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Authors: Paul Féval

Tags: #Humor, Terror

La Ciudad Vampiro (16 page)

Nuestra querida joven sintió no tener a su lado a William Radcliffe, que sabía tanto griego como un turco. Tuvo que utilizar al doctor Magnus quien, a pesar de su dolor, fue capaz de explicarle que ese nombre parecía haber sido construido con dos raíces diferentes, una de las cuales declinaba del sustantivo
tierra
, al tiempo que la otra conjugaba el verbo
hervir
.

—¡Volcán! —gritó Ann—. ¡Está claro que se trata de un nombre de catástrofe!

Ella
ya sabía lo que debía hacer. Preguntado más tarde, William Radcliffe descubrió que el nombre estaba equivocado y erróneamente construido.

—¡Abrid! —mandó mientras tanto Polly, que se agitaba dentro del cajón—. ¡Abrid y entrad! La más leve demora de un minuto puede exponernos a las más terribles catástrofes.

Franquearon la escalinata y el peristilo. La puerta principal no se encontraba cerrada con llave. Entraron. En el interior, el sepulcro presentaba una gran nave, rodeada de un claustro que la dominaba y sobre el que había una galería de dos pisos: todo se hallaba coronado por una cúpula bizantina. Los muros, las columnas, la bóveda, todo había sido construido con esa piedra ámbar que nuestra Ann acostumbraba a llamar «lunar» y que era casi transparente. Frente a los pilares había una hilera de estatuas, muy juntas unas de otras, y que representaban doncellas, formando un círculo alrededor de una lápida de pórfido situada justo en el centro de la nave.

Las jóvenes doncellas extendían hacia la lápida sus brazos ligeramente redondeados, que sostenían una guirnalda sin fin.

Más adelante todavía, encima de una fila de trípodes nínives, descansaban unos sahumadores de alabastro en los que prendía un desconocido licor, tan pálido que el fuego del espíritu del vino habría parecido rojo a su lado.

En la lápida central descansaba el señor Goëtzi, que yacía de espaldas y con los brazos pegados al cuerpo. El canalla parecía reducido a la nada, sin carne, deshecho y arrugado como un pergamino mojado que se acaba de secar al sol.

—¡Ah, mi querido señor! —exclamó Polly, que se entregaba a exageradas contorsiones dentro del ataúd de hierro—, ¡con qué alegría correría en vuestra ayuda de no estar prisionera! —Sin embargo añadió, casi sin tomar aliento—: ¡Vamos, vosotros! ¡No seáis perezosos! ¡Sacadle el corazón sin hacerle daño!

Pido a ustedes que me permitan utilizar aquí una palabra absolutamente chocante, pero que las circunstancias exigen. Nada es más
fétido
que un vampiro cuando está libre y en su morada. A pesar de que se quemaban innúmeros sahumadores, el señor Goëtzi, que se encontraba muy corrupto además, despedía un olor tan repulsivamente hediondo que nuestros amigos habrían muerto de asfixia, de no ser por los frascos de sales inglesas que habían comprado en Semlin. ¡Ése es el motivo por el que la baronesa contaba con tantos fabricantes de perfumes!

El doctor Magnus cogió su maletín, pero sus manos temblaban terriblemente y comprenderán ustedes por qué cuando les diga que el desventurado padre acababa de reconocer a sus dos hijas entre aquellas estatuas.

—¡Vamos, no os detengáis! —insistía Polly—. Cada minuto es importante. ¡Arrancad el corazón de mi desdichado amo con habilidad y suavemente!

Es cierto que Merry Bones era un irlandés pero, por mi honor, que no se arrugaba ante ninguna empresa. Le arrebató el maletín al doctor Magnus, mientras gritaba:

—¡Que el infierno me lleve si no soy capaz de realizar esta operación! Trabajé como ayudante de carnicero en Galway, y a mucha honra.

