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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Juanita la Larga (25 page)

Al fin, como Juanita era muy devota, tomó su mantón y se fue a rezar a la iglesia, esperando encontrar allí inspiración y consuelo.

Juana se había ido ya de nuevo en casa de don Andrés a continuar en sus ocupaciones culinarias y en sus preparativos de la gran cena.

No ya esta vez en la iglesia de la Soledad, que está en lo alto del cerro, sino en la nueva parroquia, antiguo convento de Santo Domingo, donde fue tan maltratada por el sermón, Juanita estuvo rezando fervorosamente, durante mucho tiempo.

Al salir de la iglesia para volver a su casa, se encontró con Longino de manos a boca. Longino se acercó a ella, la saludó con socarrona finura y le dijo en voz baja, casi al oído:

—No sea usted tan dura y tan sin entrañas. No deje morir a quien se muere por usted de mal de amores. Déle la cita que humildemente le pide.

Juanita dio un paso atrás como quien se aparta de objeto que le inspira asco y lanzó a Longino una mirada de soberano desprecio.

Longino no la comprendió.

Después, con todo el sosiego y con toda la frescura de quien ha tomado una resolución firme y sabe lo que dice y lo que hace, Juanita contestó:

—Diga usted a su amo que le aguardo esta noche, en mi casa a las ocho en punto. Rafaela abrirá la puerta. Yo estaré sola en la sala alta.

XLII

Don Paco pasó varias veces aquel día por la puerta de la casa de Juanita; pero no se atrevió a entrar en ella antes de la hora convenida.

Aunque Juanita le vio, no quiso llamarle, ni hablarle, tal vez por temor de revelar involuntariamente cosas que quería tener calladas.

Hasta las cuatro de la tarde estuvo sin salir de casa, cosiendo con la mayor tranquilidad.

Entonces llamó a Rafaela y le dijo:

—Oye, Rafaela: he mudado de opinión. Tus razones me han convencido. Esta noche recibiré al Sr. D. Andrés. Ya está avisado, y creo que no faltará. Está a la mira tú; ábrele, si es posible, antes de que llame, y dile que suba a la sala alta, donde yo le aguardo. Tú no subirás ni acudirás, suceda lo que suceda. Hasta que no vuelva mi madre ha de parecer como si no hubiese nadie en esta casa sino yo y el Sr. D. Andrés. ¿Me has comprendido?

—Te he comprendido y haré como lo dices —contestó
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Rafaela.

En seguida se marchó Juanita a pasar la tarde con doña Inés, según tenía de costumbre.

Con gran devoción y serenidad leyó a su madrina no pocas devociones y rezos propios de la Semana Santa en que estaban.

Quiso en seguida doña Inés preparar y adoctrinar a Juanita para el monjío, y echando mano a las obras del padre maestro Juan de Ávila, a que ella era muy aficionada, le leyó, con comentarios y anotaciones de su cosecha, párrafos y aun capítulos enteros del muy edificante tratado que el mencionado padre escribió para una monja, explanando profundamente aquellas palabras del santo rey David, que dicen:
Oye, hija, e inclina tu oreja y olvida tu pueblo y la casa de tu madre
(aquí ponía doña Inés
madre
en vez de padre para que viniese mejor a cuento)
y codiciará el rey tu hermosura
. Claro está que este rey era Cristo, con quien quería doña Inés que Juanita se desposase.

En extremo alabó y ponderó doña Inés los elevados pensamientos de Juanita; pero añadió que a pesar de esos pensamientos elevados, podían brotar en su alma imaginaciones feas de cuyas importunidades y peligros debía defenderse.

El engreimiento y la soberbia son muy malos, enojan mucho al cielo, y tal vez hacen que el cielo, para castigarnos, para humillarnos o para probarnos mejor, permita que los enemigos del alma le den feroces ataques en la parte baja, mientras que su porción elevadísima se cree punto menos que glorificada y en íntimos coloquios y en unión estrecha con lo divino. Así Moisés, para ejemplo de esto, se hallaba en la cumbre del Sinaí conversando con el Altísimo, y la plebe entre tanto se le alborotó allá abajo y se puso a adorar los ídolos y se entregó a liviandades y torpezas. En vista de lo cual, doña Inés aconsejó a Juanita que desconfiase de sus bríos, y que no se juzgase muy aprovechada y segura de su poder sobre la plebe sediciosa, ni muy adelantada en el camino de la perfección, pues aunque siguiese el camino, bien podían estar emboscados cerca de él y salirle al encuentro ladrones que intentasen robarle la joya de la castidad. Para la custodia de esta joya, tanto o más que la fortaleza, importan la modestia y el constante cuidado.

Conviene no desechar el temor de perderla, y conviene huir del peligro, porque quien ama el peligro en él perece.

Como doña Inés era muy elocuente y los puntos susodichos se prestan a variadas amplificaciones, el discurso de doña Inés, interrumpido a trechos por Juanita, más que para cortarle para avivarle, duró hasta después de las siete, que era lo que Juanita deseaba.

Cercana ya la hora en que había citado a don Andrés, Juanita consideró indispensable hacer a su amiga gravísimas revelaciones.

