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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (60 page)

Pero que el cambio (político, institucional, territorial…) en la España que pronto va a encarar la segunda década del siglo XXI es imparable lo intuyen ya, en estos momentos, hasta los leones de la Carrera de San Jerónimo. Con Zapatero, con Rajoy, con uno de los dos cracs madrileños (Gallardón o Aguirre), con Tony Blair (que no acaba de encontrar un buen trabajo el pobre), o con el mismísimo Gaspar Llamazares en la Presidencia del Gobierno. Por una sencilla razón muy fácil de comprender: porque el edificio político de Estado/nación que ha albergado, mal que bien (más mal que bien, todo hay que decirlo), durante los últimos quinientos años a los hombres y mujeres que hemos tenido la suerte o la desgracia de nacer en esta piel de toro llamada España, no da más de sí, está obsoleto, caduco, anticuado, no sirve, no resulta ya operativo para poder afrontar con garantías de éxito los retos políticos, sociales, económicos, étnicos, religiosos… que nos traerá el futuro inmediato. Ello será en el marco de la Unión Europea o en cualquier otro que el incierto porvenir global nos pueda deparar en años venideros.

España, seamos sinceros, se conformó hace ya muchos años como Estado/nación centralista, unitario, con ínfulas imperiales, manteniéndose así durante siglos exclusivamente por la fuerza de las armas, por el poder de sus Ejércitos. Es cierto que en determinadas épocas históricas ha tenido problemas, y muy importantes, de identidad nacional y, desde luego, de relación interregional, interzonal o entre las diferentes naciones o pueblos que fueron obligados a formarlo como Estado; pero siempre la última ratio de la fuerza militar, teniéndose que emplear muchas veces a fondo y en guerras particularmente sangrientas, lograba imponerse a sangre y fuego, consiguiendo de este modo nuevos períodos de tranquilidad política y social, nuevos plazos de paz y prosperidad internas hasta que, algunas generaciones después, volvían a resurgir con virulencia los mismos problemas identitarios o de cohesión entre sus miembros.

Este peculiar equilibrio entre las fuerzas centrípetas y centrífugas de un viejo Estado/nación como el nuestro, que buscó durante siglos, en el exterior, en el imperio, en la colonización chapucera y sangrienta de decenas de pueblos, una identidad política y social que aquí le negaban sus propios socios fundadores, se ha mantenido con altibajos prácticamente hasta nuestros días (hasta los últimos años 90 del siglo XX podríamos decir, para marcar una no muy delimitada frontera histórica), momento en el que sorpresivamente ha saltado por los aires sin que apenas nadie en este país se haya dado cuenta, y menos que nadie los políticos que dirigen sus destinos y son los responsables últimos de planificar su futuro.

¿Qué es lo que ha hecho que se rompa así, por sorpresa, con nocturnidad, irresponsabilidad y alevosía, un estatus político que a trancas y barrancas, aún con períodos negros de dictaduras militares, enfrentamientos sociales y reinados de monarcas irresponsables y fatuos, ha permitido a este país, antiguo Estado/nación y ahora conglomerado de artificiales autonomías territoriales en busca de una nueva identidad acorde con los tiempos que vivimos, llegar al siglo XXI sin autodestruirse definitivamente y hasta integrarse y desarrollarse económicamente en el marco de una Europa que siempre nos había sido hostil?

Pues ¡el Ejército, estúpidos (con perdón), el Ejército! La faena centrípeta por antonomasia en este país, el pegamento que mantenía unidas las partes de este puzzle maldito que unos llaman Patria, otros Estado, otros Reino, otros nación, otros nación de naciones, y todavía muchos España, el autoritario gendarme que, unas veces a las órdenes de su amo el rey, y otras a las del generalísimo de turno, repartía mandobles por doquier y sometía pueblos y ciudades a la suprema autoridad de Madrid… Pero ese Ejército ha desaparecido como por ensalmo, ha muerto, ya no existe, se ha caído del caballo camino de los Balcanes, ya no quiere ser ni el pequeño tigre de papel que todavía asustaba a los ciudadanos españoles a finales del siglo pasado y ahora sólo aspira a cumplir decentemente las nuevas y altruistas misiones que, como pequeña OSG (Organización Sí Gubernamental) humanitaria, recibe del Gobierno de turno y que básicamente se reducen a una sola: hacer el Bien, el bien con mayúsculas, a bosnios, kosovares, albaneses, macedonios, libaneses, afganos… y demás pueblos desfavorecidos de la tierra; lo que en principio nos debería parecer muy bien a la mayoría de los ciudadanos de este país, pues Ejércitos, Ejércitos, cuantos menos mejor. Lo ideal sería que no hubiera ya ninguno en este mundo desarrollado y globalizado y así no podríamos amenazarnos los unos a los otros. Y desde luego el primero que sobra es el norteamericano que, con el cafre de George W. Bush en la Casa Blanca y la desaparición de la URSS, se ha crecido mucho y anda por ahí haciendo el genocida a más y mejor por Oriente Medio; aunque pagando un alto precio por ello, faltaría más…

