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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (54 page)

Santa colgó violentamente el teléfono en el oído de la señora Reilly.

La señora Reilly miró por las persianas de la fachada. Ya estaba oscuro, y eso era bueno. Los vecinos no verían gran cosa si se llevaban a Ignatius durante la noche. Entró corriendo en el baño y se empolvó la cara y la parte delantera del vestido, dibujó una versión surrealista de boca bajo la nariz y entró en el dormitorio a buscar un abrigo. Cuando llegó a la puerta de la calle, se detuvo. No podía despedirse así de Ignatius. Era su hijo.

Se acercó a la puerta del dormitorio y escuchó los vibrantes muelles del colchón que alcanzaban un crescendo en aquel instante, camino de un final digno de
En la mansión del Rey de la Montaña
de Grieg. Llamó, pero no hubo respuesta.

—Ignatius —dijo con tristeza.

—¿Qué quieres? —contestó al fin una voz ahogada.

—Me voy, Ignatius. Quería decirte adiós.

Ignatius no le contestó.

—Ábreme, Ignatius —suplicó la señora Reilly—. Ven a darme un beso de despedida, cariño.

—No me siento nada bien. Apenas puedo moverme.

—Vamos, hijo.

La puerta se abrió despacio. Ignatius asomó al pasillo su cara gorda y gris. Los ojos de su madre se humedecieron al ver el vendaje.

—Ahora dame un beso, cariño. Siento que todo tuviera que acabar así.

—¿Qué significan todos esos tópicos lacrimosos? —preguntó receloso Ignatius—. ¿Por qué estás de pronto tan complaciente? ¿No estás citada en algún sitio con algún viejo?

—Tenías razón, Ignatius. Tú no puedes ir a trabajar. Tendría que haberme dado cuenta de ello. Debería haber intentado pagar esa deuda de otro modo —de los ojos de la señora Reilly se deslizó una lágrima que dejó un caminito de piel limpia entre los polvos—. Si llama el señor Levy, no cojas el teléfono Ya me encargaré yo de eso.

—¡Oh, Dios mío! —bramó Ignatius—. Ahora sí que estoy en un buen lío. Sabe Dios lo que estás planeando. ¿Adonde vas?

—Quédate en casa y no contestes al teléfono.

—¿Por qué? ¿Qué es esto? —los ojos enrojecidos de Ignatius relampaguearon aterrados—. ¿Qué andabas cuchicheando por teléfono?

—No tendrás que preocuparte del señor Levy, hijo. Yo lo arreglaré todo. Recuerda que tu pobre mamá pensó siempre en tu bienestar.

—Eso es lo que me da miedo.

—No te enfades nunca conmigo, cariño —dijo la señora Reilly, y, dando un salto con los zapatos de jugar a los bolos, que no se había quitado desde que Angelo la había telefoneado la noche anterior, abrazó a Ignatius y le dio un beso en el bigote.

Luego, le soltó y corrió hacia la puerta de la calle, donde se volvió y dijo:

—Siento haber chocado con aquel edificio, Ignatius. Te quiero.

Las persianas se cerraron y la señora Reilly desapareció.

—Vuelve —atronó Ignatius. Se lanzó a abrir las persianas, pero el viejo Plymouth, uno de los neumáticos delanteros sin guardabarros y al aire como si fuera un coche de carreras, se puso en marcha—. ¡Vuelve, por favor, madre!

—Silencio —gritó la señorita Annie desde la oscuridad.

Algo se traía su madre entre manos, algún torpe plan, algún proyecto que le destruiría para siempre. ¿Por qué había insistido en que no se moviese de casa? Ella sabía que no iría a ninguna parte en el estado en que se hallaba. Localizó el número de Santa Battaglia y lo marcó. Tenía que hablar con su madre.

—Aquí Ignatius Reilly —dijo, cuando Santa descolgó—. ¿Va mi madre ahí esta noche?

—No, no viene aquí —respondió Santa con frialdad—. No he hablado con su madre en todo el día.

