La chica sobre la nevera (13 page)

Gaza blues

Weissman tenía una tos de ésas secas, como la de los tuberculosos, así que se pasó todo el camino tosiendo y escupiendo en un clínex.

–Son los cigarrillos –dijo en tono de disculpa–, es que me están matando.

En el control de Erez
8
, aparcamos el coche en una gasolinera. Allí nos esperaba un taxi con matrícula local.

–¿Te has acordado de traer los impresos? –preguntó Weissman, y escupió un lapo amarillo en el asfalto.

Asentí con la cabeza.

–¿Y los poderes también? –insistió Weissman.

Le dije que sí, que eso también.

No tuvimos necesidad de decirle nada al taxista, porque sabía que nos tenía que llevar directamente a la oficina de Fadid. Estábamos ya a finales de mayo, pero las calles se encontraban inundadas de agua, por problemas con el alcantarillado, por lo visto.

–Qué mierda de calles –se quejó el taxista–, cada semana a cambiar los
tyres
.

Entramos en la oficina de Fadid y éste nos estrechó la mano.

–Te presento a Niv, que es pasante en nuestro despacho –le dijo Weissman–. Ha venido aquí a aprender.

–Abre bien los ojos, Niv –me dijo Fadid en un hebreo excelente–, mantén los ojos bien abiertos y mira a tu alrededor, que aquí hay mucho que aprender.

Fadid nos llevó a su despacho.

–Tú siéntate aquí –le dijo a Weissman, y le señaló un sillón de piel al otro lado de la mesa–. Y esto –ahora apuntaba hacia una banqueta de madera que había en un rincón de la habitación–, ése es el asiento del intérprete. Vuelvo a las dos, sentíos como en casa.

Me senté en un sofá de piel que había allí y coloqué los impresos en cinco montones diferentes encima de la mesa baja que tenía delante. Entre tanto llegó también el intérprete, que se llamaba Masud, o algo así.

–Hay cuatro demandantes –nos dijo–, dos ojos, un pie y un huevo.

La firma de los impresos de cada expediente más la entrevista tenía que durar, según las conjeturas de Weissman, algo así como veinte minutos, lo que significaba que dentro de, como mucho, una hora y media estaríamos iniciando el regreso. Weissman les hizo las preguntas pertinentes por mediación del intérprete, que encendía un cigarrillo con el que iba a apagar. Yo les hacía firmar la renuncia al derecho de secreto médico y los poderes y les aclaraba a uno por uno, también por mediación del intérprete, que en el caso de que ganaran el juicio, nosotros cobraríamos una cantidad que oscilaba entre el quince y el veinte por ciento. Uno de ellos, una mujer ciega de un ojo, firmó con el pulgar, como en las películas. El que había resultado herido en los testículos nos preguntó al final, y en hebreo, si esta demanda judicial que él había interpuesto metería al agente que le había jodido los huevos en la cárcel.

–Yo sé nombre de él y no temo decir en el juicio –añadió–. Steve, la madre que lo parió, se llama.

El intérprete lo amonestó en árabe por hablar en hebreo:

–Si lo que usted quiere es hablar con ellos directamente –le dijo–, yo aquí estoy de más y como ya no hago falta me marcho.

Sé un poco de árabe, lo estudié en el instituto.

Al cabo de una hora y diez minutos estábamos de vuelta en el taxi que nos llevaba al control de Erez; Fadid nos había invitado a comer, pero Weissman le explicó que teníamos prisa. Weissman no dejó de toser y de escupir en el clínex durante todo el camino.

–No
is
bueno, señor –le dijo el taxista–, usted tiene que marchar al
ductur.
El marido de hermana mía es
ductur,
vive aquí cerca.

–Gracias, estoy bien, estoy acostumbrado –intentó sonreírle Weissman–, es por culpa del tabaco, que está acabando conmigo, así, poco a poco.

Durante la mayor parte del trayecto a casa no hablamos; yo pensaba en el partido de entrenamiento de baloncesto que tenía a las cinco.

