrática» o nueva «pax americana», España (aún con un impresentable y sanguinario dictador a su frente) representaba para Estados Unidos una inmejorable apuesta como gran base logística de retaguardia y como plataforma segura y cercana para montar sobre ella las bases aeronavales que fueran necesarias. Muy pronto las recomendaciones de los generales estadounidenses serían aceptadas por la Casa Blanca y consideradas de prioridad política de primer nivel, con lo que el hasta entonces apestado general Franco pasaría de inmediato a la categoría de aliado
in pectore
de la gran nación americana, y de ahí que muy pocos años después, en 1953, el Tratado de Amistad y Cooperación firmado entre ambos países lo elevaría a la categoría de amigo preferente y socio indispensable en la lucha del mundo libre contra el comunismo internacional.

***

A finales del año 1946, a pesar de las declaraciones de Naciones Unidas y de los contactos secretos con los Aliados de cara a substanciar su colaboración futura en la guerra contra el comunismo, Franco no las tenía todas consigo y no dudó un solo segundo en tomar las medidas adecuadas para hacer su régimen más aceptable para las democracias occidentales. Sobre la base de un memorandum elaborado por Carrero Blanco (con fecha de 31 de diciembre de 1946, modificado y ampliado, a instancias del dictador, por otro de 22 de marzo de 1947), vería enseguida la luz un proyecto de Ley de Sucesión que fue debatido en el Consejo de Ministros del 28 de marzo de ese año. En él se consideraba a España como una unidad política, como un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declaraba constituido en Reino. La jefatura del Estado correspondía al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde, que gobernaría el país hasta que la incapacidad o la muerte se lo impidieran. Se avalaba también en el proyecto de Ley el derecho del Caudillo a nombrar su propio sucesor dentro de la familia real y dejaba bien claro que el futuro rey debería someterse a las leyes fundamentales del régimen, pudiendo ser destituido si no lo hacía.

Como se ve, muy poco o nada quería cambiar el monolítico Estado franquista con esta Ley, pues a lo único a lo que aspiraba era a ganar tiempo ante los aliados occidentales y ante los monárquicos del interior, vistiendo el muñeco de una inexistente apertura política hacia ninguna parte. Eran objetivos que no podrían alcanzarse, eso sí, sin la colaboración por lo menos pasiva del conde de Barcelona. Para conseguir la cual se trasladó inmediatamente a Estoril el propio Carrero Blanco, con un mensaje personal de Franco en el que instaba al pretendiente a aceptar la Ley de Sucesión y a tener paciencia, como premisas indispensables para poder ser elegido en su día como su sucesor a título de rey.

Pero don Juan no sólo no aceptaría las marrullerías de Franco, sino que se enfrentó drásticamente a la Ley de Sucesión con el llamado
Manifiesto de Estoril
, en el que denunciaba la ilegalidad de la misma dado que alteraba el carácter de la monarquía española sin consultar ni al heredero del trono ni al pueblo. A ello añadió unas escandalosas declaraciones publicadas, el 13 de abril de 1947, en los periódicos
The Observer
y
The New York Times
, en las que se manifestaba dispuesto a llegar a un acuerdo con Franco siempre que éste formalizara inmediatamente una transferencia de poder pacífica e incondicional. Se declaraba, asimismo, partidario de una monarquía democrática, de la legalización de partidos políticos y sindicatos, de una cierta descentralización territorial del Estado, de la libertad religiosa y de una amnistía parcial para los encarcelados con motivo de la Guerra Civil. Ni que decir tiene que tanto el
Manifiesto de Estoril
como estas revolucionarias declaraciones del conde de Barcelona caerían en El Pardo como una bomba, hasta tal punto que son muchos los historiadores que señalan esa fecha del 13 de abril como la de la eliminación fáctica de don Juan de Borbón como posible sucesor del Caudillo.

