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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (10 page)

La mujer respiró hondo varias veces y asió el pomo de la puerta con firmeza. Al fin y al cabo, puede que un despido fuese lo mejor dadas las circunstancias. De ese modo podría lanzarse a la búsqueda de Quivira sin cortapisas de ningún tipo. El instituto, bajo la forma del doctor Blakewood, ya había emitido su veredicto acerca de su proyecto de expedición. Holroyd la había provisto de la munición que necesitaba para llevar su idea a otra parte. Si el instituto no estaba interesado, sabía que encontraría otra institución que sí lo estuviese.

Una secretaria menuda y nerviosa la condujo a través del área de recepción hasta el despacho interior. La frialdad y el aire espartano de la habitación conferían al lugar el aspecto de una iglesia, con paredes de adobe encaladas y el suelo embaldosado con azulejos mejicanos. En lugar del imponente escritorio que Nora esperaba encontrar, había una enorme mesa de trabajo de madera con numerosas marcas provocadas por el uso y el desgaste. Miró alrededor con gesto sorprendido; era todo lo contrario del despacho del doctor Blakewood. Salvo por una hilera de vasijas que había sobre la mesa de trabajo, alineadas como si alguien les hubiese ordenado la posición de firmes, la habitación carecía de cualquier otro motivo ornamental.

De pie tras la mesa de trabajo estaba Ernest Goddard, cuya melena de cabello blanco le enmarcaba la cara, adusta y delgada. Una barba cenicienta nacía bajo unos vivos ojos azules y el hombre sostenía un lápiz en la mano. Un pañuelo arrugado de algodón sobresalía del bolsillo de su chaqueta, De cuerpo enjuto, su aspecto era frágil, y el traje gris le sobraba por todas partes en aquella figura esquelética. Nora habría pensado que aquel hombre estaba enfermo de no haber sido por el brillo, la transparencia y la llama que resplandecían en su mirada.

—Doctora Kelly —la saludó dejando el lápiz y rodeando la mesa para ir a estrecharle la mano—. Me alegro mucho de conocerla por fin. —Su voz, baja y seca, era muy poco corriente, apenas un poco más audible que un susurro, y a pesar de ello estaba cargada de una autoridad imponente.

—Por favor, llámeme Nora —contestó no sin cierto recelo. Aquella calurosa bienvenida era lo último que esperaba de aquel encuentro.

—De acuerdo, creo que así lo haré. —Goddard dejó de hablar un momento para sacar el pañuelo y toser, tapándose la boca con él en un ademán casi femenino—. Tenga la bondad de sentarse. Ah, pero antes, eche un vistazo a estas vasijas de cerámica, ¿quiere? —Volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo.

Nora se acercó a la mesa. Contó una docena de cuencos pintados, todos ellos muestras únicas de la antigua técnica alfarera del valle de Mimbres en Nuevo México. Tres de ellos eran geometría pura con ritmos vibrantes, y otros dos contenían dibujos abstractos de insectos: una chinche hedionda y un grillo. Los demás estaban recubiertos de figuras antropomorfas: formas humanas geométricas y asombrosamente precisas. Cada vasija tenía un agujero perfecto en la parte de abajo.

—Son magníficas —dijo Nora.

Cuando Goddard se disponía a decir algo, volvió la cabeza para toser. Luego se oyó el sonido de un timbre en la mesa de trabajo.

—Doctor Goddard, la señora Henigsbaugh desea verle.

—Hágala pasar —dijo Goddard.

Sorprendida, Nora le miró e inquinó:

—¿Quiere que…?

—Usted quédese donde está —la interrumpió Goddard, señalando la silla—. Sólo tardaré un minuto.

La puerta se abrió y una mujer de unos setenta años entró majestuosamente en la habitación. Nora reconoció al instante de qué clase de mujer se trataba, la típica matrona de la alta sociedad de Santa Fe: rica, delgada, bronceada, sin apenas maquillaje, en estupenda forma física, con un exquisito pero infravalorado collar navajo de flores de calabaza sobre una blusa de seda a conjunto con una falda larga de velvetón.

