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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

La hora del ángel (28 page)

Sus manos estaban envueltas en trapos, a excepción de las puntas de los dedos. En cuanto a los estudiantes, la mayoría llevaba guantes. Yo también sentía mis manos heladas a pesar de llevar puestos guantes de piel desde que salí de Norwich. Me entristeció que Godwin careciera de unos guantes adecuados.

Los estudiantes reían a carcajadas alguna frase ingeniosa cuando encontré un sitio bajo las arcadas del claustro, apoyado en un pilar de piedra; luego, él les preguntó si recordaban una cita importante de san Agustín, que algunos se apresuraron a vocear, y a continuación pareció que se disponía a abordar un nuevo tema, pero nuestras miradas se encontraron, y dejó de hablar a mitad de una frase.

No estoy seguro de que alguien supiera por qué había parado. Pero yo sí lo sabía. Alguna comunicación silenciosa pasó entre nosotros, y yo me atreví a asentir con la cabeza.

Entonces, con breves palabras, dio por terminada la clase.

Se habría visto rodeado interminablemente por quienes le hacían preguntas, pero les dijo con paciencia atenta y una amabilidad exquisita que debía atender un asunto importante y además estaba helado, y en cuanto pudo se acercó a mí, me tendió la mano y me condujo tras él, a través del largo claustro de techo bajo y después de cruzar una arcada y muchas puertas interiores, hasta su propia celda.

Era una habitación no muy espaciosa y, gracias sean dadas al cielo, bien caldeada. No más lujosa que la de Junípero Serra en la misión de Carmel, de principios del siglo xxi, pero sí llena de objetos hermosos.

Una porción generosa de leña humeaba en un brasero y desprendía un calor delicioso. Godwin encendió rápidamente varias velas gruesas y las colocó sobre su escritorio y el facistol, ambos situados muy cerca de su estrecho catre, y luego me indicó que me sentara en uno de los bancos alineados en el lado derecho de la habitación.

Pude ver que con frecuencia daba allí sus lecciones, o lo había hecho antes de que la demanda de su elocuencia alcanzara los niveles actuales.

De la pared colgaba un crucifijo, y me pareció entrever varias pequeñas pinturas votivas, pero en la penumbra no pude distinguirlas bien. Había en el suelo un cojín muy duro y delgado delante del crucifijo y de una imagen de la Virgen, y supuse que era allí donde se arrodillaba a rezar.

—Oh, perdóname —me dijo en un tono lleno de afable generosidad—. Ven a calentarte junto al fuego. Estás blanco del frío, y tienes los cabellos mojados.

Rápidamente me ayudó a quitarme la capucha manchada y el manto, y se desprendió del suyo. Los colgó de unos clavos en la pared, donde el calor del brasero los secaría muy pronto.

Luego tomó una toalla pequeña y me secó con ella la cara y el pelo, y lo mismo hizo con el suyo.

Sólo entonces se quitó los trapos que envolvían sus manos, y acercó las palmas a las brasas. Me di cuenta entonces por primera vez de que su hábito blanco y su escapulario estaban gastados y remendados. Era un hombre de constitución delgada, y el corte sencillo de su cabello en forma anular le daba una expresión más vital y penetrante.

—¿Cómo me has conocido? —pregunté.

—Porque Fluria me ha escrito y me ha dicho que te conocería en cuanto te viese. La carta llegó hace tan sólo dos días. Uno de los maestros judíos que enseñan hebreo aquí me la trajo. Y desde entonces he estado preocupado, no por lo que ella me ha escrito, sino por lo que dejó de escribir. Y hay otra cuestión, y es que ella me ha pedido que te abra mi corazón por entero.

Lo dijo con entera confianza, y de nuevo percibí la gracia de su actitud y su generosidad cuando acercó uno de los bancos cortos al brasero y tomó asiento.

En sus menores gestos había tanta firmeza y sencillez como si para él estuviera ya muy lejana la época en que necesitaba algún artificio para subrayar cualquier cosa que hacía.