Ignatius colgó. Algo pasaba. Había oído decir a su madre «Santa» al teléfono por lo menos dos o tres veces aquel día. Y aquella última llamada telefónica, aquella conversación en cuchicheos justo antes de que su madre se fuera. Su madre sólo hablaba en cuchicheos con la alcahueta de la Battaglia y eso sólo era cuando intercambiaban secretos. Ignatius sospechó inmediatamente el motivo de aquella despedida tan sentimental de su madre, una despedida que parecía definitiva. Ya le había dicho que la alcahueta de la Battaglia había aconsejado unas vacaciones para él en el pabellón psiquiátrico del Hospital de Caridad. De repente, todo empezó a tener sentido. Si estaba en un pabellón psiquiátrico, no podrían procesarle ni Abelman ni Levy ni quien quisiera llevar el caso adelante. Quizá le demandaran ambos, Abelman por difamación y Levy por falsificación. Para la mente estrecha de su madre, el pabellón psiquiátrico debía resultar una alternativa aceptable. Era muy propio de ella hacer, con las mejores intenciones, que acogotaran a su hijo con una camisa de fuerza y lo electrocutasen con tratamiento de choque. Por supuesto, quizá su madre no pensase esto, ni mucho menos. Sin embargo, tratándose de ella, era preferible estar siempre preparado para lo peor. La mentira de la Battaglia, por otra parte, no resultaba nada tranquilizadora.

En Estados Unidos, uno es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad. Quizá la señorita Trixie hubiera confesado. ¿Por qué no había vuelto a telefonear el señor Levy? Ignatius no sería encerrado en una clínica mental mientras, legalmente, fuese inocente aún del asunto de aquella carta. A la vista del señor Levy, su madre había reaccionado, cosa muy propia de ella, del modo más irracional y emotivo posible «Yo me encargaré de todo.» «Yo me ocuparé de ti.» Sí, ella arreglaría las cosas maravillosamente. Le enchufarían con una manguera. Un psicoanalista cretino intentaría captar la singularidad de su visión del mundo. Frustrado, el psicoanalista haría que le encerraran en una celda acolchada de dos metros por uno. No, eso era inconcebible. Prefería la cárcel. Allí sólo te limitaban físicamente. En una clínica mental jugaban con tu alma y con tu visión del mundo y con tu mente. Eso nunca lo toleraría. Su madre se había mostrado tan reservada respecto a aquella misteriosa protección que le iba a proporcionar... todos los indicios señalaban el Hospital de Caridad.

¡Oh funesta Fortuna!

Ahora paseaba por la casa como una víctima. Los forzudos que el hospital utilizaba para estos casos tenían sus puntos de mira directamente centrados en él. Ignatius Reilly, el pichón, el plato, el blanco fácil. La víctima. Su madre quizá se hubiera ido simplemente a una de sus bacanales de bolera. Por otra parte, en aquel momento, podría estar entrando en la Calle Constantinopla un camión con rejas.

Huye. Huye.

Ignatius miró en su cartera. Los treinta dólares habían desaparecido, confiscados al parecer en el hospital por su madre. Miró el reloj. Eran casi las ocho. Entre siestas y sesiones de guante, habían pasado la tarde y el oscurecer con gran rapidez. Ignatius buscó en su habitación, arrojando al aire cuadernos, aplastándolos con los pies, sacándolos de debajo de la cama. Encontró algunas monedas y pasó luego al escritorio, donde encontró algunas más. Sesenta centavos en total, una suma que bloqueaba y limitaba vías de escape. Podía hallar un refugio seguro, al menos, para el resto del día: el Prytania. Cuando cerraran el cine, podría darse una vuelta por la Calle Constantinopla para ver si su madre había vuelto a casa.

Se vistió en un torpe frenesí. El camisón de franela roja salió volando y quedó colgado de la lámpara. Metió los pies en las botas y se enfundó como pudo los pantalones de tweed, que a duras penas pudo abotonar en la cintura. Camisa, gorra, abrigo, Ignatius se los puso a ciegas y corrió al pasillo, tropezando con las estrechas paredes. Cuando llegaba a la puerta de entrada, resonaron contra las persianas tres golpes ruidosos.

