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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (29 page)

Consiguió desprenderse del súbito temor que oprimía la boca de su estómago pensando que, si la ciudad en ruinas hubiese estado a la vista de todo el mundo, ya habría sido descubierta. Ninguna de las cuevas ni los huecos que se habían formado en las franjas superiores podía distinguirse desde abajo y se trataba precisamente de la clase de lugar donde los anasazi preferían construir sus viviendas.

Sin embargo, lo cierto es que su padre había descubierto una clara ruta de escalada. De nuevo buscó con los prismáticos en las paredes rocosas más bajas posibles señales de la existencia de un sendero, pero no vio más que paredes suaves de arenisca roja.

Nora buscó a Sloane con la mirada. I.a joven ya había abandonado su inspección de las paredes y estaba andando por la base de los precipicios, mirando atentamente al suelo. Está buscando fragmentos de cerámica o esquirlas de sílex, pensó Nora con satisfacción, pues era un modo de localizar unas ruinas escondidas más arriba. Cada metro y medio, Sloane se detenía y examinaba las paredes rocosas en ángulo oblicuo, buscando las reveladoras muescas de escasa profundidad que revelaran el comienzo de una senda de montaña.

Nora guardó los prismáticos en los vaqueros húmedos y avanzó por los bancos de piedra que había encima del arroyo, inspeccionando el perfil del suelo en busca de posibles restos culturales. Era consciente de que debían aprovechar las últimas horas de luz para preparar el fuego y la cena pero, como Sloane, también ella se sentía obligada a seguir buscando.

Tardaron diez minutos en llegar al otro lado del valle. Allí, el arroyo desaparecía en otra garganta secundaria, más angosta incluso que la que acababan de atravesar. Estrechas plataformas de piedra se extendían por las paredes rojas a cada lado, y desde el desfiladero de abajo se oía el sonido del agua al caer. Con cuidado, Nora se encaramó al borde. El agua fluía desde el valle en un largo riachuelo y una nube de neblina se formaba justo en el lugar donde el agua golpeaba las rocas, cubriendo el extremo del cañón con un velo acuoso a través del cual era casi imposible ver nada. Se había desarrollado un pequeño microclima, y las rocas estaban cubiertas por una gruesa capa de musgo y helechos. No obstante, sabía por los mapas que el arroyo seguía su curso en una serie de cataratas y charcas, cada una de ellas separada por ocho o nueve metros de rocas que sobresalían por encima. Sería imposible bajar sin tener una gran experiencia en la escalada en roca y, en cualquier caso, la garganta secundaria del fondo parecía demasiado estrecha para permitir el paso de un ser humano. Además, no tenía sentido intentarlo pues, tal como indicaban los mapas, el arroyo seguía su infranqueable curso durante veinticinco kilómetros, hasta desembocar en la parte norte del cañón del Marble y caer en una cascada de trescientos metros de altura sobre el río Colorado. Si alguien quedase atrapado en una riada y se viese transportado por el agua de aquel cañón, iría a dar con sus huesos en el Colorado, hecho picadillo, por supuesto.

Siguió adelante y se detuvo al llegar al pelotón de rocas provocado por el desprendimiento. Hacía fresco a la sombra de los precipicios y sintió un leve escalofrío. La masa de rocas, con sus oscuros agujeros v huecos ocultos entre las gigantescas piedras, le recordó la guarida de unos fantasmas. No parecía lo bastante estable y segura como para intentar escalarla y, en cualquier caso, la pared rocosa de detrás era completamente vertical, careciendo de puntos o hendiduras para sujetarse o apoyar el pie.

Retrocedió para volver al otro lado del arroyo y se encontró con Sloane, que había concluido su propia exploración del terreno. Los ojos almendrados habían perdido parte de su fulgor.

—¿Ha habido suerte? —le preguntó Nora.

Sloane contestó con un ademán de negación.

—Me cuesta creer que pudo haber una ciudad aquí. No he encontrado absolutamente nada.

Por una vez, su sonrisa característica se había esfumado de su rostro y parecía nerviosa, casi enojada. Esta ciudad es tan importante para ella como para mí, pensó Nora.

—Los anasazi nunca construyeron ningún sendero que no condujese a ninguna parte —repuso Nora—, de modo que tiene que haber algo aquí, tiene que haberlo.

—Es posible —dijo Sloane con voz queda escudriñando de nuevo las paredes rocosas que las rodeaban— pero si no hubiese visto esas imágenes por radar ni la cordillera escarpada, me habría costado mucho creer que estábamos siguiendo un camino ni nada parecido estos dos últimos días.

El sol había bajado lo suficiente para empezar a proyectar unas inquietantes sombras sobre la ribera del valle.

—Escucha, Sloane —trató de tranquilizarla Nora—, ni siquiera hemos empezado a inspeccionar este valle. Mañana por la mañana realizaremos una minuciosa exploración, y si aun así no encontramos nada, traeremos el magnetómetro de protones y escanearemos posibles estructuras bajo la arena.

Sloane seguía estudiando con atención los precipicios, como exigiéndoles que le desvelasen sus secretos. Luego miró a Nora y esbozó una leve sonrisa.