Metió la mano en uno de los abultados bolsillos colocados debajo de su escapulario blanco, y extrajo de él la carta, una hoja plegada de pergamino rígido, y la puso en mi mano.

La carta estaba escrita en hebreo, pero tal como Malaquías me había prometido, pude leerla sin el menor problema:

Mi vida está en las manos de este hombre, el hermano Tobías. Acógelo y cuéntale todo, y él te lo contará todo, porque no hay nada que no sepa de mi pasado y de mis circunstancias actuales, y no me atrevo a decir más en este mensaje.

Fluria había firmado únicamente con la inicial de su nombre.

Me di cuenta de que nadie conocía su letra mejor que Godwin.

—Desde hace algún tiempo me he dado cuenta de que algo iba mal —dijo, con la frente fruncida por la inquietud—. Tú lo sabes todo. Sé que lo sabes. De modo que te diré, antes de importunarte con preguntas, que mi hija Rosa estuvo muy enferma hace varios días, e insistía en que su hermana Lea sentía fuertes dolores.

»Ocurrió durante los días más hermosos de la Navidad, cuando los cuadros vivientes y las representaciones delante de la catedral son más lucidos que en ninguna otra época del año. Pensé que tal vez, por la novedad para ella de nuestras costumbres cristianas, se sentía asustada. Pero insistió en que su angustia se debía a los dolores de Lea.

»Las dos, como sabes, son gemelas, y por esa razón Rosa siente lo que le está ocurriendo a Lea, y hace tan sólo dos semanas me dijo que Lea ya no estaba en este mundo. Intenté consolarla, diciéndole que eso no era así. Le aseguré que Fluria y Meir me habrían escrito de haberle ocurrido algo a Lea, pero no ha habido forma de convencer a Rosa de que Lea vive.

—Tu hija tiene razón —dije con tristeza—. Ése es el fondo de todo el problema. Lea murió de la pasión ilíaca. No fue posible impedirlo de ninguna manera. Sabes lo que es eso tan bien como yo, una enfermedad del estómago y de las entrañas que causa grandes dolores. Las personas que la padecen mueren casi siempre. Y así ocurrió con Lea, que murió en los brazos de su madre.

Inclinó la cabeza y se llevó las manos a la cara. Por un instante pensé que iba a romper a llorar. Y sentí un leve escalofrío de temor. Pero se limitó a murmurar una y otra vez el nombre de Fluria, y rezó en latín al Señor para que la consolara por la pérdida de su hija.

Finalmente se reclinó en su asiento, me miró y susurró:

—Así pues, la hermosa niña que ella guardó a su lado le ha sido arrebatada. Y mi hija sigue aquí, fresca y sana, a mi lado. ¡Oh, qué cosa tan amarga!

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

Pude ver el dolor en su rostro. Sus maneras cordiales habían desaparecido por completo, dando paso a la angustia. Y su expresión adquirió una sinceridad infantil cuando sacudió despacio la cabeza.

—Lo siento tanto —susurré, y él me miró. Pero no respondió.

Guardamos un largo silencio en homenaje a Lea. Durante un rato, dejó que su mirada se perdiera en el vacío. Y en una o dos ocasiones se calentó las manos, pero luego las dejó caer sobre las rodillas.

Después, poco a poco, vi en él la misma amabilidad y franqueza que antes. Susurró:

—Sabes que esa niña era mi hija, claro está. Te lo he dicho de alguna manera con mis propias palabras.

—Lo sé —dije—. Pero esa muerte muy natural de la niña es lo que ha traído después la desgracia sobre Fluria y Meir.

—¿Cómo puede ser? —preguntó. Lo hizo con toda inocencia, como si el conocimiento le hubiera dado una ingenuidad nueva. O tal vez la palabra «humildad» describa mejor su actitud.