—He oído con la debida atención —dijo la muchacha— todo lo que acabas de decirme, y te confieso que estoy atribulada y amedrentada.

—¿Y cuál es la causa, hija mía, de tu tribulación y de tu susto?

—Pues… fuera vergüenza… a ti, que eres mi guía, debo confesártelo todo. Tus consejos y advertencias de hoy vienen ya tarde. El engreimiento y la soberbia se han apoderado de mí y me han hecho pecar acaso mortalmente.

—¿Y cómo es eso? —interrumpió doña Inés, sorprendida y sobresaltada.

—Te diré la verdad —contestó Juanita—. Yo no he querido huir del peligro, sino buscarle y arrostrarle para triunfar de él. No he querido siquiera considerarle peligro y le he despreciado. Es más, la necia y constante amenaza me ha hecho perder la paciencia, y yo misma, para acabar de una vez, he emplazado, citado y llamado a singular combate al enemigo, que me tiene ya frita y harta de oír sus bravatas y provocaciones.

—No te entiendo, explícate bien; ¿de qué bravatas hablas? ¿Quién es el enemigo que te provoca?

—Es el enemigo un caballero principal, tan audaz como rico, el cual entiende que no debe haber obstáculo que se le oponga ni voluntad que se le resista.

Muy poética y elevada idea daban las palabras de la muchacha del caballero su enemigo; pero doña Inés supuso que la elevación y la poesía eran obra de la imaginación de la muchacha; y despojando el concepto de las mencionadas cualidades, pensó reconocer en él, sin la menor duda, a su marido D. Álvaro, de cuya pretensiones estaba ya informada por Serafina, y de cuyos atrevimientos andaba recelosa. Por algo a modo de pudor no excitó a Juanita a que pronunciase el nombre del atrevido. Ella creía saberle sin que Juanita le pronunciara.

Inquieta doña Inés, procuró investigar lo que más le importaba y dijo:

—¿Pero qué cita es esa a que aludes? ¿A qué duelo, a qué singular combate te preparas?

—Haré un esfuerzo —replicó la muchacha—; todo, todo lo sabrás, aunque me condenes por audaz o me tengas por loca. El hombre de que te he hablado me asedia, me acosa, y viene a mí en la calle, en la iglesia y en tu misma casa, y me hace las más insolentes proposiciones. Espera deslumbrarme y seducirme y que le rinda mi albedrío. La fatuidad con que él presume y se jacta de lograr todo esto me ha humillado, me ha vejado y me ha ofendido. Quiero vengarme, y me vengaré. Quiero desengañar a ese hombre, y le desengañaré con el más duro desengaño. Por sí mismo y por medio de viles terceros se obstina en que yo le reciba a solas en mi casa y me pide una cita. Cansada yo de negársela, sin conseguir que desista, que me respete, que forme de mí la opinión que debe y que me trate como se trata a una mujer honrada, he accedido a la cita para que venga y vea y sepa quién soy, y para tratarle como merece.

—¡Animas benditas! —exclamó doña Inés poniéndose las manos en la cabeza—. Tú no sabes lo que has hecho. Eso es aventuradísimo. Aunque sepas resistir, aunque no caigas en la tentación ni peques, ¿no ves que te expones a echar tu reputación por los suelos y a que ese malvado seductor te venza, y si no te vence, se vengue de ti deshonrándote y suponiendo que logró lo que deseaba? ¿No adviertes cuán indecoroso es para una doncella conceder esas citas aun cuando sea con el fin de quedar en ellas triunfante? ¿Qué horrores no estará él pensando de ti desde el momento en que le concediste la cita? Es indispensable que le envíes a decir que te arrepientes y que la cita ya no tendrá lugar.

Juanita conoció que el momento era llegado en que tenía que echar a rodar su humildad y obediencia, declarándose independiente de su maestra y amiga y manifestando lo enérgico e indómito de su voluntad, que a nada ni a nadie se doblegaba.

Puesta en pie y yendo hacia doña Inés, le dijo:

—Tú no me conoces todavía. Yo no me arrepiento ni cejo. Bueno fuera que creyese el tal señor que yo había tenido un momento de debilidad y que luego me había arrepentido. ¿No adviertes que de ese modo me confesaba yo culpaba, si no del delito, del conato? No, yo no soy débil. Tú te has empeñado en creerme cordera y soy leona. Por el extraño afecto que me has cobrado, me requiebras y crees lisonjearme comparándome a la Sulamita y llamándome suave y graciosa como Jerusalén. Ya verás tú que también soy terrible como un escuadrón de caballería que carga a galope sobre el enemigo.

Juanita, cerca ya de doña Inés, la fascinaba, mirándola con ojos felinos, cuya luz roja parecía mezcla de fuego y de sangre.

Luego prosiguió:

—¿Y qué decoro es ese al que me recomiendas que no falte? ¿Quién reconoce ese decoro en la mal nacida como yo, en la hija de una mujer que lava mondongos y hace morcillas para ganar su sustento? Todos me menosprecian, me tratan mal y piensan peor de mí. Hasta ahora lo he sufrido, pero ya se me agotó el sufrimiento. He de ser atroz, si es necesario. En los mismos libros que tú me has hecho leer no se ensalza sólo la servil mansedumbre de Ruth, sino más, si cabe, la ferocidad de Judith, que degüella al capitán de los asirios, y la espantosa hazaña de Jahel, que atraviesa con martillo y clavo las sienes de Sisara.