¿Volvía el señor Levy? La válvula emitió una señal de inquietud que estableció comunicación con las manos. Se rascó el sarpullido y atisbo por las persianas, esperando ver varias bestias hirsutas del hospital.

Pero allí en el porche estaba Myrna, con un informe abrigo de pana, de color aceituna pardo. Llevaba el pelo negro recogido en una cola de caballo que le giraba por debajo de una oreja y le caía sobre el pecho. Llevaba al hombro una guitarra.

Ignatius estuvo a punto de lanzarse a través de aquella persiana, rompiendo listones y pestillos, y enroscar aquella cola de caballo como si fuese cáñamo alrededor del cuello de Myrna hasta que se pusiera azul. Pero ganó la razón. No estaba mirando a Myrna. Lo que allí veía era una vía de escape. Fortuna se había enternecido. No era tan depravada como para coronar aquel ciclo maligno acogotándole con una camisa de fuerza, encerrándole en una tumba de cemento iluminada por tubos fluorescentes. Fortuna quería corregirse. Había conjurado a Myrna y la había sacado de un metro, de un piquete, del lecho acre de algún existencialista eurasiano, de las manos de algún budista negro epiléptico, del verboso ambiente de una sesión de terapia de grupo.

—Ignatius, ¿estás en este basurero? —dijo Myrna con su voz lisa, directa, y ligeramente hostil.

Myrna golpeó de nuevo las persianas, atisbando a través de sus gafas de montura negra. Myrna no era astigmática; los cristales eran claros. Llevaba las gafas para mostrar su dedicación y la seriedad de sus objetivos. Sus pendientes balanceantes reflejaban los rayos de la farola como tintineantes adornos chinos de cristal.

—Óyeme, sé que hay alguien ahí dentro. Te oí venir por el pasillo. Abre esas persianas desvencijadas.

—Sí, sí, estoy aquí —gritó Ignatius; abrió las persianas y las empujó hacia afuera—. Gracias a Fortuna que has venido.

—Jesús. ¿Qué aspecto tan horrible tienes? Parece como si hubieras tenido una crisis nerviosa o algo parecido. ¿Y ese vendaje? Ignatius, ¿qué pasa? Pero cómo has engordado. Acabo de leer esos patéticos carteles del porche. Chico, pues sí que estás bueno.

—He pasado por un verdadero infierno —balbució Ignatius, metiendo a Myrna en el pasillo, tirándole de una manga del abrigo—. ¿Por qué te fuiste de mi vida, muchacha? Tu nuevo peinado es fascinante y cosmopolita.

Cogió la cola de caballo y la apretó contra su húmedo bigote, besándola vigorosamente.

—El aroma a hollín y carbonilla de tu pelo me estimula y me habla del Bronx trepidante. Hemos de irnos inmediatamente. Debo ir a florecer a Manhattan.

—Ya sabía yo que algo pasaba. Pero esto... Estás muy mal, Ig.

—Rápido. Vamonos a un motel. Mis impulsos naturales claman pidiendo un desahogo. ¿Llevas algo de dinero?

—No te burles de mí —dijo furiosa Myrna.

Y cogió la cola de caballo de las manazas de Ignatius y se la echó sobre el hombro, sobre la guitarra, en la que aterrizó con estruendo.

—Mira, Ignatius. Estoy molida. Llevo en la carretera desde las nueve de la mañana de ayer. En cuanto te eché aquella carta sobre el Partido de la Paz, me dije: «Myrna, escucha. Este chico necesita algo más que una carta. Necesita tu ayuda. Está hundiéndose a toda prisa. ¿Tienes valor suficiente para salvar a un individuo que se pudre delante de ti? ¿Estás dispuesta a librar de la catástrofe a ese individuo?» Salí de la oficina de correos, subí al coche y partí hacia aquí. Estuve conduciendo toda la noche, sin parar. En fin, cuanto más pensaba en el extraño telegrama del Partido de la Paz, más inquieta me sentía.