—¡Adelante, muchacho! —gimió la voz desde el féretro—. ¡Hazlo firmemente, pero sin que sufra mi amo! El criado irlandés se remangó. Nuestra querida Ann, completamente emocionada, se había colocado en una cómoda posición para poder ver bien cuanto ocurría. Ned Barton y Grey-Jack vigilaban el cajón de hierro, que constantemente amenazaba con abrirse. El doctor Szegeli se encontraba al lado de Merry Bones, dispuesto al menos a dirigir la operación.

El joven pintor esclavonio se había sentado sobre su silla plegable, haciendo unos bocetos.

Evidentemente, no sabría describir con palabras científicas la cirugía que se realizó. Además, puede que no fuese algo demasiado conveniente. Será suficiente con que explique que el señor Goëtzi mantuvo los ojos abiertos y la mirada fija durante todo el tiempo que duró la operación. Su rostro permaneció tan rígido como su cuerpo, reducido a un estado raquítico lamentable.

—Con que le hubiesen dado únicamente veinticuatro horas —decía Polly—, mi querido amo se encontraría gordo y lleno de vitalidad. ¡Cortad! ¡Vamos, cortad! ¡Más hondo! ¡Ay, cómo le amaba!

Al quitarle al paciente la camisa, todos pudieron observar en el costado izquierdo de su pecho, a la altura del corazón, un diminuto orificio redondo con un diámetro semejante al del canuto de una pluma, del que manaba gota a gota la sangre roja. Justo en el momento en que quedó al descubierto este extraño mecanismo de la vegetación de un vampiro, la cúpula comenzó a despedir sonido, mientras los muros, el claustro y las galerías cobraban voz. Fue algo así como una música plañidera, frágil como la luz ambiente, como los mármoles del edificio, o como los titubeantes resplandores que morían en los sahumadores.

El criado irlandés manejó a conciencia el escalpelo, demostrando sus aptitudes de carnicero. Sin embargo, ni una lágrima de sangre manó bajo el filo de acero. Estaba claro que lo único que quedaba se encontraba en el corazón, y que su carcasa estaba ya muerta y reseca. Polly dijo:

—¡Con cuidado, por favor! Mi vida se encuentra unida a la de mi amo por un nervio que habréis de seccionar antes de tocar el corazón. Encontraréis once de estas terminaciones en el pericardio: una para cada uno de mis compañeros. La mía es la primera a la derecha. ¿La veis?

—Sí —reconoció Merry Bones, mientras la cortaba con suma delicadeza.

La antigua Polly experimentó tal descarga que el ataúd de hierro saltó en su sitio.

Entre tanto el corazón había quedado completamente descubierto: aparecía más rojo que una cereza y en perfecto estado de conservación. Nuestra querida Ann, sujetando el frasco de sales bajo la nariz, lo examinaba llena de curiosidad.
Ella
nunca despreció la oportunidad de aprender.

—¿El hornillo ha sido bien encendido? —preguntó la doncella desde el cajón.

—Sí —contestaron Ned y Jack, que se habían encargado de ello.

—¡En ese caso, adiós, amor mío! Os lloraré durante mucho tiempo… ¡Arrancadlo!

Merry Bones cogió de manos del doctor Magnus el cucharón de hierro que habían afilado cuidadosamente, y hundiéndolo hábilmente bajo el corazón, retiró intacta la víscera.

La mirada del señor Goëtzi perdió su brillo y se tornó opaca.

La música, fenomenal vibración de los bloques de pórfido, se extendió como un terrible quejido.

—¡Deprisa! —gritó Polly—. ¡Abrasad el corazón de mi seductor! ¡Quemadlo enseguida! Pero tened cuidado de no perder las cenizas, porque creo que nos serán muy necesarias. ¿Qué hora es?

Nuestra querida amiga echó un vistazo a su reloj, que marcaba las doce menos cuarto.