—¡Ernest, qué delicia verte! —exclamó.

—Yo también me alegro mucho de verte, Lily —aseguró Goddard, y señaló hacia Nora con una mano moteada—. Te presento a la doctora Nora Kelly, profesora adjunta del instituto.

La mujer miró a Nora y luego dirigió la vista a la mesa de madera.

—Ah, muy bien. Éstas son las vasijas de que te hablé. —Goddard hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Mi tasador asegura que tienen un valor de quinientos mil dólares. Son piezas únicas y están en perfectas condiciones. Harry las coleccionaba, pero eso ya lo sabes… Quería que, a su muerte, se las quedase el instituto.

—Son muy bonitas…

—¡Y que lo digas! —lo interrumpió la mujer, mesándose el pelo impecable—. Y ahora, hablemos de la exposición. Por supuesto, comprendo que el instituto no dispone de ningún museo abierto al público ni nada parecido, pero en vista del valor de las vasijas, supongo que querréis construir algo especial. Quizá en el edificio administrativo. He hablado con Simmons, mi arquitecto, y ha estado preparando unos planos para una instalación a la que hemos bautizado con el nombre de Fundación Henigsbaugh…

—Lily —el bisbiseo de Goddard adquirió un deje de autoridad muy sutil—, como pensaba decirte, agradecemos de todo corazón este legado de tu difunto mando, pero me temo que no podemos aceptarlo.

Se produjo un silencio cargado de tensión.

—Perdón, ¿qué dices? —preguntó la señora Henigsbaugh con voz repentinamente glacial.

Goddard extrajo de nuevo su pañuelo.

—Estos cuencos proceden de nichos mortuorios. No podemos aceptarlos.

—¿Qué quieres decir con eso de que proceden de nichos mortuorios? ¿Te refieres a unas tumbas? Harry compró las vasijas a unos marchantes de confianza. ¿Es que no recibiste los papeles que te envié con ellas? Ahí no dice nada de ningunas tumbas.

—Los papeles son del todo irrelevantes. La política del centro nos prohíbe aceptar objetos mortuorios. Además —añadió Goddard con más delicadeza—, éstas son muy bonitas, es cierto, y nos sentimos muy honrados por tan amable gesto, pero tenemos mejores muestras en la colección.

¿Mejores muestras?, se preguntó Nora. Jamás había visto cuencos de Mimbres más bellos, ni siquiera en la Smithsonian.

Sin embargo, la señora Henigsbaugh todavía estaba asimilando lo que consideraba el insulto más abyecto.

—¡Objetos mortuorios! ¿Cómo te atreves a insinuar que fueron saqueados…?

Goddard tomó una vasija entre sus manos y sacó un dedo por el agujero de la parte inferior.

—Alguien ha matado a este cuenco.

—¿Que lo han matado?

—Sí. Cuando los Mimbres enterraban un cuenco con sus difuntos, realizaban un orificio en la parte de abajo para liberar al espíritu del cuenco para que pudiese ir a encontrarse con los muertos en el mundo de las tinieblas. Los arqueólogos lo llaman «matar al cuenco». —Volvió a colocar el cuenco encima de la mesa—. Alguien mató todos estos cuencos, así que salta a la vista que procedían de varias tumbas, no importa lo que digan esos documentos.

—¿Insinúas que vas a rechazar un regalo valorado en medio millón de dólares como si tal cosa? —exclamó la mujer.

—Me temo que sí. Haré que los embalen con mucho cuidado y que te los devuelvan. —Tosió en el pañuelo—. Lo lamento muchísimo, Lily.

—De eso estoy segura. —La mujer giró sobre sus talones y salió del despacho bruscamente, dejando una estela de perfume carísimo tras de sí.