–Con tres de los expedientes tenemos posibilidades –dijo Weissman–, menos con el de los huevos. Después de haberse pasado tres años en la cárcel desde el interrogatorio, no le quedan secuelas de los daños que sufrió. Anda y dime tú cómo demostramos ahora, después de tres años y medio, que le hicieron eso.

–Pero de todos modos le vas a llevar su caso, ¿verdad? –le pregunté.

–Sí –masculló Wissman–, no he dicho que no se lo vaya a llevar, lo único que te digo es que no tenemos posibilidad alguna de ganarlo.

Intentó sintonizar alguna emisora en la radio del coche, pero sólo había electricidad estática. Después se propuso tararear algo, pero a los pocos segundos se aburrió, encendió un cigarrillo y empezó otra vez a toser. A continuación me volvió a preguntar si me había acordado de hacerles firmar todo. Le respondí que sí.

–¿Sabes? –me dijo de repente–, yo hubiera tenido que nacer negro. Cada vez que vuelvo de Gaza me digo lo mismo: «Weissman, tendrías que haber nacido negro». Pero no aquí, sino en cualquier sitio bien lejano, puede que en Nueva Orleans.

Abrió la ventanilla del coche y tiró fuera el cigarrillo.

–Billy, así es como tenía que haberme llamado, Billy Whitman, ése sí que es un buen nombre para un cantante.

Carraspeó como si fuera a ponerse a cantar algo, pero en cuanto metió aire en los pulmones le salieron una sarta de toses y gruñidos.

–¿Ves esto? –me dijo cuando terminó de toser, poniéndome delante el clínex usado en el que había tosido–. Todo esto es lo que he ido acumulando, ¿fuerte, eh? Billy Whitman y los Melancólicos. Así es como se hubiera llamado mi banda, y sólo hubiéramos cantado blues.

La exclusiva

Justo acababa yo de echar abajo una pared.

Todas las periodistas son unas verdaderas putas y yo había echado abajo una pared. Hacía ya algo así como cuatro meses que ella se había marchado. Al principio creí que estas reformas me tranquilizarían pero, hasta el momento, todo lo que habían conseguido era ponerme todavía más nervioso. La pared que había tirado era la que separaba el salón del dormitorio. De modo que la terraza me quedaba todo el rato a la espalda, aunque me acordaba muy bien, no me hacía falta ver para recordarlo, me acordaba perfectamente de cómo nos habíamos pasado las noches allí sentados.

–Mira –me había dicho ella en una ocasión–, una estrella fugaz. Ahora hay que pedir un deseo, venga –prosiguió mientras me besaba en el cuello–, ¿qué es lo que has pedido? –ahora me abrazaba–, venga, dímelo, dímelo.

–Que para siempre sigamos así, como ahora –le dije pasándole la mano por el pelo–, con esta brisa y los dos juntitos en la terraza.

–No –reaccionó ella, apartándome de un empujón–, ése no es un buen deseo. Pide otra cosa, algo que sólo sea para ti.

–Vale, vale –me reí yo–, pero no me empujes. Una FZR 1000. Una Yamaha FZR 1000.

–¿Una moto? –me miró atónita–. ¿Se te ofrece la ocasión de pedir un deseo y tú te pides una moto?

–Sí –le dije–, y ¿qué has pedido tú?

–No te lo voy a decir –me respondió, ocultando la cara en mi jersey–. Porque si se dice, nunca se cumple.

Pero si no se dice, puede que sí. Dos meses después de eso se marchó a Tel Aviv, para trabajar en un diario importante, y no ya simplemente en el periódico local de Hadera. No me dijo nada. Simplemente desapareció. Sus padres no accedieron a darme su nueva dirección. Me dijeron que les había pedido que me transmitieran que no quería hablar conmigo.

–¿Por qué? –le pregunté a su padre–. ¿La he ofendido? ¿Le he hecho algo?

–No lo sé –me dijo, encogiéndose de hombros–, eso es lo que me pidió que te dijera.

–Dígame, señor Brosh –insistí ahora enfadado–, ¿le parece a usted normal que su hija y yo llevemos de novios dos años y que, de repente, así, sin motivo alguno, ella ya no quiera hablar conmigo? ¿No cree que merezco algún tipo de explicación?

