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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (50 page)

León Levy podría haber puesto otro nombre a su empresa, además. Cuando Gus Levy tenía veintitantos años, le propuso a su padre un cambio de nombre, pues, según él, podría ayudar a mejorar el negocio, y su padre le había dicho: «Así que ahora Levy Pants no te parece un buen nombre. La comida que comes tú es "Levy Pants". El coche que conduces es "Levy Pants". Yo soy "Levy Pants". ¿Qué gratitud es ésa? ¿Es ésa la devoción que se merece un padre de su hijo? Luego tendría que cambiar mi apellido. Cállate de una vez, desvergonzado. Vete a jugar con tus coches y a divertirte con esas chicas. Ya tengo una depresión a la que enfrentarme, no necesito consejos inteligentes tuyos. Mejor sería que le dieses esos consejos a Hoover. Deberías ir a decirle que cambiara su apellido por el de Schlemiel. ¡Fuera de mi despacho! ¡Cállate!»

Gus Levy miró las fotos y el artículo de la primera página y silbó entre dientes:

—¡Vaya, vaya, caramba!

—¿Qué pasa, Gus? ¿Algún problema? ¿Tienes algún problema? Estuviste toda la noche despierto. Ya oí el baño de remolino, estuvo toda la noche funcionando. Vas a tener una crisis depresiva, ya verás. Vete, por favor, a ver al médico de Lenny antes de que te pongas violento.

—Acabo de encontrar al señor Reilly.

—Supongo que estarás contento.

—¿Tú no? Mira, sale en el periódico.

—¿De veras? Enséñamelo, ven aquí. Siempre tuve curiosidad por saber qué habría sido de ese joven idealista. Supongo que le habrán concedido alguna condecoración.

—Pero si el otro día decías que era un psicópata.

—Si fue lo bastante listo para hacernos ir a Mandeville como dos imbéciles, no puede ser un psicópata. Hay que ver: hasta alguien como ese idealista puede burlarse de ti.

La señora Levy contempló a las dos mujeres, al pájaro, al sonriente portero.

—¿Y él dónde está? No veo ningún idealista —el señor Levy señaló la vaca herida de la calle—. ¿Es ése? ¿En el arroyo? Oh, es trágico. Juerga, borrachera, desesperación, convertido ya en un vagabundo deforme. Anótalo en tu libro, junto a la señorita Trixie y junto a mí, como otra vida que has destrozado.

—Un pájaro le picó en la oreja o algún disparate así. Mira, fíjate en la colección de personajes de los bajos fondos que aparecen en esta foto. Ya te dije yo que tenía antecedentes. Esa gente son sus compinches. Bailarinas de striptease y chulos y pornógrafos.

—Antes estaba consagrado a causas idealistas. Mírale ahora. Pero no te preocupes. Algún día pagarás por todo esto. Dentro de unos meses, cuando Abelman haya acabado contigo, andarás por las calles con un carro, igual que tu padre. Aprenderás lo que pasa cuando se anda jugando con gente como Abelman, cuando se lleva el negocio como un
playboy
. A Susan y Sandra les dará un ataque cuando descubran que no tienen ni un céntimo a su nombre. Te dirán adiós definitivamente. Gus Levy, expadre.

—Bueno, me voy ahora mismo a la ciudad a hablar con ese Reilly. Aclararé el asunto de esa maldita carta.

—Jo jo jo. Gus Levy detective. No me hagas reír. Probablemente escribieras tú mismo esa carta un día, después de ganar en las carreras, porque te sentías bien. Sabía que esto acabaría así.

—Sabes, creo que estás deseando que llegue el juicio. En realidad, quieres verme arruinado, aunque te hundas conmigo.

