La chica sobre la nevera (7 page)

Burbujas

Por la noche, después de que su mujer se quedara dormida, él bajaba al coche y se ponía a contar las burbujas del parabrisas. En la radio del coche se pasaban el rato poniendo acertijos a los que la gente contestaba para ganar un premio. Una vez era una comida en un restaurante chino, otra un lote de productos de cosmética, unos premios, la verdad, que muy buenos. Mientras contaba las burbujas escuchaba con atención, pero era incapaz de dar con una sola de las respuestas, y es que, en su interior, con lo único que soñaba era con la demanda que le iba a poner a la fábrica de automóviles Peugeot.

De joven, sin embargo, había sido muy bueno adivinando acertijos. Entonces había otros programas a los que él había llamado muchas veces. Se sabía todas las respuestas, pero por lo general el teléfono comunicaba. No conseguía comprender cómo antes había podido resolver absolutamente todos los acertijos mientras que ahora, nada de nada. Lo que no sabía es que tenía en la cabeza unos pequeños caracoles que, infatigables, le estaban sorbiendo el cerebro con una pajita. Nadie lo sabía. Ese mal lo había contraído hacía tiempo, cuando estaba haciendo el servicio militar, durante un cursillo, por beber de la fuente eléctrica del agua fría que había en Beit Feldman. De aquella fuente habían bebido, por lo menos, otras mil personas que ahora, seguramente, también tendrían caracoles. Pero nadie se había dado cuenta, porque es de ese tipo de cosas en las que a nadie se le ocurre pensar. Sin dolores y sin síntomas, quién va a pensar que unos aburridos caracoles le están sorbiendo a uno el cerebro.

Aunque se dan otras muchas cosas de ese tipo, toda clase de enfermedades que no son descubiertas. Su mujer, por ejemplo, sufría desde hacía años de unas arañas de macramé, algo mucho más frecuente que lo de los caracoles y también mucho más contagioso. Porque las arañas se transmiten a través de los prospectos, se le instalan a uno en el alma y se ponen a tejerla en forma de trenzas. En todos los sitios donde antes hubo un sentimiento, lo arrancan y ponen una cuenta en su lugar. El alma de su mujer parecía la cabeza de Bob Marley además de que ella ya no sentía nada, pero que absolutamente nada, y ya sólo era capaz de llorar por las cosas que veía en la televisión. Nadie hacía nada por curarla. Los médicos estaban demasiado ocupados por intentar retenerle el calcio que no hacía más que intentar escapar de ella, así que no tenían tiempo para esa bobada de las arañas, porque de eso no se ponía azul ni nada parecido, ni le salían bultos en los pechos, sino que se limitaba a llorar un poco menos. A su marido incluso le parecía estupendo que sólo llorara por las cosas de la tele, porque como esas cosas no eran reales no podían hacerle mucho daño. A diferencia de las burbujas del parabrisas, porque un buen día puede uno estar conduciendo y ¡pam!, el cristal entero puede llegar a estallarte en la cara. Había contado ya quinientas setenta y cuatro y todos los días aparecían más. De la radio brotaba ahora una música tan ruidosa que resultaba imposible oír los eructos de los caracoles. Cuando llegara a seiscientas, pensó, les pondría una demanda.

Huevos de dinosaurio

Uzi vino un día a mi casa después del colegio con un libro de dinosaurios. Me dijo que los dinosaurios habrían muerto pero que en muchos lugares del mundo habían quedado sus huevos, que nosotros los íbamos a encontrar y que así podríamos tener nuestros propios dinosaurios en los que iríamos montados al colegio y a los que pondríamos un nombre. Uzi dijo que los huevos de dinosaurio se encuentran por lo general en los lugares más apartados de los jardines y muy, pero que muy hondo en la tierra. Así que cogimos un azadón del cobertizo del jardinero y nos pusimos a cavar en un rincón que hay detrás de la terraza de Natkovich, donde monta siempre la cabaña de la fiesta de los Tabernáculos. Estuvimos cavando unas dos horas antes de que oscureciera, por turnos, pero no encontramos nada. Uzi dijo que no habíamos llegado lo suficientemente hondo y que íbamos a tener que seguir después. Fuimos a lavarnos la cara al grifo del jardín. Mientras nos la estábamos lavando llegó el novio de Reli en su cacharro de moto que siempre se avería.

