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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (6 page)

Juanito
no albergaba ninguna duda de que algún día sería rey de España y en una ocasión al menos, tras la pública amonestación de un profesor, llegó a mascullar una clara amenaza contra el osado docente que se dirigía a él en unos términos no apropiados a su regia condición; amenaza a poner en práctica, lógicamente, cuando la Corona de España luciera sobre su augusta cabeza. Sin embargo, ni a través de esta profesora ni de ningún otro de los componentes del claustro de Miramar se ha sabido nada de las relaciones que existían entre los dos infantes allí presentes. Su madre siempre dejó claro en todas sus entrevistas y declaraciones previas a la muerte de don Alfonso, en 1956, que ambos hermanos siempre se habían llevado bien, y desde luego en los cuatro años pasados en San Sebastián nunca trascendió nada que indicara lo contrario. Sin embargo, en determinados círculos monárquicos de Estoril siempre se supo de los frecuentes encontronazos personales entre Juan Carlos y Alfonso (algo normal, en principio, entre hermanos adolescentes) y de lo difícil que resultaba mantener la paz familiar en Villa Giralda cuando los dos estaban de vacaciones en la casa paterna, siempre debido a los celos que
Juanito
sentía por su hermano menor dada la particular preferencia de su padre por el inteligente, simpático y querido
Senequita
.

Terminados los estudios secundarios de Juan Carlos en el verano de 1954, de nuevo se planteó la cuestión de adónde enviarlo en el futuro para completar su formación superior. Y de nuevo resurgiría con fuerza el enfrentamiento entre su padre y Franco, ya que los dos hacía tiempo que venían utilizando esta cuestión de la educación de
Juanito
como arma arrojadiza en su largo y público enfrentamiento político y personal. Don Juan, presionado por su cerrado entorno monárquico, y en particular por José Mª Gil-Robles, que quería que el infante fuera arrancado de la larga mano del dictador y enviado a estudiar a alguna universidad europea de prestigio, en concreto a la de Lovaina, en Bélgica, inició los trámites para que su hijo se incorporara en septiembre a ese distinguido centro universitario. Y así se lo hizo saber al generalísimo en una dura nota verbal enviada a El Pardo el 16 de junio de 1954. Franco que, aunque en secreto, seguía alentando las pretensiones a la corona del hijo de don Jaime, don Alfonso, ya tenía perfilado un ambicioso plan para la formación militar de Juan Carlos en las Fuerzas Armadas españolas, contestó a la nota del conde de Barcelona con una larga misiva en la que le pedía una «meditada reflexión sobre las condiciones en que un infante de la Casa Borbón ha de formarse y el bagaje de conocimientos que hoy requiere la dirección de una nación para que pueda despertar el respeto, la confianza y el amor del pueblo llamado a sostenerle.» Le dejaba bien claro que «Juan Carlos debe prepararse en España para poder responder en su día a los deberes y obligaciones que la dirección de una nación entraña» También le lanzaba la rotunda amenaza de que, sin esa preparación, jamás se le permitiría subir al trono; y concretaba finalmente que «para la formación del carácter y de la disciplina no podía haber nada más patriótico, pedagógico y ejemplar que su formación de soldado en un Establecimiento militar» 0 sea, en roman paladino: o el tímido, mediocre y depresivo
Juanito
se reciclaba rápidamente en gallardo militar franquista o no había nada que hacer. La Corona española que, por supuesto, nunca iba a ir a Estoril, iría a otras sienes, con el apellido Borbón o quién sabe…

El conde de Barcelona, irritado, molesto, humillado y entristecido, tardó dos meses en contestar al dictador, pero lo hizo con fecha 23 de septiembre de 1954. En esta nueva comunicación personal se refería a sí mismo como «padre consciente de su deber», aceptaba de plano que su hijo ingresara en la Academia General Militar (para seguir al pie de la letra con los planes castrenses que para su vástago había elaborado el ala más radical del franquismo) y solicitaba del caudillo una entrevista personal para poder perfilar en ella los detalles de esa larga preparación militar de Juan Carlos. Esa reunión, aceptada con cierta apatía por parte de un Franco que por fin se sentía ganador en toda la línea, se llevaría a cabo el 29 de diciembre de 1954 en Navalmoral de la Mata (Cáceres), en la finca Las Cabezas, propiedad de Juan Claudio Güell, conde de Ruiseñada. De este encuentro personal saldría la autorización de don Juan para que Franco hiciera en el futuro lo que le viniera en gana con la educación y con la vida de sus dos vástagos, los infantes Juan Carlos y Alfonso, ya que también se consideró el ingreso de este último, con vocación marinera como su padre, en la Armada española. Todo sirvió para que un desmoralizado y deprimido don Juan (que, sin embargo, no renunció ante Franco a «sus derechos» a la Corona española) se asegurara, como mal menor, la restauración monárquica en la persona de alguno de sus hijos, ya que cada día que pasaba veía más en el aire su propia ascensión al trono de España al contar con enemigos muy poderosos dentro del Régimen franquista; como los falangistas y, sobre todo, la propia familia del dictador, que no ocultaba ya sus oscuras pretensiones de fundar una dinastía propia con todas las consecuencias; eso sin contar con los descendientes varones de don Jaime de Borbón (Alfonso y Gonzalo) que, captado y pagado por Franco, eran tenidos por éste en reserva como una segura opción sucesoria si fracasaba la apuesta de Estoril.