En el silencio que siguió a su marcha Goddard se apoyó en el borde de la mesa con expresión taciturna.

—¿Conoce usted la cerámica de Mimbres? —le preguntó a Nora.

—Sí —contestó ella, incapaz de creer que el doctor hubiese rechazado aquel regalo.

—¿Y qué opina de esto?

—Que otras instituciones tienen vasijas de Mimbres procedentes de monumentos funerarios en sus colecciones.

—Pero nosotros no somos las otras instituciones, ¿me comprende? —repuso Goddard con su voz sibilante—. Estos cuencos fueron enterrados por personas que respetaban a sus muertos y tenemos la obligación de perpetuar ese respeto. Dudo mucho que a la señora Henigsbaugh le pareciese bien que anduviésemos registrando el sepulcro de su amantísimo Harry. —Se acomodó en una silla que había tras la mesa—. Nora, el otro día recibí la visita del doctor Blakewood. —La mujer se puso tensa. Efectivamente había llegado el momento de confirmar sus sospechas—. Me mencionó que iba un tanto atrasada en sus proyectos y que creía que no saldría bien parada de la revisión de su plaza como titular de departamento. ¿Quiere decirme algo con respecto a este asunto?

—No hay nada que decir —respondió Nora—. Presentaré mi dimisión cuando sea necesario.

Para su sorpresa, Goddard esbozó una sonrisa burlona al oír sus palabras.

—¿Su dimisión? —le preguntó—. ¿Y por qué diablos iba a querer dimitir?

Nora carraspeó antes de contestar.

—No hay forma humana de que en seis meses pueda terminar de redactar los informes de Río Puerco y las Gallego y de… —Se interrumpió.

—¿Y de qué? —la apremió Goddard.

—De hacer lo que tengo que hacer —terminó—. De modo que más vale que dimita ahora mismo y así le ahorraré a usted la molestia.

—Ya comprendo. —Los ojos centelleantes de Goddard no dejaron de mirarla—. De hacer lo que tiene que hacer… ¿No estará refiriéndose a la búsqueda de la ciudad perdida de Quivira? —Nora lo miró con gesto severo y, una vez más, el presidente esbozó una sonrisa—. Sí, Blakewood también me habló de eso. —Nora permaneció en silencio—. Así como de su repentina ausencia del instituto en los últimos días. ¿Tuvo algo que ver con esa idea suya, con sus planes de encontrar Quivira?

—Estuve en California.

—Creía que Quivira se encontraba hacia el este.

Nora suspiró y dijo:

—Lo que hice, lo hice fuera de mi horario de trabajo.

—El doctor Blakewood no opina lo mismo. ¿Encontró usted Quivira?

—En cierto modo, si.

Se produjo un grave silencio en la habitación y Nora escrutó el rostro de Goddard. La mueca burlona se había esfumado de repente.

—¿Podría explicarme eso con más claridad?

—No —se limitó a responder.

La sorpresa de Goddard sólo duró unos segundos.

—¿Y por qué no?

—Porque se trata de mi proyecto —contestó Nora con un tono de voz entre malhumorado y agresivo.

—Vaya, ya entiendo. —Goddard se apartó un poco de la mesa y se inclinó hacia Nora—. Es posible que el instituto pueda ayudarla con su proyecto. Y ahora, dígame: ¿qué encontró en California?

Nora se removió en su asiento, dudando entre contárselo o no.

—Tengo varias imágenes obtenidas por medio de un radar donde aparece una antigua ruta anasazi que conduce a lo que estoy convencida de que es Quivira.

—¿De veras tiene esas imágenes? —El rostro de Goddard expresaba su asombro y otra reacción indeterminada—. ¿Y de dónde las ha sacado?