No pude evitar darme cuenta de que era un hombre apuesto, no sólo por sus facciones regulares y la forma en que su cara parecía resplandecer, sino por la humildad a que he aludido y el atractivo que emanaba de ella. Un hombre humilde puede conquistar a cualquiera, y aquel hombre parecía haberse desprendido por completo del habitual orgullo masculino que tiende a reprimir las emociones y la expresión.

—Cuéntamelo todo, hermano Tobías —dijo—. ¿Qué le ocurre a mi amada Fluria? —Un velo de lágrimas asomó a sus ojos—. Pero antes de que empieces, déjame decirte una cosa con toda sinceridad. Amo a Dios y amo a Fluria. Así es como me describo a mí mismo en mi corazón, y Dios me entiende.

—Yo lo entiendo también —dije—. Sé de vuestra larga correspondencia.

—Ha sido la luz que ha guiado mis pasos durante muchos años —respondió—. Y aunque lo abandoné todo para entrar en la Orden dominica, no abandoné mi correspondencia con Fluria, porque nunca ha significado para mí otra cosa que el mayor bien. —Meditó un momento, y luego añadió—: La piedad y la bondad de una mujer como Fluria son cosas que no se encuentran con frecuencia en las mujeres gentiles, aunque he de reconocer que ahora sé muy pocas cosas de ellas.

»Me parece que una cierta gravedad de carácter es común a las mujeres judías como Fluria, y nunca me ha escrito una sola palabra que yo no pudiera compartir con otros para provecho de ellos..., hasta que llegó este mensaje hace dos días.

Sus palabras tuvieron un efecto extraño en mí, porque creo que me sentía enamorado a medias de Fluria por las mismas razones, y por primera vez me di cuenta de la enorme seriedad que había mostrado Fluria, una cualidad que recibe el nombre de gravitas.

De nuevo en mi mente Fluria trajo a mi memoria a otra persona, a alguien que yo había conocido, pero no conseguí precisar quién era esa persona. Había un toque de tristeza y miedo en ese recuerdo impreciso. Pero no tenía tiempo para pensar en eso ahora. Me pareció un pecado llano y simple pensar en mi «otra vida».

Paseé la mirada por la habitación. Miré los numerosos libros de los estantes y las hojas de pergamino esparcidas por el escritorio. Miré a Godwin, que esperaba con paciencia, y se lo conté todo.

Hablé tal vez durante media hora seguida y expliqué todo lo que había ocurrido, y cómo los dominicos de Norwich se habían llamado a engaño con Lea, y cómo Meir y Fluria no podían compartir con nadie a excepción de sus hermanos judíos la horrible verdad sobre la pérdida de su amada niña.

—Imagina el dolor de Fluria —dije—, en unas circunstancias en que no puede mostrar ningún dolor porque se ve obligada a disimular. —Insistí en ese punto—. Es un momento para el disimulo, como lo fue para Jacob cuando engañó a su padre Isaac, y más tarde también a Labán para acrecer su propio rebaño. También ahora es necesario el engaño porque está en juego la vida de esas personas.

Sonrió y asintió a mi razonamiento. No puso ninguna objeción.

Se puso en pie y empezó a pasear de un lado a otro en un círculo estrecho, porque era todo lo que la habitación permitía.

Por fin se sentó ante el escritorio, y sin cuidarse de mi presencia empezó de inmediato a escribir una carta.

Yo seguí sentado bastante tiempo, viéndolo escribir, secar, escribir unas palabras más. Finalmente firmó la carta, secó la tinta por última vez, plegó el pergamino y lo selló con lacre, y levantó la vista en mi dirección.

—Ahora mismo enviaré esto a mis hermanos dominicos de Norwich, para fray Antonio, a quien conozco personalmente, y le expreso mi firme opinión de que están en el mal camino. Alabo a Fluria y Meir y admito con entera franqueza que Elí, el padre de Fluria, fue en tiempos mi maestro en Oxford. Creo que mejorará las cosas, pero quizá no lo bastante. No puedo escribir a lady Margaret de Norwich, y si lo hiciera, creo que ella no dudaría en arrojar mi carta al fuego.

