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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (11 page)

—Eso será si consigue que acepten —objetó Nora.

—Bueno, estoy bastante seguro de que lo conseguiré. Les conozco muy bien, y el descubrimiento de Quivira marcaría un hito en la historia de la arqueología de la zona. Es precisamente la clase de bocado que un arqueólogo no puede rechazar, y puesto que yo no puedo ir… —Extrajo de nuevo su pañuelo como explicación—. Verá, me gustaría enviar a mi hija en mi lugar. Se licenció en Smith y acaba de doctorarse en arqueología norteamericana por la Universidad de Princeton, y se muere de ganas de realizar un poco de trabajo de campo. Es joven, y puede que un tanto impetuosa, pero como arqueóloga posee uno de los mejores cerebros con los que me he tropezado en mi vida. Además, es toda una experta en fotografía de campo.

Nora frunció el entrecejo. ¿Licenciada en Smith?, se preguntó.

—No estoy del todo segura de que sea una buena idea —repuso—. Podría dificultar la cadena de mando, y va a ser un viaje difícil, sobre todo para una… —vaciló antes de añadir—: chica acostumbrada a las hermandades femeninas.

—Mi hija tiene que ir. Es del todo imprescindible —sentenció Goddard con calma—. Y no es la típica chica de las hermandades femeninas, tal como descubrirá usted misma. —Una sonrisa enigmática y amarga afloró fugazmente a sus labios antes de desaparecer.

Nora miró al anciano y se dio cuenta de que aquel punto no era negociable. Consideró sus opciones con rapidez. Podía quedarse con la información que tenía, vender el rancho y adentrarse en el desierto con personal de su propia elección, apostando por encontrar Quivira antes de que se le acabara el dinero. También podía llevar los datos a otra institución, donde seguramente tardarían un par de años en organizar y financiar una expedición. O podía compartir su descubrimiento con aquel patrocinador tan receptivo, que estaba cualificado como ninguna otra persona para designar a los miembros de una expedición con todas las de la ley, encabezada por los mejores arqueólogos del país. El precio que había que pagar por ello era admitir a la hija del patrocinador en la aventura. Creo que ya está decidido, pensó.

—De acuerdo —dijo sonriendo—. Pero yo también tengo una condición: debo llevarme conmigo al técnico del laboratorio que me ayudó en calidad de especialista en detección por radar.

—Lo siento, pero me gustaría reservarme las decisiones que conciernen a la elección del personal.

—Fue el precio estipulado a cambio de ayudarme a conseguir los datos.

Al cabo de un instante, Goddard inquirió:

—¿Responde usted de sus credenciales?

—Sí. Es joven, pero tiene mucha experiencia.

—En ese caso, de acuerdo.

A Nora le sorprendió la capacidad de Goddard para aceptar un reto, sopesarlo y tomar una decisión. Descubrió que aquel hombre empezaba a caerle bien.

—También creo que deberíamos llevar este asunto en secreto —agregó Nora—. Hay que reunir a los miembros del equipo con la mayor celeridad y la más absoluta discreción.

Goddard la miró con aire interrogador.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Porque… —Nora no terminó la frase. Porque creo que me están siguiendo unas criaturas muy extrañas que no se detendrán ante nada con tal de averiguar dónde se encuentra Quivira, pensó en silencio. Por supuesto, no podía contárselo a Goddard, pues sin duda pensaría que estaba loca o, peor aún, retiraría su oferta al instante. Cualquier indicio de posibles problemas complicaría o quizá incluso daría al traste con la expedición—. Porque se trata de información muy delicada —respondió al fin—. Piense en qué ocurriría si los buscadores de antigüedades y reliquias se enterasen de nuestros planes e intentasen saquear el yacimiento antes de que podamos llegar hasta él. Además, teniendo en cuenta cuestiones más prácticas, debemos movernos con rapidez. La estación de las lluvias y las riadas se nos echarán encima muy pronto.

Tras unos segundos, Goddard empezó a asentir con la cabeza lentamente.

—Me parece una observación muy acertada —señaló—. Me gustaría incorporar a un periodista a la expedición, pero estoy seguro de que podemos confiar en su discreción.

—¿Un reportero? —exclamó Nora—. ¿Para qué?

—Para redactar la crónica de lo que puede ser el mayor descubrimiento en la arqueología norteamericana del siglo xx. Piense en la historia que el mundo habría perdido si Howard Cárter no hubiese hecho que el
Times
londinense cubriese su descubrimiento. Lo cierto es que ya tengo a alguien en mente, un periodista del
New York
Times
con varios libros en su haber, incluida una excelente reseña sobre el Acuario de Boston. Creo que podemos confiar en que, además de ser un buen excavador, logrará realizar una crónica bastante favorable de usted y su trabajo. Espero que con su ayuda el evento obtenga mucha repercusión. —La miró fugazmente y añadió—: No tendrá nada que objetar a un poco de publicidad
expost facto,
¿no?

