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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Juanita la Larga (23 page)

La primera vez, huyó D. Paco porque se juzgaba desdeñado de Juanita y razonablemente no podía darse por ofendido ni de que ella favoreciese a otro ni tampoco del amante favorecido.

El caso era ya muy diferente. D. Andrés, aunque no lo sabía, sospechaba que Juanita y D. Paco se verían o se habrían visto y estarían de acuerdo. Cualquier favor, por consiguiente, que a él hiciera Juanita, sería una infidelidad de ésta, y para D. Paco un agravio que probablemente no se resignaría a sufrir y del que resolvería tomar venganza.

A pesar de tales inconvenientes, D. Andrés no se arredraba. Se sentía picado de que a él, omnipotente en Villalegre, se le desdeñase de aquel modo. El mismo desdén estimulaba más su deseo. Hasta por amor propio quería a toda costa triunfar de Juanita. Ardua era la empresa, pero él no se la figuraba tan ardua. Juanita había coqueteado con él y le había provocado. Era cierto que, cuando la besó en la antesala, ella le rechazó con furia, ¿pero no fue acaso furia fingida porque entró D. Paco y le vio entrar ella? D. Andrés dio por seguro que fue furia fingida.

—Ya veremos —decía para sí— si me rechaza donde y cuando está ella segura de que no entra D. Paco a interrumpirnos.

A pesar de su momentánea rivalidad, D. Andrés quería de corazón a D. Paco, reconocía todo su mérito, apreciaba todos sus servicios y distaba mucho de querer hacerle el menor daño. Lejos de eso lo que anhelaba era desengañarle en sazón y oponerse a su absurda boda.

De todos modos, a fin de precaverse contra el peligro de que D. Paco no gustase de ser desengañado, y de que, en un instante de celosa locura, llegase al extremo de apelar al garrote, D. Andrés, que de ordinario no llevaba armas, tomó un pequeño revólver de seis tiros y se le guardó en la faltriquera.

Antes de salir de casa, a eso de las diez de la mañana, habló D. Andrés con el criado de mayor confianza y más listo que tenía. Era su secretario, su ayuda de cámara, su confidente favorito y al mismo tiempo su bufón, porque tenía mucho chiste: baste decir que hacía de Longino en las procesiones.

Don Andrés, recomendándole el más profundo sigilo y la mayor cautela, hubo de hablarle así:

—Deseo y necesito tener una entrevista a solas con cierta persona que de seguro no querrá venir a mi casa, al menos la vez primera, aunque después aprenda el camino y venga con gusto. Posible es también que dicha persona se niegue a recibirme si yo directamente o valiéndome de ti pido a ella que me reciba. Importa, pues, que tú te dirijas a la criada de dicha persona y ganes su voluntad, con presentes o como quiera que sea, para que ella hable con su ama y la convenza y la incline a darme la cita. Quiero que esto sea en todo el día de hoy o en el de mañana, hasta las nueve de la noche. Durante este tiempo la ocasión es propicia y conviene no perderla. Acaso ocurra que la persona que yo pretendo me cite no se preste a confesar que accede a la cita y guste de aparentar que yo, por traición de su criada, entro a pesar suyo en su casa y la sorprendo. Para que nadie se entere, porque no quiero disgustar ni ofender a nadie, debe ser la cita y debo yo ir a ella después de anochecido.

—¿Y quién es la persona que ha de citar a V. E. y que gasta tanto melindre? —se atrevió a preguntar Longino.

—Pues la persona —contestó D. Andrés bajando más la voz— es Juanita la Larga.

Muy sorprendido se mostró Longino al oír esto, lo cual agradó sobremanera a D. Andrés, porque era prueba evidente del misterio y del disimulo con que él hasta entonces había perseguido a la muchacha. Cuando Longino no había sospechado lo más leve era indudable que nadie en el lugar lo sospechaba y que el secreto, hasta entonces, se había guardado entre D. Paco, él y ella.

Muy satisfecho Longino del encargo delicadísimo que su señor acababa de confiarle, prometió hacer prodigios de destreza para que nada se divulgase y para que todo se lograse. Informó además a su amo de que Rafaela, la criada de ambas Juanas, a quien él conocía, era muy callada, muy lista y muy experimentada, porque frisaba ya en los cincuenta años y la había corrido en su mocedad, y si bien la fortuna siempre le había sido adversa, ella sabía dónde le apretaba el zapato.

—Otro gallo le cantara —dijo Longino— y no estaría de fregona si la fortuna no fuese tan caprichosa y tan ciega.

Terminado este coloquio, todavía antes de salir de casa tuvo D. Andrés otra conversación interesante.

Quien habló con él fue una mujer que entraba a verle con frecuencia y que le traía y le llevaba recados de la señora doña Inés López de Roldán, sin duda para los negocios y obras de caridad que ellos trataban y hacían juntos.

La interlocutora de D. Andrés ya comprenderá el lector que fue Serafina.

Venía a decirle que su ama quería hablar con él y que le rogaba que fuese a su casa a la hora de la siesta.