—Esa carta tiene un peligro —dije.

—¿Cuál?

—Admites conocer a Fluria, cosa que seguramente ignoran otros dominicos. Cuando visitaste a Fluria en Oxford, cuando te fuiste de allí con tu hija, ¿no se enterarían de lo ocurrido tus hermanos de Oxford?

—¡El Señor me ayude! —suspiró—. Mi hermano y yo procuramos mantenerlo todo en secreto. Sólo mi confesor sabe que tengo una hija. Pero tienes razón. Los dominicos de Oxford conocen muy bien a Elí, el Magister de la sinagoga y maestro suyo en tiempos. Y saben que Fluria tiene dos hijas.

—Exacto —dije—. Si escribes una carta que despierte su atención sobre la relación que os une, no podremos llevar a cabo el engaño que podría salvar a Fluria y a Meir.

Arrojó la carta al brasero y observó cómo la devoraban las llamas.

—No sé cómo resolver esto —dijo—. Nunca he tenido que afrontar nada tan feo y tortuoso en mi vida. ¿Podemos atrevernos a intentar una impostura cuando los dominicos de Oxford pueden muy bien contar a los de Norwich que Rosa está sustituyendo a su hermana? No puedo poner a mi hija en ese peligro. No, es imposible que viaje.

—Hay demasiada gente que sabe demasiadas cosas. Pero algo ha de ocurrir para que cese el escándalo. ¿Te atreves a ir tú, y defender a la pareja ante el obispo y el sheriff?

Le expliqué que el sheriff sospechaba ya que Lea estaba muerta en realidad.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

—Intentar llevar adelante el engaño, pero hacerlo con más astucia y más mentiras —dije—. Es la única forma que veo de salir del paso.

—Explícate —dijo.

—Si Rosa está dispuesta a representar el papel de su hermana, la llevaremos a Norwich. Insistirá en que es Lea y en que ha estado con su hermana Rosa en París, y se mostrará muy indignada de que alguien haya acusado tan malignamente a sus amados padres. Y puede expresar su impaciencia por volver de inmediato con su hermana gemela. Al admitir la existencia de las gemelas y su conversión a la Iglesia, darás un motivo para el repentino viaje a París en mitad del invierno. Lea quería estar junto a su hermana, de la que llevaba separada muy poco tiempo. En cuanto al hecho de que tú seas su padre, ¿por qué ha de ser necesario mencionarlo?

—Ya sabes lo que dicen los rumores —me dijo de pronto—. Que Rosa es en realidad hija de mi hermano Nigel. Porque Nigel me acompañó en todas las etapas del viaje. Como te he dicho, sólo mi confesor conoce la verdad.

—Mejor que mejor. Escribe enseguida a tu hermano, si te parece, cuéntale lo que ha ocurrido, y dile que debe encaminarse a Norwich de inmediato. Ese hombre te quiere, Fluria me lo dijo.

—Oh, claro que sí, siempre me ha querido a pesar de lo que mi padre le obligó a pensar o a hacer.

—Muy bien pues, que vaya él y jure que las gemelas están juntas en París, y nosotros emprenderemos el viaje desde aquí en cuanto nos sea posible con Rosa, que asegurará ser Lea, indignada y dolida por la situación de sus padres, y se declarará impaciente por volver a París de inmediato junto a su tío Godwin.

—Veo un fallo en el plan —dijo él—. Dañará la reputación de Fluria.

—Nigel no tiene que decir abiertamente que es el padre. Dejaremos que lo piensen, pero no tiene por qué decirlo. Las niñas tienen un padre legal. Nigel sólo tiene que alegar su interés como amigo por una niña que se ha convertido a la fe cristiana cuando él era tutor de su hermana, que espera en París el regreso de Lea, la nueva conversa.

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