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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (2 page)

En los minutos de silencio que siguieron, se oyó una nueva pisada, más cerca de la escalera.

—¿Teresa? —exclamó Nora de nuevo, esperando contra toda esperanza que fuese ella.

Acto seguido, oyó algo más, un sonido gutural y amenazador parecido a un gruñido.

Perros, pensó con una súbita e inmensa oleada de alivio. Sin duda los perros salvajes de las inmediaciones habían estado utilizando la casa como guarida. Decidió no razonar por qué aquella explicación le parecía un consuelo.

—¡Eh! —exclamó, blandiendo la linterna—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de esta casa!

Una vez más, sólo obtuvo silencio como respuesta.

Nora sabía cómo manejar a los perros callejeros. Bajó las escaleras con paso decidido, hablando en voz alta y con tono firme. Al llegar al último escalón, iluminó la sala de estar con la linterna.

Estaba vacía. Los perros debían de haber huido al oírla aproximarse.

Nora respiró hondo. A pesar de que aún no había inspeccionado la habitación de sus padres, decidió que ya era hora de marcharse.

De camino a la puerta principal, oyó otro paso sigiloso, y luego uno más, angustiosamente lento y calculado.

Enfocó la linterna hacia el lugar de donde provenían los pasos, al tiempo que percibía el sonido de un resuello débil y entrecortado, una especie de murmullo ronroneante y monótono. El mismo aroma de flores invadía el aire de la estancia, esta vez con mayor intensidad.

Permaneció inmóvil, paralizada por la sensación tan inusual de sentirse amenazada, dudando entre apagar la linterna y esconderse o salir corriendo de allí.

Unos segundos después, con el rabillo del ojo, vio una enorme figura peluda corriendo por la pared. Estaba volviéndose para enfrentarse a ella cuando de pronto recibió un fuerte golpe en la espalda.

Cayó al suelo, sintiendo el contacto de algo peludo y rugoso en la nuca. Se oía un bramido húmedo y maníaco, como si una jauría, de perros rabiosos estuviera devorándose. Le propinó una violenta patada a aquella bestia, que lanzó un gruñido pero relajó sus garras por un instante, dando a Nora la oportunidad de zafarse de ella. Justo cuando se disponía a dar un salto hacia adelante, una segunda figura la atacó con furia y la derribó, aterrizando justo encima de ella. Nora se retorció mientras las diminutas partículas de vidrio se le clavaban en la piel y aquella forma oscura se abalanzaba sobre ella para retenerla contra el suelo. De pronto vio un vientre desnudo, cubierto de manchas relucientes y rayas, como las de un jaguar; unas garras afiladas y peludas; un vientre frío, húmedo y animal… con un cinturón de conchas de plata. Unos ojos pequeños, terroríficamente rojos y brillantes, la miraban atentos a través de unas hendiduras mugrientas hechas en una máscara de gamuza.

—¿Dónde está? —le preguntó una voz con dureza y brusquedad, hablándole directamente a la cara e impregnándola con la dulce pestilencia de la carne podrida.

Nora no logró articular palabra.

—¿Dónde está? —repitió la voz, cruda e imperfecta, como si fuera una alimaña imitando la voz humana. Unas garras implacables le asían el cuello y el brazo derecho como tenazas.

—¿El qué…? —logró articular con voz ronca.

—La carta —farfulló la bestia, agarrándola aún con más fuerza—. O te arrancamos la cabeza.

Nora trató de zafarse desesperadamente de aquellas garras, pero la presión sobre su cuello era cada vez más intensa. Sintió que le faltaba el aire y empezó a toser de dolor y miedo.

De pronto, un fogonazo de luz y una ensordecedora explosión atravesaron la oscuridad. La presión en su cuello se aflojó y, retorciéndose frenéticamente, Nora logró liberarse de las garras de su captor. Se apartó a un lado, rodando por el suelo, cuando una segunda explosión abrió un boquete en el techo y proyectó una lluvia de fragmentos de yeso y madera sobre su cabeza. Desesperada, Nora se puso de pie al tiempo que los cristales se desparramaban por la estancia. La linterna se cayó al suelo y la mujer empezó a dar vueltas sobre sí misma, desorientada.

—¿Nora? —oyó cómo alguien la llamaba—. ¿Eres tú, Nora? —Enmarcada por la tenue luz de la puerta principal, había una figura rolliza de pie, escopeta en mano.

—¡Teresa! —exclamó Nora entre sollozos, y se acercó con paso vacilante hacia la luz.

—¿Estás bien? —le preguntó Teresa, agarrándola por el brazo para ayudarla a recuperar el equilibrio.

—No lo sé.

—Larguémonos de aquí.

Una vez en el exterior, Nora se hincó de rodillas en el suelo, absorbiendo el fresco aire del crepúsculo y tratando de recuperar el ritmo natural de su pulso.

—¿Qué ha pasado? —oyó preguntar a Teresa—. He oído unos ruidos, como una pelea, y luego vi tu linterna.