Tan preocupado estaba D. Andrés que, por más que el menor deseo de doña Inés fuese para él soberano mandato, se excusó de ir por la multitud de quehaceres que le agobiaban y sólo prometió ir a la tertulia por la noche.

Para que doña Inés se entretuviese en su soledad o en compañía de Juanita la Larga dio don Andrés a Serafina dos bellísimos libros devotos que acababan de reimprimirse en Madrid, y que el librero Fe le enviaba, sabedor de las inclinaciones ascéticas y místicas de la señora principal de Villalegre. Eran estos dos libros el
Tratado de la Tribulación
, de fray Pedro de Rivadeneira, y
La Conquista del reino de Dios
, de fray Juan de los Ángeles.

Serafina dio a entender a D. Andrés que su ama tenía grandísima curiosidad de saber quién había apaleado a Antoñuelo y por qué motivo. Y juzgando D. Andrés que la verdad era el mejor disimulo en este caso, contó a Serafina, para que se lo refiriese a su ama, que D. Paco, después de haber vagado por extravagancia y capricho descubrió el secuestro del tendero murciano, y que para libertarle y aun para defender la propia vida tuvo que apalear al hijo del herrador, sin conocerle hasta después, porque llevaba carátula. Todo se explicaba así con la misma verdad y D. Andrés alejaba de la mente de doña Inés hasta la menor sospecha.

XXXIX

Juanita, después de haber declarado su amor a D. Paco y después de tener por seguro que no procesarían a Antoñuelo, se puso tan contenta y se aquietó de tal suerte, que desistió de todo propósito de venganza contra doña Inés, a pesar de lo mucho que doña Inés la había molido. Se arrepintió también de su prolongado disimulo y se propuso, sin retardarlo ya más que hasta el día siguiente miércoles, entre diez y once de la noche, hacer público su noviazgo y su futuro casamiento con D. Paco.

Hasta entonces tenía ella una vaga esperanza de poder preparar el ánimo de doña Inés, a fin de evitar su enojo; pero si esto no se lograba, Juanita estaba decidida, contando con la decisión de D. Paco, a arrostrar el enojo de doña Inés y el de todo el mundo y a hacer su gusto casándose, aunque ella, su futuro y su madre tuvieran que abandonar por insufrible el pueblo de Villalegre perdiendo la posición de que en él gozaban.

A Juana la había visto un breve instante, pero confiaba tan poco en su circunspección y en la serenidad de su juicio, que no se atrevió a decirle nada ni a informarla de sus proyectos, de repente y sin preámbulo alguno. Aguardó, pues, hasta el día siguiente, cuando su madre volviese ya de casa de D. Andrés después de concluido su trabajo, a la hora en que había citado a don Paco, para que él también hablase a su madre y los tres se pusiesen de acuerdo.

Entre tanto Juanita creyó prudente y decoroso no ver a D. Paco, y violentándose le impuso la condición de que no la buscase ni tratase de verla. Juanita tenía tantos negocios que arreglar y tantas cosas en qué pensar y que hacer, que no quería que por lo pronto la distrajesen de ello sus amores.

Era Juanita devotísima de la Virgen de la Soledad y subió a la iglesia que está cerca del castillo y donde se venera su imagen, a darle gracias por los beneficios ya recibidos y a rogarle fervorosamente para que la fortaleciese en sus propósitos, que ella creía santos y buenos.

Casi toda la gente estaba en la parte baja y llana de la villa. La parte alta, donde están el castillo y la antigua iglesia, se hallaba aquel día muy solitaria.

Juanita oró largo rato en el templo, casi desierto. Al salir de él tuvo la desagradable sorpresa de encontrarse con D. Andrés, que la había espiado, que, la había visto subir, que la había seguido y que la aguardaba a la puerta.

Grandes fueron la desazón y el sobresalto de la muchacha. Aunque ella creía haber disipado todos los recelos de D. Paco y haberle inspirado confianza bastante para que no la vigilara, todavía temió que D. Paco o la viese en compañía de D. Andrés o supiese por alguien que iba en su compañía, y aunque contra ella no formase queja, acabase por ofenderse de la obstinación con que D. Andrés la perseguía y rompiese con él de una manera estruendosa.

Su desazón y sus temores se acrecentaron al ver que D. Andrés se acercó a ella; la acompañó mientras bajaba la cuesta, la requebró con más fervor que respeto, le recordó los besos de la antesala y le hizo las más atrevidas proposiciones. Como D. Andrés ignoraba el concierto de Juanita con el tendero murciano, venció su repugnancia a dejar impunes ciertos delitos, y entre otras ofertas hizo a Juanita la de dar él los ocho mil reales para que no fuese acusado Antoñuelo.

—Ya no necesito el dinero, Sr. D. Andrés —dijo Juanita—. D. Ramón ha recuperado lo que se le debía y ha prometido callarse. Ahora yo suplico a V. E. que me deje y no me persiga, y que no me ofenda proponiéndome lo que no puede ser. Y si V. E. no se retrae de seguirme por mi respeto, porque yo se lo suplico con humildad, retráigase por el temor de ofender a personas que le son queridas.