–¿Qué hay, colegas, cómo va la cosa? –quiso hacerse el simpático.

Uzi me dio un codazo y entonces le contesté que bien, que no estábamos haciendo nada de particular.

–¿Nada, con un azadón? Pues bueno. ¿Dónde está tu hermana?

Le dije que seguramente en casa, y entonces él subió a nuestro piso. Reli lo ama, pero yo no lo soporto. Y no es por nada que haya hecho, sino porque hay algo raro en su cara. Tiene un no sé qué especial en la cara, como los malos de las películas.

–Tenemos que seguir cavando esta noche –me dijo Uzi–, nos vemos en el jardín a las doce cero cero. Tú esconde el azadón y yo traeré una linterna.

–¿Por qué es tan urgente que sea hoy? –le pregunté.

–Pues porque sí –se enfadó Uzi–, ¿quién es el que entiende de dinosaurios, tú o yo? Los dinosaurios son un asunto urgente.

Al final solamente me presenté yo a las doce cero cero, porque los padres de Uzi lo pescaron justo cuando intentaba escapar. Lo estuve esperando un montón de tiempo, ni sé cuánto, y precisamente cuando quise volver a casa llegaron al jardín Reli y el asqueroso ese. Temí que me vieran y empezaran a hacerme preguntas. Si les hubiera dicho algo de los dinosaurios, Uzi no me lo perdonaría en la vida. De lo que no tuve miedo es de que se lo fueran a contar a mi padre, porque si Reli le dijera algo, también ella cobraría. Reli y ese asqueroso suyo se sentaron en un banco, justo al lado de nuestro pozo, y entonces, de repente, el muy asqueroso empezó a hacerle cosas. Le desabrochó la ropa y le metió mano, además de otras cosas, y ella se dejó. No pude seguir mirando, así que me dije, ahora o nunca, y me marché reptando hasta la terraza de los niños y desde allí a mí habitación.

Cavábamos solamente por el día. Es decir, por las tardes. Todos los días, menos los días de fiesta, que era cuando la familia de Uzi salía de excursión. Y así, durante cinco meses. Cuando tuvimos un foso muy profundo, Uzi dijo que habíamos llegado al centro de la tierra y que ahora ya, tachán-tachán, aparecerían los huevos de dinosaurio. Yo, la verdad, es que ya no me lo creía demasiado, pero me resultaba mucho más fácil seguir cavando que decírselo. Quería que alguien se lo dijera a Uzi, porque yo solo no me atrevía. Reli, que antes tanto había jugado con nosotros, ahora apenas si me hablaba, y cuando se dignaba hacerlo me llamaba Yosi, aunque sabe que lo odio. Al principio estaba todo el tiempo con el asqueroso ese de la moto escacharrada y, ahora, durante estas dos últimas semanas que él ha dejado de venir, se limita a dormir y a decir que está muy cansada. El martes por la mañana hasta vomitó en la cama, la muy tonta.

–Puaj, qué asco, tía –le dije–, se lo voy a decir a mamá.

–Si le dices algo de esto a mamá, te rajo –me dijo muy seria, tanto que me asusté un poco.

Reli nunca me había amenazado. Yo sabía que todo aquello era por culpa de él, por el asqueroso de la moto y todas las cosas que le había hecho. Qué suerte que había dejado de venir.

Dos días después de eso encontramos el huevo. Era realmente gigantesco, del tamaño de un melón.

–¿No te lo dije? –se desgañitaba Uzi–, ¿no te lo dije?

Lo colocamos en medio del jardín y nos pusimos a bailar alrededor de él. Uzi dijo que ahora había que empollarlo, de manera que lo estuvimos empollando por turnos durante más de dos meses. Al final se abrió, pero en lugar de un dinosaurio pequeñito nos encontramos con un bebé. Nos sentimos muy decepcionados porque en un bebé no se puede ir montado al colegio. Uzi me dijo que no nos quedaba más remedio que ir a hablar con mi padre. Y el caso es que mi padre se puso muy nervioso en cuanto nos vio, antes incluso de que le dijéramos nada.