—Tal vez tengas razón —convino—. Vamos a preparar una hoguera para ver si se secan estas bolsas.

Después de cavar en el suelo y preparar un círculo de piedras para encender el fuego, Nora se sentó junto a la hoguera y se cambió el vendaje húmedo de los dedos. Los sacos de dormir empezaron a humear ligeramente por el calor.

—¿Que crees que habrá metido Bonarotti en esos paquetes de comida? —preguntó Sloane, echando más troncos de leña al luego.

—¿Por qué no lo averiguamos? —Nora extrajo una cazuela de una bolsa v luego cogió el paquetito que Bonarotti le había dado para desenvolverlo con curiosidad. En su interior había dos bolsas de plástico, todavía secas: una contenía lo que parecía pasta de sopa y la otra una mezcla de hierbas. En la primera aparecía escrita con rotulador negro la frase «Verter en agua hirviendo y dejar cocer durante siete minutos», mientras que en la segunda se leía: «Retirar del fuego, escurrir y añadir esta mezcla.»

Al cabo de diez minutos, retiraron el preparado a base de pasta del fuego, escurrieron el agua y le añadieron el segundo paquete. Al instante la cazuela empezó a desprender un delicioso aroma.

—Cuscús con finas hierbas —susurró Sloane—. Bonarotti es maravilloso, ¿no crees?

Después del cuscús, dieron buena cuenta del plato de Sloane —lentejas con verduras en un caldo de ternera y curry— y luego lavaron los platos. Nora sacudió su saco de dormir y lo extendió sobre la arena blanda, junto al fuego. Tras despojarse de la mayor parte de sus prendas húmedas, se metió en el saco y se tumbó, respirando el aire limpio del cañón, contemplando la bóveda plagada de estrellas que se extendía sobre su cabeza. Pese a las palabras de aliento que le había dicho a Sloane, pese a la estupenda cena, Nora era incapaz de eludir sus propios miedos e inseguridades.

—Bueno, ¿y qué vamos a encontrar mañana, Nora? —La voz ronca de Sloane, asombrosamente cerca en la espesa oscuridad, sirvió de eco de sus propios pensamientos.

Nora se apoyó en un hombro y la miró. Sloane estaba sentada con las piernas cruzadas en el saco de dormir, peinándose el pelo. Sus vaqueros estaban secándose en un arbusto cercano y una camiseta de talla extragrande le colgaba por debajo de las rodillas desnudas. La luz titilante acentuaba aún más sus anchos pómulos, confiriendo a su hermoso rostro un aire misterioso y exótico.

—No lo sé —contestó Nora—. ¿Qué crees que vamos a encontrar?

—Quivira —respondió, casi en un susurro.

—Pues no parecías tan segura hace una hora.

Sloane se encogió de hombros y dijo:

—Bah, seguro que está aquí. Mi padre nunca se equivoca.

La joven esbozó una sonrisa lánguida, pero algo en su voz le indicó a Nora que no bromeaba.

—Por cierto. ¿Qué tal si me hablas de tu padre? —inquinó Sloane.

Nora respiró hondo.

—Bueno, la verdad es que, visto desde fuera, no era más que el típico inútil irlandés. Era un borracho, siempre estaba con la cabeza en las nubes, soñando con sus planes y sus ideas quijotescas. Odiaba el trabajo de verdad. Pero ¿sabes qué? —Levantó la vista para mirar a Sloane—. Era el mejor padre del mundo. Nos quería, y nos lo decía diez veces al día. Era lo primero que nos decía por la mañana al levantarnos y lo último que nos decía por la noche al acostarnos. Era la persona más buena que he conocido en mi vida. Nos llevaba consigo a casi todas sus aventuras. Íbamos a todas partes con él, buscando ruinas perdidas, excavando en busca de tesoros, rastreando viejos campos de batalla con detectores de metales… Ahora la arqueóloga que hay en mí se horroriza de las cosas que llegábamos a hacer. Nos íbamos de excursión a caballo por las montañas Superstition en busca de la mina del Holandés Errante, pasamos un verano en los Gila Wilderness buscando las excavaciones Adams… esa clase de cosas. Aún no entiendo cómo logramos sobrevivir. Mi madre no podía soportarlo, y al final inició los trámites legales para divorciarse de él. Para intentar recuperar a mi madre, mi padre se fue en busca de Quivira y nunca más volvimos a saber de él… hasta que llegó esta vieja carta. Pero él es la razón por la que me hice arqueóloga.

—¿Crees que todavía puede estar vivo?

—No —repuso Nora—. Eso es imposible. Nunca nos habría abandonado de esa manera. —Aspiró el fragante aire nocturno mientras el silencio se asentaba sobre el cañón—. Pero tú también tienes un padre extraordinario —añadió al fin.

Una súbita ráfaga de luz cruzó el cielo oscuro.

—Una estrella fugaz —susurró Sloane, y guardó silencio unos instantes—. Dijiste lo mismo cuando íbamos por el sendero. Supongo que es verdad: es un padre extraordinario. Y espera que yo sea una hija aún más extraordinaria.