Notando Juanita que doña Inés se asustaba un poco al verla y al oírla tan bárbaramente bíblica, prosiguió sonriendo:

—Pero no te apures ni te sobrecojas. No será menester tocar en tales extremos: no llegará la sangre al río. Aunque será severa la lección que yo dé, no pasará a ser tragedia, y quedará en sainete.

—Pero ¿qué piensas hacer, hija mía? ¿Qué frenesí es el tuyo? —preguntó doña Inés muy conmovida y cariñosa.

—Ya lo verás si quieres —contestó Juanita—. Todo lo tengo pensado: mas no has de saberlo como no lo veas.

—¿Y cómo? ¿Y dónde?

—Ven conmigo a mi casa. Sólo faltan algunos minutos para que llegue la hora de la cita. Con tu presencia me infundirás valor.

—Eso ya es otra cosa —respondió doña Inés.

Doña Inés pensó, sin duda, en el rato de gusto que iba a tener contribuyendo a chasquear a don Álvaro, que acudiría muy ufano a la cita y se encontraría en ella a su austera consorte.

En efecto; si el lance pasaba así, más que tragedia sería sainete.

Doña Inés perdió el miedo y sintió la irresistible tentación de ver el sainete y aun de hacer en él uno de los principales papeles.

—Está bien, Juanita —dijo—. Iré en tu compañía y te prestaré mi auxilio. Muy fina prueba de mi amistad te daré con esto, porque yo también puedo comprometerme.

—Entendámonos —repuso Juanita—. Yo no quiero tu auxilio. ¿Qué mérito tendrá entonces mi victoria? Tú no te comprometerás, porque te quedarás escondida y nadie sabrá que has estado en mi casa. Y tampoco te expondrás a ningún percance porque verás los toros desde el andamio.

—Sí…, pero explícate… no me hagas ir a ciegas… explícate.

—Se va a pasar la hora. Urge ir a mi casa. No hay tiempo para darte explicaciones ni tú las necesitas. Ea, despáchate. Toma un mantón; échatele bien a la cara para que no te la vean. La gente anda embelesada con la procesión que probablemente termina en este momento y no reparará ni en ti ni en mí.

Y hablando de esta suerte, la misma Juanita buscó un mantón, se le puso a doña Inés en la cabeza y llevándola por delante de sí, la empujó y la hizo andar.

Dominada doña Inés por aquella imperiosa criatura, se dejó llevar por ella.

Ambas llegaron a casa de Juanita. Ésta, para que Rafaela no viese que entraba en su casa acompañada de otra persona, abrió la puerta con la llave que tenía en el bolsillo.

Las dos mujeres, calladas y de puntillas, subieron a la sala alta.

Faltaban ya pocos minutos para dar las ocho.

La alcoba en que dormía Juanita no tenía más luz que la que entraba por un ventanillo redondo, abierto sobre la puerta de la alcoba que daba salida a la sala. En ésta, y no en la alcoba, donde no había espacio bastante, se lavaba, se peinaba y se vestía Juanita todas las mañanas. En la alcoba apenas había más muebles que la cama, una mesita de noche, un armario para vestidos y tres sillas.

Juanita llevó a doña Inés a la alcoba.

—Tú, subida en una silla, verás por ese ventanucho todo lo que pase. Acaso tengas no poco de que admirarte y de que reírte.

Dicho esto, salió Juanita de la alcoba, y dejó en ella a doña Inés como presa, cerrando de súbito la puerta y echando por fuera la llave.

—¿Qué haces? —exclamó doña Inés—. ¿Qué necedad es la tuya? ¿Por qué me encierras?

Juanita contestó riendo:

—Te encierro para estar segura de tu neutralidad. No te quiero por aliada, sino por testigo. Cállate y mira.

Doña Inés, bastante enojada, replicó todavía:

—Ábreme. ¿Tendré que arrepentirme de haberme fiado de ti? ¿Qué burlas son éstas?

—Perdóname, perdóname —dijo Juanita con voz suplicante y dulce—. Tú eres mi madrina, mi protectora, y yo no quiero ni debo burlarme de ti. No dudes que conviene lo que hago. Cállate por Dios. Ten prudencia. Mira y observa sin hablar. Cállate. Oigo ruido. Nuestro hombre ha entrado en casa. Ya sube por la escalera. Chitón. Si él sospecha que hay alguien ahí, darás un escándalo y harás una tontería.

Doña Inés se resignó y se calló.

Pocos segundos después entró D. Andrés Rubio en la sala.

XLIII

Juanita no se arrepentía nunca de lo que había hecho, después de haberlo reflexionado bien o mal; pero si su voluntad era firme y hasta terca, su entendimiento vacilaba y cambiaba a menudo, porque sucesivamente, cuando no al mismo tiempo, veía el pro y el contra de todas las cosas.

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