–¿De dónde habéis sacado a este bebé? ¿De dónde lo habéis traído? –gritaba sin cesar, y cada vez que intentábamos explicárselo, nos decía a voz en grito que no éramos más que unos mentirosos. Al final se inclinó hacia Uzi y lo tomó por el hombro–. Escúchame, Uzi, a Yosi todavía se lo paso –dijo señalándome– porque no entiende nada y es medio bobo, pero tú eres un niño muy inteligente. Dime de quién es, quiénes son sus padres.

–La verdad es que nosotros lo somos un poco –le respondió Uzi–, porque hemos estado empollando el huevo, así es que somos como su padre y su madre.

Mi padre le clavó una mirada como si lo fuera a matar, pero al final le dio la espalda y el que se ganó la bofetada fui yo.

Mi padre se fue al hospital con el bebé y me dijo que, entre tanto, lo esperara en la habitación. Ya era mediodía, pero Reli seguía dormida en la cama.

–Te pasas el día durmiendo –le dije–, eres como la Bella Durmiente.

Reli no dijo nada, ni tan siquiera se movió.

–Seguro que sólo te levantas cuando venga el príncipe –añadí para fastidiarla–, el príncipe en su cacharro de moto.

Reli movió los labios, pero de su boca no salió ni un solo sonido, y seguía teniendo los ojos cerrados.

–Sólo te levantarás por él, así es que si resulta que tiene una avería, te vas a quedar en la cama para siempre.

Reli abrió los ojos y estuve seguro de que ahora se levantaría de la cama para atizarme, pero sólo habló y, al hacerlo, tenía una mirada un poco triste en los ojos.

–¿Para qué quieres que me levante de la cama, niño de mierda? ¿Para arreglar la habitación? ¿Para preparar el examen de Biblia?

–Creí que querrías levantarte para ver el huevo de dinosaurio que Uzi y yo hemos encontrado –le dije–. Tenía que haber sido un descubrimiento científico, sólo que al final no ha resultado. Creí que lo querrías ver.

–Tienes razón –me dijo Reli–, por un huevo de dinosaurio la verdad es que sí merece la pena levantarse.

Apartó la manta con los pies y se sentó en el borde de la cama.

–¿Todavía vomitas? –le pregunté.

Reli me dijo que no con un gesto de la cabeza y después se puso de pie.

–Ven, enséñame el huevo de dinosaurio.

–Lo que he estado intentando decirte –le advertí– es que al final el huevo estaba malo, que se ha roto, que papá se lo ha llevado después de mandar a Uzi a su casa y de darme una bofetada.

–Bueno –me dijo Reli mientras me acariciaba la nuca–, pues vamos a buscar otro huevo de dinosaurio que no esté estropeado.

–Déjalo –le sugerí–, porque papá se va a enfadar. Ven, vamos a Milk Shake.

Reli se puso unas sandalias.

–Pero ¿qué va a pasar si justo ahora que nos vamos viene el príncipe en su cacharro? –le pregunté.

–Ya no va a venir –me contestó ella, encogiéndose de hombros.

–Pero ¿y si viene? –insistí.

–Pues que me espere –dijo ella.

–Pues claro que te esperará –continué–. ¿Cómo va a irse, con lo que le cuesta que la moto arranque?

Y nada más terminar la frase salí corriendo. Reli corrió también, pero sólo me alcanzó en la heladería, donde yo pedí una copa de las grandes con nata y ella un batido de fresa.

Que se mueran

Durante las vacaciones de Hanuka mis padres me mandaron una semana a un internado. Ya desde el primer momento odié estar allí y lo único que quería era llorar. Los otros niños siempre estaban contentos y como yo no conseguía entender por qué, tenía todavía más ganas de llorar. Me pasaba el día yendo de las actividades a la piscina con los labios apretados, sin decir ni una palabra, para que los otros niños no notaran las lágrimas en mi voz y se cebaran en mí.