—¡Ahora todo depende de vuestra rapidez! —prosiguió Polly—. El camino que conduce desde aquí hasta la plaza central es largo y sólo existe una entrada. ¡Avivad el fuego!

La obedecieron. Todos comenzaron a soplar sobre las brasas, en el hornillo, y sobre las ascuas colocaron el corazón del vampiro, que inmediatamente comenzó a crujir y a despedir humo. Empezó además a arder. Despedía llamas como si fuese un
pudding
bañado con ron. Mientras tanto, el cuerpo del vampiro disminuía de tamaño sobre su lápida y sus ojos, animados con horrorosos impulsos, giraban y giraban…

El cucharón comenzó a ponerse al rojo vivo. El criado irlandés lo sujetaba con su chaqueta mojada y plegada varias veces. Los demás soplaban sin parar, exhortados por la voz del ataúd.

El corazón cayó convertido en brasas. Lo que restaba del señor Goëtzi, sobre la lápida, era únicamente un montoncillo de materia transparente a través del cual podían verse algunas cosas muertas: un loro, un perro, una mujer calva, un mesonero barbudo y un crío que sostenía un aro.

La tenue melodía dejó de escucharse, la fría llama de los sahumadores se apagó, las estatuas de las doncellas, después de caer en silencio de sus pedestales, yacían sobre el polvo de pórfido que formaba el suelo, y el enorme cuco negro del reloj holandés volaba en círculos alrededor de la cúpula, desplegando sin cesar sus silenciosas alas.

—Ya hemos terminado el trabajo —dijo Polly, cada vez más calmada en el interior del cajón metálico—. Durante un instante sentí vértigo, pero ya pasó. Ahora tenemos que salir de aquí. Supongo que habréis oído hablar del doctor Samuel Hahnemann, el inventor de la doctrina homeopática. Siempre que me encuentro bien, no creo demasiado en la medicina, pero es evidente que el mejor remedio contra los vampiros es la ceniza de uno de ellos. Tomad algunas pulgadas de la del amo para serviros de ella cuando llegue el momento, y guardad el resto en el fondo del cucharón. ¿Qué hora es?

—Faltan cuatro minutos para las doce —le contestaron.

—¡Rápido entonces! ¡Vamos con esas piernas! ¡Llevadme con vosotros!

Inmediatamente dejaron el monumento cargando consigo el hornillo, ahora inútil, y lo que quedaba de la bolsa de carbón. Edward S. Barton y el pintor esclavonio cargaban con el cajón de hierro, puesto que Merry Bones tenía que proteger sus espaldas con el cucharón en el que se encontraban las cenizas del corazón del vampiro sacrificado. No se burlen de esta medida. Enseguida conocerán ustedes el extraordinario poder de esta medicina.

Respecto al desgraciado padre, el doctor Magnus Szegeli, se obstinaba en cargar con él las estatuas de sus dos hijas. Al no poder hacerlo, ya que eran muy pesadas, se lanzó sobre los restos del vampiro, apoderándose de ellos, con la intención de pisarlos a gusto en su gabinete, sometiéndolos a las mayores humillaciones.
Ella
no se atrevió a censurar aquella pueril, aunque legítima venganza.

Salieron fuera. En el exterior todo permanecía mudo y quieto como antes, aunque algo parecía haber cambiado en los colores uniformes de las tenebrosas y fantásticas perspectivas. Así como la aurora despierta a la noche, lanzando misteriosos destellos sobre las tinieblas, del mismo modo el color intentaba aparecer entre aquellos pálidos y majestuosos monumentos. Podía verse algo de rojo en el descolorido ambiente, y el silencio parecía murmurar de forma confusa…

Los expedicionarios avanzaban a toda velocidad por las calles de Selene, constantemente acuciados por los exhortes de Polly, que desde el fondo del cajón de hierro gritaba hasta la saciedad como si fuese un jockey de Epsom. Y en efecto, ya podían ver que no estaba equivocada. El murmullo que flotaba en el silencio iba creciendo; los destellos, tenuemente rojizos, se iban intensificando, y empezaba a escucharse el ruido del aleteo del enorme cuco negro que continuaba revoloteando en círculo sobre ellos.