La señora Levy bostezó y dijo:

—¿Acaso puedo oponerme al destino que te has marcado toda tu vida? Esto demostrará a las niñas que lo que llevo tanto tiempo diciéndoles de ti es cierto. Cuanto más pienso en ese pleito de Abelman, mejor comprendo que todo este asunto es inevitable, Gus. Menos mal que mi madre tiene algo de dinero. Siempre supe que algún día tendría que volver con ella. Ella tendrá que prescindir de San Juan, la pobre. Susan y Sandra no van a vivir de cacahuetes.

—Cállate de una vez, ¿quieres?

—¿Me dices que me calle? —la señora Levy subía y bajaba por la tabla—. ¿Crees que voy a contemplar tu ruina en silencio? Tengo que hacer planes para mí y para mis hijas. En fin, la vida sigue, Gus. No puedo acabar contigo en el arroyo. Menos mal que tu padre no vive: Si él hubiera visto perderse Levy Pants por una broma de mal gusto, verías. Créeme, León Levy te habría hecho huir del país. Aquel hombre tenía valor, decisión. Y, pase lo que pase, habrá una Fundación León Levy. Aunque mamá y yo tengamos que apretarnos el cinturón, crearé esos premios. Quiero honrar y recompensar a la gente que tenga el valor y el coraje que tenía tu padre. No permitiré que arrastres su nombre contigo al arroyo. Cuando acabe lo de Abelman, suerte tendrás si consigues que te contraten como chico del agua en uno de esos equipos que tanto te gustan. Ya verás entonces lo que es trabajar, muchacho, lo que es correr de un sitio a otro con el cubo y la esponja como un pordiosero. Pero no te compadezcas de ti mismo. La culpa es sólo tuya.

El señor Levy se daba cuenta de que la extraña lógica de su esposa exigía que él se arruinase. Su esposa quería presenciar la victoria de Abelman; veía en aquella victoria una extraña justificación. Dado que la señora Levy había leído la carta de Abelman, su pensamiento debía haber estado trabajando en el caso desde todos los ángulos. Mientras pedaleaba en la bicicleta fija o saltaba en la tabla, su sistema de razonamiento probablemente le dijese con progresiva convicción que Abelman debía ganar el pleito. Y no sólo sería una victoria de Abelman sino también una victoria suya. Todos los carteles y signos indicadores, coloquiales y epistolares, que había mostrado a las chicas indicaban el fracaso definitivo y terrible de su padre. La señora Levy no podía permitir que se demostrase lo contrario. Necesitaba aquel pleito y la indemnización de quinientos mil dólares. No le interesaba siquiera que su marido hablase con Reilly. El caso Abelman había pasado del plano puramente material y físico a otro ideológico y espiritual, en el que fuerzas cósmicas y universales decretaban que Gus Levy debía perder, que un desolado Gus Levy, abandonado por sus hijas, debía vagar indefinidamente con el cubo y la esponja.

—Bueno —dijo al fin el señor Levy—. Voy a buscar a ese Reilly.

—Qué decisión. No puedo creerlo. Pero no te molestes, no podrás acusar de nada al joven idealista. Es demasiado listo. Se burlará otra vez de ti. Ya verás. Será otro viaje en vano. Será como volver a Mandeville. Pero esta vez, te detendrán; un hombre ya maduro conduciendo ese juguetito, un coche deportivo de estudiante.

—Iré directamente a su casa.

La señora Levy plegó sus notas de la Fundación y apagó la tabla de ejercicios, diciendo:

—Bueno, si vas a ir a la ciudad, llévame contigo. Me preocupa la señorita Trixie, desde que González informó que le había mordido la mano al gángster. Tengo que verla. Manifiesta de nuevo su antigua hostilidad hacia Levy Pants.

—¿Aún quieres seguir jugando con ese vejestorio? ¿Es que no la has atormentado ya bastante?

—No me dejas hacer siquiera una obra buena. Tu carácter ni siquiera en los libros de psicología está catalogado. Deberías ir de una vez a ver al médico de Lenny, por su bien. En cuanto apareciese tu caso en las publicaciones psiquiátricas, le invitarían a ir a hablar a Viena. Le harías famoso, lo mismo que aquella chica lisiada o algo así, que fue quien situó a Freud en el mapa.