Myrna debía andar escasa de causas en Manhattan.

—No te lo reprocho —exclamó Ignatius—. ¿Verdad que era horrible el telegrama? Una fantasía delirante. Llevo semanas hundido en la depresión. Después de todos estos años que he pasado apegado a mi madre, ella ha decidido casarse y quiere librarse de mí. Tenemos que irnos. No puedo quedarme en esta casa ni un minuto más.

—¿Qué? ¿Y quién podría casarse con ella?

—Gracias a Dios que tú lo comprendes. Te das cuenta de lo ridículo y absurdo que resulta todo.

—¿Y dónde está? Me gustaría explicarle a esa mujer lo que te ha hecho.

—Está por ahí, fallando el análisis de sangre en este momento. No quiero volver a verla.

—Lo comprendo. Pobre muchacho. ¿Qué has estado haciendo, Ignatius? Supongo que no has salido de tu habitación...

—No, llevo semanas ahí metido. Inmovilizado por una apatía neurótica. ¿Recuerdas la carta delirante sobre la detención y el accidente? La escribí cuando mi madre conoció a ese viejo libertino. Fue entonces cuando empezó mi desequilibrio. Desde entonces, ha sido un proceso continuo de hundimiento que culminó en la esquizofrenia del Partido de la Paz. Esos carteles de ahí fuera eran sólo una manifestación física de mi calvario interno. Mi deseo psicótico de paz era sin duda una tentativa voluntaria de poner fin a las hostilidades en esta casa. No sabes cuánto te agradezco que seas lo bastante sensible para analizar los delirios de mis cartas. Eran señales angustiosas escritas en un código que tú, gracias a Dios, supiste comprender.

—Por tu peso veo claramente lo inactivo que has estado.

—He engordado mucho. Estaba siempre tumbado en esa cama y buscaba apaciguamiento y sublimación en la comida. Ahora, apresurémonos. Tengo que salir de esta casa. Despierta en mí asociaciones terribles.

—Hace mucho que te dije que te fueras de aquí. Vamos, haz el equipaje —la voz monótona de Myrna iba adquiriendo progresivo entusiasmo—. Esto es fantástico. Sabía que tarde o temprano tendrías que largarte de aquí para preservar tu salud mental.

—Ay, si te hubiera escuchado antes; no habría tenido que pasar por estos horrores.

Ignatius abrazó a Myrna y la apretó, guitarra incluida, contra la pared. Se daba cuenta de que la muchacha estaba desbordante de alegría por haber hallado una causa legítima, un nuevo movimiento.

—Habrá un lugar para ti en el cielo, muchacha. Ahora, larguémonos a toda prisa.

Intentó arrastrarla hacia la puerta, pero ella dijo:

—¿No quieres llevar nada?

—Oh, sí, claro. Están todas mis notas y mis apuntes. No podemos permitir que caigan en manos de mi madre. Podría ganar una fortuna con ello. Sería demasiado irónico —entraron en su habitación—. Por cierto, has de saber que mi madre está gozando de las dudosas atenciones de un fascista.

—¡Oh, no!

—Sí. Mira esto. No te puedes imaginar cómo me han torturado.

Entregó a Myrna uno de los folletos que su madre había deslizado por debajo de la puerta de su dormitorio. ¿Es su vecino un verdadero norteamericano? Myrna leyó una nota escrita al margen: «Lee esto, Irene. Es bueno. Al final hay algunas preguntas que puedes hacerle a tu chico.»

—¡Oh, Ignatius! —gimió Myrna—. ¿Cómo ha sido esto?

—Traumático y horrible. En este momento, creo que están por ahí azotando a un moderado al que mi madre oyó hablar en favor de las Naciones Unidas esta mañana en la tienda. Ha estado todo el día murmurando sobre ese incidente —Ignatius bostezó—. Han sido semanas de terror.

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