Nora se limitó a negar con la cabeza, jadeando.

—Menuda jauría de perros salvajes. Tenían un aspecto terrorífico, y eran casi tan grandes como lobos…

Nora volvió a menear la cabeza y dijo:

—No. No eran perros. Uno de ellos me habló.

Teresa la miró más de cerca.

—Oye, parece que te han mordido en el brazo. Será mejor que te lleve al hospital.

—De eso ni hablar.

Teresa estaba escudriñando con la mirada los oscuros contornos de la casa, con el entrecejo fruncido.

—Desde luego, se han largado como alma que lleva el diablo. Primero eran los críos y ahora los perros salvajes. Pero ¿qué clase de perros salvajes son capaces de desaparecer tan…?

—Teresa, uno de ellos me habló, ¿me oyes?

Teresa la miró, esta vez con mayor detenimiento, al tiempo que una sombra de escepticismo oscurecía su mirada.

—Debe de haber sido horrible —contestó al fin—. Deberías haberme avisado de que venías. Te habría esperado aquí abajo en compañía del señor Winchester —ironizó, dando unas palmaditas al arma.

Nora observó su sólida figura, la cara estropeada pero llena de determinación de aquella mujer. Sabía que no la había creído, pero no tenía fuerzas para ponerse a discutir.

—La próxima vez lo haré —dijo.

—Espero que no haya próxima vez —señaló Teresa con delicadeza—. O mandas echar abajo este lugar o lo vendes y dejas que otro se encargue de hacerlo. Está convirtiéndose en un problema, y no sólo para ti.

—Sé que está en ruinas, pero odio tener que pensar en desprenderme de él. Lamento que te haya causado problemas también a ti.

—Creí que tal vez esto te haría cambiar de idea. ¿Quieres entrar y te preparo algo de comer?

—No, gracias, Teresa —respondió Nora tan enérgicamente como pudo—. Estoy bien.

—Es posible —añadió Teresa—, pero será mejor que te pongas la antirrábica de todas formas.

Nora vio a su vecina volver hacia el estrecho sendero que conducía de vuelta a la cima de la colina. A continuación se deslizó en el asiento del conductor de su camioneta y, con mano temblorosa, echó el seguro de todas las puertas. Inmóvil, sintiendo cómo el aire entraba y salía de sus pulmones, observó la lejana figura de Teresa fundirse lentamente con el oscuro grueso de la ladera. Cuando por fin sintió que recuperaba de nuevo el control de sus miembros, buscó a tientas la llave de contacto y se estremeció al sentir una repentina punzada de dolor en el cuello.

Trató de arrancar el motor en vano y soltó un exabrupto. Necesitaba un coche nuevo… y un montón de cosas nuevas en su vida.

Lo intentó de nuevo y finalmente el motor volvió a la vida entre sacudidas. Apagó los faros para ahorrar batería y, arrellanándose en el asiento, pisó el acelerador con suavidad, esperando que el motor se desatascase.

A un lado, un destello plateado brilló brevemente. Nora se volvió y vio una enorme figura, negra y peluda, saltando hacia ella en medio de las últimas sombras de aquel atardecer en el cielo de poniente.

Nora accionó el cambio de marchas de la vieja camioneta, encendió los faros y pisó el acelerador. El motor rugió como respuesta y el vehículo salió dando bandazos del patio delantero.

Cuando atravesaba la verja interior a toda pastilla, vio horrorizada que aquel engendro estaba persiguiéndola.

Pisó a fondo el pedal del acelerador mientras la camioneta patinaba por el camino de tierra, levantando una gran polvareda a su paso y llevándose una chumbera por delante. De repente la cosa desapareció, pero Nora siguió acelerando por el camino hacia la verja exterior, mientras las ruedas sorteaban los baches con virulencia. Al cabo de unos minutos que se le hicieron eternos, los faros iluminaron al fin la barrera de protección para el ganado que se alzaba, imponente, entre la oscuridad y la hilera de viejos buzones clavados en una larga tabla de madera horizontal junto al camino. Pisó el freno demasiado tarde, por lo que la camioneta chocó contra la valla y saltó por los aires. Aterrizó con gran estruendo y derrapó sobre la gravilla, golpeando el viejo tablón. Se oyó el crujido de la madera al astillarse y los buzones salieron despedidos hasta caer al suelo.

Nora permaneció en la camioneta, inspirando hondo, mientras el polvo se arremolinaba en torno a los faros. Presa del pánico, puso marcha atrás y pisó el acelerador, mientras las ruedas se obstinaban en permanecer clavadas en la arena. La camioneta se balanceó dos veces antes de que el motor se ahogase.

Bajo la luz de los faros, Nora vio los daños que había provocado: la hilera de buzones viejos ya estaba bastante destartalada antes de aquello, y acababan de reemplazarlos por un flamante conjunto de buzones nuevos que el personal de correos había instalado allí cerca. Sin embargo, era imposible dar marcha atrás: sólo cabía ir hacia adelante.