Mientras la señora Levy se cegaba con capas de pintura de ojos aguamarina, preparándose para su excursión de caridad, el señor Levy sacó el coche deportivo del monumental garaje de tres plazas, construido como una sólida y rústica cochera, y se quedó sentado en él, contemplando la plácida bahía. Le brotaban del pecho pequeños dardos de ardor. Tenía que conseguir que Reilly hiciera una especie de confesión. Los leguleyos de Abelman podían barrerle; no podía darle a su esposa la satisfacción de presenciarlo. Si Reilly confesase que había escrito la carta, si, de algún modo, podía salir de aquello bien, cambiaría. Prometía convertirse en una persona nueva. Supervisaría incluso un poquito la empresa. Además, supervisarla un poco era lo más racional y lo más práctico. Una fábrica incontrolada era como un niño incontrolado: podía convertirse en delincuencia, en algo que crease toda clase de problemas que, con un poco de atención, un poco de cuidado, podrían evitarse. Cuanto más al margen se mantuviera de Levy Pants, más le torturaría. Levy Pants era como un defecto congénito como una maldición heredada.

—Toda la gente que conozco tiene un sedán grande —dijo la señora Levy, entrando en el cochecito—. Tú no. Tú tienes que tener un coche de jovencito que cuesta más que un Cadillac y en el que siempre me despeino.

Para demostrar que tenía razón, un mechón enlacado flotó rígido, batido por la brisa, en cuanto salieron a la carretera de la costa. Ambos guardaron silencio durante el viaje por las marismas. El señor Levy pensaba nervioso en su futuro. La señora Levy pensaba en el suyo muy contenta; las pestañas aguamarinas aleteaban tranquilamente al viento. Por fin, entraron atronando en la ciudad, y el señor Levy aceleraba a medida que percibía que se aproximaba a aquel chiflado de Reilly. De juerga con aquella gente por el Barrio Francés... Dios sabe cómo sería la vida personal de aquel Reilly. Un incidente disparatado tras otro, locura tras locura.

—Creo que he desvelado tu problema —dijo la señora Levy cuando aminoraron la marcha, ya en el tráfico urbano—. Tu forma de conducir me ha dado la clave. Se encendió una luz. Ahora sé por qué has ido a la deriva, por qué no tienes ninguna ambición, por qué has tirado a la basura un gran negocio —la señora Levy hizo una pausa para dar un efecto más teatral a sus palabras—. Tienes un impulso de muerte.

—Cállate, te lo digo por última vez.

—Agresividad, hostilidad, resentimiento —dijo muy feliz la señora Levy—. Esto acabará muy mal, Gus.

Como era sábado, Levy Pants había cesado de agredir a su manera el sistema de la libre empresa durante el fin de semana. Los Levy pasaron ante la fábrica que, abierta o cerrada, parecía igualmente moribunda desde la calle. Un humo lánguido, como el que se produce al quemar hojas, brotaba de una de aquellas chimeneas como antenas. El señor Levy se preguntó de qué sería aquel humo. Algún obrero debía haber dejado una de las mesas de cortar pegada a un horno el viernes por la noche. Quizás hubiera alguien allí, incluso, quemando hojas. Cosas más extrañas habían pasado. La propia señora Levy durante una fase de ceramista que tuvo, había utilizado para sus cacharros uno de los hornos de la fábrica.

Después de que pasaron la fábrica y la señora Levy la miró y dijo «triste, triste», giraron, siguiendo el río, y pasaron ante un impresionante edificio de apartamentos de madera situado frente al muelle de la calle Desire. Un rastro de trapos hacía señas a los que pasaban para que subieran las despintadas escaleras de entrada hacia algún objetivo dentro del edificio.

—No tardes demasiado —dijo la señora Levy, mientras pasaba por el proceso de incorporación y desplegado que era necesario para sacar el cuerpo del coche deportivo. Llevaba consigo la bolsa de pastas surtidas holandesas, destinada, en principio, al paciente de Mandeville.