En el preciso instante en que nuestros amigos alcanzaban el paso señalado con la estatua de la serpiente, el animal de pórfido, de fenomenales dimensiones, comenzó a ondular lentamente mientras sus anillos, casi diáfanos y hasta ese momento incoloros, adquirían una tonalidad verdosa de indescriptible riqueza.

También en ese mismo momento, un sordo y apagado rumor, procedente de la cúpula central, invadió el espacio con una sucesión de rítmicas vibraciones, y toda aquella pálida quietud que las plazas de la ciudad muerta reflejaban hasta donde alcanzaba la vista, cobró vida repentinamente: una vida verde de cruda y violenta nitidez, en la que las líneas de las junturas de las piedras, que habían sido negras, al adquirir entonces una coloración escarlata, trazaban constantes zigzags de fuego…

Era un espectáculo maravilloso, aunque horrible, y esas tenebrosas maravillas ensombrecían y realzaban sus horizontes infinitos, haciendo que la mente sucumbiese en un mar de espanto.

Polly no paraba de decir:

—¡Apretad el paso! ¡Corred! ¡Escapad de la muerte que se os viene encima! ¿Qué hora es?

—Las doce menos un minuto.

—¡Deprisa, desgraciados! ¡Corred! ¡Vuestra vida está en juego!

Los expedicionarios corrían jadeantes, tropezando constantemente, y bañados por ese helado sudor que la fiebre hace manar sobre el ardiente cuerpo. Se encontraban en medio de la plaza central cuando la trepidante campana de cristal lanzó al aire el primer tañido de la hora veinticuatro. El pájaro negro movió sus alas profiriendo un triunfal cu-cú. De arriba abajo, las ventanas abiertas del enorme santuario dejaron pasar resplandores de hornos que parecieron incendiar sucesivamente el aire, mientras el verde oscuro de los muros se cuadriculaba con líneas de llamas.

En ese momento las doncellas del peristilo comenzaron a contorsionarse y a retorcerse mientras gritaban bajo las garras de los tigres; y las estatuas adquirieron unas poses lascivas sobre sus encendidos pedestales.

La oscuridad y el resplandor, la noche y el día, la gracia y el horror; todo se mezclaba en ese momento y en ese lugar, confundidos en salvaje e infernal promiscuidad. Ya no era ni siquiera un sueño, una pesadilla, un delirio. Era la orgía, el desenfreno de todos aquellos espectros unidos, una guerra, un huracán. La campana de cristal no cesaba de tocar. Después de cada campanada, el pájaro negro profería su salvaje grito, cuya intensidad iba aumentando a medida que el espacio, cada vez más caliente, cubría con los resplandores más sorprendentes aquellas prodigiosas construcciones donde el fuego parecía ser el cemento de aquellos bloques esmeralda.

Con la duodécima campanada, los ramilletes de columnatas y nervaduras de la cúpula más alta se encendieron, avivados por el aleteo del pájaro negro. Las puertas de todos los mausoleos se abrieron en ese momento.

Nuestros amigos, exhaustos de tanto correr, ya no sabían por dónde escapar de aquella plaza rodeada de caminos uniformes, mientras Polly Bird, enloquecida de espanto, les gritaba sin parar: «¡Corred! ¡Vamos! ¡Daos prisa!», sin preocuparse por darles las indicaciones necesarias. Giraban a toda velocidad, jadeantes y sin aliento en un círculo mortal, sin percibir que no avanzaban un palmo y que ya habían pasado diez veces por el mismo sitio. Finalmente Polly gritó: —¡Por el camino del Noctilio! ¡La puerta se encuentra a ese lado! ¡Corred, por el Cielo y el Infierno! ¡Vuestra vida está en juego!

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