***

Y vamos a entrar ya de lleno, sin más dilación, en la peculiar vida castrense de Juan Carlos de Borbón (
Juanito
para los íntimos), un militar de pacotilla, de atrezzo, de guardarropía… «fabricado» por Franco dentro de la maquiavélica operación diseñada por él mismo para darle continuidad a su régimen a través de la pomposamente llamada «instauración monárquica», que debería tener como protagonista a algún manejable personajillo de sangre azul, con vitola de militar autoritario, que no tuviera reparos en abrazar públicamente sin rubor los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional fascista, los asumiera hasta las últimas consecuencias y, con la protección y fidelidad del descomunal Ejército franquista salido de la Guerra Civil, fuera capaz de asegurar su supervivencia en un futuro lleno de incertidumbres.

Fue una operación de altos vuelos que, en definitiva, le salió muy mal al dictador (algo de lo que, al menos en principio, deberíamos congratularnos todos los demócratas si no fuera por las perversas consecuencias que tamaño contubernio político-militar han traído a este país, incapaz de encontrar después de treinta años de transición el verdadero camino hacia una democracia plena) porque el maleable muchacho, finalmente elegido para ser su sucesor «a título de rey» (este
Juanito
, mitad infante, mitad soldado, del que vamos a conocer muy pronto los oscuros entresijos, nunca publicados hasta ahora, de su vida personal, militar y política), ambicioso en extremo y sin escrúpulos de ninguna clase desde su más tierna infancia, después de jurar con total desfachatez las leyes y principios fundamentales de la dictadura franquista, le traicionaría a Franco a las primeras de cambio, es decir, a su muerte. Eso sí, lo hizo obedeciendo a un repentino e irresistible síndrome de «democracia personal sobrevenida» que, por lo visto, llevaba años rondando su alma; lo que tratándose de un Borbón no deja de tener su particular morbo histórico.

Pactando con las propias fuerzas políticas del sistema franquista una peculiar reconversión del mismo en una democracia «de fachada», formal, sólo formal, engañosa, fraudulenta, liderada por los mismos prebostes políticos, financieros y militares del antiguo régimen… podría el bueno y converso demócrata
Juanito
blindar brutalmente y asegurar para siempre la monarquía recién «instaurada», su nueva monarquía borbónica, por medio de una consensuada y pactada Constitución que, entre otras lindezas, promesas, brindis al sol y cuentos de la lechera dirigidos a un pueblo atemorizado que nunca llegaría a conocerla aunque sí a votarla, consagraría la inviolabilidad y la no sujeción de la persona del monarca a responsabilidad alguna.

Reconociendo así, por decirlo de alguna manera más coloquial, la cuasi divinidad del peculiar rey/soldado que el sanguinario y analfabeto militar africanista que gobernó este país con mano de hierro durante cuarenta años (sus estudios profesionales no pasaron nunca de los elementales adquiridos en la Academia de Infantería de Toledo para ser promovido a segundo teniente) se había sacado de su bocamanga.

Juan Carlos de Borbón estableció, además, en la idílica Constitución que rige nuestras vidas determinadas consignas de hierro (mayoría de dos tercios en las Cortes Generales, disolución de las mismas, nuevas Cortes, referéndum popular, etc., etc.) para impedir, contra viento y marea, que los ciudadanos españoles puedan volver algún día, y por la vía pacífica, a disfrutar de la verdadera y única democracia que existe en el mundo: la republicana. Nos referimos ahora al sistema político que, iniciado el siglo XXI, está ya presente en la inmensa mayoría de los Estados del mundo (con sus peculiaridades y distintas garantías, según el lugar, la tradición, la religión, la etnia, el desarrollo económico… etc., etc.), mientras que aquí, por culpa del pequeño y ridículo «espadón» gallego de aflautada voz que Belcebú tenga en los infiernos, hemos vuelto a las andadas; y encima, engañándonos a nosotros mismos, sacamos pecho y nos felicitamos con nuestro recién conquistado régimen de libertades que en el fondo todos sabemos que de verdadera democracia tiene muy poco.