—Estoy hartándome, ya de este asunto. Mejor que me entretenga con las pastas, porque así no tendré que conversar mucho —sonrió a su marido—. Buena suerte con el idealista. No dejes que te engañe otra vez.

El señor Levy continuó hacia la parte alta de la ciudad. En un semáforo comprobó la dirección de Reilly en el periódico de la mañana, doblado y colocado entre los dos asientos. Siguió el río por Tchoupitoulas y giró hacia Constantinopla, saltando por los baches de ésta, hasta que encontró la casa de miniatura. ¿Cómo podía vivir un tipo tan grandote en aquella casa de muñecas? ¿Cómo podía entrar y salir por aquella puerta?

El señor Levy subió las escaleras y leyó el letrero «Paz a cualquier precio», fijado con una chincheta a una de las columnas del porche y el otro, el de «Paz a los hombres de buena voluntad», que estaba clavado con chinchetas en la fachada de la casa. Aquél era el lugar, no había duda. Dentro, sonaba el teléfono.

—¡No están en casa! —gritó una mujer desde detrás de una cortina, en la casa de al lado—. Ese teléfono lleva toda la mañana sonando.

Las persianas de la puerta de entrada de la casa de al lado se abrieron y salió al porche una mujer de rostro atormentado, que apoyó los codos enrojecidos en la barandilla del porche.

—¿Sabe usted dónde está el señor Reilly? —preguntó el señor Levy.

—Yo lo único que sé es que ha salido en el periódico de la mañana. Debería estar en el manicomio. Tengo los nervios destrozados. Cuando me vine a vivir aquí, firmé mi sentencia de muerte.

—¿El vive solo aquí? Una vez que llamé, me contestó una mujer.

—Debía ser su mamá. Tiene también los nervios destrozados. Tendría que meterle en el hospital o donde fuera.

—¿Usted conoce bien al señor Reilly?

—Desde que era un crío. Qué orgulloso estaba su madre de él entonces. En el colegio, las hermanas le querían muchísimo. Era precioso. Y fíjese cómo acabó, tirado en el arroyo. En fin, mejor será que vayan pensando en irse de aquí. No estoy dispuesta a aguantar más. Ahora sí que discutirán de verdad.

—Dígame una cosa, usted conoce bien al señor Reilly, ¿cree usted que es muy irresponsable, o quizás peligroso incluso?

—¿Qué quiere usted de él? —los lúgubres ojos de la señorita Annie se achicaron—. ¿Se ha metido en otro lío?

—Me llamo Gus Levy. El señor Reilly trabajó para mí.

—¿Sí? No me diga. Ese loco de Ignatius estaba orgullosísimo del trabajo que tenía en ese sitio. Yo le oía decirle a su mamá que le iban muy bien las cosas, sí, le iban muy bien. Y, al cabo de unas semanas, le echaron. En fin, si trabajó para usted, le conocerá bien.

¿Es posible que aquel pobre chiflado de Reilly estuviera realmente orgulloso de trabajar en Levy Pants? Siempre lo había dicho, desde luego. Qué mejor prueba de su locura.

—Dígame, ha tenido problemas con la policía, ¿verdad? Tiene antecedentes...

—A su mamá venía a verla un policía. Un policía secreta normal. Pero a Ignatius no. La verdad es que a su madre le gusta algo el pimple. Últimamente no la veo mucho borracha, pero hace un tiempo, empinaba el codo de lo lindo. Un día salí al patio de atrás y se había enredado en una sábana húmeda que estaba colgando del tendal. Señor, vivir al lado de esta gente, me ha acortado la vida por lo menos diez años. ¡Los ruidos! Banjos y trompetas y gritos y chillidos y la televisión. Los Reilly deberían trasladarse al campo, vivir en una granja. Tengo que tomar seis, siete aspirinas, todos los días.

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