Y así sería efectivamente porque, cada vez más seguro el dictador de su supervivencia política y de la completa aceptación de su régimen por las grandes potencias, empezaría, ya sin ningún rubor, a dar los pasos necesarios para encontrar a alguien, de sangre real por supuesto, con la juventud necesaria para poder moldearlo a su capricho y que estuviera dispuesto a ceñir, en un futuro más o menos lejano, la corona de la nueva España del Movimiento Nacional salida de la lucha fraticida, comprometiéndose a defender sus principios y a respetar sus leyes fundamentales por tiempo indefinido. La búsqueda de ese sucesor capaz de garantizar la continuidad del sistema y su adaptación a los nuevos tiempos, una vez que él hubiera desaparecido, quitaría durante mucho tiempo el sueño a Franco, que tendría que debatirse entre sus profundas convicciones monárquicas, las fuertes presiones de un entorno familiar que aspiraba en secreto a perpetuar su apellido en lo mas alto de la cúpula del Estado español, emparentando, si ello era preciso con alguna familia de sangre real que se aviniese a prestar su pedigrí para tan arriesgada componenda política y social, las fuertes recomendaciones de sus generales (quienes soñaban con que un nuevo «centurión de hierro» tomase en su día las responsabilidades dejadas por su idolatrado generalísimo), las aspiraciones de los diversos clanes del aparato político y sindical falangista (que apostaban por una salida al régimen totalmente autónoma y al margen de la monarquía) y, por último, las maniobras y conspiraciones del Consejo de Estoril, que ya sólo veía la urgente proclamación, como rey de España, de su señor don Juan de Borbón a modo de remedio para los males del país.

Al margen de todas estas presiones, Franco tenía una cosa muy clara: para garantizar una salida pacífica a su peculiar sistema político personal, efectuando sólo los cambios cosméticos necesarios (ni uno más) para que España pudiera ser aceptada en Europa, la persona elegida debería poseer, además del rango regio que él consideraba absolutamente imprescindible, una gran autoridad personal y unas especiales dotes de mando, algo que siempre han apreciado los españoles en general y los militares en particular. Es decir, convenía, y las circunstancias así lo aconsejaban, que su sucesor tuviera una exhaustiva formación castrense y estuviera adornado, a poder ser, con las mejores virtudes de tan sacrificada profesión. 0 sea, blanco y en botella, que el futuro heredero de la Corona española además de pertenecer a la realeza debería ser un militar de alto rango y con una completa formación castrense a sus espaldas que el autócrata personalmente se encargaría de fiscalizar.

De acuerdo con estas premisas, una vez aprobada la Ley de Sucesión por las Cortes en junio de 1947 (fue refrendada mediante un referéndum celebrado el 6 de julio siguiente) y descabalgado
de facto
don Juan de la carrera por la Corona, Franco, con un acendrado monarquismo en sus genes y un profundo agradecimiento a la dinastía borbónica (en particular a Alfonso XIII) que le había elevado a lo más alto de la carrera militar al premiar pródigamente sus correrías africanas, enseguida empezaría a considerar seriamente la posibilidad de que fuera uno de los hijos del conde de Barcelona el que, convenientemente adoctrinado en los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional y siempre que cumpliera sus expectativas de futuro, ciñera en su día la Corona de España. Y para poder llevar a buen puerto semejante decisión el primer objetivo a alcanzar era, obviamente, el lograr que los infantes Juan Carlos (
Juanito
para la familia) y Alfonso (
El Senequita
) vinieran a España a estudiar y a formarse convenientemente, sin condiciones previas y reservándose el dictador la suprema y última palabra sobre la persona que, en última instancia, concluido su personal y antidemocrático
casting
, sería la elegida. A todo esto, Franco, en su astuto juego, nunca descartaría explícitamente a la otra rama borbónica, representada por los herederos del sordomudo don Jaime, Alfonso y Gonzalo, a pesar de que en 1935 había renunciado a sus derechos sobre el trono para él y sus herederos.

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