Nora dudó unos instantes. Todo aquello estaba sucediendo muy deprisa, era como si Goddard lo tuviese preparado antes incluso de hablar con ella. Al reflexionar sobre la conversación de ambos, dedujo que efectivamente ésa tenía que ser la única explicación, y se le ocurrió que podía haber una razón oculta que explicase el entusiasmo de aquel hombre.

—No —repuso—, supongo que no.

—Eso me parecía. Y ahora, vamos a echar un vistazo a esos datos.

Goddard se apartó un poco de la mesa mientras Nora hurgaba en su portafolios y extraía un mapa topográfico de 30 x 60 minutos del Departamento Estadounidense de Mediciones Geológicas.

—El objetivo es esta zona triangular situada justo al oeste de la meseta de Kaiparowits, aquí mismo. Como ve, contiene decenas de sistemas de desfiladeros que van a parar al lago Powell y al Gran Cañón, al sur y al este. El asentamiento humano más cercano es un pequeño campamento indio nankoweap a casi cien kilómetros al norte.

Acto seguido le mostró a Goddard una hoja de papel: un mapa topográfico de 7,5 minutos también del Departamento de Mediciones, en el que Holroyd había superpuesto en rojo la imagen final de su ordenador a una escala adecuada.

—Se trata de una imagen tomada la semana pasada desde la lanzadera espacial, procesada digitalmente. La delgada línea intermitente de color negro que recorre la zona es la antigua ruta anasazi.

Goddard tomó la hoja entre sus manos estrechas y pálidas.

—Extraordinario —murmuró—. ¿Ha dicho durante el vuelo de la semana pasada? —Miró a Nora de nuevo con un brillo de curiosidad y admiración en los ojos.

—La línea de puntos muestra una reconstrucción del recorrido que siguió mi padre por la zona, siguiendo lo que creía que era la ruta. Cuando extrapolamos el camino que obtuvimos a partir de la imagen del radar para colocarlo sobre este mapa, descubrimos que coincidía punto por punto con la ruta de mi padre. La carretera parece conducir hasta el extreme noroccidental desde las ruinas de Betatakin a través de este laberinto de cañones y por encima de esta enorme cordillera, que mi padre bautizó con el nombre de la Espalda del Diablo. Entonces parece adentrarse en un desfiladero muy angosto para ir a parar a esta diminuta garganta escondida de aquí. Es en algún lugar del desfiladero donde esperamos encontrar la ciudad.

Goddard empezó a menear la cabeza.

—Es asombroso, pero Nora… los antiguos caminos anasazi que conocemos, Chaco y el resto, siguen una línea recta, mientras que esta ruta se retuerce y serpentea como una culebra.

—Ya, yo también lo he pensado —dijo Nora—. Todo el mundo ha creído siempre que el cañón del Chaco era el centro de la cultura anasazi, las catorce Casas Grandes del Chaco con Pueblo Bonito en el centro, pero mire esto…

Desplegó otro mapa que mostraba la totalidad de la meseta del Colorado y la cuenca del río San Juan. En el extremo inferior derecho alguien había superpuesto un esquema del yacimiento arqueológico del cañón del Chaco, de manera que las gigantescas ruinas de Pueblo Bonito aparecían rodeadas por un círculo de comunidades dispersas. Habían trazado una gruesa línea roja desde Pueblo Bonito que pasaba a través del círculo y atravesaba media docena de otros yacimientos importantes, para proseguir en línea recta hacia el extremo superior izquierdo del mapa y terminar en una X.

—Esta X señala lo que calculo que debe de ser la ubicación exacta de Quivira —dijo Nora con voz queda—. Todos estos años hemos dado por sentado que era el mismísimo Chaco el punto de destino de las rutas anasazi, pero… ¿y si no lo era? ¿Y si, por el contrario, sólo era un punto de recogida en la peregrinación ritual a Quivira, la ciudad de los sacerdotes?

Goddard meneó la cabeza lentamente.

—Es fascinante… Aquí hay pruebas más que suficientes para justificar una expedición. ¿Ha pensado ya en cómo va a llegar hasta allí? ¿En helicóptero tal vez?

—Bueno, fue lo primero que se me ocurrió, pero no se trata de un yacimiento remoto normal y corriente. Esos cañones son demasiado estrechos y la mayoría de ellos tienen más de trescientos metros de profundidad. Hay fuertes vientos, numerosos despeñaderos y muy pocas zonas llanas donde aterrizar. He estudiado los mapas a fondo y no hay ningún lugar en ochenta kilómetros a la redonda donde posarse con un helicóptero sin peligro. Por razones obvias, los todoterrenos quedan descartados, así que no nos quedará más remedio que utilizar caballos. Son baratos y pueden cargar con buena parte del equipo.

Goddard resopló mientras consultaba el mapa.