Por la noche, después de que apagaran la luz, me quedaba esperando unos minutos y después corría en chándal a la cabina de teléfonos saltando por los charcos. El frío me abría la boca y de la garganta me salían una especie de sollozos que no parecían mi voz. Eso me asustaba muchísimo. Llamaba a casa y se ponía mi padre. Durante todo el recorrido hasta el teléfono mantenía la esperanza de que fuera mamá, pero ahora, con todo este frío, la lluvia y esos sollozos que me salían de la garganta, ya me daba exactamente lo mismo. Volvió a contestar él y le dije que viniera a buscarme, y en ese momento empezó a salirme un llanto de verdad. Él se enfadó un poco, me preguntó un par de veces qué era lo que pasaba y después me pasó con mi madre. Yo seguía llorando, así que no pude decir ni una sola palabra.

–Ahora mismo vamos a buscarte –dijo mi madre.

Oí a mi padre mascullar algo y a mi madre que le respondía enfadada en polaco.

–¿Me oyes, Dandush? –me repitió–. Ahora mismo vamos a buscarte, quédate esperándonos en tu habitación. Fuera hace frío y estás tosiendo. Espéranos en tu habitación, que ya daremos con ella.

Colgué el teléfono y corrí hacia el portón de salida. Me senté en el bordillo de la acera a esperar a que llegaran. Sabía que les tomaría más de una hora. Como no tenía reloj, intenté calcular el tiempo mentalmente de mil formas distintas. Tenía frío y calor a la vez, y ellos no llegaban. En mis cálculos mentales habían pasado más de doscientos años, el sol ya empezaba a salir, y ellos sin llegar. Los muy mentirosos. Me habían dicho que vendrían. Mentirosos cabronazos, ojalá se murieran. Seguí llorando, aunque ya no me quedaban fuerzas. Al final me encontró uno de los monitores y me llevó a la enfermería. Me hicieron tragarme una pastilla y no quise hablar con nadie.

Al mediodía vino una mujer con gafas que le susurró algo a la enfermera al oído. La enfermera movió la cabeza de un lado para el otro y le susurró a la mujer en voz alta:

–El pobrecito, por lo visto, lo presentía.

La de las gafas le dijo algo más a la enfermera y ésta volvió a responderle en voz alta:

–Le diré, Doña Bela, que soy una persona instruida y no una cateta del zoco, pero hay cosas que ni la ciencia puede explicar.

Un poco más tarde vino Eli, mi hermano mayor. Se quedó allí en la puerta, cohibido, intentando inútilmente sonreír. Después de hablar un momento con la enfermera, me agarró de la mano y nos encaminamos hacia el aparcamiento. Ni siquiera me pidió que fuéramos a la habitación para recoger mis cosas.

–Papá y mamá me prometieron que iban a venir a buscarme –le dije medio llorando.

–Lo sé –me respondió sin tan siquiera mirarme–, ya lo sé.

–¡Pero no han venido! –me eché a llorar–. Me he pasado toda la noche esperándolos bajo la lluvia. Son unos mentirosos, los muy hijos de puta. Ojalá se mueran.

Y entonces se volvió hacia mí de pronto y me dio una bofetada. No de esas tortas que se le dan a un niño para que se calle la boca. Una bofetada en toda regla. Noté cómo los pies se me separaban por un instante del suelo, cómo me elevaba un poco por el aire y después volvía a caer. Me quedé muy sorprendido. Eli era de esos hermanos que te enseñan a pasar bien la pelota jugando al fútbol, no de los que te pegan. Me levanté del asfalto. Tenía el cuerpo entero dolorido y en la boca un sabor salado a sangre. No lloré, a pesar de que me dolía muchísimo la mandíbula. Pero Eli, de repente, sí parecía estar al borde de las lágrimas.

–¡Joder, qué mierda, y ni siquiera sé qué hacer! –dijo desesperado, sentándose en el suelo a mi lado y echándose a llorar.

Después se calmó un poco y volvimos a Tel Aviv en su coche. Estuvo callado durante todo el trayecto. Llegamos al piso en el que vive. Acababa de licenciarse en el ejército y había alquilado un piso con otro chico.

–Tu madre –dijo–, es decir, nuestra madre –los dos permanecimos en silencio–. Papá y mamá, ya sabes –intentó seguir de nuevo, pero se calló.

Hasta que los dos nos hartamos. Yo tenía ya muchísima hambre, porque no había comido nada desde por la mañana, así que nos fuimos a la cocina y él me preparó un huevo revuelto.

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