Nora salió de la camioneta de un salto y, mirando alrededor en busca de indicios de la criatura peluda, se encaminó hasta la parte delantera del vehículo, recogió los buzones maltrechos y los arrastró a un lado, entre la maleza. Vio un sobre en el suelo de tierra y lo recogió. Al volverse para regresar al interior de la camioneta, el haz de luz de los faros iluminó por un instante el nombre y la dirección del destinatario del sobre. Nora se quedó perpleja, paralizada por la sorpresa.

Acto seguido, se metió el sobre en el bolsillo de la camisa, subió al vehículo y logró salir de la arenilla para regresar a la carretera, dirigiéndose a toda velocidad a las luces distantes que, desde la ciudad, le daban la bienvenida.

2

E
l Instituto Arqueológico de Santa Fe se erguía en una baja meseta, entre las estribaciones de los montes Sangre de Cristo y la propia ciudad de Santa Fe. Ningún museo asociado abría sus puertas al público y las clases se limitaban a seminarios de graduados, a los que sólo se asistía con invitación, y a los coloquios del profesorado. Tanto los especialistas visitantes como los profesores residentes superaban en número a los estudiantes. El campus se extendía a lo largo de unas doce hectáreas, con sus edificios bajos de adobe apenas visibles entre los jardines amurallados, los albaricoqueros, los parterres de tulipanes y las hileras de lilas en flor.

El instituto se dedicaba casi en exclusiva a la investigación, las excavaciones y la conservación, y albergaba una de las mejores colecciones del mundo de restos prehistóricos de las tribus indias del sudoeste de Estados Unidos. La institución, que contaba con una buena financiación, era muy reservada y estaba apegada a sus tradiciones, por lo que el resto de la comunidad de arqueólogos profesionales del país la contemplaba con una mezcla de envidia y admiración.

Nora vio salir de la clase al último de sus estudiantes y a continuación recogió sus papeles y los introdujo en un enorme portafolios de piel. Se trataba de la última clase de su seminario: «El abandono del Chaco: causas y circunstancias.» Una vez más, le sorprendió la insólita actitud de los estudiantes del instituto: callados y respetuosos, parecían incapaces de creer la buena suerte que habían tenido al recibir una beca de diez semanas como estudiantes residentes.

Saliendo de la fría oscuridad hacia la luz del sol, avanzó despacio por el sendero de gravilla. Los edificios de la reconstrucción de un antiguo asentamiento en el campus, con sus paredes orgánicas inclinadas y las vigas de soporte, aparecían pintados de un cálido color de herrumbre por la luz de la mañana. Un cúmulo de nubes negras asomaba amenazadoramente por las montañas, coronadas por una aureola blanca y brillante. Cuando alzó la vista para mirarlas, una agudísima punzada de dolor le aguijoneó un costado de su cuello herido. Levantó la mano para aplicarse un masaje mientras una sombra oscura comenzaba a interponerse entre ella y el sol.

Tras cruzar el aparcamiento, dibujó una ruta tortuosa hasta llegar a la parte trasera del campus, girando en un camino de piedra flanqueado por columnas de álamos negros y olmos milenarios. El camino terminaba en un anodino edificio en cuyo pequeño rótulo de madera se leía únicamente la palabra «Archivos».

Nora le mostró su placa al guardia, firmó en el registro y avanzó por un pasillo hasta una entrada de baja altura, deteniéndose en los escalones de cemento que conducían a la penumbra, hacia el sótano de los mapas.

Se puso tensa unos instantes, pues la oscuridad de las escaleras le trajo a la memoria un recuerdo indeseado de la noche anterior. Una vez más, sintió los cristales rotos clavándose en su piel, la fuerza de aquellas garras apretándole el brazo, el olor enfermizo y dulzón…

Apartó de su mente aquel recuerdo y empezó a descender los estrechos escalones.

Las colecciones del instituto contenían numerosas piezas de valor incalculable, aunque no había nada en todo el campus ni en los anexos de las colecciones tan valioso ni vigilado como el contenido de aquel sótano. A pesar de que no albergaba ningún tesoro en su interior, la cripta servía de cobijo para algo mucho más valioso: la localización de los yacimientos arqueológicos conocidos del sudoeste de Estados Unidos. Había más de trescientos mil, desde el monolito más insignificante hasta las ruinas más gigantescas con cientos de estancias en su interior, todos cuidadosamente señalados en la colección de mapas topográficos del Departamento Estadounidense de Mediciones Geológicas del instituto. Nora sabía que sólo se había excavado una fracción minúscula de dichos yacimientos; el resto seguía durmiendo apaciblemente bajo la tierra u oculto en cuevas. Cada número de yacimiento correspondía a una entrada en la base de datos del instituto, rodeada de fuertes medidas de seguridad, que contenía cualquier cosa, desde inventarios detallados o mediciones, a esbozos digitalizados y cartas… mapas electrónicos del tesoro que conducían a millones de dólares en restos prehistóricos.

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