—No parece mala idea, pero no estoy seguro de que sea posible recorrer esa ruta, aunque sea a caballo. Todos estos desfiladeros cierran el paso ya en su mismísimo nacimiento. Aunque utilizase ese asentamiento indio del norte como punto de partida para la expedición, el simple trayecto hasta el pueblo sería un auténtico infierno. Y luego no verían ni una gota de agua durante los siguientes cien kilómetros. El lago Powell bloquea el acceso al sur. —De pronto, alzó la vista y musitó—: A menos que…

—Así es. Embarcaremos a toda la expedición para atravesar el lago. Ya he hablado con el puerto deportivo de Wahweap en Page y tienen una barcaza de veinte metros de eslora que nos servirá. Si empezásemos en Wahweap, llevásemos los caballos a bordo de la barca hasta el principio del cañón del Serpentine y cabalgásemos desde allí, llegaríamos a Quivira en tres o cuatro días.

Una sonrisa iluminó el rostro de Goddard.

—Nora, es un plan perfecto. Hagámoslo realidad.

—Una última cosa… —empezó a decir mientras guardaba los mapas en el portafolios sin levantar la mirada de ellos—. Mi hermano necesita trabajo. Sabe hacer cualquier cosa, se lo aseguro, y me consta que con la supervisión adecuada podrá realizar sin problemas la clasificación y catalogación del material de Río Puerco y las Gallego.

—El reglamento del instituto prohíbe el nepotismo… —Goddard no concluyó la frase al ver la media sonrisa que involuntariamente había asomado a los labios de Nora. El anciano la miró de hito en hito y, por un momento, ella creyó que iba a montar en cólera. Sin embargo, su cara se iluminó de nuevo—. Nora, es usted digna hija de su padre —señaló—. No confía en nadie y es una negociadora de primera. Tiene alguna petición más que realizar. Preséntela ahora o calle para siempre.

—No, eso es todo.

En silencio, Goddard le tendió la mano.

10

S
e oyó un brusco martilleo y Nora estuvo a punto de dejar caer la pieza que tenía entre las manos. Levantó la vista de su escritorio con una mirada de pánico y el corazón latiéndole con fuerza. La cara ceñuda de Skip se asomaba al marco de la ventana de vidrio de la puerta del despacho. Nora se reclinó en la silla y respiró hondo, aliviada. Skip levantó una mano y, con un gesto exagerado, señaló hacia el pomo de la puerta.

—¡Menudo susto me has dado! —exclamó su hermana mientras le dejaba entrar. Los dedos todavía le temblaban al volver a echar el pestillo de la puerta—. Por no hablar de los dos años que me descontarían de mi sueldo si hubiese roto esta vasija Mogollón.

—¿Desde cuándo echas el pestillo de tu despacho? —preguntó Skip mientras se repantigaba en la única silla que no estaba repleta de libros y se colocaba una cartera de grandes dimensiones encima de las rodillas—. Escucha, Nora, quiero enseñarte…

—Lo primero es lo primero —lo interrumpió Nora—. ¿Recibiste mi mensaje? —Skip asintió y le entregó el maletín. Nora desató las correas de cuero y miró en su interior. La vieja Ruger de su padre yacía en el fondo, enfundada en una pistolera desastrada.

—Oye, ¿para qué diablos la quieres? —le preguntó Skip—. ¿Algún ajuste de cuentas con tus colegas académicos?

Nora negó con la cabeza.

—Skip, quiero hablar contigo en serio por una vez. El instituto ha acordado financiar una expedición a Quivira. Me marcho dentro de un par de días.

Skip abrió los ojos desorbitadamente.

—¡Eso es fantástico! Desde luego, no pierdes el tiempo. ¿Cuándo salimos?

—Sabes perfectamente que tú no vienes —replicó Nora—, pero te he conseguido un trabajo, aquí mismo, en el instituto. Empiezas a trabajar el lunes.

Esta vez su hermano entornó los ojos.

—¿Un trabajo? Pero si no tengo ni puta idea sobre arqueología.

—¿Y qué me dices del tiempo que pasaste con papá de rodillas y arrastrándote por el rancho, buscando restos arqueológicos? Vamos… Además, es un trabajo fácil, una tarea de primer curso de carrera. Mi compañera, Sonya Rowling, te enseñará las instalaciones, te dirá cómo empezar, responderá a tus preguntas y te evitará problemas.

—¿Es guapa?

—Está casada. Escucha, estaré fuera unas tres semanas. Si para cuando vuelva no te gusta lo que haces, podrás dejarlo, pero te mantendrá ocupado de momento. —Y así estarás en un lugar seguro durante el día, se dijo—. ¿Te importa cuidar de mi casa mientras estoy fuera? Y… ¿podrás dejar mis cosas en paz, para variar? —Meneó la cabeza con gesto de resignación y agrego—: Utilizas mi ducha, te llevas mi cepillo para el pelo… Creo que debería empezar a cobrarte alquiler.

—¡Yo no me he llevado tu cepillo para el pelo! —protestó Skip—. Vaya, seguro que lo usé, pero lo dejé en su sitio. Ya sé lo neurótica que eres con esa clase de cosas.

—Neurótica, no. Sólo ordenada. —Lo miró de hito en hito—. Oye,
y
hablando de cuidar de mí casa…; dónde está
Thurber?
¿No lo has traído contigo?

Skip esbozó una extraña sonrisa.

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