—Yo no temo que esas personas se ofendan.

—Pues yo sí lo temo. Temo que se ofenda mi señora doña Inés, a quien bien quiero y a quien debo mil favores. Y temo más aún que se ofenda D. Paco, quien… fuera disimulo, ya es tiempo de que lo sepa V. E. si no lo sabe… es mi novio.

—¿Y cómo —dijo D. Andrés— recelas tú que D. Paco se escape otra vez y se vaya a vagar por esos andurriales?

—Mucho me pesaría —replicó Juanita— de que hiciese tal cosa; pero en esta nueva ocasión no sería eso lo que él haría, sino algo que yo lamentaría mil veces más. Yo quiero que él y que V. E., a quien debe él tantos favores, sigan siendo buenos amigos. Para ello es indispensable que se reporte V. E. y no me falte.

—Al contrario —dijo D. Andrés sonriendo con sonrisa algo forzada—. Quien me falta eres tú. Dame una cita para verte en tu casa a solas y ya verás cómo no te falto. Todo será con recato y sigilo. Nada sabrán ni D. Paco ni doña Inés y no tendrán de qué quejarse ni de ti ni de mí.

Llegaban en esto a la plaza, después de haber bajado la cuesta. Juanita, sin hacer atención a las últimas palabras de D. Andrés y temerosa de que la vieran con él porque allí había mucha gente, exclamó con cierta angustia:

—Por amor de Dios, Sr. D. Andrés: déjeme V. E. en paz, y no se comprometa ni me comprometa.

D. Andrés conoció sin duda que tenía razón la muchacha; cedió a su súplica y se apartó de ella. Juanita volvió sola a su casa, afligidísima, descorazonada y humillada al ver cuán poco respeto infundía.

Era mayor su humillación al considerar que en aquellos días últimos hasta el idiota de don Álvaro, a pesar de los sofiones de que había sido objeto, había vuelto a las andadas, mostrándose con ella insolente y atrevido.

Luego que entró Juanita en su cuarto, cerró los puños con cólera, se echó boca abajo en la cama y sollozó con amargura.

XL

Era doña Inés López de Roldán personaje de carácter tan enrevesado y complejo que a menudo me arrepiento de haberla sacado a relucir como una de las dos heroínas de esta historia, porque hallo difícil describirla bien y transmitir a mis lectores concepto igual al que tengo formado de ella, investigando y dilucidando con claridad el móvil de sus pasiones y de sus actos.

Ella misma, como era reflexiva y pensadora, y como en sus ratos de ocio, que no eran pocos, había leído y aprendido bastante, se afanaba por lograr el propio conocimiento y le encontraba harto oscuro.

Las doctrinas de esto que llaman teosofía, novísimas en Europa, aunque antiquísimas en la India, no habían aportado aún por Villalegre, y doña Inés no podía, fundándose en ellas, suponer que su ser íntimo constaba de siete diversos principios: pero doña Inés sabía que Platón daba, sobre poco más o menos, tres almas a todo ser humano. Haciéndose, pues, platónica, se puso a sospechar que ella tenía tres almas.

Confirmó su sospecha y casi la convirtió en certidumbre el ver que, lejos de tener algo de herético aquel pensamiento, concordaba en cierto modo con la más sana y católica filosofía.

Uno de los libros que con frecuencia y gusto leía doña Inés era el que escribió el iluminado y extático varón fray Miguel de la Fuente acerca de
Las tres vidas del hombre
. De aquí que no titubease doña Inés en imaginar que tenía tres vidas. Yo también lo imagino, y casi me atrevo a darlo por seguro. Sólo de esta suerte atino a entrever el tenebroso enigma de su figura moral y de su extraña condición y naturaleza.

Había en doña Inés tres energías o poderes distintos, escalonados y sobrepuestos, ora de acuerdo los tres, ora independientes y en guerra, aunque formando, durante esta vida mortal, la unidad inseparable de su singular individuo.

Para cada uno de estos poderes se había buscado doña Inés un ministro, o si se quiere, una ministra. Para su alma sensual, que entendía y se empleaba en las cosas y negocios corpóreos y vulgares, tenía a Crispina, que la ponía al corriente de todos los sucesos del lugar sin elevación ni trascendencia. Para su alma sentimental, concupiscible, irascible y discursiva; para su facultad y aptitud de aborrecer, amar y calcular, sobre todo en relación con lo temporal y visible, tenía a la discreta criada Serafina. Y para el alma pura o ápice del alma, para la suprema porción del entendimiento y del afecto, porción toda espiritual y divina, simple inteligencia o mente, había estado doña Inés sin ministra durante largos años, hasta que por último la había hallado o la había creído hallar en Juanita la Larga, a quien tan injustamente despreció y odió de oídas y al verla por vez primera.

Fue como perla que se descubre en un muladar y que se estima más cuando el que la descubre se persuade de que es fina. Fue como flor hallada en tierra inculta, fuera de la cerca del huerto que se cultiva, y que por eso mismo sorprende y enamora más, celándola quien la posee por el temor de que la huelle y pisotee, a su paso, algún animal inmundo.

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