—Tengo un contacto dentro del Laboratorio de Reacción de Propulsión. Consiguió manipular digitalmente las imágenes por radar del área, eliminando los caminos y las carreteras modernas y dejando la antigua ruta. Conduce directamente al corazón de la zona de roca rojiza que aparece en las primeras crónicas de los conquistadores españoles.

Goddard hizo un gesto de asentimiento, con una expresión curiosa y expectante a la vez.

—Esto es extraordinario —dijo—. Nora, es usted una caja de sorpresas. —La profesora no respondió—. Por supuesto, el doctor Blakewood tenía sus razones para decir lo que dijo, pero tal vez se precipitó. —Apoyó una mano en el hombro de ella con delicadeza—. ¿Qué le parece si hacemos de la búsqueda de Quivira nuestro proyecto en común?

Nora se quedó pensativa unos instantes.

—No sé si le entiendo, doctor Goddard.

El hombre retiró la mano, se levantó y empezó a andar por la habitación con paso lento, apartando la vista de Nora.

—¿Y si el instituto financiase esa expedición y retrasase la revisión de su titularidad? ¿Qué le parecería?

Nora miró la espalda contraída y menuda del hombre, asimilando lo que acababa de decir.

—Me parece muy poco probable que eso suceda, si me permite que se lo diga —respondió.

Goddard se echó a reír con todas sus fuerzas, hasta que un acceso de tos le cortó la risa. Regresó a la mesa de trabajo.

—Blakewood me habló de sus teorías y de la carta de su padre. Algunas de las cosas que dijo no fueron demasiado magnánimas, por decirlo suavemente, pero da la casualidad de que yo también llevo años dándole vueltas a la quimera de Quivira. Nada menos que tres de los primeros descubridores españoles que recorrieron el sudoeste de este país prestaron oídos a esas historias acerca de una fabulosa ciudad de oro: Cabeza de Vaca hacia 1530, fray Marcos en 1538 y Coronado en 1540. Sus relatos son demasiado similares entre sí para ser producto de la imaginación. Además, en 1770 y más tarde alrededor de 1830 hubo numerosas personas que salieron de aquellos parajes asegurando haber oído hablar de una ciudad perdida. —Goddard la miró a los ojos—. Nunca he tenido la más mínima duda acerca de la existencia de Quivira. El enigma siempre ha consistido, sobre todo, en saber dónde está.

Rodeó la mesa y volvió a sentarse en la esquina de la misma.

—Conocí a su padre, Nora. Si dijo que había encontrado pruebas de la existencia de esta ciudad perdida, yo le creo. —Nora se mordió el labio al sentir una repentina oleada de emoción—. Cuento con los medios para que el instituto respalde su expedición como es debido, pero antes tengo que ver las pruebas. La carta y, sobre todo, los datos de localización de la ruta. Si lo que dice usted es cierto, la apoyaremos.

Nora echó mano de su portafolios. Aquel giro en el rumbo de los acontecimientos le parecía increíble, pero había visto a demasiados arqueólogos jóvenes dejar que sus colegas más veteranos se llevasen toda la gloria por su esfuerzo.

—Ha dicho que éste sería nuestro proyecto. Pues bien, me gustaría que siguiese siendo mi proyecto y sólo mío, si no tiene inconveniente.

—Bueno, quizá sí lo tenga. Si voy a financiar esta expedición, aunque sea a través del instituto, claro está, me gustaría tener cierto control, en especial sobre los miembros de la expedición.

—¿Y en quién está pensando para que lidere el equipo? —le preguntó.

Se produjo una pausa apenas perceptible mientras la mirada de Goddard sostenía la de ella.

—En usted, naturalmente. Aaron Black se incorporaría como geocronólogo y Enrique Aragón sería el médico y paleopatólogo.

Nora se reclinó en el asiento, sorprendida por la asombrosa rapidez con que trabajaba el cerebro de aquel hombre. No sólo estaba planeando la expedición, sino que estaba asignándole los mejores científicos del mundo en sus especialidades.

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