No, no es ninguna broma, ciudadanos españoles, políticos del PP y del PSOE, enfrentados a muerte por conseguir (o no perder) un poder político que muy pronto no se parecerá en nada al que ellos ansían poseer y perdiendo miserablemente su tiempo dilucidando si lo que viene del norte, tras el fracaso del pacificador Rodríguez Zapatero y el órdago del libertador Ibarretxe, es una manada de galgos o de podencos. España se enfrenta a un cambio de ciclo histórico, radical, profundo, a una metamorfosis impensable hace sólo unos pocos años, a una refundación urgente y necesaria, a un cambio de faz política total, a una reconversión de sus estructuras básicas territoriales… porque lisa y llanamente ha desaparecido la fuerza centrípeta que mantenía unido este país de aluvión, este conglomerado político unido por la fuerza de las armas. Y ahora las antes constreñidas componentes centrífugas del equilibrado y frágil sistema (los nacionalismos históricos y otros periféricos o de nuevo cuño que se han sumado o se van a sumar a los primeros en el corto plazo) creen que ha llegado su hora, la hora de recomponerlo todo y buscar un nuevo equilibrio en el que ellas sean protagonistas de su futuro. O sea hablando en plata, con claridad, sin eufemismos, piensan (y no sin motivos) que puesto que el antiguo amo, el señor, el rey, el Gobierno español en este caso, no tiene ya la razón de la fuerza en sus manos, ellas (las comunidades históricas, los pueblos con historia, con lengua, con identidad nacional real o sentida) quieren usar la fuerza de la razón (que para ello vivimos en democracia e integrados en una supranacionalidad continental) para que por fin todo el mundo reconozca su mancillada o, en todo caso, no respetada realidad como pueblos soberanos, buscando un nuevo sistema de relación política en el que integrarse en igualdad de condiciones con el poder de antaño.

Sí, podíamos llamar a todo esto revolución, revolución que viene; comedida, en paz, en libertad y usando, hasta las últimas consecuencias, los votos y el Estado de derecho, pero revolución al fin y al cabo. Desde siempre los Ejércitos han sido el freno para las revoluciones y la ausencia de ellos las han favorecido, así que a nadie puede extrañar que, aún estando en pleno siglo XXI como estamos, la no existencia de unas Fuerzas Armadas en condiciones a disposición de un Gobierno como el español actual, la pérdida casi absoluta de los fusiles y los cañones que desde siempre han mantenido unido a un pueblo como el español (valeroso según el consabido tópico, pero sólo a pequeñas dosis, y manso siempre con el poder interno), pueda ser una circunstancia que actúe como catalizador en el profundísimo cambio político, social, territorial e institucional que se avecina en España.

Por supuesto que en las líneas que siguen voy a mojarme y explicitar con todo detalle como debe ser ese nuevo edificio político, territorial e institucional que, según mi particular criterio, debe construir con urgencia el pueblo español para sustituir al viejo en el que todavía se cobija a principios del presente siglo y que amenaza ruina inminente. Pero antes de meterme en el terreno de la política, aunque sea con carácter prospectivo e, incluso, meramente especulativo, quiero abundar en la mayor, en la premisa, sin la cual mis razonamientos se quedarían sin soporte y sin credibilidad alguna. Me estoy refiriendo, obviamente, a mi tajante afirmación de que España es en estos momentos un Estado/nación europeo pero sin Ejército, sin la herramienta centrípeta que antes señalaba y que le ha permitido durante siglos mantener unido el conjunto territorial metropolitano; a merced por lo tanto de los vientos centrífugos nacionalistas, separatistas, independentistas, o como queramos llamarlos, perfectamente lícitos en un entorno democrático y de derecho y que van a soplar con fuerza (lo están haciendo ya) para tratar de desmontar cuanto antes tan incómodo corsé político. Lo harán con la finalidad de crear otro marco de relación, si puede ser en consenso con los poderes que han mantenido el anterior durante siglos con las fuerza de las armas, en el que puedan sentirse cómodos y realizarse política y socialmente en paz y prosperidad.

***

España llevaba muchos años, casi dos siglos, con un gravísimo problema institucional en su seno, el llamado «problema militar», y que podríamos definir de la siguiente manera:

¿Qué hacer, cómo organizar y mantener una institución absolutamente necesaria para la supervivencia de la nación y que si la haces demasiado fuerte, se convierte en golpista y si la debilitas, deja indefenso al Estado ante los separatismos de dentro y las apetencias de fuera?

Los últimos Gobiernos españoles han fracasado totalmente a la hora de resolverlo, a la hora de transformar las viejas estructuras castrenses de los siglos XIX y XX (esencialmente conservadoras, intervencionistas y golpistas) en otras más modernas, operativas y funcionales, más propias en todo caso del mundo democrático en el que ahora nos desenvolvemos.