–No es justo, Eli –dijo su padre mientras se apoyaba con la mano en el pomo de la puerta, porque toda la conversación se estaba desarrollando a la puerta del piso de ellos–, de verdad que esto no es justo –prosiguió, pasándose la mano por la calva–. No soy yo el que te ha dejado, como muy bien sabes. Pero si yo jamás te he hecho nada malo, ¿no es verdad? No merezco que me hables en ese tono.

Tenía razón. Simple y llanamente, tenía razón. Le pedí perdón y me fui. De pronto me había parecido tan indefenso. Después de aquello intenté localizarla a través de la redacción. Pero no estaban dispuestos a darme el teléfono de su casa y ella, por su parte, nunca se encontraba en la redacción. De manera que le dejé un mensaje, le dejé miles de mensajes, pero no me llamaba. Después de unos cuantos meses empecé a reformar el piso.

Gente gritando. Entre mazazo y mazazo contra la pared, de repente me di cuenta de que fuera, no lejos de mi casa, había gente gritando. Salí a la calle. Junto al cruce, a unos treinta metros de mí, había dos personas tendidas en la calzada y, junto a ellas, una mujer que empezó a correr hacia mí mientras gritaba y un hombre con un gorro verde de lana que corría detrás de ella. A unos diez metros de mí, el hombre le dio alcance y la agarró por la melena. De pronto vi la punta de un cuchillo saliendo por la parte delantera del cuello de ella. Y sangre, toneladas de sangre. La mujer cayó de rodillas, el hombre retiró la mano hacia atrás, y la hoja, sencillamente, desapareció. Ahora que ella yacía en la acera, el del cuchillo me miró y se me acercó un poco, muy despacio. Yo quería huir, pero las piernas, simplemente, no me respondían. Él seguía acercándose a mí, pasito a paso, vacilante, como si fuéramos unos niños jugando al uno, dos y tres, escondite inglés. Yo no hacía más que decirme: aquí hay algo que no encaja. ¿Por qué va tan despacio? ¡Pero si detrás de la mujer corría como un loco! Si yo estoy aquí en zapatillas de andar por casa y él lleva en la mano un cuchillo con veinte centímetros de hoja, ¿de qué tiene miedo? ¿Por qué no se me acerca y me acuchilla? Y entonces me di cuenta de que se había bajado de la acera a la calzada y que muy despacito intentaba rebasarme dando un rodeo. Lo seguí con la mirada y vi de reojo el mazo que yo sujetaba en la mano, el mazo de cinco kilos. Di un paso hacia él y le descargué el mazo en la cabeza.

No se movía. Me senté en la acera. El tendero se me acercó para darme una Coca–Cola. Me metí la mano en el bolsillo del chándal para pagársela. Él me la atrapó y no me dejó sacar el dinero.

–Deja –insistió–, yo invito.

–Anda ya, Gabi –le dije–, déjame que te la pague.

Pero se empeñó en que no, y no me soltaba la mano.

–Pues apúntamela en la cuenta –me rendí.

Tenía sed y quería zanjar la cuestión antes de empezar a tomármela, pero ahí seguíamos con nuestro tira y afloja.

–Está bien, de acuerdo –me dijo finalmente–, te la apunto.

Los primeros en llegar fueron los fotógrafos, todavía antes que la policía. En moto, dos de ellos en una 600F y el otro en una Harley. Con sus largas melenas y los tatuajes parecían auténticos ángeles del infierno.

–¿Sería tan amable de sujetar el mazo así, en esta postura, con gesto amenazante, para la foto? –me pidió el de la Harley.

Le dije que no.

–Venga, hombre –intentó persuadirme–, desde el punto de vista de la composición de la imagen resultaría muchísimo más espectacular.

–Hazle la foto con mi tienda de fondo –dijo Gabi–, ¿qué hay de malo en eso? Créeme, desde el punto de vista de la composición, como tú dices, lo del mazo no le llega ni a la suela del zapato.

Después llegó la policía y, a continuación, los periodistas. Todos los periodistas son unos putos.