—¿En serio?

Sloane siguió contemplando el cielo.

—Supongo que podría decirse que es uno de esos padres que exigen a sus hijos un nivel casi imposible de alcanzar. Siempre me he visto obligada a estar a la altura de lo que se esperaba de mí, a competir. Sólo me permitían traer a casa amigos capaces de participar en una charla intelectual durante la cena, pero nada de lo que hacía era nunca lo bastante bueno, y ni siquiera ahora confía en que logre tener éxito. —Meneó la cabeza con resignación—. Recuerdo que cuando estaba en séptimo curso, mi profesor de piano nos hizo tocar a todos sus alumnos en un recital. Yo había practicado mucho una invención de Bach de tres partes muy difícil y me sentía orgullosa, pero el profesor tenía otra alumna, Úrsula Rein, que era una auténtica virtuosa. Ahora es profesora en Juilliard. El caso es que tocaba justo antes que yo, e interpretó un vals de Chopin al doble de la velocidad normal. —La expresión de su rostro se endureció—. Cuando mi padre la oyó tocar, me hizo levantarme y marcharme con él. Me enfadé tanto… Pasé tanta vergüenza… Había practicado muchísimo y creía que estaría orgulloso de mí. En fin… se inventó una excusa y dijo que le dolía el estómago o algo así, pero yo sabía que el verdadero motivo era que no podía soportar que fuese una segundona. —Se echó a reír y añadió—: Aún me sorprende que me quisiese en esta expedición.

Nora percibió la amargura en su risa.

—Pues eso no parece haberte hecho daño —señaló.

—Porque no lo permito —repuso Sloane, mirando a Nora con un ademán desafiante al apartarse el pelo.

Nora se dio cuenta de que Sloane había malinterpretado su comentario.

—No, no me refería a eso. Lo que he querido decir es que eres…

—¿Y sabes una cosa? —La interrumpió Sloane, como si no la hubiese oído—. No recuerdo ni una sola vez en que mi padre me haya dicho que me quiere.

Apartó la mirada. Nora, sin saber muy bien qué contestar, decidió cambiar de tema.

—Siento curiosidad. Tienes el dinero, el físico y el talento para ser cualquier cosa en la vida. ¿Por qué has querido ser arqueóloga?

Sloane se volvió hacia ella y la sonrisa volvió a su rostro.

—¿Por qué? ¿Es que los arqueólogos tienen que ser pobres, feos y tontos?

—Por supuesto que no.

—Bueno, es algo así como el negocio familiar. Los Rothschild son banqueros, los Kennedy son políticos y los Goddard son arqueólogos. Soy hija única. Me crió para que fuese arqueóloga y no tuve el coraje suficiente para decirle que no.

Otra vez su padre, pensó Nora. Miró a Sloane a la cara e inquinó:

—¿No te gusta la arqueología?

—¡Me encanta! —Respondió, con una breve nota de pasión resonando en su rica voz—. Nunca dejo de pensar en todas las cosas y los secretos preciosos que yacen ocultos bajo el suelo. Están esperando para enseñarnos algo, si es que somos lo bastante listos para encontrarlos. Pero nunca seré lo bastante buena para él, nunca estaré a la altura. —Se interrumpió un momento y luego prosiguió más deprisa—. Es curioso, Nora, pero si encuentro Quivira, ¿sabes a quién van a recordar por esto? ¿Sabes quién va a pasar a la historia como Wetherill y Earl Morris? Yo no. El. —Puso punto final a la frase con una risa áspera y breve. Luego inquirió—: ¿No te parece irónico?

Nora no halló respuesta para sus palabras.

Sloane descruzó las piernas y se tumbó sobre su saco de dormir. Suspiró y se remetió el pelo hacia atrás con un dedo.

—¿Sales con alguien?

Nora guardó silencio un momento para considerar aquel brusco cambio de conversación.

—La verdad es que no —contestó—. ¿Y tú? ¿Sales con alguien?:

—Con nadie a quien no pueda dejar de la noche a la mañana si aparece la persona adecuada. —Sloane hizo una larga pausa, como si estuviese pensando en algo—. Dime una cosa, ¿qué opinas de los hombres de nuestro grupo? Ya sabes, como
hombres.

Nora vaciló de nuevo antes de contestar, sintiéndose un poco incómoda por tener que hablar de ese modo de unas personas que estaban bajo sus órdenes en la expedición, pero la vaporosa calidez del saco de dormir y el brillo de las estrellas, cómplices por su proximidad, disiparon sus recelos.

—La verdad es que no había pensado en ellos como en… bueno, ya sabes, como en futuros maridos o algo así.

Sloane soltó una risa grave.

—Bueno, pues yo sí. A ti te había emparejado con Smithback.

Nora se incorporó de golpe.

—¿Con Smithback? —exclamó—. Es insufrible.

—Pues podría hacer mucho por tu carrera si todo esto sale bien. Además, es un hombre divertido, si te gustan sus ironías. Ha llevado una vida bastante interesante estos dos últimos años. ¿Has leído su libro sobre los asesinatos en el museo de Nueva York?

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