El que esto escribe sabe muy bien de lo que está hablando. En 1989, después de largos años de estudios iniciados a título personal tras la debacle militar sufrida por el Estado franquista en la penosa Guerra de Ifni de 1958 (en la que fuerzas irregulares marroquíes arrebataron a España, en apenas unas semanas, el 90% de aquel territorio, teniendo que soportar después un largo enfrentamiento de posiciones que duró más de dos lustros) tuvo la osadía de presentar al Gobierno socialista de entonces, capitaneado por el endiosado Felipe González y con el tortuoso espía Narcís Serra como ministro de Defensa, una propuesta de profesionalización y modernización del Ejército que pasaba, en primer lugar, por la desaparición inmediata y sin contemplaciones de la «mili» obligatoria; después, por una drástica disminución de efectivos (los 200.000 soldados forzosos se reducían a 80.000 profesionales); y finalmente, por una adecuación a los parámetros propios de las Fuerzas Armadas de un país democrático y europeo de los reglamentos, la enseñanza, la justicia, y hasta la estrategia y la táctica, esencialmente franquistas, por los que la Institución se había regido hasta entonces. Se trataba básicamente de ser ecléctico a la hora de resolver el problema: el Ejército resultante no debía ser tan numeroso como el anterior (volcado casi exclusivamente a la ocupación del propio territorio y al control de la población), formado por personal cualificado y motivado, suficientemente fuerte y operativo para poder cumplir su misión principal de garantizar la defensa exterior del país, pero sin despertar (por su tamaño, su organización y medios materiales) veleidades golpistas internas.

Los generales de la cúpula militar de 1989, franquistas hasta la médula y deseosos de no perder la bicoca que para ellos representaba la llegada a filas, como mano de obra barata no como soldados, de dos centenares de miles de «mozos» a los que convertían sobre la marcha en «esclavos sociales» sin derecho alguno pero con multitud de obligaciones, reaccionarían con suma dureza contra el engreído militar que, permitiéndose pensar en un Ejército en el que estaba prohibido hacerlo (el dicho cuartelero todavía vigente lo deja meridianamente claro: «A usted se le paga para que obedezca, no para que piense»), se permitía después la osadía de hacer bandera de sus propios pensamientos, aspirando incluso a que éstos se hicieran realidad.

El resultado en un país como éste, cafre donde los haya, con el poder normalmente en las manos (no en la cabeza) de analfabetos funcionales que han llegado al mismo por recomendación o por cuna, pero nunca por sus cualidades y su trabajo, y con unos militares que teóricamente rinden culto al valor pero acuden a diario a despachar con sus superiores inmediatos con los pañales puestos, estaba cantado: 14 días de arresto preventivo en su casa para el díscolo pensador castrense, para que se fuera haciendo a la idea de lo que le venía encima; a continuación seis meses de prisión militar incomunicada (más que nada para que la prensa le dejara tranquilo y no publicara sus comprensibles diatribas); y por último, pérdida de su carrera y envío sin contemplaciones a retiro cuando ya tenía aprobado su ascenso a general (un general pensante ¡que raro hubiera resultado, desde luego!).

Este país desde luego tiene su aquél. Y todavía hay españoles de buena fe por ahí que piensan que no avanzamos lo suficiente porque fuera de nuestras fronteras nos tienen manía; o lo que es aún peor, envidia. Porque somos muy buenos, muy listos, muy trabajadores y, además, muy guapos.

Pero lo mejor vendría después, amigo lector. ¡Tras de cornudo, apaleado! ¡Te robo la novela y encima te meto en la cárcel por plagiario! Siete años después del atropello que les estoy contando (1996) que, por supuesto, tendría repercusión mediática mundial y hasta fundiría, por insólito e impropio de un país desarrollado y europeo, los fusibles de radios y televisiones hasta en países tan «democráticos» como China, Corea del Norte, Irak, Irán o Afganistán (por hacer referencia a naciones con las que ahora nos topamos todos los días en los telediarios), el Gobierno español de José María Aznar decidía desempolvar mis estudios, que dormían el sueño de los justos en el Estado Mayor del Ejército y en las sedes de todos los partidos políticos españoles, y por sorpresa y en base a intereses partidistas (asegurarse el apoyo de CiU en su investidura), decretaba la desaparición del servicio militar obligatorio y la creación de un Ejército enteramente profesional.

¡Pues muy bien! ¡
Chapeau
! ¡Un partido de derechas cargándose la «mili» obligatoria! Ahora bien, al padre de la criatura, al probo militar que se había pasado miles de horas estudiando y planificando tan necesario paso institucional y, como consecuencia de esos estudios y esos planes, seis largos meses en prisión… nada de nada. Ni agradecerle los servicios prestados. ¡Qué país!

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