Llegaron de todos los periódicos, pero no accedí a hablar con ellos. También se presentaron los de la televisión, y los de la radio. Ni siquiera les dije que no, sino que me limité a levantar la mano y darles la espalda. Los de la tele se fueron con Gabi y casi todos los demás, tras ellos. Sólo el del periódico
Hadashot
no dejaba de marearme.

–Eh, tú, gafotas –le grité a uno de los periodistas que intentaba meterle el magnetófono en la garganta al comisario–, ven, ven para acá.

El de las gafas dejó al comisario con la palabra en la boca y vino hacia mí.

–¿Eres de
Yediot
? –le pregunté.

–Sí, sí –dijo él con nerviosismo, mientras intentaba activar la grabadora.

–¿Por qué estás dispuesto a hablar con él y conmigo no? –se ofendió el pesado de
Hadashot.

–Porque me da la gana, ¿vale? –le dije, a punto ya de perder la paciencia–. Porque tu periódico es una mierda. ¿Qué más da por qué? Y ahora, ¿me harías el favor de largarte?

Le hice señas al de las gafas para que se apartara conmigo a un lado, pero el de
Hadashot
seguía pegado a nosotros.

–Es por la tirada de su periódico, por su difusión –dijo en un tono herido–, maldito ego de los cojones. Lo que tú quieres es salir a lo grande, ¿eh? Que tus amigotes vean que eres todo un hombre, un machote. Más que asesino. ¡Asco es lo que me das!

Y seguidamente escupió y se marchó.

–Veamos –dijo ahora el de
Yediot
–, lo primero que te quiero preguntar es...

–Antes escúchame tú –lo corté; le quité la grabadora y apreté el botón de
stop
–. Ahora ve a tu editor y dile que estoy dispuesto a daros la exclusiva a vosotros. La exclusiva, ¿me oyes? No voy a hablar ni con la tele, ni con los de los cables, ni con
Maariv
ni con ningún otro estúpido. Con la condición de que...

–Nosotros no damos dinero –me interrumpió el de las gafas–, es una regla de oro que tenemos, no pagar a los entrevistados.

–Escúchame un segundo, pedazo de idiota –le contesté furioso–. No quiero que me des ningún dinero. Lo único que quiero es elegir yo al entrevistador, ¿me oyes? Dile a tu jefe que estoy dispuesto a que se me entreviste, pero sólo si se trata de Dafna Brosh.

–¿Brosh? –repitió el de las gafas al tiempo que se rascaba la cabeza–. ¿La nueva esa? Pero si no es nadie.

–No es nadie, no es nadie. Dile al editor que sólo me voy a dejar entrevistar por ella.

–Perdona –dijo ahora el de las gafas–, ya sé que no tiene nada que ver, pero no habrás leído, por casualidad, mi artículo sobre Aslan...

–Dafna Brosh –volví a decir y lo dejé allí plantado.

Para llegar a mi casa tuve que atravesar un enorme corro de gente que se había formado alrededor de Gabi. Todos se desgañitaban preguntándole cosas y él se encontraba en medio de ellos agitando los brazos con el aspecto de estar disfrutando mucho. Dos soldados con una grabadora, que habían llegado un poco más tarde, intentaban penetrar el corro sin conseguirlo. Uno de ellos, el más alto, se ganó un codazo en la cara por parte de un cámara de una de las televisiones extranjeras. Le empezó a salir sangre por la nariz y hasta se le saltaron las lágrimas. Decidí marcharme en dirección contraria y llegar hasta mi casa por la calle paralela, a pesar de que daba un gran rodeo.

–¡Ególatra de la mierda! –me gritó todavía el de
Hadashot.

Ella sí vino. Estaba seguro de que vendría. Con una minifalda negra y una melena corta a lo Cleopatra.

–¿Quieres un café? –le pregunté, procurando aparentar calma–. ¿Pongo el agua?

Me dio a entender que no con la cabeza, se sentó a la mesa y sacó del bolso una pequeña grabadora de despacho. Encima de la mesa aparecían diseminados grandes pedazos de yeso. Con la pared a medio derribar en medio de la sala, la casa tenía el aspecto de haber sido bombardeada.