Nos limitamos a votar cada cuatro años las listas cerradas y bloqueadas que nos presentan dos únicos y autoritarios partidos que, con el apoyo de un poder financiero que saca pingües beneficios del sistema, son capaces de formar Gobierno (no de gobernar en libertad). Y a dar cada día gracias a Dios por tener en la cúspide del Estado a un ser increíble, campechano y bueno que, habiendo heredado para nuestro bien la lucecita política de El Pardo, nos distrae a través de la televisión y el papel cuché con sus hazañas terrenales que, como ya es conocida tradición en el trono borbónico, se centran fundamentalmente en disfrutar de lo lindo (gratis total) con regatas, yates, viajes,
vedettes
, recepciones, fiestas, cacerías de osos, bodas a «lo persa»… y demás distracciones mundanas que la estulticia y el miedo del pueblo pone todavía, a estas alturas de la historia a disposición de un príncipe advenedizo. Lo de toda la vida, vamos.

Por esta desgraciada piel de toro no pasa el tiempo.

Pero aunque estaba firmemente decidido a hincarle el diente de una vez a la vida castrense del infante (o príncipe, me da igual)
Juanito
, que acaba de cumplir los 17 años de edad y está a punto de iniciar su preparación para el ingreso en la Academia General Militar, nuevamente me he salido del guión previsto para divagar sobre lo divino y lo humano, o sea sobre el rey que nos regaló Franco y la democracia
sui generis
que éste, a su vez, nos regaló a todos los españoles,

¡Gracias, Majestad! Pido perdón al lector, tiempo habrá para volver a insistir sobre tan trascendental tema. Vamos ya con el cadete
Juanito
, o mejor dicho, con el aspirante a cadete
Juanito
.

***

Nada más terminar su entrevista con Franco en las Cabezas (Cáceres), y decidida en ella la exhaustiva preparación castrense de su hijo Juan Carlos a manos del régimen (dos años en la Academia General Militar de Zaragoza, uno mas en la Academia Naval de Marín, en Pontevedra, y otro en la Academia General del Aire de San Javier, en Murcia), el conde de Barcelona designa, como preceptor del infante y delegado suyo para todo lo relacionado con su formación militar, al general Carlos Martínez Campos, duque de la Torre. Era un militar de 68 años perteneciente a la más alta aristocracia castrense española, de corte tradicional y autoritario, formado profesionalmente a la vieja usanza y subordinado fiel del dictador con el que, sin embargo, había mantenido algún que otro rifirrafe personal por sus manifestaciones en pro de una pronta restauración monárquica en la persona de don Juan.

El duque de la Torre, siguiendo las instrucciones epistolares del pretendiente de Estoril y las muy personales y directas de Franco, decide enseguida la creación en Madrid de un improvisado centro de preparación militar
ad hoc
, elitista, cerrado y con un profesorado escogido y de alto nivel que acoja de inmediato al hijo de su señor, el tímido y depresivo
Juanito
, le transforme en un joven de prometedor futuro, con ansias de escalar los más altos puestos de la jerarquía castrense, y le prepare a conciencia para ingresar con todos los honores en el más afamado centro académico militar de España: la Academia General Militar de Zaragoza; célebre en todo el mundo desde que el primer director de su segunda época, el general Franco, echando mano de las enseñanzas tácticas prusianas y del espíritu militar espartano, decidiera convertirla, allá por los años veinte, en férreo yunque donde forjaran su carácter los futuros oficiales del Ejército español.

La singular academia premilitar para tan distinguido alumno sería ubicada, tras algunas dudas iniciales, en la casa-palacio de los duques de Montellano, en La Castellana, un lujoso y aristocrático edificio muy funcional de principios del siglo XX que sus felices propietarios no dudaron en poner a disposición del futuro heredero de Franco y de su singular cohorte de preceptores, ayudantes y profesores, en cuanto recibieron de don Carlos, el duque de la Torre, la primera indicación al respecto. Y no sólo cederían sin rechistar su magnífica casa solariega los buenos de don Manuel y doña Hilda, duques de Montellano, sino que la abandonarían físicamente en pro de un uso más íntimo y racional por parte de sus nuevos inquilinos, dejándoles además el servicio completo de la casa y hasta sus provisiones y enseres más delicados. Fue un buen detalle para la causa, no sabemos si monárquica o franquista, de los señores de Montellano que, además, quedarían muy agradecidos en lo más intimo de sus respectivos seres con la elección de su mansión para que el futuro rey de España pudiera adquirir en ella sus primeros conocimientos castrenses. Debían ser los que le permitirían, es un decir, llegar en su día al trono de España con una muy necesaria aureola de soldado, de soldado franquista, por supuesto, autoritario y no muy demócrata que digamos, pero capaz de llevar con soltura, y hasta con donosura, el uniforme de capitán general del Ejército español.

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