–Mejor nos tomamos un café –insistí–. Voy a poner el agua.

El gesto de su cabeza diciendo que no se hizo más nervioso y tajante.

–Esto es una entrevista –me dijo, mientras las palabras le brotaban de la garganta como si se estuviera ahogando–. He venido a entrevistarte.

Colocó la grabadora encima de la mesa.

Entrevista A

–¿Por qué?

–...

–¿Puedo preguntarte la razón exacta por la que me has dejado?

–...

–No te encojas de hombros, contéstame, al menos merezco una respuesta.

–No quiero ofenderte. Y ahora menos que nunca. Eso no tiene nada que ver con lo que me ha traído aquí.

–Oféndeme, joder, oféndeme. No creo que me puedas hacer nada más ofensivo de lo que ya me has hecho hasta ahora.

–Porque eres un cero a la izquierda, ¿vale? Pues por eso.

Porque no quieres nada. Nada de nada. Ni saber, ni tener éxito, ni ser alguien. Sólo te interesa quedarte ahí con el culo pegado a cualquier asiento y repetir y repetir lo bien que estamos juntitos. A mí me parece que hay que hacer cosas, que hay que esforzarse por llegar a algo, mientras que tú... Pero si ni siquiera sabes soñar. No llegas ni a la categoría de persona, eres una nulidad. Lo único que sabes hacer es quedarte sentado en esta terraza abrazado a mí mientras me dices: «Te amo, te amo, te amo». ¿Qué soy yo? ¿Un osito de peluche, una muñeca? Sabes muy bien que no. Y a diferencia de ti, mis sueños van un poco más allá de poder dormir hasta tarde por las mañanas.

–¿Todavía me quieres?

–...

–¿Me quieres un poco?

–...

-¿Pero es que alguna vez me has querido?

–...

–Basta, no llores, que ya me callo, mira, no voy a decir nada más. Ya me puedes hacer las preguntas que quieras.

Entrevista B

–¿Qué hacías en la calle en el momento del incidente?

–Nada.

–¿Estabas de camino hacia algún sitio?

–No, no estaba de camino a ningún sitio. Simplemente había oído unos gritos y salí a ver qué pasaba.

–¿Y el mazo?

–Se lo estampé en la cabeza. Dios mío, cuando intento recordarlo lo veo tan lejano, como en una película.

–Sí, pero ¿cómo es que llevabas un mazo?

–Por lo de las reformas. Como ves, estoy tirando la pared que separa el salón del dormitorio.

–¿Viste bien al hombre antes de que pasara lo que pasó? ¿Le pudiste ver la cara?

–Sí, tenía la cara un poco rechoncha, y unos ojos castaños bien grandes, así, como los tuyos.Y tenía el gesto torcido, como si algo no anduviera bien, como si estuviera estreñido o le doliera algo.

–¿Qué se te pasó por la cabeza cuando le diste en la cabeza con el mazo?

–Nada.

–No digas que nada. Seguro que pensaste algo.

–Nada. Nada de nada.

–He hablado con Gabi, el de la tienda de ultramarinos.

Me ha contado que el árabe no se acercó a ti, que tuvo miedo al verte con el mazo, que intentó rebasarte, largarse, y que a pesar de eso le machacaste el cráneo. Hubieras podido esperar, ¿sabes?, hubieras podido quedarte quieto donde estabas y entonces él se hubiera marchado. Eso es, por lo menos, lo que hubiera hecho el Eli que yo conocí.

–Pensé en ti.

Fuera se oía el ruido de una moto.

–Es el fotógrafo –dijo ella–. También se llama Eli.

–¿Qué moto tiene? –le pregunté.

–¿Desde cuándo entiendo yo de motos? –se rió ella.

–Por saberlo –le dije–, creí que quizá lo supieras, por casualidad.

–Una FZR 1000 –me respondió–, tiene una Yamaha FZR 1000, como la de tu deseo.

–Sabes muy bien que si entonces yo no te lo hubiera revelado, yo ahora también tendría una.

–Lo sé –asintió con una sonrisa–, así que perdóname.

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